lunes, 25 de diciembre de 2023
martes, 28 de noviembre de 2023
MILAGROS EUCARISTICOS - 60
sábado, 25 de noviembre de 2023
jueves, 16 de noviembre de 2023
domingo, 5 de noviembre de 2023
sábado, 4 de noviembre de 2023
domingo, 29 de octubre de 2023
FIESTA DE CRISTO REY - ULTIMO DOMINGO DE OCTUBRE
Oración a Cristo Rey
Oh Cristo Jesús, os reconozco por Rey universal.
Todo cuanto ha sido hecho ha sido creado para Vos.
Ejerced sobre mí todos vuestros derechos.
Renuevo mis promesas del Santo Bautismo renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo vivir como buen cristiano.
Y particularmente me propongo a hacer triunfar, según mis medios, los derechos de Dios y de vuestra Iglesia.
Corazón Divino de Jesús, os ofrezco mis pobres acciones para obtener que todos los corazones reconozcan vuestra Sagrada Realeza y que así se establezca el reinado de vuestra paz en el mundo entero.
Amén.
miércoles, 25 de octubre de 2023
Oración de San Agustín a Jesús Sacramentado
Oh Jesús, redención, amor y deseo nuestro, yo os invoco y clamo a Vos con un clamor grande y de todo corazón, os suplico que vengáis a mi alma, entréis en ella y la ajustéis y unáis tan bien con Vos que la poseáis sin arruga ni mancha alguna; pues la morada en que ha de habitar un Señor tan santo como Vos, muy justo es que esté limpia.
Vos habéis fabricado este vaso de mi corazón; santificadlo, pues; vaciadlo de la maldad que hay en él, llenadlo de vuestra gracia, y conservadlo lleno para que sea templo perpetuo y digno de Vos.
Dulcísimo, benignísimo, amantísimo, carísimo, potentísimo, deseadísimo, preciosísimo, amabilísimo y hermosísimo Señor, Vos sois más dulce que la miel, más blanco que la nieve, más suave que el maná, más precioso que las perlas y el oro, y más amado de mi alma que todos los tesoros y honras de la tierra.
Pero cuando digo esto, Dios mío, esperanza mía, misericordia mía, dulzura mía, ¿qué es lo que digo? Digo, Señor, lo que puedo y no digo lo que debo. ¡Oh si yo pudiese decir lo que dicen y cantan aquellos celestiales coros de ángeles! ¡Oh cuán de buena gana me emplearía todo en vuestras alabanzas, y con cuánta devoción, en medio de vuestros predestinados, cantaría mi alma vuestras grandezas, y glorificaría incesantemente vuestro santo nombre!
Como no hallo palabras para glorificaros dignamente os suplico no miréis tanto a lo que ahora digo, cuanto a lo que deseo decir.
Bien sabéis Vos, Dios mío, a quien todos los corazones están manifiestos, que yo os amo y quiero más que al cielo y a la tierra y a todas las cosas que hay en ella. Yo os amo con grande amor y deseo amaros más.
Dadme gracia para que siempre os ame cuanto deseo y debo, para que en Vos solo me desvele y medite, en Vos piense continuamente de día; en Vos sueñe de noche; con Vos hable mi espíritu, y mi alma siempre platique con Vos. Ilustrad mi corazón con la lumbre de vuestra santa visitación, para que, con vuestra gracia y vuestra dirección camine yo de virtud en virtud. Os suplico, Señor, por vuestras misericordias, con las cuales me librasteis de la muerte eterna, que ablandéis mi corazón, y que me abracéis con el fuego de la compunción, de manera que merezca yo ser cada hora vuestra hostia viva.
San Agustín
domingo, 15 de octubre de 2023
viernes, 13 de octubre de 2023
martes, 26 de septiembre de 2023
Profecía de Santa Brígida
martes, 19 de septiembre de 2023
sábado, 9 de septiembre de 2023
Palabras del Creador, en presencia de la Corte Celestial y de su esposa, en las que se queja de los cinco hombres que representan al Papa y a sus clérigos, los laicos corruptos, los judíos y los paganos - Santa Brígida
Palabras del Creador, en presencia de la Corte Celestial y de su esposa, en las que se queja de los cinco hombres que representan al papa y a sus clérigos, los laicos corruptos, los judíos y los paganos. También sobre la ayuda enviada a sus amigos, que representan a toda la humanidad y sobre la dura condena de sus enemigos.
miércoles, 23 de agosto de 2023
Me acerco a tu altar - Oración de San Ambrosio
Que tu Cuerpo y tu Sangre me ayuden, Señor, a obtener de Ti el perdón de mis pecados y la satisfacción de mis culpas; me libren de mis malos pensamientos, renueven en mi los sentimientos santos, me impulsen a cumplir tu voluntad y me protejan en todo peligro de alma y cuerpo. Amén.
San Ambrosio
martes, 22 de agosto de 2023
Fiesta del Inmaculado Corazón de María - 22 de Agosto
ORACIÓN AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍAPARA PEDIR UN FAVOR
Medianera de todas las gracias, y Madre de misericordia, recuerda el tesoro infinito que tu divino Hijo ha merecido con sus sufrimientos y que nos confió a nosotros sus hijos.
Llenos de confianza en tu maternal corazón, que venero y amo, acudo a ti en mis apremiantes necesidades. Por los méritos de tu amable e inmaculado Corazón y por amor al Sagrado Corazón de Jesús, obtenme la gracia que pido (mencionar aquí el favor que se desea)
domingo, 23 de julio de 2023
sábado, 1 de julio de 2023
LA PRECIOSISIMA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO - 1 de Julio
LA SANGRE DE JESUCRISTO EN LA EUCARISTÍA
¡Qué hermosos elogios tributan
los Santos Padres a la sangre divina de Nuestro Señor! ¡Con qué entusiasmo la
aclaman y ensalzan! ¡Cómo ponen de relieve, en conmovedoras frases, sus
inefables caracteres! Oídlos: «La sangre de Jesucristo es un rescate divino que
nos redimió del triple cautiverio del pecado, de la muerte y del infierno (1).
Es remedio soberano que cura no sólo los males pasados, sino que preserva de
todos los que pudieran amenazarnos por parte del mundo, del demonio o de
nosotros mismos (2). Es un baño saludable y delicioso que lava todas nuestras
manchas, devolviéndonos la pureza inmaculada (3). Es un alimento celestial que
nos sustenta; fortifica en nosotros la vida de la gracia y nos hace crecer para
el cielo. Es una divina y deliciosa bebida que nos sacia, y satisface nuestra
sed peligrosa de placeres, sensuales, dejando sólo en nuestra alma la sed de la
justicia (4). Es una leche de indecible suavidad que forma las delicias de los
hijos de Dios (5). Es un tesoro abundante, de precio infinito, que nos enriquece
y proporciona todo cuanto podemos legítimamente desear (6). Es un fuego
celestial que derrite el hielo de nuestros corazones y nos inflama en un amor
completamente divino (7). Es un adorno admirable que nos embellece y hace agradables
a Dios (8). Es el sello del gran Rey que imprime en nuestras almas el carácter
de predestinados (9). Es la llave irresistible que nos abre las puertas del
cielo y nos pone en posesión de sus magnificencias» (10). ¡Y una sangre de
tanto precio, nosotros la poseemos en la Eucaristía! ¡Oh, qué consuelo no
infunde esta idea! ¡En la adorable Eucaristía poseemos la verdadera sangre de
nuestro Señor Jesucristo, la sangre redentora de Jesucristo, la sangre inefablemente
santificadora de Jesucristo! Hic est sanguis meus.
