Humillación ante Dios de San Fernando III rey de Castilla en el momento
de su muerte (Virgilio Mattoni, 1887, Reales Alcázares, Sevilla)
de su muerte (Virgilio Mattoni, 1887, Reales Alcázares, Sevilla)
Plinio María Solimeo
Primo de San Luis IX, Rey de Francia, expulsó a los moros de casi toda España, fundó la famosa Universidad de Salamanca y construyó las más hermosas catedrales góticas del país ibérico
A comienzos del siglo XIII, los musulmanes de España se unieron a los de África en una gran coalición para restaurar el imperio islamita hasta los Pirineos. Inocencio III (1160-1216), uno de los grandes Papas de la Edad Media, promovió entonces una cruzada de los reyes cristianos de Castilla, Navarra y Aragón para enfrentar la morería. El embate se produjo el día 16 de julio de 1212, en la memorable batalla de las Navas de Tolosa, cuando el ejército cristiano desbarató a las huestes almohades, salvando así a toda Europa del inminente peligro musulmán y extendiendo significativamente los límites de la Cristiandad de entonces.
Al término de la batalla, el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, dividió el botín: los reyes de Aragón y Navarra se quedaron con todas las riquezas de los vencidos. Y volviéndose para Alfonso VIII de Castilla, le dijo el arzobispo: “En cuanto a vos, quedaos con la gloria y la honra del triunfo”. Parte de esa herencia y de esa gloria fueron sin duda sus hijas, las princesas doña Berenguela y doña Blanca, que en el futuro serían madres respectivamente de San Fernando III y de San Luis rey de Francia. A don Alfonso VIII le cupo así la gloria de ser abuelo de aquellos que tal vez hayan sido los mayores reyes de la Edad Media.1
“Quien ama, odia; quien odia combate”
Se cuenta que cierto día de agosto de 1199, al dirigirse el rey Alfonso IX de León y la reina doña Berenguela de Salamanca hacia Zamora, ésta dio a luz en el campamento real a aquel que sería uno de los mayores guerreros de su tiempo: San Fernando III de León y Castilla.
El niño creció en la corte leonesa bajo los cuidados de su piadosa madre hasta la anulación, por decisión papal, del matrimonio de sus padres, por cuanto el mismo había sido efectuado dentro de los grados de parentesco prohibidos entonces. Doña Berenguela volvió a Castilla y el niño quedó bajo la protección del padre.
Cuando contaba aproximadamente diez años, Fernando fue acometido por una enfermedad mortal, no pudiendo dormir ni comer. Tomándole, doña Berenguela cabalgó con él hasta el monasterio de Oña, donde pasó la noche rezando y llorando a los pies de la Virgen milagrosa. Entonces, dice un cronista de la época, “el niño empezó a dormir, y después que despertó, enseguida pidió de comer”. Según un hagiógrafo del santo, a partir de ahí todo cambió: “Desde este momento, la fortuna se hace inseparable compañera del amable príncipe: ella le pondrá en posesión de dos tronos, le abrirá los corazones de los hombres, y, sin traicionarle jamás, le pondrá en posesión de la victoria”.2
De una piedad combativa, el joven príncipe lloraba de indignación cuando oía decir que los moros blasfemaban contra Cristo y ultrajaban a la España cristiana. Y —como dice un antiguo adagio de la aguerrida España, “Quien ama, odia; quien odia combate”— su odio contra el enemigo de la fe crecía a consecuencia de su amor a Dios. Se convertirá más adelante en campeón de Jesucristo, intentando reconquistar toda España para su Iglesia.
San Fernando, Rey de León y Castilla
Doña Berenguela vivía en la corte de su hermano, el rey niño Enrique I, entonces con 14 años. Jugando un día en el palacio episcopal de Palencia, una teja le cayó mortalmente a éste sobre la cabeza. Sin herederos, su trono pasó a ella. Demostrando genio político superior y desinterés de madre, después de ser proclamada reina de Castilla por las cortes de Valladolid, doña Berenguela renunció al trono en favor del hijo, a quien había llamado sigilosamente de León. Fernando tenía entonces 18 años y era también heredero del trono de León.
La fórmula encontrada disgustó al padre de Fernando, Alfonso IX, que deseaba el trono para sí. Sin tomar en consideración que luchaba contra el propio hijo, invadió Castilla al frente del ejército leonés.
No queriendo luchar contra su padre, San Fernando le envió una carta en la cual decía: “¿Por qué hostilizáis con tanta irritación este reino? No tenéis que temer daños ni guerras de Castilla mientras yo viva”.3
Alfonso IX renunció entonces al deseo de convertirse en rey de Castilla; sin embargo, desheredó a su hijo al morir.
San Fernando III no sólo consolidó la hegemonía de Castilla sino que aun aumentó su prestigio ampliándole las fronteras, pacificándola, repoblándola y manteniendo la paz con sus vecinos.
Con la muerte del padre y la renuncia de las herederas del trono —sus medio hermanas doña Sancha y doña Dulce, hijas de Alfonso IX y su primera mujer Teresa de Portugal— accedió a la corona de León (doña Teresa también tuvo que separarse del marido por razones de parentesco).
A los 22 años de edad, Fernando III se casó con Beatriz de Suabia, considerada la princesa más piadosa de su tiempo. De este matrimonio nacieron diez hijos, siete hombres y tres mujeres. Al enviudar en 1235, se volvió a casar, esta vez con Juana de Ponthieu, bisnieta de Luis VII de Francia. De esta unión nacieron tres hijos más.
