VII
La Cruz y las Españas
El divino poder de la Cruz no dio la victoria á
nuestros antepasados únicamente en la memorable
jornada de las Navas, sino en todas cuantas victorias
alcanzaron de musulmanes, infieles y herejes. Al hecho
de las Navas hemos consagrado un articulo especial,
dándole la preferencia, porque la Iglesia lo preparó
con sus oraciones y sus indulgencias de Cruzada y
luego lo aceptó en su liturgia, para que en lo sucesivo glorificasen al Rey de Reyes los españoles con
la fiesta del Triunfo de la Santa Cruz.
La Cruz ha sido siempre la Bandera de las Españas. Pelayo se levantó en Covadonga enarbolando la
Cruz, una sencilla Cruz de roble que sirvió de guión
y enseña a sus heroicos soldados. Tenia la seguridad de
vencer con ella, porque según autorizada tradición,
junto a Cangas de Onis se le apareció en los aires La
Cruz de las Victorias, como al emperador Constantino,
antes de replegarse con sus bravos en Covadonga.
La restauración de Pelayo fue obra de la Santa
Cruz; tan convencidos de ello estaban los héroes de
Asturias, que a la enseña de su caudillo pusieron por
nombre La Cruz de las Victorias, y para ensalzar su
memoria le consagró D. Favila el templo de la Santa
Cruz en las inmediaciones de Cangas, en el mismo
sitio donde su padre la vio en los aires.
Un siglo después, llevóla D. Alonso III al castillo
de Gauzón, atalaya de Asturias, guarneciéndola con
planchas de oro y rica pedrería y poniendo en ella
una inscripción en forma de cruz, donde se lee: «Con
esta señal es protegido el pío; con esta señal es vencido el
enemigo».
Siguió la Santa Cruz decidiendo con la victoria
nuestras batallas durante dos siglos. Pensando entonces Alfonso el Casto demostrar la gratitud de la renaciente España al divino Rey de la Cruz con una
joya mejor que la Cruz de las Victorias, ideó construirla del oro y pedrería cogidos a los moros, cuando,
según la tradición, dos ángeles disfrazados de peregrinos se le aparecieron y ofrecieron a construirla; consintiólo él, y en un instante la halló hecha tal corno
hoy se ve, habiendo desaparecido los dos ángeles: por
este hecho se la llama Cruz Angélica.
Discute este origen la crítica; pero lo indudable
es que debemos la Cruz Angélica a la devoción del
Rey Casto y que por su mérito artístico e histórico
es una de las primeras joyas de la arqueología patria.
Entre los versos de su inscripción se leen los mismos
que en la Cruz de las Victorias: Hoc signo tuetur pius;
hoc signo vincitur inimicus.
La restauración pirenaica no fue menos obra de
la Cruz que la cantábrica. He aquí lo que a este propósito copiamos del grave autor últimamente citado:
«Entre todos estos hechos descuella una tradición que los
habitantes de aquellos países han mirado siempre con una
veneración singular. El primer caudillo de aquella insurrección, a quien apellidan Garci-Jiménez, deseando acreditar el
acierto de la elección que en él había recaído, avanzó con unos
seiscientos hombres hasta la villa de Ainsa, de que se apoderó por sorpresa. Noticiosos los Sarracenos de aquel golpe de
mano, acudieron contra los insurgentes con poderosa hueste: al
entrar en acción vieron los Cristianos una Cruz roja sobre una
encina; alentados con tal portento, dieron sobre los contrarios,
derrotándolos a pesar de su número excesivamente superior».
»Desde entonces, tomaron por divisa la Cruz sobre un
árbol; y a creer a los antiguos, la naciente monarquía se llamó,
por tanto, de Sobrarbe.— El hecho es que la Cruz de Sobrarbe
ha sido siempre la principal divisa de la restauración pirenaica,
y que el reino de Aragón jamás dejó de usar la Cruz por
enseña, aunque de distintas formas, según las épocas y los
triunfos que en ellas debió a la divina Providencia. Aquellos
pobres cristianos, con este piadoso símbolo manifestaban
esperar tan sólo su independencia del que, muriendo en la
Cruz, dio al mundo salud, libertad y vida.
«A la Cruz primera de Sobrarbe sobre una encina, siguió
otra Cruz griega antigua, con una espiga en la parte inferior,
como para llevarla clavada en un asta. Sucedió a ésta la Cruz
roja de San Jorge, flanqueada por cuatro cabezas de reyes
moros, como recuerdo de la batalla de Alcoraz, ganada por
aragoneses y navarros. Finalmente, las cuatro sangrientas
barras en campo dorado, que usó el reino desde su unión a Cataluña, significaban, según San Bernardo, los cuatro palos
de la Cruz; pero estas ya no son propiamente las armas de
Aragón, sino de los Condes de Barcelona».
Sin la Cruz no se hubiera salvado España, aun hoy
sería una especie de Turquía meridional. Propósito
firme de todos aquellos antiguos españoles era el que
siglos después formuló el gran Aparisi Guijarro de esta
manera: «A la sombra de la Cruz nacimos; a la sombra
de la Cruz moriremos». Apenas hay una de nuestras
gloriosas tradiciones de la Reconquista en que no
brille esplendoroso el poder de la Santa Cruz, lo
mismo que la protección de la Inmaculada Patrona y
Generalísima de las Españas.