Oh sublimes afirmaciones! ¡Oh
maravillosa declaración, repleta de los más dulces consuelos y de las más
fortalecedoras esperanzas!
Meditémoslas con gozo, respeto
y amor.
I
En la Eucaristía poseemos, no
ya en figura o en símbolo,, sino VERDADERA, REAL Y SUSTANCIALMENTE la sangre
divina de Jesús. ¿Quién lo afirma? El que es verdad infalible; el mismo Jesús.
Oigamos su testimonio, pues sus palabras son más claras que la luz del
mediodía. En la última, cena, y en medio de sus apóstoles que han de ser los
heraldos del Evangelio, los ecos de su palabra, los institutores de su culto y,
sobre todo, los glorificadores del dogma de la Eucaristía que a todos Ios compendia
y encierra, toma el cáliz en sus santas y venerables manos, y después de
levantar los ojos al cielo hacia su Padre santo y omnipotente, da gracias, lo
bendice y entrega a sus apóstoles, diciendo: «Tomad y bebed todos de él. Esta
es mi sangre, la sangre del nuevo Testamento, la sangre que será derramada, en
bien de muchos, para remisión de los pecados. Este cáliz es el Nuevo Testamento
en mi sangre que será derramada en bien de muchos para remisión de los pecados.
Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre, que será derramada por
vosotros». Hic est sanguis meus!
Así pues, dice un piadoso
autor (11), todos los días adoramos la preciosa sangre cuando asistimos a la
santa Misa. A la elevación del cáliz, hemos de considerar, por tanto, que allí está
la sangre de Cristo en toda su plenitud, glorificada sí, pero latiendo con las
pulsaciones propias de la vida humana. La sangre que se derramó gota a gota en
el huerto de los Olivos, la que se coaguló en los látigos y varas de la
flagelación, la que se secó sobre los cabellos del Salvador, la que empapó sus
vestidos y dejó huellas rojizas en la corona de espinas, la que roció el madero
de la cruz; la sangre que, al comulgarse a sí propio, bebió el mismo Jesús la
noche del Jueves Santo, la que se derramó con tanta prodigalidad y como al
descuido sobre el suelo de la pérfida ciudad: es la misma que vive en el cáliz
unida a la persona del Verbo eternal, para recibir adoraciones de los hombres
en medio del más profundo anonadamiento de nuestras almas y cuerpos.
Los rayos del sol levante
penetran en la iglesia a través de los policromados ventanales; se posan un
instante sobre el cáliz descubierto, y sus reflejos tímidos y sin cesar
agitados, se quiebran y fulguran deliciosamente, cual si cayesen sobre una piedra
preciosa; los ojos del sacerdote se paran a contemplar aquel espectáculo, y
parécele como que esta luz rebotara del Sanguis hasta el fondo de su corazón,
fortificando su fe y encendiendo más y más su amor. Pues bien; en esta copa y
bajo estos rayos misteriosos, está la sangre de un Dios, verdadera sangre
viviente, brotada, como de fuente original, del corazón inmaculado de María.
Cuando el Santísimo Sacramento se posa sobre nuestra lengua, en el mismo
instante — instante que los ángeles de Dios, a pesar de su grandeza, no pueden
contemplar sin estremecerse — la sangre de Jesús circula en la Hostia con toda
la abundancia de su gloriosa vida. Y para no anonadarnos, se sirve del misterio
de este Sacramento para velar el chorro inextinguible de luz que ilumina las
regiones todas del cielo, con un resplandor tal, que millares de soles reunidos
no llegarían a igualarlo. No sentimos la fuerza de las pulsaciones de su vida
inmortal, porque, de lo contrario, nos fuera imposible vivir nuestra propia vida,
que se sentiría presa de un santo terror. Sin embargo, es cierto que en esta
Hostia adorable palpita toda la plenitud de la preciosa sangre: la sangre de
Getsemaní, de Jerusalén y del Calvario; la sangre de la pasión, resurrección y
ascensión; la sangre que ha sido derramada y vuelta a incorporar al Salvador.
Dentro de nosotros la llevamos ahora, por semejante manera de como la trajo en
su seno la Virgen María. Dicha sangre está en el corazón de Jesús, en sus venas
y en el templo de su cuerpo. Esto creemos por la fe; aunque mejor diríamos, tal
vez, no que lo creemos, mas ¡que no lo ignorarnos!
Y esta sangre multiplicase con
una profusión increíble. Está en los cálices, después de la consagración; está
en todas las hostias consagradas, en todas las iglesias, en todos los
tabernáculos donde se guardan las sagradas especies; y en todas partes está tan
real y verdaderamente como en el cielo. Esta sangre es el don supremo que Jesús
nos legara al morir. Los hombres, al bajar al sepulcro, dejan a sus parientes
bienes terrenos; lo sumo a que pueden llegar es a hacer entrega de su corazón
frío e inanimado, como reliquia. Pero Jesús nos lega su sangre viva; su sangre
subsistente en la persona del Verbo: sangre de un valor indecible, e incomparablemente
más preciosa que todos los tesoros, ¡su sangre divina! (12).
Esta sangre, en fin, es un
gaje infalible de la vida eterna que nos ha sido prometida por Aquel que es
único que puede prometérnosla y darla; es la rúbrica augusta del contrato por
el cual se compromete Dios a ponernos en posesión de sí mismo, en el paraíso,
con todos los medios para alcanzarlo (13) .
¿Qué corazón habrá tan duro,
exclama Bossuet (14), que no se sienta conmovido, oyendo todos los días estas
palabras del Salvador: «Esta es mi sangre del Nuevo Testamento»; o, como dice
San Lucas: «Este cáliz es el Nuevo Testamento, por mi sangre» que contiene?
Pues tal es la naturaleza de este Testamento que debe ser escrito todo entero
con la sangre del testador. Oh cristianos, venid, venid a leer este testamento
admirable; venid a oír su lectura solemne durante la celebración de los santos
misterios. Venid a gozar de las bondades de vuestro Salvador, de vuestro Padre,
de vuestro divino Testador, el cual compra con su propia sangre la herencia que
para vosotros destina, y con esta misma sangre escribe, además, el testamento
con que os la trasmite. Venid a leer este testamento; venida poseerlo; venid a
gozarlo: la herencia del reino de los cielos es para vosotros!
¡Oh sangre verdadera de Jesús,
realmente presente en el Santísimo Sacramento por una sublime invención del más
inflamado amor; yo te adoro con todo el ardor de mi alma, completamente
anonadada en tu presencia! Te reconozco y proclamo más grande que todas las
grandezas, más excelente que todas las excelencias; pues, como sangre de Dios
que eres, encierras una grandeza y excelencia infinitas. Con respeto me
prosterno ante los ángeles y santos; humillándome en el polvo, venero y honro a
María Inmaculada, la reina del paraíso; pero a ti debo tributarle honores
inmensamente más excelsos todavía. Te adoro como debe ser adorada la divinidad;
te adoro por lo que tantas veces he dicho, porque eres la sangre de Dios.
