domingo, 25 de septiembre de 2011

DICHOS DE SANTOS


La oración, la contemplación de las cosas del cielo, es el verdadero y más natural alimento de nuestra alma, su única delicia y suprema felicidad.

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Amad y conservad la paz por encima de todo; aborreced siempre el odio y la discordia, ya que todos somos hijos del Dios de la paz y del amor.

(San Francisco de Paula)

sábado, 24 de septiembre de 2011

CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS (XX)


LA LLAMADA MISA DE SAN PIO V,
LA UNICA MISA

Un hecho, sin duda, no habrá dejado de sorprender al lector en todo este asunto: en ningún momento se trató de la misa que sin embargo está en el corazón del conflicto. Ese silencio forzado constituye la confesión de que el rito llamado de san Pío V continúa siendo autorizado.

Sobre esta cuestión los católicos pueden estar perfectamente tranquilos. Esa misa no está prohibida ni puede estarlo. San Pío V que, repitámoslo, no la inventó, sino que "restableció el misal de conformidad con la regla antigua y con los ritos de los santos padres", nos da todas las garantías en la bula Quo Primum firmada por él el 14 de julio de 1570: "Hemos decidido y declaramos que los superiores, administradores, canónigos, capellanes y otros sacerdotes, cualquiera que sea el nombre con que se los designe, o los religiosos de cualquier orden, no están autorizados a celebrar la misa de manera diferente de como nosotros la hemos fijado y que nunca en ningún tiempo se los podrá forzar y obligar a dejar este misal o abrogar la presente instrucción o modificarla, pues ella permanecerá siempre en vigor y será válida con toda su fuerza. Si empero alguien se permitiera semejante alteración, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo".

Suponiendo que el Papa pueda revocar esta medida perpetua, tendría que hacerlo mediante un acta igualmente solemne. La Constitución Apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969 autoriza la misa llamada de Pablo VI, pero no contiene ninguna prohibición expresamente formulada de la misa tridentina. Y esto es así hasta el punto de que el cardenal Ottaviani podía decir en 1971: "El rito tridentino de la misa no está abolido, que yo sepa". Monseñor Adam que pretendía, en la asamblea plenaria de los obispos suizos, que la constitución Missale Romanum había prohibido celebrarla, salvo indulto, según el rito de san Pío V, tuvo que retractarse cuando se le pidió que dijera en qué términos habría sido pronunciada esta prohibición.

Síguese de ello que si un sacerdote fuera censurado y hasta excomulgado por este motivo, la condenación sería absolutamente inválida. San Pío V canonizó esta Santa Misa, y un papa no puede anular una canonización, así como no puede retirar la de un santo. Podemos decir esa misa con toda tranquilidad y los fieles asistir a ella sin la menor preocupación, sabiendo además que ésa es la mejor manera de conservar su fe. Esto es tan cierto que Su Santidad Juan Pablo II, después de varios años de silencio sobre la cuestión de la misa, terminó por aflojar esa picota impuesta a los católicos. La carta de la Congregación para el Culto divino fechada el 3 de octubre de 1984 "autoriza" de nuevo el rito de san Pío V para los fieles que lo soliciten. Verdad es que la carta impone condiciones que nosotros no podemos aceptar y, por otra parte, no teníamos necesidad de semejante permiso para gozar de un derecho que nos ha sido otorgado hasta el fin de los tiempos.

Pero ese primer gesto papal —roguemos para que haya otros— disipa la sospecha indebidamente lanzada sobre la misa y libera la conciencia de los católicos perplejos que todavía vacilaban en asistir a ella.

Consideremos ahora la suspensión ad divinis de que fui objeto el 22 de julio de 1976. Siguió a las ordenaciones del 29 de junio realizadas en Écóne; desde tres meses atrás nos llegaban desde Roma exhortaciones, súplicas, órdenes, amenazas, para conminarnos a cesar nuestra actividad y a no continuar esas ordenaciones sacerdotales. Los días anteriores a la suspensión dejamos de recibir mensajes y enviados. ¿Qué nos decían aquellos enviados? En seis ocasiones me pidieron que restableciera relaciones normales con la Santa Sede, que aceptara, el nuevo rito y que yo mismo lo celebrara. Llegaron hasta el punto de enviarme a un monseñor que se ofreció a concelebrar conmigo, me pusieron en la mano un misal nuevo y me prometieron que si decía la misa de Pablo VI el 29 de junio en presencia de toda la asamblea, que había acudido a orar por los nuevos sacerdotes, todo quedaría zanjado entre Roma y yo.