Reconquistando los reinos moros para Cristo
Después de la victoria cristiana en las Navas de Tolosa los reinos musulmanes de España entraron en decadencia, favoreciendo la incorporación de muchos de ellos al dominio de San Fernando por medio de pactos o conquistas.
Los contemporáneos describen tres grandes virtudes en este gran guerrero: la rapidez, la prudencia y la perseverancia. Cuando los enemigos lo creían en un lado, él aparecía en el otro. Y sabía prolongar los asedios para economizar sangre.4
Fueron innumerables las campañas guerreras de San Fernando en su reconquista de España para Nuestro Señor Jesucristo.
El rey santo tenía apenas 25 años cuando entró por primera vez en Andalucía. El rey moro de Baeza vino a ofrecerle obediencia, diciéndole que estaba pronto a rendir su ciudad y asistirlo con dinero y alimentos.
En 1235, mientras San Fernando se apoderaba de Úbeda y las Ordenes militares conquistaban con otras plazas Trujillo y Medellín, con apenas 1500 hombres su hijo, el Infante don Alfonso —más tarde Alfonso X, el Sabio—, vencía en Jerez de la Frontera al ejército del rey moro de Sevilla, compuesto de siete cuerpos de soldados. Lo que fue considerado por todos como un hecho verdaderamente milagroso.
Cierto día del año de 1236 estaba el rey guerrero con su madre a la mesa para el almuerzo, en Benavente, cerca de León, cuando llegó un caballero a toda brida para avisarle de que algunos cristianos habían conseguido apoderarse del barrio de Axarquía, en los arrabales de Córdoba, antigua capital del imperio musulmán, en la época con 300,000 habitantes. Sitiados, pedían socorro al monarca para enfrentar a los incontables moros que los cercaban.
Sin probar ningún alimento, San Fernando se levantó inmediatamente y fue a reunir a sus guerreros para socorrer a sus bravos súbditos. Hecho esto, cercaron la ciudad de Córdoba. El soberano fue estrechando cada vez más el cerco, hasta que el día 29 de junio, fiesta de los gloriosos Apóstoles San Pedro y San Pablo, el ejército cristiano entró en la antigua capital de los califas, desde hacía 525 años en poder de los infieles. La mezquita mayor de la ciudad fue purificada por el obispo de Osma y transformada en iglesia dedicada a Nuestra Señora.
Un hecho simbólico: habiendo el moro Almanzor dos siglos antes conquistado Galicia, había hecho transportar las campanas del santuario de Santiago de Compostela hasta Córdoba en hombros de cristianos. Pues bien, en reparación por ese ultraje, ¡San Fernando mandó que las campanas fuesen restituidas a su lugar de origen en hombros de moros!
Triunfo de la Cruz sobre el creciente
El cerco de Sevilla, en 1247, fue una de las más notables empresas de aquellos tiempos. Durante 20 meses los moros resistieron, pues el calor y las enfermedades parecían luchar en su favor. Con todo, el rey santo no desistió. Tanto más que no tenía prisa, habiendo él y sus guerreros llamado a sus mujeres e hijos para acompañarlos durante el cerco. San Fernando había traído inclusive a los futuros habitantes de Sevilla, hombres de todas las regiones y de todos los oficios.
Finalmente Sevilla capituló. Cantando himnos religiosos y portando un anda con la imagen de la Virgen victoriosa, un estupendo cortejo de cien mil hombres entró en la ciudad conquistada. Fue un brillante triunfo de la Santa Cruz sobre el Islam. De todo el antiguo imperio moro en España apenas restaba el reino de Granada.
San Luis, rey de Francia, se congratuló con su primo por el éxito y le envió un fragmento de la corona de espinas y otras preciosísimas reliquias, que San Fernando mandó colocar en la catedral de Sevilla — otra gran ex mezquita purificada y consagrada al culto cristiano.
Habiendo, con excepción del reino de Granada, expulsado a los moros de casi toda España, San Fernando se preparaba para ir a plantar la fe en el África cuando fue acometido por una enfermedad mortal, a pesar de tener sólo 52 años de edad. Después de recibir todos los sacramentos de la Iglesia, falleció piadosamente el día 30 de mayo de 1252, yendo a recibir en el cielo la “recompensa demasiadamente grande” que Dios reserva para sus elegidos.
Así un autor lo describe: “Elevada estatura, agilidad de movimientos, distinción y majestad en los ademanes, dulce y fuerte a la vez, amable con firmeza, reúne en una maravillosa armonía las cualidades del guerrero y las del hombre de Estado”.5
Notas.-
1. Cf. Edelvives, El Santo de cada día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1947, t. III, p. 302.
2. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. II, p. 481.
3. Edelvives, op. cit. p. 304; Pérez de Urbel, p. 482.
4. Pérez de Urbel, id. ib. p. 484.
5. Pérez de Urbel, op. cit., p. 487.
Otras obras consultadas.-
* Juan Bautista Weiss, Historia Universal, Tipografía La Educación, Barcelona, 1929, t. VI, p. 595 y ss.
* Carlos R. Eguía, Fernando III de Castilla y León, El Santo, in Gran Enciclopedia Rialp, Ed. Rialp, Madrid, 1972, t. X, pp. 41 y ss.
Fuente: Tradición Digital