Repito esta palabra para que se grabe más profundamente en mi ser y me penetre
de los sentimientos que deben animarme al pie de los altares: sentimientos de
adoración y sobre todo de amor.
II
Porque, en efecto, en la
Eucaristía poseemos no sólo la verdadera sangre de Jesucristo, sino la sangre
que nos rescató del pecado, que nos arrancó de la esclavitud del demonio, que
nos ha, abierto las puertas del cielo y merecido a todos las gracias de la
salud: en una palabra, la SANGRE DEL REDENTOR.
Es una ley fundada sobre la
naturaleza de las cosas y sobre la voluntad de Dios, una ley confirmada por la
tradición de todos los pueblos, aun los más antiguos; que la expiación del
pecado no puede hacerse sino con derramamiento de sangre; y la razón está en
que, así como la sangre es el principio de la vida, y el pecado un abuso de
esta misma vida que se levanta contra el soberano Legislador; la reparación
exige que se derrame sangre, sea la del culpable o la de una víctima que le
sustituya, a fin de aplacar la cólera divina. Por otra parte, las leyes
establecen también que los testamentos son valederos sólo a la muerte del
testador: es decir, cuando la sangre, privada del influjo del alma que la
abandona, cesa de vivificar el cuerpo que antes animara.
Ahora bien, como Jesús se
constituyó en víctima del género humano, en reparación de todas las
iniquidades, y quiso dar en testamento a todos los hombres los dones infinitos
de la gracia y de la gloria, menester fue, bajo este doble título, que muriera
y derramara su sangre.
Por tanto, no sin causa la
sagrada Escritura atribuye la redención y los beneficios múltiples que de ella
dimanan, a la efusión de la sangre de Jesucristo. Oíd, sobre materia de tanta
importancia, algunos textos admirables de los escritores sagrados, entre los
cuales ocupa el primer lugar San Pablo, que de verdad puede apellidarse el
cantor inspirado de la preciosa sangre. «Plúgole al Padre celestial, dice, que
en El residiera toda plenitud, y que todas las cosas se reconciliaran por El,
pacificando, por medio de su sangre derramada en la cruz, todo cuanto hay sobre
la tierra y en el cielo.
Mas, sobreviniendo Cristo,
pontífice que nos había de alcanzar los bienes venideros, por medio de un
tabernáculo más excelente y más perfecto, no hecho a mano, esto es, no de
fábrica o formación semejante a la nuestra; presentándose no con sangre de
machos de cabrío, ni de becerros, sino con la sangre propia, entró una sola vez
para siempre en el santuario del cielo, habiendo obtenido la eterna redención
del género humano. Porque si la sangre de los machos de cabrío y de los toros,
y la ceniza de la ternera sacrificada, esparcida sobre los inmundos, los
santifica en orden a la purificación legal de la carne, ¿cuánto más la sangre
de Cristo, el cual por impulso del Espíritu Santo se ofreció a sí mismo
inmaculado a Dios, limpiará nuestras conciencias de las obras muertas de los
pecados, para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo? El primer
testamento no fue confirmado sino con sangre ; según la ley todo se purifica
con sangre, y en fin, los pecados sólo con efusión de sangre se perdonan. Era,
pues, necesario que lo que sólo es figura de las cosas celestiales fuese
purificado por la sangre de los animales; pero las cosas del cielo, lo deben
ser con víctimas mejores que éstas». Oigamos ahora el testimonio de San Pedro:
«Sabemos, dice, que hemos sido rescatados por la preciosa sangre de Jesucristo,
cordero sin mácula y sin tacha, predestinado antes de la creación del mundo;
pero que fue manifestado en los últimos tiempos. Nosotros hemos sido elegidos,
según la promesa de Dios Padre, para recibir la santificación del Espíritu
Santo, obedecer a la fe y ser rociados con la sangre de Jesucristo». Y San Juan
añade: «Jesucristo es el testimonio fiel, el primer nacido de entre los muertos
y el príncipe entre todos los reyes de la tierra; Él nos amó y con su propia
sangre nos lavó de todos nuestros pecados». El mismo apóstol nos representa a los
ancianos del Apocalipsis entonando un cantar nuevo y diciendo: «Digno sois,
Señor, de tomar el libro y de romper sus sellos, porque habéis sido condenado a
muerte, y con vuestra sangre nos habéis rescatado para Dios, de toda tribu, de
todo pueblo, de toda lengua y de toda nación; Vos nos habéis hecho reyes y
sacerdotes para nuestro Dios, y reinaremos sobre la tierra». Y oyó una gran voz
en el cielo que decía: «Ahora ha sido de verdad establecida la salud, la
fuerza, el reino de nuestro Dios y el poder de su Cristo, porque el acusador de
nuestros hermanos, que día y noche les acusaba ante nuestro Dios, ha sido
arrojado del cielo y vencido por la sangre del Cordero».
Ciertamente podía Jesús, con
la más insignificante de sus acciones (a causa del valor infinito que la unión
hipostática prestaba a todas sus obras), operar nuestra salvación ; pero
conforme a los eternos decretos de la Trinidad, manifestados en la sagrada
Escritura, sólo debía servir de precio para nuestra redención la sangre divina
que en su muerte derramó.
¡Oh Dios mío! ¡Con qué
sobreabundancia tan llena de amor fue derramada! ¡Cayó sobre el polvo y las
rocas del huerto de los Olivos; inundó la sala del pretorio; salpicó manos y
vestidos de los verdugos; corrió por las sendas de Jerusalén, a lo largo de la
calle de la amargura; enrojeció la cumbre del Gólgota y el madero de la Cruz! ¡Chorreó
de todo el cuerpo del Salvador en la agonía de Getsemaní; de su frente en la
coronación de espinas; de sus espaldas en la flagelación; de sus manos y pies
en la crucifixión; de su pecho, hasta la última gota, cuando el soldado lo
atravesó con la lanza!
Pero ¡cuán grande no fue la
eficacia de aquella sangre derramada! Se Apaciguó la cólera divina; su justicia
se dio por satisfecha; se perdonaron por su virtud todos los pecados, y los
hombres pudieron hacerse dignos de merecer todas las gracias ya generales ya
particulares; se redujeron a realidad todas las gracias inherentes a la
institución de la Iglesia, con su jerarquía y sus divinos poderes de enseñar,
gobernar y santificar; las gracias de los sacramentos y, sobre todo, la del
adorable sacramento de nuestros altares; y, en fin, como consecuencia de todas
ellas, el infierno fue cerrado, el cielo abierto, el demonio vencido y la
innumerable muchedumbre de predestinados conquistada.
¡Esta sangre divina, esta
sangre tan poderosa y tan eficaz, esta sangre redentora, nosotros la poseemos
en la Eucaristía! Hic est sanguis meus.