Esto significa que no me prohibían que llevara a cabo esas ordenaciones, pero querían que lo hiciera según la nueva liturgia. A partir de ese momento era claro que todo el drama entre Roma y Écóne giraba alrededor del problema de la misa.

En el sermón de la misa de ordenación dije: 'Tal vez mañana aparezca en los diarios nuestra condenación; eso es muy posible a causa de esta ordenación de hoy; probablemente a mí me toque una suspensión y estos jóvenes sacerdotes serán afectados por una irregularidad que en principio les impediría decir la santa misa. Eso es posible. Pues bien, yo apelo a san Pío V."

Algunos católicos habrán podido sentirse turbados por mi repudio de esa suspensión ad divinis. Pero lo que hay que comprender bien es que todo esto está encadenado: ¿por qué se oponían a que yo llevara a cabo esas ordenaciones? Porque la Fraternidad había sido suprimida y, por lo tanto, el seminario debería haber estado clausurado. Pero precisamente yo no había aceptado ni esa supresión ni ese cierre del seminario porque ambas cosas habían sido decididas ilegalmente, porque las medidas tomadas presentaban diversos vicios canónicos tanto de forma como de fondo (especialmente lo que los autores de derecho administrativo llaman "desvío de poderes", es decir la utilización de competencias contra el fin para el cual ellas deben ejercerse). Habría sido menester que yo aceptara todo desde el comienzo, pero yo no lo acepté porque habíamos sido condenados sin juicio, sin ocasión de defendernos, sin amonestación, sin escritos y sin recursos. Una vez que uno rechaza la primera sentencia, no hay razón para no rechazar las otras, pues esas otras se apoyan siempre en aquélla. La nulidad de una sentencia acarrea la nulidad de las siguientes.

A veces se plantea otra cuestión a los fieles y a los sacerdotes: ¿se puede tener razón contra todo el mundo? En una conferencia de prensa el enviado de Le Monde me decía: "Pero, en definitiva, usted está solo. Está solo contra el Papa, contra todos los obispos. ¿Qué significa su combate?" Pues bien, el caso es que no estoy solo, tengo toda la tradición conmigo, la Iglesia existe en el tiempo y en el espacio. Y, además, sé que muchos obispos piensan como nosotros en su fuero interno. Hoy, después de la carta abierta al Papa que firmamos monseñor Castro Mayer y yo, somos dos los que nos hemos declarado abiertamente contra la "protestantización" de la Iglesia. Y tenemos con nosotros a muchos sacerdotes. Por otro lado, están nuestros seminarios que suministran ahora alrededor de cuarenta nuevos sacerdotes por año, nuestros doscientos cincuenta seminaristas, nuestros treinta hermanos, nuestras sesenta religiosas, nuestros treinta oblatos; tenemos monasterios que se fundan y se desarrollan y una multitud de fieles acude a nosotros.

La verdad, por lo demás, no se hace con el número, el número no hace la verdad. Aun cuando yo estuviera solo, aun cuando todos mis seminaristas me abandonaran y también me abandonara la opinión pública, eso me sería indiferente en lo que a mí respecta. Pues yo me atengo a mi Credo, a mi catecismo, a la tradición que santificó a todos los elegidos que están ahora en el cielo; yo quiero salvar mi alma. Ya se sabe demasiado bien lo que es la opinión pública; la opinión pública fue la que condenó a Nuestro Señor a los pocos días de haberlo aclamado. El domingo de Ramos y luego el Viernes Santo. Su Santidad Pablo VI me preguntó: "Pero, en fin, en el interior de usted mismo, ¿no siente algo que le reprocha lo que está haciendo? Usted causa en la Iglesia un escándalo enorme, enorme. ¿No se lo dice su conciencia?" Le respondí: "No, Santo Padre, de ninguna manera". Si hubiera tenido algo que reprocharme, habría dejado inmediatamente de hacerlo.

El papa Juan Pablo II no confirmó ni anuló la sanción pronunciada contra mí. En la audiencia que me concedió en 1979, después de una prolongada conversación, parecía bastante dispuesto a dejar la libertad de elección en materia de liturgia, a dejarme obrar como me parece, en suma, lo que reclamo desde el principio: "la experiencia de la tradición". Tal vez había llegado el momento en que las cosas iban a arreglarse; tal vez ya no habría ese ostracismo contra la misa de la tradición, ya no habría más problemas. Pero el cardenal Seper, que estaba presente, vio el peligro y exclamó: " ¡Pero, Santo Padre, ellos hacen de esta misa una bandera!" La pesada cortina que se había levantado un instante volvió a caer. Habrá que esperar aún.

