III
Milagros de la Santa Cruz
No vamos á referir los innumerables que se leen
en las crónicas cristianas y libros de edificación, sino
solamente tres ó cuatro que hacen muy á nuestro intento. Empecemos aquí por el que dió á conocer á
Santa Elena cuál era la verdadera Cruz de Cristo
nuestro Bien.
En cuanto al origen de la Santa Cruz, hay varias
versiones, todas muy respetables, y fundadas todas en
la tradición de que este árbol de vida era un tronco
del mismo árbol de muerte, cuyo fruto hizo caer en
pecado á nuestros primeros padres. La crítica no tiene
gran cabida acerca de estas tradiciones, por la escasez
que hay de datos y elementos de criterio. Quédese,
pues, la piedad con sus devotas creencias; y en cuanto á nuestra opinión, que es la de San Vicente Ferrer,
habrán visto nuestros lectores la leyenda que arriba,
art. I, publicamos, aceptando una de las indicadas
versiones.
Pocas noticias han llegado á nosotros acerca del
culto de la Santa Cruz en los tres primeros siglos
del Cristianismo; y á juzgar por el silencio de los
monumentos é historiadores, parece que se descuidó
generalmente descubrir el paradero de la verdadera
Cruz. Así convenía en aquellos siglos idólatras, para
que el culto del sagrado Leño no diese á unos ocasión
de idolatrar, ni á otros pretexto de calumniar con
este motivo la devoción de los fieles; pero triunfó
Constantino, se convirtió el imperio, la Cruz iba á ser
glorificada por todo el mundo, y con esto era llegada la hora de que apareciese el verdadero Leño de nuestra redención. Para ello destinó el Señor á la Emperatriz Santa Elena, madre de Constantino, inglesa
según unos y española al decir de otros, pero de todos
modos hija espiritual del español Osio, que fue la más
notable figura de aquellos tiempos.
Ahora bien; ¿cómo había desaparecido la Santa
Cruz? Muy sencillamente. Era costumbre de los judíos
enterrar las cruces muy cerca del cadáver de los que
en ellas eran ajusticiados; esto se hizo con la del Salvador, y enterrada quedó por espacio de tres siglos. Los cristianos, sin embargo, tenían tal devoción á visitar los Lugares Santos donde se obró nuestra redención, que el emperador Adriano, para vejarlos y acabar con las peregrinaciones, hizo nivelar la cumbre del Gólgota y erigir un gran templo á Venus, en cuyo perímetro estaba encerrado el sitio donde Cristo fue sepultado. En el sitio donde se levantó la Cruz erigióse una gran estatua de Júpiter.
Resuelta, pues, Santa Elena á no perdonar medio
de hallar el precioso tesoro de la Cruz, visitó los
Santos Lugares el año 315 según Eusebio, ó 326
según Baronio, y teniendo ya más de setenta años de
edad. Hizo entre los habitantes de Jerusalén minuciosisimas indagaciones, consultó el caso con personas
competentes, y por fin adquirió el convencimiento de
que, descubriendo el Sepulcro del Salvador, bien cerca
hallaría la Santa Cruz. En consecuencia, hizo demoler
el templo de Venus y derribar la estatua de Júpiter;
quitados todos los escombros, hiciéronse grandes excavaciones, y después de mucho trabajo se halló el
Santo Sepulcro.
Junto á él había tres cruces; los clavos que sirvieron para la crucifixión del Señor, así como el rótulo
del Inri, allí estaban también; pero sueltos, de modo
que no se sabía cuál de las tres cruces era la del Salvador. En estas dudas, San Macario, Obispo de Jerusalén, tuvo la inspiración de llevar las tres cruces á casa de una distinguida dama que estaba muriendo;
y encomendando al Señor con ferviente plegaria el
buen éxito de su tentativa, aplicó una por una las
cruces á la moribunda. Nada obraron en ella las dos
primeras; mas así que se la puso en contacto con la
tercera, de repente se levantó perfectísimamente sana.