¡Ah! Si un bienhechor insigne,
para librarnos del deshonor o la esclavitud, hubiese sacrificado una fortuna
considerable, ¡qué gratitud tan profunda y rendida no le profesaríamos! Y si,
llevando hasta el límite su nobleza y heroísmo, hubiese dado la vida para
rescatarnos de la muerte; so pena de ser unos monstruos de ingratitud, repetiríamos
a diario y mil veces su nombre; y la vista de su retrato no podría menos de
excitar en nuestros corazones una emoción profunda, hija de la más tierna y
sincera gratitud. ¡Oh alma mía! Acuérdate, pues, que Jesús se ha entregado por
ti, y que para arrancarte de la muerte eterna y abrirte las puertas del paraíso
ha derramado hasta la última gota de su sangre. Y esta sangre no se la ha bebido,
no, la tierra; sino que fue recogida con celoso cuidado por los ángeles. Vive
todavía; está bajo las especies sacramentales; está en el cáliz, después de
consagrado. ¡Oh sangre divina, precio de mi salvación, rescate de mis pecados,
tesoro de los tesoros; yo me postro ante ti penetrado de la más profunda
adoración! ¡Oh sangre de Jesús, te amo con todo el ardor de mi alma; te amo en
mi nombre y en el de mis hermanos y en nombre, sobre todo, de los que te
olvidan, desdeñan y profanan!
¡Oh sangre de Jesús, yo quiero
recoger ávidamente tus preciosas bendiciones, porque no sólo eres verdadera
sangre divina y sangre redentora, sino también, para todos y cada uno de
nosotros, la SANGRE POR ESENCIA SANTIFICADORA!
III
Lengua de ángel, o tal vez
mejor, la misma ciencia divina sería menester para expresar dignamente los
maravillosos efectos de esta sangre preciosa. Nosotros sólo podemos rastrear
imperfectamente su influencia en el mundo, haciendo notar las transformaciones
que realiza y las victorias que sin cesar obtiene. La obra de la santificación
del mundo es, en un todo, fruto de su fecunda omnipotencia.
En el cielo, constituye la
felicidad de los elegidos y llena su corazón de inefables alegrías. En el
purgatorio, refresca, ilumina, consuela y purifica. En la tierra, provoca el
arrepentimiento, obtiene el perdón, suscita toda clase de sacrificios, ánima,
presta ayuda a toda buena voluntad, da vida a una incomparable florescencia de
buenos deseos, santas resoluciones y actos de salvación.
Obra por el intermedio de los
ángeles, de los sacerdotes, de celestiales inspiraciones, de santas palabras,
de buenos ejemplos; por medio de la oración y de los sacramentos. Pero además,
y sobre todo, obra inmediatamente por sí misma.
Porque — y bueno es que lo
repitamos una y mil veces con todo el reconocimiento de que somos capaces — la
tierra tiene siempre y dondequiera esta preciosa sangre en la Eucaristía. ¡Hic
est sanguis meus!
En la Eucaristía, la sangre de
Cristo es nuestra protección. ¿Queréis, exclama San Juan Crisóstomo con acento
de triunfo, queréis conocer la virtud de la sangre de Cristo? Consideremos el
símbolo, recorramos a la figura tal cual nos la proporciona el Antiguo
Testamento. A media noche, iba Dios a descargar sobre Egipto aquella décima
plaga, que debía acabar con los primogénitos de dicha nación, en castigo de
haber retenido prisionero a su pueblo escogido. Más para librar a los israelitas
de semejante pena, ya que se hallaban mezclados con los egipcios, les dio un
medio a fin de que pudieran distinguirse: ¡medio admirable, prenuncio de lo que
después tenía que suceder! El látigo de la cólera divina se cernía ya sobre
aquella región, y el ángel exterminador emprendía el vuelo para recorrer las
casas y sembrar por doquiera el exterminio y la muerte... Pero he aquí que Dios
da orden a Moisés de matar un cordero de un año y rociar con su sangre las
puertas de los israelitas. ¿Cómo es posible, oh Moisés, que la sangre de un
cordero pueda proteger a hombres dotados de razón? No lo fuera, contesta el hombre
que fue brazo del Omnipotente, si no fuese a la vez figura y símbolo de la
sangre del Salvador. ¿No veis, con frecuencia, cómo las estatuas de los reyes,
inanimadas y sin voz, protegen a los que solicitan su amparo, no porque son de
bronce, sino por causa del príncipe que representan? Pues del mismo modo la sangre
del cordero, que es un animal sin inteligencia, protegía a los israelitas, no
en cuanto era sangre, sino en cuanto representaba la sangre del Cordero divino.
En efecto, el ángel encargado de dar cumplimiento a las venganzas del Altísimo,
viendo las puertas rociadas con esta sangre libertadora, pasaba de largo sin
descargar el golpe. En nuestros tiempos, cuando el demonio ve, no ya la sangre
figurativa, sino la sangre profetizada, es decir, la sangre de Cristo; y no
sobre las puertas de nuestras casas, sino reverberando en los vasos sagrados de
nuestros templos, o enrojeciendo los labios de los fieles, se aterroriza,
siéntese cautivo e imposibilitado de hacer daño a los amigos del Salvador.
En la Eucaristía, y durante la
celebración de los santos misterios, gracias a la efusión mística de su sangre
redentora y de su inmolación sacramental, consumada en la consagración de las
dos especies de pan y de vino por separado, el Salvador nos aplica con infinita
sobreabundancia los frutos de su muerte real en el Calvario, y de su inmolación
sangrienta en la cruz. ¡Qué adoración tan humilde y abnegada no le debemos por
ello! ¡Qué acción de gracias no hemos de tributarle por todos los beneficios
que sin cesar recibimos de la liberal mano de Dios! ¡Qué expiación tan eficaz
la suya! Como la sangre de Abel, grita también la de Jesús desde el altar; pero
es para implorar perdón; es para atraer sobre el mundo toda suerte de gracias y
bendiciones.
En la Eucaristía, la sangre de
Jesucristo nos santifica, sobre todo cuando por medio de la sagrada comunión
viene hacia nosotros, se une con nosotros, se hace nuestra divina bebida, y
cuando, por decirlo así, llegamos a tener una misma sangre con el Hijo de Dios
hecho hombre, concorporei... consanguinei! (15). Durante la pasión, la sangre
adorable del Redentor sólo se derramó por tierra y entre sus enemigos y
verdugos; pero en la comunión se derrama sobre nuestros pechos. En la cruz
obraba de lejos, sea por la distancia de lugar, sea por la de tiempo; pero aquí
mana a nuestra vista, cae inmediatamente sobre nuestras almas para enriquecernos
con el tesoro incalculable de sus dones celestiales.
Hónranos de un modo tal, que
jamás lengua humana lo podrá encarecer bastante, y nos infunde una vida de inclinaciones
y sentimientos totalmente divinos. Revístenos de indomable energía para pelear
las batallas de la virtud: ille sanguis valde nos facit audaces (16). Mitiga
nuestras penas, nos consuela en las tribulaciones y alienta, en nuestros
desmayos: Dedil et tristibus sanguinis poculum (17). Es una fuente de júbilo
universal. Cubre de verdores los áridos desiertos de la vida. Hace florecer el
yermo, corona de flores las rocas áridas, y embellece y hace grata la soledad
más sombría. El gozo humano es una cosa magnífica, un verdadero homenaje de
adoración al Criador. Fuera de Dios, no hay belleza que pueda comparársele, si
no es el eterno júbilo de los ángeles. Y la sangre divina tiene el don de
alegrar: laetificat (18). Es luz que ilumina, voz que alienta, vino que
conforta y da brío, leche rebosante de inefables dulzuras, tesoro de méritos
incalculables, rocío que admirablemente fecunda la tierra de nuestra alma,
remedio eficaz para todas nuestras enfermedades, fuente de gracias con que
alcanzar la vida eterna: ¡Sanguis Domini nostri Jesu Christi custodiat animan
meam in vitam aeternam! (19).