Mons. Marcel Lefebvre

(Continuará)

lunes, 19 de septiembre de 2011

NUESTRA SEÑORA DE LA SALETTE - 19 DE SEPTIEMBRE


Nuestra Señora de la Salette ruega por nosotros

sábado, 10 de septiembre de 2011

DICHOS DE SANTOS


Dios destruye las ciudades en castigo de los pecados de sus habitantes; si estos, pues, cesaren de pecar, se conservarían sus ciudades. ¿De que sirve huir de vuestra patria? Lo mejor será, si queréis, huir de las culpas.

San Ambrosio

martes, 6 de septiembre de 2011

DICHOS DE SANTOS

Pocos son los que tienen una idea justa de la humildad, porque se suele confundir con la debilidad y el abatimiento.

San Francisco de Sales

domingo, 4 de septiembre de 2011

LA MUERTE DEL JUSTO

Autor: San Alfonso Mª Ligorio

Es preciosa en la presencia de Dios
la muerte de sus Santos.
Ps. 115, 15

PUNTO 1

Mirada la muerte a la luz de este mundo, nos espanta e inspira temor; pero con la luz de la fe es deseable y consoladora. Horrible parece a los pecadores; mas a los justos se muestra preciosa y amable. “Preciosa –dice San Bernardo– como fin de los trabajos, corona de la victoria, puerta de la vida”.
Y en verdad, la muerte es término de penas y trabajos. El hombre nacido de mujer, vive corto tiempo y está colmado de muchas miserias (Jb. 14, 1).
Así es nuestra vida tan breve como llena de miserias, enfermedades, temores y pasiones. Los mundanos, deseosos de larga vida –dice Séneca (Ep. 101)–, ¿qué otra cosa buscan sino más prolongado tormento? Seguir viviendo –exclama San Agustín– es seguir padeciendo. Porque –como dice San Ambrosio (Ser. 45)– la vida presente no nos ha sido dada para reposar, sino para trabajar, y con los trabajos merecer la vida eterna; por lo cual, con razón afirma Tertuliano que, cuando Dios abrevia la vida de alguno, acorta su tormento. De suerte que, aunque la muerte fue impuesta al hombre por castigo del pecado, son tantas y tales las miserias de esta vida, que –como dice San Ambrosio– más parece alivio al morir que no castigo.
Dios llama bienaventurados a los que mueren en gracia, porque se les acaban los trabajos y comienzan a descansar. “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor”. “Desde hoy –dice el Espíritu Santo (Ap. 14, 13)– que descansen de sus trabajos”.
Los tormentos que afligen a los pecadores en la hora de la muerte no afligen a los Santos. “Las almas de los justos están en mano de Dios, y no los tocará el tormento de la muerte” (Sb. 3, 1).
No temen los Santos aquel mandato de salir de esta vida que tanto amedrenta a los mundanos, ni se afligen por dejar los bienes terrenos, porque jamás tuvieron asido a ellos el corazón. “Dios de mi corazón –repitieron siempre–; Dios mío por toda la eternidad” (Salmo 72, 26).
“¡Dichosos vosotros! –escribía el Apóstol a sus discípulos, despojados de sus bienes por confesar a Cristo–. Con gozo llevasteis que os robasen vuestras haciendas, conociendo que tenéis patrimonio más excelente y duradero” (He. 10, 34).
No se afligen los Santos a dejar las honras mundanas, porque antes las aborrecieron ellos y las tuvieron, como son, por humo y vanidad, y sólo estimaron la honra de amar a Dios y ser amados de Él. No se afligen al dejar a sus padres, porque sólo en Dios los amaron, y al morir los dejan encomendados a aquel Padre celestial que los ama más que a ellos; y esperando salvarse, creen que mejor los podrán ayudar desde el Cielo que en este mundo.
En suma: todos los que han dicho siempre en la vida Dios mío y mi todo, con mayor consuelo y ternura lo repetirán al morir.
Quien muere amando a Dios no se inquieta por los dolores que consigo lleva la muerte; antes bien se complace en ellos, considerando que ya se le acaba la vida y el tiempo de padecer por Dios y de darle nuevas pruebas de amor; así, con afecto y paz, le ofrece los últimos restos del plazo de su vida y se consuela uniendo el sacrificio de su muerte con el que Jesucristo ofreció por nosotros en la cruz a su Eterno Padre. De este modo muere dichosamente, diciendo: “En su seno dormiré y descansaré en paz” (Sal. 4, 9).
¡Oh, qué hermosa paz, morir entregándose y descansando en brazos de Cristo, que nos amó hasta la muerte, y que quiso morir con amargos tormentos para alcanzarnos muerte consoladora y dulce!


