lunes, 17 de agosto de 2009

MELANIA DE LA SALETTE DESCRIBE COMO ERA LA SANTÍSIMA VIRGEN

La Santísima Virgen era muy alta y bien proporcionada; parecía tan leve que con un soplo se hubiera hecho mover; sin embargo, estaba inmóvil y bien colocada. Su fisonomía era majestuosa, imponente, pero no era imponente como los señores del mundo. Imponía un temor respetuoso. A la vez que su Majestad imponía respeto mezclado de amor atraía hacia sí, Su mirada era dulce y penetrante; sus ojos parecían hablar con los míos, pero la conversación nacía de un profundo y vivo sentimiento de amor a esta belleza cautivadora que me derretía. La dulzura de su mirada, su aire de bondad incomprensible hacía comprender que Ella atraía a sí y quería darse. Era una explosión de amor que no puede expresarse con lenguaje humano ni con las letras de alfabeto.

El vestido de la Santísima Virgen era blanco plateado y muy brillante, no era material, sino que estaba compuesto de luz y de gloria, variante y centelleante. En la tierra no existe expresión ni comparación adecuada.

La Santísima Virgen era muy bella y toda hecha de amor. Al mirarla, yo languidecía por fundirme en Ella. En su atavío, como en su persona, todo respiraba la majestad, el esplendor, la magnificencia de una Reina incomparable. Era bella, blanca, inmaculada, cristalina, resplandeciente, celestial, fresca, nueva como una virgen; parecía que la palabra amor se escapaba de sus labios, plateados y purísimos. Me parecía como una buena Madre, llena de bondad, de amabilidad, de amor para nosotros, de compasión, de misericordia.

La corona de rosas que tenía sobre la cabeza era tan bella, tan brillante que no nos podemos hacer una idea; las rosas, de diversos colores, no eran de la tierra; era una reunión de flores que rodeaban la cabeza de la Santísima Virgen en forma de corona; pero las rosas se transformaban o se sustituían; luego, del corazón de cada rosa salía una luz tan bella que cautivaba y hacía a las rosas de una belleza deslumbrante. De la corona de rosas se elevaban como ramas de oro y una cantidad de otras florecitas mezcladas con brillantes. El conjunto formaba una bellísima diadema, que brillaba más que nuestro Sol de la Tierra.

La Santísima Virgen llevaba una cruz muy hermosa colgada de su cuello. Esta cruz parecía ser dorada, digo dorada por no decir una placa de oro; pues he visto a veces objetos dorados con diversos matices de oro, cosa que causaba a mis ojos un efecto mucho más bello que una simple placa de oro.

Sobre esta hermosa cruz tan brillante de luz había un Cristo, era nuestro Señor, con los brazos extendidos en la cruz. Cerca de los dos extremos de la cruz, de un lado había un martillo, en el otro unas tenazas. El Cristo era del color de la carne natural, pero brillaba con una gran claridad, y la luz que salía de todo su cuerpo parecía como dardos muy brillantes que me abrasaban el corazón con deseos de fundirme en El. A veces, el Cristo parecía estar muerto; tenía la cabeza inclinada y el cuerpo estaba como hundido, como para caerse si no hubiera estado sujeto por los clavos que le retenían en la cruz.

Sentía una viva compasión por El. Hubiera querido gritar de nuevo al mundo entero su amor desconocido e infiltrar en las almas de los mortales el amor más sentido y el agradecimiento más vivo para con un Dios que no tenía ninguna necesidad de nosotros para ser lo que es, lo que era y lo que será siempre, y, sin embargo, ¡OH, amor incomprensible para con el hombre!, se hizo hombre y quiso morir, sí, morir, para grabar mejor en nuestras almas y en nuestra memoria el amor loco que siente por nosotros. ¡OH! ¡Qué desgraciada soy por encontrarme tan pobre de expresión para dar a conocer el amor, sí, el amor de nuestro Salvador por nosotros! Pero, por otro lado, ¡que felices somos por poder sentir mejor lo que no podemos expresar!

Otras veces, el Cristo parecía vivo; tenía la cabeza erguida, los ojos abiertos y parecía estar en la cruz por su propia voluntad. A veces parecía hablar, quería dar a entender que estaba en la cruz por nosotros, por nuestro amor, para atraernos a su amor, que siempre tiene un amor nuevo para nosotros, que su amor del principio de los tiempos y del año 33 es siempre el de hoy y el que será siempre.

La Santísima Virgen lloraba durante casi todo el tiempo que me habló. Sus lágrimas se deslizaban, una a una lentamente, hasta cerca de sus rodillas; luego, como centellas de luz, desaparecían. Eran brillantes y llenas de amor. Hubiera querido consolarla y que no llorase más. Pero me parecía que Ella tenía necesidad de mostrar sus lágrimas para dar a conocer mejor su amor olvidado por los hombres. Yo hubiera querido arrojarme a sus brazos y decirle: “¡Mi buena Madre, no lloréis! Yo os quiero amar por todos los hombres de la tierra.” Pero me parecía que me respondía: “¡Hay tantos que no me conocen!”

Me encontraba entre la vida y la muerte, viendo, por un lado, tanto amor, tanto deseo de ser amada y, por otro, tanta frialdad, tanta indiferencia… ¡OH! ¡Madre mía! ¡Madre toda hermosa y toda amable, mi amor, corazón de mi corazón!...