¡Oh sangre adorable del
Salvador, produce en mí tan saludables efectos! Lávame, purifícame, aliméntame,
apaga mi sed, ennobléceme, fortifícame, santifícame! ¡Oh sangre verdadera del
Hijo de Dios humanado, inspírame una viva y profunda devoción hacia ti!
Concédeme que saque de este culto divino un odio mortal al pecado, una grande
estima de los sacramentos y, sobre todo, del sacrificio del altar; dame
inteligencia del espíritu de abnegación y sacrificio, ardiente reconocimiento
por los augustos misterios de la Redención y de la Eucaristía, una devoción
cada vez más tierna hacia la Santísima Virgen, un amor siempre más ardiente y abnegado
por todo lo que mira a Dios y a su santa causa. Oh sangre de infinita dignidad!
Oh sangre redentora, sangre vivificadora y santificadora: ante ti me postro con
el más humilde respeto y el más profundo anonadamiento! A ti mis homenajes de
adoración; a ti el reconocimiento de mi alma; en ti mi más absoluta confianza.
Sé mi protección durante mi vida, mi consuelo y sostén en la hora de mi muerte.
Sé, en fin, mi santificación en la tierra y mi gloria en el paraíso!
Por dichoso me hubiera tenido
de poder recoger y guardar una sola gota de la sangre que brotó de vuestro
Corazón; y he aquí que, mediante este Sacramento de amor, recibo en mi baca, en
mi Corazón y en mi alma vuestra preciosa sangre, que adoran los ángeles del
cielo. ¡Oh Sacramento de amor! ¡Oh cáliz de inefable ternura!
B. ENRIQUE SUSO.
(1) San Bernardo.
(2) San Anselmo.
(3) Paseado.
(4) Santo Tomás
(5) San Isidoro
(6) San Agustín
(7) San Jerónimo
(8) Actas de Santa Inés
(9) San Gregorio
(10) Tertuliano
(11) Faber, La preciosa sangre.
(12)
Hic est calix novum testamentum in sanguine meo (Luc., XXII, 20).
(13) Hio est enim sanguis meus novi Testamenti
(Matth., XXVI, 28).
(14) Meditaciones sobre el Evangelio, meditación LXI
(15) San Círilo de Jerusalén, Catech. Myst. 4.
(16) San Juan Crisóstomo.
(17) Himno de la Misa del Santísimo Sacramento.
(18) Faber, La preciosa sangre.
(19) Orat. Missae ante Commun.
O EL MISTERIO EUCARISTICO
Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII
y con la aprobación de numerosos Prelados
jueves, 8 de junio de 2023
FIESTA DEL CORPUS CHRISTI
EL CUERPO DE JESUCRISTO EN LA EUCARISTÍA
Ave, verum corpus natura
de Maria Vircrine.
Salve, verdadero cuerpo
nacido de la Virgen María.
(Ex sacra Lit.)
PRESENCIA REAL: ¡qué
abismo de misterios en esta sola palabra! ¡Qué conjunto de resplandores, capaz
cada uno de ellos de arrebatar nuestras almas y hacernos prorrumpir en himnos
de gratitud en el tiempo y en la eternidad!
La PRESENCIA REAL: es el
cuerpo de Jesucristo con nosotros en
la Eucaristía;
Es la sangre de Jesucristo con nosotros;
Es el corazón de Jesucristo con nosotros;
Es la divinidad de Jesucristo con nosotros.
Meditemos cada una de
estas maravillas.
Y por de pronto,
contemplemos, admiremos y amemos esta perla incomparable, este tesoro precioso
que se llama el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento.
Veamos la devoción que este sagrado cuerpo ha provocado; estudiemos los
fundamentos sobre que descansa esta devoción; meditemos de qué manera, si queremos
agradar a Nuestro Señor, debemos nosotros mismos practicarla.
Tras estas consideraciones, no podremos menos de exclamar, conmovidos e inflamados de la más ardiente caridad: «¡Oh verdadero cuerpo, nacido de María Virgen! ¡oh cuerpo divino, honor y riqueza de la Iglesia! me prosterno ante Vos para consagraros mi alma, mi corazón, mis facultades, mi vida entera y ofrecéroslas en homenaje: Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!
I
En uno de los sublimes
discursos que pronunció el Señor al fin de su vida mortal, durante la Semana
Santa, dijo estas palabras: «Donde estuviere el cuerpo, allí se congregarán
las águilas». Frase misteriosa es ésta a la que han dado los comentaristas las
más diversas explicaciones; pero, entre todas, una de las más hermosas y que
mejor hace a nuestro propósito, es la que enseña que el cuerpo por excelencia,
es decir, el cuerpo sagrado de Jesús, con sus poderosos atractivos reúne en
torno suyo todo cuanto hay de más ilustre en el mundo, y que los espíritus más
distinguidos y los corazones más nobles han sido seducidos por los encantos de
la santa Humanidad del Salvador, consagrándole un culto ardentísimo y
entusiasta. Ubicumque fuerit corpus,
illic congregabuntur et aquilae (1).
En torno del cuerpo sagrado de Jesús veo, por de pronto, un magnífico e inmenso ejército: el de los espíritus angélicos, que, desde el instante de su creación, recibieron la orden de adorar al Verbo encarnado. Cuando en la cuna de Belén aparece el Mesías bajo la forma de un tierno niño, cantan sus gracias y excelencias con inefables transportes de júbilo. Durante su vida mortal, le hacen de escolta, velan por El, le remueven los obstáculos, y uno de ellos merece la gloriosa misión de sostenerle en el huerto de los olivos, en aquellos momentos en que el Señor, sumido en mortal agonía, dejaba caer en tierra su cuerpo rendido y anegado en sudores de sangre. Una vez resucitado, ellos le acompañaron con himnos de triunfo, el día de la Ascensión, hacia los resplandores de la gloria; y en todos los santuarios rinden incesantes homenajes a su cuerpo eucarístico. Si el rey Salomón, día y noche, tenía a su lado numerosos guerreros, la flor de su ejército, ¿con cuánta mayor asiduidad y pompa el verdadero Salomón, el Rey de la paz, no estará rodeado de legiones angélicas que con gozo indecible desempeñan el noble oficio de guardias de corps de nuestro buen Jesús? Illic congregabuntur et aquilae!
Durante los treinta y tres años que duró la vida mortal de Jesucristo en la tierra, los hombres emularon con los ángeles en el afecto y veneración para honrar su sagrado cuerpo. ¡Oh, con qué éxtasis de amor su augusta madre María le procuraba alimentos y vestidos, lo tomaba en sus brazos, lo cubría de besos, contemplaba su radiante rostro y escuchaba sus inefables palabras! ¡Qué muestras de afecto no le prodigaba San José, y cómo lo colmaba de caricias! ¡Con qué reverencia se postraron a sus pies los pastores y los Magos! Quién podrá expresar lo que sintió el alma del anciano Simeón cuando, por un privilegio excepcional y tras ardientes y prolongados deseos, le cupo la dicha no sólo de ver al Mesías, sino de tenerlo en sus brazos! Enajenado por su celestial amor, estima que nada agradable puede ya encerrar para él la tierra, ni espectáculos magníficos que proponerle, y por esto exclama: «i Ahora, Señor, podéis dejar morir en paz a vuestro siervo, porque mis ojos han visto vuestra salud, la luz de las naciones, la gloria de Israel!» Y los doctores del templo que pasmados admiraban la actitud y las respuestas del Niño Dios; los pequeñuelos de Israel que, atraídos como por un imán irresistible, corrían hacia el Salvador para recibir sus bendiciones ; las muchedumbres que se le juntaban y seguían al desierto, olvidándose aun de la comida por el afán de oírle, fascinadas por la majestad y dulzura de sus miradas y por las palabras de gracia que brotaban de sus labios; las piadosas mujeres que con tanta generosidad atendían a que nada le faltara; Santa María Magdalena, que llenaba de perfumes sus pies y su cabeza; Zaqueo, que se sentía dichosísimo de poder sentarlo a su mesa; San Juan, cuyas más finas delicias eran descansar sobre su pecho; Lázaro y sus hermanas, que con tanto gozo lo acogían en su casa; José de Arimatea y Nicodemo, que con tanta piedad le prestaron los últimos auxilios, embalsamándolo con mirra y aromas preciosos antes de depositarlo en el sepulcro: ¡qué modelos tan hermosos todos ellos de devoción al cuerpo sagrado de Nuestro Señor! ¡Qué grandeza de espíritu la de estos santos personajes, que con tanto afecto sirven y adoran la sagrada humanidad de Jesucristo! Illic congregabuntur et aquilae!
Después de mil tormentos sufridos por nuestra salud, Jesús subió a los cielos para tomar posesión de la gloria que tenía merecida; de modo que aquel cuerpo, ayer humillado, desgarrado e inmolado, hoy vive y reina glorioso a la diestra de Dios. Pero ¡oh prodigio de su inmensa bondad! de tal modo se va al cielo, que también se queda con nosotros: su cuerpo está a la vez a la derecha de Dios, su Padre, y en la Eucaristía. Y siendo así, ¿será justo que carezca de honores el cuerpo eucarístico de Jesús? ¡No lo permita Dios! La Iglesia, depositaria de todo lo verdaderamente grande y noble de la humanidad, ha proveído por modo excelente a los honores que deben tributarse, a su sagrada humanidad. Ella sola explica el que haya templos tan magníficos, altares y tabernáculos tan suntuosos, fiestas religiosas tan solemnes, sacerdotes tan puros y santos, y finalmente tantas y tan fervorosas conversiones. Para ella sola se ha instituido la ceremonia más pomposa y la procesión más espléndida. Porque en la Eucaristía ve la Iglesia al Verbo de Dios, al Emmanuel, al Dios con nosotros; pero también, y de un modo particular, al cuerpo sagrado de Jesús, para el que tiene instituidos honores especialísimos. La fiesta de que acabo de hablar, se llama en la liturgia CORPUS CHRISTI. II& congregabuntur et aquilae!
Pero hay algo más y mejor todavía! El mismo Jesucristo es quien, con su ejemplo, nos enseña el modo de honrar su sagrado cuerpo. Vedlo si no. En la antigua ley, hablando por boca de uno de sus profetas, deplora la ineficacia de las víctimas del sacerdocio aarónico para satisfacer plenamente a la divina justicia y santificar a los elegidos. Pero de repente se alza alborozado y lleno de santo orgullo, y ofrece a su Padre un remedio a la penuria que asola la tierra: señálale una hostia viva y vivificadora, santa y santificadora. ¿Cuál? Su propio cuerpo! «Oh Dios, dice, los holocaustos y las víctimas por el pecado no os han sido gratos; pero me habéis dado un cuerpo que lo reparará, santificará y rescatará todo, corpus autem aptasti mihi» (2). Ha llegado ya la plenitud de los tiempos; presente está el momento, con tantas ansias apetecido, de la restauración universal; el Verbo va a dar una muestra magnífica de su poder, prudencia y bondad para salud del mundo. Y ¿qué hará?
Tomará un cuerpo, a fin
de atestiguamos su amor mediante el parecido que va a tener con nosotros: el
amor se basa en la igualdad o la establece; se abaja hasta nuestra mortalidad
para elevarnos a los resplandores de su divinidad: Et Verbum caro factum est! (3) Tomará un cuerpo, a fin de poder
expiar, en su carne, las faltas que nuestra carne ha hecho cometer al espíritu,
viniendo de este modo la reparación por aquello mismo que fue origen de
nuestra ruina: Et Verbum caro factum est!
Cuando, próximo ya a la muerte, quiso dejarnos un recuerdo, como Dios sólo
sabe darlo a los que ama, no encontró cosa mejor que su propio cuerpo. No hay
duda que, al entregárnoslo vivo e inmortal, nos hacen también donación de sus
méritos, de su divinidad, de su persona sagrada; pero lo que ante todo y
especialmente nos da es su cuerpo: ¡tanto estima y aprecia los servicios que
éste le prestó cuando quiso manifestarnos las invenciones de su bondad! Lo que
inmediatamente producen las palabras del gran sacramento es su sagrado cuerpo:
- «Este es mi cuerpo»; las riquezas, los resplandores que encierra, fluyen por
vía de consecuencia, y por concomitancia los poseemos: Hoc est corpus meum! (4). Finalmente, queriendo dar a su cuerpo
una gloria completa, no se contenta con la sublime exaltación, tan maravillosa
por cierto, del paraíso, sino que a ella añade las glorificaciones de la
Eucaristía. Una de las causas por que quiso que su cuerpo estuviera presente en
la Hostia es para tributarle más perfecto honor: Hoc est corpus meum!. En efecto, como nota muy bien Santo Tomás,
por la Eucaristía, la sagrada humanidad del Salvador se hace presente a la vez en
millares de sitios: privilegio especialísimo que no conviene a ninguna
criatura, y con esto se allega en algo a la inmensidad de Dios; favor que equivale
a recibir diversas veces el ser y la vida. Ahora bien, como la vida de esta
sagrada humanidad es una vida bienaventurada, rebosante de placeres infinitos
por la visión beatífica y la felicidad de que disfruta, a medida que dicha
humanidad se va haciendo presente en un nuevo sitio se reproduce con ella su
vida bienaventurada y sus inenarrables delicias. De suerte que, si vale la
expresión, es tantas veces bienaventurada cuantas son las que se ha multiplicado
su presencia mediante la consagración de los sacerdotes que tienen el poder de
trocar en su substancia el pan y el vino. Hoc
est corpus meum!
¡Oh, culto magnífico el tributado al sagrado cuerpo de Jesús! ¿No es verdad que la ley antigua y la nueva, que el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres, el Criador y la criatura, se han dado cita para honrarlo: Ubicumque fuerit corpus iltic congregabuntur et aquilae? Además los fundamentos de este culto son admirablemente hermosos. Repasémoslos, y juntamente, con todo el ardor de nuestra alma, exclamemos con respeto y admiración: «Honor y gloria al cuerpo santísimo de nuestro Salvador. Ave verum corpus natum de Maria Virgine!»
II
El sagrado cuerpo de Jesucristo en la Eucaristía, es acreedor a todos nuestros homenajes a causa de su amabilidad y atractivo, de su soberana grandeza y de su omnipotente eficacia.
I «De tal manera hemos sido formados, dice muy justamente un célebre orador (el P. Lacordaire), que no nos seduce lo que es puro espíritu, precisamente porque nosotros tampoco lo somos; y por otra parte, lo que sólo es visible y tangible, o sea únicamente cuerpo, nos cautiva poco, porque, aunque imperfecto, tenemos un espíritu y éste nos encumbra demasiado para que pueda verdaderamente interesarnos y seducirnos lo que no es sino un poco de polvo más o menos colorado. Es menester que haya un alma transparentada en el cuerpo, y un cuerpo unido a un alma. Cuando concurren estas dos circunstancias, al punto se suscita en nosotros ese sentimiento que apellidamos amor. En el rostro del hombre, en esta parte del cuerpo que permanece siempre alta y visible a todos, es donde brilla dicha amalgama misteriosa de espíritu y materia, haciéndonos vislumbrar en la frente, en los labios y en los ojos, además de la configuración exterior, algo de saliente, algo que suavemente resalta y que, además de conmover la parte exterior de nosotros mismos, hace arder en nuestro interior lo que hay de más recóndito y profundo.»
Pues bien, en la Eucaristía está contenido el cuerpo de Jesucristo, verdadero cuerpo como el nuestro y obra maestra de la creación; cuerpo animado por el alma más santa y más excelsa que existió jamás; cuerpo lleno de los más amables encantos, radiante de gracia; bondad y benignidad. Sí, Jesús está en la Eucaristía con aquella misma frente majestuosa y augusta que a las muchedumbres de Jerusalén imponía un respeto lleno de amor; con aquel rostro tan bueno que encantaba y seducía aun a los niños; con aquellos ojos tan misericordiosos y profundos que penetraban hasta el fondo de los corazones y los cautivaban con un santo e irresistible atractivo; con aquellos labios que fluían gracia y dulzura; con aquellas manos que distribuían beneficios con tan caritativa prodigalidad; con aquellos pies que lo llevaban dondequiera que hubiese miserias que consolar. Verdad es que este cuerpo tan perfecto ha sido desfigurado con golpes, azotes y clavos; pero esto no ha hecho sino añadirle una nueva belleza: ¡la belleza del sacrificio, del combate y de la victoria! Hoy estas llagas brillan con una luz más resplandeciente que la de los astros, in carne Christi vulnera micare sicut sidera (5). Y este cuerpo de Jesús, con todas sus amabilidades, atractivos y esplendores, es el que se nos ha dado en la Eucaristía y tenemos presente en el Tabernáculo. El mismo Salvador es quien lo afirma: He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos; Ecce ego vobiscum sum! (6)
II. Pero a los
atractivos de la más exquisita hermosura, se unen las magnificencias de la grandeza
más sublime.
En la Eucaristía, el cuerpo de Jesús es un cuerpo glorificado y, como tal, posee cuatro cualidades inefables. Es más brillante que mil soles; y si en el sacramento vela sus fulgores, es por amor nuestro, para no amedrentarnos ni alejarnos de sí. Está todo espiritualizado, y puede atravesar, sin romperlos, los cuerpos más duros, a semejanza de la luz que atraviesa un cristal dejándolo intacto. Más raudo que el relámpago, puede trasladarse de un lugar a otro con celeridad increíble. No está ya sujeto al sufrimiento ni a la muerte, y es modelo de los cuerpos que han de resucitar a la vida de la gloria.
En la Eucaristía tiene,
además, el cuerpo del Salvador todas las excelencias del milagro. Verdaderamente
todo él es milagroso y un supremo prodigio. «En cada pequeña hostia que
nosotros contemplamos, se amontonan prodigios mucho mayores en número que los
astros que llenan el espacio, y más portentosos que el mismo acto de la
creación que les dio vida) (7) ¡Qué milagros no encierra el que la substancia
del pan y del vino se truequen en el cuerpo y sangre de Jesucristo! ¡que las,
apariencias de pan y de vino permanezcan sin apoyo, después de desaparecida su
substancia! ¡que el cuerpo de Cristo esté tan realmente en nuestras iglesias
como en el cielo! ¡que se multiplique en una infinidad de lugares! ¡que
conserve, bajo las especies, todas sus cualidades corporales de una manera
espiritual, y que se retire de dichas especies cuando éstas se corrompen!
Finalmente, y atendiendo todavía a la grandeza del portento, en la Eucaristía el cuerpo de Jesucristo es el CUERPO DE Dios. ¡Oh alma mía, qué palabra!: ¡el cuerpo de Dios! ¡Qué sima de grandezas no encierra esta frase! Pero ¿será verdad que puedan hermanarse estas dos ideas? Oh, sí: misterio de misterios, no puede dudarse; pero al mismo tiempo preciso es confesarlo también sin hesitaciones, como una realidad indubitable: Verbum caro factum est! ¿Será, pues, verdad que poseemos el cuerpo de Dios? Sí, es cierto, y demos por ello al Señor infinitas gracias. Dios y hombre es el que dijo, tomando el pan en sus manos «¡Este es mi cuerpo; haced esto en memoria de Mí» Dios y hombre es el que exclamó: «He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos, Ecce ego vobiscum sum!),
III. Otro motivo que nos
toca de cerca, y que poderosamente debe incitarnos a venerar el sagrado cuerpo
de Jesús en el Santísimo Sacramento, son los bienes preciosos e innumerables que
Dios nos comunica por su medio. ¡Cuán desagradecidos seríamos si no le
tributáramos un culto particular!
Este sagrado cuerpo del Salvador,
que está presente en nuestros altares, recluido en un copón de oro y
prisionero de amor en el tabernáculo, nos protege y alimenta con su vida
divina, nos consuela, nos enseña las virtudes más preciosas y necesarias y nos
llena de la más fortalecedora esperanza.
«Mi carne verdaderamente es comida, dijo el Señor, y mi sangre verdaderamente es bebida; si no comiereis mi carne y no bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él, vive por Mí para la vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día». Ahora bien, ¡la carne y la sangre de Jesús están en su cuerpo sagrado presente en la Eucaristía! Caro mea vere est cibus et sanguis meas vere est potus! (8).
Dándonos en el altar su sagrado cuerpo, se hace el buen Jesús el remedio de nuestras enfermedades espirituales y corporales, y nos asiste para que hagamos con toda felicidad el tránsito de esta vida a la eterna. Perceptio corporis prosit mihi ad tutamentum mentis et corporis el ad medelam percipiendam (9).
Con la inmolación de su
sacratísimo cuerpo, hecha mediante la consagración separada del pan y del
vino, ofrece Jesús el augusto sacrificio que adora, da gracias, expía y suplica
con incomparable eficacia. Hoc est corpus meum... hic est sanguis meus!
Con la representación de
su cuerpo sagrado, tan puro, tan santo, tan mortificado, predícanos el Señor,
muy elocuentemente, la pureza, la santidad, la mortificación, la penitencia, la
generosidad en el servicio de Dios y del prójimo. Corpus quod pro vobis
tradetur! (10).
Finalmente, con la
presencia real de su cuerpo adorable, nos excita a estar en la iglesia con el
más profundo recogimiento; nos da ánimo en las luchas que hemos de sostener
contra el demonio; nos infunde la firmísima esperanza de que obtendremos la
bienaventuranza del cielo. ¿Por qué desesperar de poder vivir un día con los
ángeles y como ellos contemplar la esencia divina, si acá abajo tenemos ya la
dicha de vivir con Jesucristo? ¿Cómo es posible que el que se da en alimento, rehusé
mostrarse al descubierto, o se niegue a dejarse contemplar en el divino éxtasis
del paraíso? Iesu, quem velatum nune
aspicia... viso sim beatos tuae gloriae! (11).
¡Oh vosotros, los que os sentís conmovidos ante, la belleza, bondad, grandeza y generosidad, prestad oído atento a mi voz ¡ Oh vosotros los que, por la luz de vuestro espíritu y los sentimientos de vuestro corazón, habéis sido elevados, mediante la gracia de Dios, sobre las bajezas del error, del mundo de la materia y de las abyecciones del egoísmo, rodead el sagrado cuerpo del Salvador: ubicumque fuerit corpus illic congregabuntur et aquilae! Venid a darle gloria y a ofrecerle los homenajes de la más ardiente devoción, mezclando vuestras voces para ensalzar lo que el cielo y la tierra tienen de más noble y sublime: Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!
III
Pero ¿qué actos
prescribe esta santa y saludable devoción hacia el sagrado cuerpo de Jesús en
la Eucaristía?
I. El primero es un
profundo respeto que llegue hasta la adoración. Se Veneran las reliquias de los
Santos por pertenecer a cuerpos que han sido templos del Espíritu Santo; porque
Dios obra milagros por su mediación, y porque un día deben tornar a la vida y
florecer en el cielo. ¡Qué diferencia entre las reliquias de los Santos y el
cuerpo de Jesús-Hostia, resucitado, vivo y glorioso, custodia del alma más
sublime y santa, tabernáculo de la divinidad y unido hipostáticamente con el
Verbo! Se veneran las últimas disposiciones de un amigo, de un padre o de una
madre moribundos; pues bien, el cuerpo de Jesús es el legado divino que el
Salvador nos dio la víspera de su muerte. Se veneran en Palestina los privilegiados
lugares, testigos de las acciones de Jesús y que El holló con sus divinas
plantas; pero ¿qué abismo no media entre las lejanas y fugitivas huellas del
cuerpo de Jesús y su mismo cuerpo sagrado? Adoremos este divino cuerpo;
penetrémonos de aquellos sentimientos de profundo respeto que animaban a los
pastores, a los Magos y a los ángeles de Belén. Adorémosle sobre el altar, en el
tabernáculo, y dentro de nuestro corazón, cuando nos cupiere la dicha de poder
comulgar. Adorémosle con los que le adoran; adorémosle para reparar los
ultrajes que le infligen los herejes con sus negaciones, los impíos con sus
blasfemias; y al mismo tiempo por las irreverencias de miles y miles de
cristianos tibios e irreflexivos. Adorémosle con la íntima persuasión de que
Jesús nos ve, de que su corazón siente muy vivamente así los homenajes de los
que le son fieles, como los insultos de los impíos.
II. Pero procuremos que nuestro respeto vaya
siempre acompañado de amor. ¡Oh, sí; devolvamos a Jesús, en su sagrado cuerpo,
amor por amor! Por amor nos dio su cuerpo en su último testamento; por amor
multiplica hasta lo infinito su presencia en la tierra, a trueque de las
mayores humillaciones, y por amor ha querido ser el instrumento más activo de nuestra
santificación. ¡Amémosle, pues, con todo el afecto de nuestra alma! Reiterémosle
las pruebas de nuestro afecto; empleemos para con El todas las formas del amor: el amor de los labios, alabando y bendiciendo el sagrado cuerpo de Jesús con
entusiastas cánticos; el amor de la inteligencia, considerando con afecto su
amabilidad, bondad y grandeza; el amor del corazón, adhiriéndonos a El sobre
todo para imitar las virtudes que de un modo especial nos predica; el amor del
cuerpo, prosternándonos delante de Él; el amor de los bienes exteriores,
esforzándonos, según nuestros recursos, en fomentar el decoro, el ornato de los
sagrarios, templos, vasos sagrados y demás objetos del culto. Amémosle un poco,
también, como la Santísima Virgen, como San José, la Magdalena o San Juan.
III Al respeto y al amor unamos todavía una confianza ilimitada. El sagrado cuerpo de Jesús es para nosotros, y mejor todavía, lo que para el pueblo de Israel fue el arca de la alianza, la columna de nube y el propiciatorio. Es el arco iris de la reconciliación, es el pararrayos que nos protege contra los rayos de la justicia divina, la fuente de los bienes celestiales, el remedio de todas nuestras enfermedades físicas y morales y el trono de la misericordia. Corramos, pues, con presteza, hacia esta fuente de vida; acerquémonos con confianza a este trono de gracia. En todas nuestras necesidades, recorramos a Jesús-Hostia, nuestro hermano por su santa humanidad, nuestro soberano y omnipotente bienhechor por su divinidad. Ayudados por el influjo poderoso de su sagrado cuerpo, elevémonos hacia las sublimes regiones de la verdad y de la caridad, ubicumque fuerit corpus illic congregabuntur et aquilae!
¡Oh sagrado cuerpo de mi
Salvador! Yo te adoro en el Santísimo Sacramento, te amo y acudo a ti. I Oh carne
divina de mi Jesús, más pura que los ángeles, principio de gracia, de vida, de
fortaleza y de pureza, yo me entrego a ti! ¡Oh carne pura y santa, toca la mía,
frágil y pecadora; cúrala de todas sus debilidades y achaques; purifícala de
todas sus manchas y fabrícate en ella un santuario digno de ti! ¡Carne
adorable, formada de la más pura sangre de María para llevar al cabo mi salud
con la cooperación del Espíritu Santo, reforma la mía e imprime en ella tu
imagen! ¡Carne de mi Jesús, ensangrentada y cruelmente desgarrada por amor mío,
fortifica la mía y alcánzame que pueda soportar todos cuantos contratiempos y
penas exigieren mis pecados y tu amor! Por fin, puesto que no puedo hartarme,
por la emoción y la gratitud que embargan mi alma, de repetir este grito, yo te
saludo en la Eucaristía, oh verdadero cuerpo de Jesús, nacido de María Virgen.
Verdaderamente has sufrido y verdaderamente has sido inmolado sobre la cruz por
mi salvación. De tu costado abierto por la lanza brotó agua y sangre. ¡Oh Al
llegar la hora de mi muerte, te suplico que me permitas recibirte en la sagrada
Eucaristía. ¡Oh Jesús dulce, oh Jesús bueno, oh Jesús hijo de la Virgen María,
tened piedad de nosotros!
¡Grande es la dignidad
del sacerdote en cuyas manos se encarna de nuevo Jesucristo; grande es la
dignidad de los fieles, para cuya salud el Verbo hácese místicamente carne
todos los días! ,
SAN AGUSTÍN.
(1) Luc., XVII, 37.
(2) Hebr., X, 5. Tomará un cuerpo, se hará
hombre, se revestirá de la librea de nuestra mortalidad. Et Verbum caro factum est!• (1).
(3) Joan., I, 14.
(4) Marth., XXVI, 26.
(5) IIymn. Aseensionig.
(6) Matth., XXVIII, 93.
(7) R. P. Da1eirus : De
la Sainte Communion.
(8) Joan., VI, 56.
(9) Orat. Misma post
Commun
(10) I Cor., XI, 24.
(11) Himno de Santo Tomás de Aquino.
O EL MISTERIO EUCARISTICO
Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII
y con la aprobación de numerosos Prelados