PUNTO 2

Limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y la muerte no será ya más (Ap. 21, 4). En la hora de la muerte enjugará Dios de los ojos de sus siervos las lágrimas que hubieren derramado en esta vida, en medio de los trabajos, temores, peligros y combates con el infierno. Y lo que más consolará a un alma amante de su Dios cuando sepa que llega la muerte será el pensar que pronto ha de estar libre de tanto peligro de ofender a Dios como hay en el mundo, de tanta tribulación espiritual y de tantas tentaciones del enemigo.
La vida temporal es una guerra continua contra el infierno, en la cual siempre estamos en riesgo grandísimo de perder a Dios y a nuestra alma.
Dice San Ambrosio que en este mundo caminamos constantemente entre asechanzas del enemigo, que tiende lazos a la vida de la gracia. Este peligro hacía temblar a San Pedro de Alcántara cuando ya estaba agonizando: “Apartaos, hermano mío –dirigiéndose a un religioso que, al auxiliarle, le tocaba con veneración–, apartaos, pues vivo todavía, y aún hay peligro de que me condene”.
Por eso mismo se regocijaba Santa Teresa cada vez que oía sonar la hora del reloj, alegrándose de que ya hubiese pasado otra hora de combate, porque decía: “Puedo pecar y perder a Dios en cada instante de mi vida”.
De aquí que todos los Santos sentían consuelo al conocer que iban a morir, pues pensaban que presto se acabarían las batallas y riesgos y tendrían segura la inefable dicha de no poder ya perder a Dios jamás.
Refiérese en la vida de los Padres que uno de ellos, en extremo anciano, hallándose en la hora de la muerte, reíase mientras sus compañeros lloraban, y como le preguntaran el motivo de su gozo, respondió: “Y vosotros, ¿por qué lloráis, cuando voy a descansar de mis trabajos?”. También Santa Catalina de Siena dijo al morir: “Consolaos conmigo, porque dejo esta tierra de dolor y voy a la patria de paz”.
Si alguno –dice San Cipriano– habitase en una casa cuyas paredes estuvieran para desplomarse, cuyo pavimento y techo se bambolearan y todo ello amenazase ruina, ¿no desearía mucho salir de ella?... Pues en esta vida todo amenaza la ruina del alma: el mundo, el infierno, las pasiones, los sentidos rebeldes, todo la atrae hacia el pecado y la muerte eterna.
¿Quién me librará –exclamaba el Apóstol (Ro. 7, 24)– de este cuerpo de muerte? ¡Oh, qué alegría sentirá el alma cuando oiga decir: “Ven, esposa mía; sal del lugar del llanto, de la cueva de los leones que quisieran devorarte y hacerte perder la gracia divina” (Cant. 4, 8).
Por eso San Pablo (Fil. 1, 21), deseando morir, decía que Jesucristo era su única vida, y que estimaba la muerte como la mayor ganancia que pudiera alcanzar, ya que por ella adquiría la vida que jamás tiene fin.
Gran favor hace Dios al alma que está en gracia llevándosela de este mundo, donde pudiera no perseverar y perder la amistad divina (Sb. 4, 11). Dichoso en esta vida es el que está unido a Dios; pero así como el navegante no puede tenerse por seguro mientras no llegue al puerto y salga libre de la tormenta, así no puede el alma ser verdaderamente feliz hasta que salga de esta vida en gracia de Dios.
Alaba la ventura del caminante; pero cuando haya llegado al puerto –dice San Ambrosio–. Pues si el navegante se alegra cuando, libre de tantos peligros, se acerca al puerto deseado, ¿cuánto más no debe alegrarse el que esté próximo a asegurar su salvación eterna?
Además, en este mundo no podemos vivir sin culpas, por lo menos leves; porque siete veces caerá el justo (Pr. 24, 16). Mas quien sale de esta vida mortal, cesa de ofender a Dios. ¿Qué es la muerte –dice el mismo Santo– sino el sepulcro de los vicios? Por eso los que aman a Dios anhelan vivamente morir. Por eso, el venerable Padre Vicente Caraffa consolábase al morir diciendo: Al acabar mi vida, acaban mis ofensas a Dios. Y el ya citado San Ambrosio decía: ¿Para qué deseamos esta vida, si cuando más larga fuere, mayor peso de pecado nos abruma?
El que fallece en gracia de Dios alcanza el feliz estado de no saber ni poder ofenderle más. El muerto no sabe pecar. Por tal causa, el Señor alaba más a los muertos que a los vivos, aunque fueren santos (Ecl. 4, 2). Y aún no ha faltado quien haya dispuesto que, en el trance de la muerte, le dijese al que fuese a anunciársela: “Alégrate, que ya llega el tiempo en que no ofenderás más a Dios”.