Las lágrimas de nuestra tierna Madre, lejos de disminuir su aire de Majestad, de Reina y Señora, parecían, por el contrario, embellecerla, hacerla más amable, más hermosa, más poderosa, más llena de amor, más maternal, más cautivadora, y yo hubiera querido beber sus lágrimas, que hacían saltar mi corazón de compasión y de amor. ¡Ver llorar a una madre, y a una Madre tal, sin poder poner todos los medios imaginables para consolarla, esto se comprende bien. ¡Oh!, Madre, más que buena! Vos habéis sido formada con todas las prerrogativas de las que Dios se ha engrandecido en Vos al hacerse su obra maestra del Cielo y de la tierra.

La Santísima Virgen tenía un delantal amarillo. ¿Qué digo, amarillo? Tenía un delantal más brillante que muchos soles juntos. No era de tela material, estaba hecho de gloria, y esta gloria era centelleante y de una belleza arrebatadora. Todo en la Santísima Virgen arrebataba fuertemente y me hacía como correr a adorar y a amar a mi Jesús en todos los estados de su vida mortal.

La Santísima Virgen tenía dos cadenas, una un poco más ancha que la otra. En la más estrecha estaba colgada la cruz, de la que ya he hecho mención más arriba. Estas cadenas (pues de alguna manera hay que llamarlas) eran como rayos de gloria de un gran resplandor variante y centelleante.

Los zapatos (por llamarlos de algún modo) eran blancos, pero un blanco brillante argénteo. Había rosas alrededor. Estas rosas eran de una belleza deslumbrante, y del corazón de cada rosa salía una llamarada de luz muy bella y muy agradable a la vista. En los zapatos había un broche de oro, no de oro de la tierra, sino del Paraíso.

La vista de la Santísima Virgen era por sí sola un paraíso cumplido. Tenía en sí todo lo que podía satisfacer, pues la tierra quedaba olvidada.

La Santísima Virgen esta rodeada de dos luces. La primera luz, muy cerca de la Santísima Virgen, llegaba hasta nosotros; brillaba con un resplandor muy hermoso y centelleante. La segunda luz se extendía un poco más alrededor de la bella Señora y nosotros nos encontrábamos en ella; estaba inmóvil (es decir, no centelleaba), pero mucho más brillante que nuestro pobre sol de la tierra. Todas estas lucen no hacían daño a los ojos y no cansaban la vista en absoluto.

Además de todas estas luces, de todo este esplendor, salían también grupos o haces de luces o rayos de luz del cuerpo de la Santísima Virgen, de sus vestidos y de todas partes.

La voz de la bella Señora era dulce; encantaba, cautivaba, alegraba el corazón; asentaba y allanaba todos los obstáculos, calmaba, suavizaba. Me parecía que yo hubiera querido comer su linda voz y mi corazón parecía saltar o querer ir a su encuentro para derretirse en Ella.

Los ojos de la Santísima Virgen, nuestra tierna Madre, no pueden describirse con lenguaje humano. Para hablar de ello sería preciso un serafín; haría falta más, haría falta la palabra del mismo Dios, de ese Dios que ha hecho a la Virgen Inmaculada, obra maestra de todo su poder.

Los ojos de la augusta Señora parecían mil y mil veces más bellos que los brillantes, los diamantes y las piedras preciosas más buscadas, brillaban como dos soles, eran dulces, la dulzura misma, claros como un espejo. En sus ojos se veía el paraíso, arrebataban hacia Ella. Parecía que Ella quería darse y atraer a sí. Cuanto más la miraba, más la quería ver; cuanto más la veía, más la amaba, y la amaba con todas mis fuerzas.

Los ojos de la Bella Inmaculada eran como la puerta de Dios, desde donde se veía todo lo que puede embriagar al alma. Cuando mis ojos se encontraban con los de la Madre de Dios y mía, experimentaba dentro de mi una feliz revolución de amor y una firme promesa de amarla y de derretirme de amor.

Al mirarnos, nuestros ojos se hablaban a su modo, y la amaba tanto que hubiera querido abrazarla en medio de sus ojos, que enternecían mi alma y parecían hechizarla y hacerla fundir con la suya. Sus ojos me produjeron un dulce temblor en todo mi ser. Y yo temía hacer el menor movimiento que pudiera desagradarla por insignificante que fuera.

Esta sola visión de los ojos de la más pura de las Vírgenes habría bastado para ser el Cielo de un bienaventurado sería suficiente para hacer entrar a un alma en la plenitud de las voluntades del Muy Alto en todos los sucesos que acontecen a lo largo de la vida mortal; sería suficiente para arrancar a esta alma continuos actos de acción de gracias, de reparación y de expiación. Esta sola vista concentra el alma en Dios y la hace como un muerto-viviente, mirando todas las cosas de la tierra, aun las que parecen más serias, como juegos de niños. Ella no quería más que hablar de Dios y de lo referente a su Gloria. El pecado es el único mal que Ella ve sobre la tierra. Ella moriría de dolor si Dios no la sostuviera. Así sea.

MARÍA DE LA CRUZ, Víctima de Jesús
nacida: Melania Calvat, Pastora de La Salette
Castellamare, 21 noviembre 1878.

Tomado del libro NUESTRA SEÑORA DE LA SALETTE, Profecías, por
el Abate Gouin