Santa Elena
Transportada de gozo Santa Elena por este milagro que descubría la verdadera Cruz, emprendió en
seguida la edificación de un grandioso templo en el
mismo lugar donde fue hallada, y en él depositó el
santo Madero, encerrado en un riquísimo estuche.
La crítica anticristiana no ha podido jamás hincar
el diente en estos sucesos, demasiado públicos y auténticos para que racionalmente puedan ponerse en tela de juicio. La Iglesia Católica celebra este acontecimiento el día 3 de Mayo, con el título de Invención de la Santa Cruz.
No muchos años después, en 365, agitado el mar
por horrible tormenta, lanzaba sus furibundas olas
tierra adentro en las costas de la Dalmacia. La ciudad
de Epidauro, invadida por estas olas gigantescas, estaba anegándose y cayendo derruida. Espantados los
vecinos, corren á la celda de San Hilario, hácenle
salir al teatro de la devastación y le ponen ante aquellas olas impetuosísimas. El santo hace tres cruces en
la arena, extiende los brazos hacia el mar, y las olas,
rugiendo y entumeciéndose, se elevan como inmensa
montaña y en seguida se deslizan mansamente á su
nivel, y se calma el abismo proclamando el poder de
la Cruz sobre los desencadenados elementos Este es
uno de los primeros milagros que narran las historias,
después de los del Lábaro de Constantino y la invención de Santa Elena.
Quince años después, o sea en 380, acontecía el
primero de los ruidosos milagros de la Santa Cruz
que la historia nos recuerda obrados en favor de un individuo. Era esta una mujer pecadora, cuya corrupción pública no obstante, quiso adorar la Cruz
en la Iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. No
pudo lograr su intento María Egipciaca, este era su
nombre. Por más esfuerzos que hizo para entrar, una
fuerza misteriosa la tenia como clavada en el suelo á
vista del público. Comprendiendo ella la causa, allí
mismo pidió á Dios perdón de sus pecados, con firme
promesa de repararlos, y entonces pudo entrar, adoró
á su Dios, le juró fidelidad, y no faltó á su palabra. Fue una gran Santa. Los Padres del segundo Concilio
de Nicea invocaron este milagro de la conversión de
Santa María Egipciaca en prueba de la santidad del
culto de las imágenes.
Pasemos siglos, que no hay lugar para darlo á los
milagros insignes que narran las crónicas, y vengamos á San Francisco Javier. Anunciaba este gran Santo
el Evangelio en el reino de Travancor, á la sazón que
los badages, tribus ferocísimas, invadieron el territorio. Toma el Santo un Crucifijo y sale al encuentro
de los bárbaros, seguido de muchos cristianos; manda
de parte de Dios á los salvajes que retrocedan al punto,
y aquellas hordas, llenas de terror, huyen en desorden
y abandonan el país para siempre.
¿Quién no tiene noticia de lo acontecido á mediados del siglo XIX en Lyón al Padre Jandel, que
penetrando autorizado en una logia masónica presidida por el demonio en persona, le hizo huir despavorido mostrándole la Cruz?
«La cruz de Jesucristo, exclama San Agustín, tiene una
virtud sobrenatural para poner en fuga á legiones de demonios, para darnos fuerza con que vencerlos y preservarnos de los lazos que nos tienden». «Armado de la Cruz, dice San
Gregorio Nacianceno, no temo nada, no temo á nadie, y digo
al demonio: huye de mi, pérfido, si no quieres que te eche á
tierra con esta Cruz, á cuya presencia tiembla todo tu imperio».
Católicos, hermanos míos, ¿habrá sido alguna vez
tan necesaria como hoy la fe en la virtud de la Santa
Cruz, para vencer al infierno desbordado que donde
quiera nos persigue y avasalla?
APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Biblioteca Españolista
Valencia-Año 1904