PUNTO 3

No solamente es la muerte fin de los trabajos, sino también puerta de la vida, como dice San Bernardo. Necesariamente, debe pasar por esa puerta el que quisiere entrar a ver a Dios (Sal. 117, 20). San Jerónimo rogaba a la muerte y le decía: “¡Oh muerte, hermana mía; si no me abres la puerta no puedo ir a gozar de la presencia de mi Señor!” (Cant. 5, 2).
San Carlos Borromeo, viendo en uno de sus aposentos un cuadro que representaba un esqueleto con la hoz en la mano, llamó al pintor y le mandó que borrase aquella hoz y pintase en su lugar una llave de oro, queriendo así inflamarse más en el deseo de morir, porque la muerte nos abre el Cielo para que veamos a Dios.
Dice San Juan Crisóstomo que si un rey tuviese preparada para alguno suntuosa habitación en la regia morada, y por de pronto le hiciese vivir en un establo, ¡cuán vivamente debería de desear este hombre el salir del establo para habitar en el real alcázar!...
Pues en esta vida, el alma justa, unida al cuerpo mortal, se halla como en una cárcel, de donde ha de salir para morar en el palacio de los Cielos; y por esa razón decía David (Sal. 141, 8): “Saca mi alma de la prisión”. Y el santo anciano Simeón, cuando tuvo en sus brazos al Niño Jesús, no supo pedirle otra gracia que la muerte, a fin de verse libre de la cárcel de esta vida: “Ahora, Señor, despide a tu siervo...” (Lc. 2, 29), “es decir –advierte San Ambrosio–, pide ser despedido, como si estuviese por fuerza”. Idéntica gracia deseó el Apóstol, cuando decía (Fil. 1, 23): Tengo deseo de ser desatado de la carne y estar con Cristo.
¡Cuánta alegría sintió el copero de Faraón al saber por José que pronto saldría de la prisión y volvería al ejercicio de su dignidad! Y un alma que ama a Dios, ¿no se regocijará al pensar que en breve va a salir de la prisión de este mundo y que irá a gozar de Dios? Mientras vivimos aquí unidos al cuerpo estamos lejos de ver a Dios y como en tierra ajena, fuera de nuestra patria; y así, con razón, dice San Bruno que nuestra muerte no debe de llamarse muerte, sino vida.
De eso procede el que suela llamarse nacimiento a la muerte de los Santos, porque en ese instante nacen a la vida celestial que no tendrá fin. “Para el justo –dice San Atanasio– no hay muerte, sino tránsito, pues para ellos el morir no es otra cosa que pasar a la dichosa eternidad”.
“¡Oh muerte amable! –exclamaba San Agustín–. ¿Quién no te deseará, puesto que eres fin de los trabajos, término de las angustias, principio del descanso eterno?” Y con vivo anhelo añadía: ¡Ojalá muriese, Señor, para poder veros!
Tema la muerte el pecador –dice San Cipriano–, porque de la vida temporal pasará a la muerte eterna, mas no el que, estando en gracia de Dios, ha de pasar de la muerte a la vida. En la historia de San Juan el Limosnero se refiere que de cierto hombre rico recibió el Santo grandes limosnas y la súplica de que pidiera a Dios vida larga para el único hijo que aquél tenía. Mas el hijo murió poco después. Y como el padre se lamentaba de esa inesperada muerte, Dios le envió un ángel, que le dijo: “Pediste larga vida para tu hijo; pues sabe que ya está en el Cielo gozando de eterna felicidad”.
Tal es la gracia que nos alcanza Jesucristo, como se nos ofreció por Oseas (13, 14): ¡Seré tu muerte, oh muerte! Muriendo Cristo por nosotros, hizo que nuestra muerte se trocase en vida.
Los que llevaban al suplicio al santo mártir Plonio le preguntaron maravillados cómo podía ir tan alegre a la muerte. Y el Santo les respondió: “Engañados estáis. No voy a la muerte, sino a la vida”. Así también exhortaba su madre al niño San Sinfroniano cuando éste iba a recibir el martirio: “¡Oh, hijo mío, no van a quitarte la vida, sino a cambiarla en otra mejor!”.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio