II
«In hoc signo vinces»
Para probar el título de este capítulo y dar la
mejor razón de por qué el Gran Monarca vencerá
enarbolando la Santa Cruz por bandera, nada creemos
tan concluyente como referir los principales hechos
que del poder de la Santa Cruz nos refiere la historia.
Empecemos sin más preámbulos.
Seis emperadores á un tiempo, con títulos de
Augustos ó Césares, reinaban en el imperio romano
por los años de 306, y de ellos quedaban cuatro en el
311: Constantino en las Galias, Maxencio en Roma, Maximino y Licinio en Oriente. Pero así como para
el advenimiento del Mesías y establecimiento de su
Iglesia convino que el imperio fuese regido por un
solo soberano, así convenía para el triunfo de la Iglesia en todo el orbe, y el Señor dispuso con su sabia Providencia las cosas de suerte que quedase Constantino emperador único en Oriente y Occidente.
Maxencio traía escandalizado el Occidente con sus
tiranías y su desenfrenada liviandad. Forzaba á los
senadores á cederle sus mujeres, quitándoles la vida
si oponían resistencia; consentía que sus soldados
matasen, robasen y violasen á mansalva; cometió, en
fin, tantos y tan abominables abusos, que el Senado
romano pidió á, Constantino viniese á librar el imperio de aquel monstruo.
Constantino, ya muy inclinado al Cristianismo
por las exhortaciones del gran Osio, Obispo de Córdoba y confesor de Santa Elena, madre del mismo
emperador, reunió un ejército que no pudo ser mayor
de 40.000 hombres, para marchar sobre Roma, donde
Maxencio formó el suyo de unos 180.000 soldados.
Iba Constantino franqueando los Alpes, muy
preocupado de la suerte de su empresa; porque si bien
era grande el valor de los españoles y galos que componían su ejército, era temible el número de los soldados de Maxencio.
«Estas reflexiones,—dice su contemporáneo y biógrafo
Eusebio de Cesaréa, en la vida que de él escribió (c. 28 y 29)
—convenciéronle de que para triunfar de Maxencio había
menester fuerzas superiores á las de sus armas, y entonces
levantó sus ojos á la Divinidad, acordándose de que su padre
Constancio había menospreciado el culto de las impotentes
divinidades del imperio y honrado toda su vida al Dios Supremo, el cual le colmó de señalados favores. Invocó, pues, al
Dios de su padre, suplicándole con vivas instancias que le
protegiese en aquellas circunstancias gravísimas; y mientras
así oraba con humildad profunda, Dios hizo aparecer á sus
ojos una señal por extremo sorprendente, de la que luego nos
dio fe con solemne juramento el mismo emperador».
La verdad de la historia no necesita acogerse á este
juramento para su incontrastable firmeza, porque la
aparición se verificó en medio del día, brillando el sol en todo su esplendor, y fue vista por todo el ejército
lo mismo que por Constantino. Era una Cruz que se
destacaba resplandeciente en los cielos encima del sol,
como si éste le sirviera de peana, y había en ella una
inscripción de letras de fuego que decía: IN HOC
SIGNO VINCES, Con esta Enseña vencerás.
Perplejo estaba Constantino sobre el significado
de esta visión; pero el mismo Dios de la Cruz se la
explicó, apareciéndose en sueños por la noche con la
misma enseña que al mediodía le mostró en el cielo, y
mandándole que hiciese un estandarte coronado de
esta misma señal, para servirse de él en los combates
como prenda segura de victoria.
Ningún crítico ni incrédulo se atrevió jamás á
negar estos hechos tan bien probados, ni siquiera
Juliano el Apóstata, hasta que trece siglos después
vino el infame Voltaire á fingir que los ponía en duda.
No defendamos la verdad de la aparición; sería rebajarla: baste entregar á Voltaire y su escuela al más
bajo desprecio.
Constantino mandó poner al punto en sus estandartes la Cruz con el monograma de Cristo, y construyó uno especial en forma de Cruz, á que dio el nombre de Lábaro. No se sabe qué significado tenia esta palabra; pero desde entonces se llamó Lábaro el estandarte de los emperadores cristianos, y por extensión suele darse el mismo nombre á toda bandera de cruzados coronada por la santa Cruz.
«Mandó Constantino, dice el P. Mariana, que el estandarte real, que llamaban lábaro y los soldados le adoraban
cada día, se hiciese en forma de Cruz. De esta ocasión y
principio, como algunos sospechan, vino la costumbre de los
españoles, que escriben el santo Nombre de Cristo con X y
con P griega, que era la misma forma del lábaro. Compruébase esto por una piedra que en Oreto, cerca de Almagro, se halló de tiempo de Valentiniano el Segundo, donde se ve manifiestamente cómo el Nombre de Cristo se escribía con
aquellos nombres y abreviatura».
Fortalecido Constantino por estas visiones y promesas del Dios de los cristianos, baja los Alpes, marcha impertérrito sobre Roma, y á nueve millas de
ella, en Saxa rubra, encuéntranse los dos ejércitos. La
religión antigua y la nueva se miran frente á frente
en las orillas del Tiber, á vista del Capitolio; los sol-
dados de Júpiter Capitolino y de Cristo Crucificado
van á decidir cuál de los dos cultos debe dominar en
el mundo; el Lábaro se levanta por encima de todas
las banderas; ha empezado apenas la batalla, y el ejército de Maxencio es hecho pedazos por las tropas de
Constantino; triunfan los cuarenta mil de los ciento
ochenta mil, y el mismo tirano, huyendo, cae del
puente Milvio y perece ahogado en el Tíber. La Cruz
ha vencido, la Cruz va á dominar al mundo, la Cruz
será en adelante garantía de victoria para los ejércitos
cristianos In hoc signo vinces.
Constantino entra triunfante en Roma con universal regocijo del Senado y del pueblo, que le saludan Libertador de la patria, y su primer cuidado es
rendir público y solemne tributo de acción de gracias
al Autor de su victoria; coloca la Cruz sobre el Capitolio; erige en la plaza pública un monumento en
honor de la Santa Cruz, y al pie hace grabar esta
inscripción:
«Por este Signo de salud, fortaleza de mi fortaleza, he salvado la ciudad, librándola del yugo de la tiranía; he devuelto
la libertad al Senado y al pueblo de Roma; he restablecido el
imperio en su antiguo estado de nobleza y de gloria».
Constantino se había convertido á Jesucristo y
proclamado el imperio de la Cruz; no tardaría en
convertirse todo el imperio; mas quedaba todavía en
Oriente el emperador Licinio, triunfador de Maximino, que murió en la derrota, y era menester que Constantino convirtiese sus armas contra el victorioso tirano oriental. Tomó, pues, cincuenta hombres bravos y amantes de la Cruz, y les confió el Lábaro para que lo custodiasen y enarbolasen en los campos de batalla. Llamáronse CRUCIFEROS estos abanderados, casi todos españoles; y según testifica el citado Eusebio, donde quiera que ellos levantaban la gloriosa Enseña, al punto el enemigo emprendía precipitada fuga.
Una sola vez parece que el enemigo no huyó, y
fue para que se obrase un milagro estupendo. El mismo Eusebio lo cuenta con palabras del propio emperador Constantino. El que llevaba el Estandarte, olvidando que ninguno de los abanderados fue jamás
herido mientras lo sostenía, y espantado al ver la
horrible mortandad que las flechas enemigas hacían
en derredor suyo, entrególo á otro abanderado y apeló á la fuga; pero al mismo punto una flecha enemiga
le atravesó el corazón. El que tomó la Enseña ó Lábaro permaneció firme; el asta de aquel divino estandarte quedó erizada de flechas; y siendo tantas las que había en un palo, ninguna tocó al Lábaro ni al abanderado. Por fin el enemigo fue despedazado, y el ejército vencedor adoró la Cruz con todo el fervor que tan patente milagro le infundía. Con tan manifiesta protección del Dios de la Cruz, Constantino había de triunfar necesariamente de Licinio.
«Con diversos pretextos, dice D. Modesto Lafuente, se encienden varias guerras entre estos dos emperadores: en todas va venciendo Constantino, hasta obligar á su rival á deponer la púrpura, humillado á las plantas del vencedor. Poco después murió ahogado Licinio, viniendo á quedar así Constantino dueño y señor único del imperio. Ya la religión de Cristo cuenta con la protección de la púrpura imperial, antes enemiga y perseguidora. El principio civilizador de la humanidad ha subido desde la cabaña de Galilea hasta el trono de los Casares; se anunció bajo Augusto, y se entronizó con Constantino. Un santo alborozo se difunde por toda la cristiandad; las persecuciones han cesado; ya pueden los sacerdotes y los fieles salir de las sombras de las catacumbas á celebrar sus ritos á la luz del día en templos erigidos y dotados por el mismo emperador; la Cruz se ostenta sobre los edificios públicos, y el Lábaro
ondea en los campamentos de los soldados».
APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Editado el año 1904