Palmo á palmo las reconquistaron nuestros padres
al amparo de la Cruz, hasta abatir para siempre en
Granada el inmundo pendón de la Media Luna. En
memoria de aquella Cruzada, bendecida é indulgen-
ciada por la Iglesia, y de la Última victoria de nuestra
reconquista, los Reyes Católicos erigieron en Granada
la iglesia y el convento de Santa Cruz.
Aquí nos ocurren los siguientes párrafos de un reciente sermón predicado en Madrid por el ilustre y sabio D. Ramiro Fernández Valbuena, Penitenciario de la Primacial de Toledo:
«La publicación de la Santa Bula de Cruzada, que se hace hoy en la capital de la monarquía española, nos recuerda aquella gran epopeya de la lucha de la fe contra la herejía y superstición; la predilección del Cabeza de la iglesia con España, por haber mantenido enhiesta la bandera de la Cruz durante ocho siglos contra la media luna; y el valor heroico de los cruzados que derramaron su sangre en favor de Dios y de su patria.
En ninguna nación cristiana fuera de la nuestra, se conserva la Bula de la Cruzada, no obstante haberse concedido
cuantas tomaron parte en las guerras contra los infieles, que
fueron todas las de Europa. Y es que solamente en nuestra
España se conservaba la profunda fe en las gracias de la Bula,
y se pedía ésta con instancia a la Santa Sede, cuando en los demás reinos había pasado a la historia.
Con esto (la toma de Granada) parecía que debieran haberse terminado las cruzadas en nuestra patria; pero no habían
de pasar muchos años sin que los españoles, fieles siempre a las tradiciones de su fe y a las energías de su raza, pidieran
otra vez a la Iglesia santa el auxilio de las armas espirituales
para vencer a los enemigos de una y de otra; y la Iglesia
concede esos auxilios a sus hijos predilectos, para que puedan
derrotar a la reforma protestante en la guerra movida por
los príncipes alemanes adictos a las doctrinas de Lutero contra el emperador Carlos V; y por no insistir más en este
punto, todavía en el último tercio del siglo XVI se concedieron por San Pío V las gracias de la Cruzada a la armada que
combatió en Lepanto bajo la dirección y mando de D. Juan
de Austria.
Desde aquella época la Cruzada española ha continuado
sin interrupción, aunque en otra distinta forma, ya que nuestros católicos monarcas no han cesado de pedir a los Romanos Pontífices las gracias de Cruzada para sí y para sus vasallos, ni los Papas han dejado de concederlas periódicamente.
Cuanto somos y cuanto valemos lo debemos a la Cruz, y
el día en que la Cruz desapareciera de nuestro suelo, éste, tan
feraz como el primero del mundo, se convertiría en un Sahara;
y nosotros sus habitantes volveríamos al estado de salvajismo
de los primeros moradores de la Hesperia.
Pero a la Cruz se la ha declarado guerra sin cuartel en
nuestra patria por algunos, por muchos de sus hijos extraviados hace mas de un siglo, y así ha ido desapareciendo de los
sitios públicos de nuestras ciudades y villas el símbolo de la
redención humana y de la libertad de los hijos de Dios, símbolo
que no podían mirar sin rabia los hijos de las tinieblas, que
consiguieron retirarle de la vista pública, como si fuera un
baldón de ignominia para los pueblos.
Ha llegado la hora de una nueva cruzada, no ya contra
enemigos exteriores, sino contra nuestros mismos hermanos
según la carne. Moisés mandó degollar en un solo día por
orden de Dios 23.00Ó israelitas adoradores del becerro de oro;
Matatías y su hijo Judas recorrieron las ciudades de Israel,
antes de luchar contra los ejércitos de Siria, y dieron muerte a los impíos y a los perversos, con lo cual se aplacó la ira de
Dios sobre aquel pueblo; San Agustín, que en el terreno científico había derrotado a los donatistas, viendo que éstos se
valían de hombres perdidos y desalmados, llamados circunceliones, para acometer y dar muerte a los católicos que no
querían pasar al partido de Donato, pidió contra ellos el auxilio
del ejército imperial. Por más esfuerzos que hizo santo Domingo de Guzmán para convencer y convertir a los albigenses, no
fue posible reducirlos a la razón sino por medio de las armas
de los Cruzados. Ni tampoco hoy, amados fieles, cesarán los.
enemigos de la fe en sus tropelías, mientras no sean convencidos con el argumento de las armas.
Nos encontramos en circunstancias análogas a las en que
se hallaban los católicos del mediodía de Francia en la época de Santo Domingo de Guzmán, o en las que se encontraron
los católicos alemanes cuando la confederación protestante
que tenia por jefe al elector de Sajonia.
Ahora como entonces se persigue a los religiosos y sacerdotes, se incendian los templos, se impiden los actos de culto
externo, y por todos los medios se procura hacer guerra, no
ya de ideas por medio de la palabra y de la prensa, que a éstas ya respondemos los católicos en igual forma, aunque no
con la valentía que debiéramos, sino guerra externa con actos de fuerza; a los cuales es necesario oponer también la fuerza.
¿No lo veis? ¿no escucháis los gritos salvajes y ensordecedores
del ejército enemigo, que se apresta a dar la última batalla y
aniquilar la Iglesia de Dios? Asomaos a las cavernas de los
trogloditas de nuestro siglo, y oiréis rugidos como de fieras,
y conoceréis planes de exterminio que os harán helar la sangre en las venas.
Y nosotros, hijos de los Cruzados, que conmemoramos
hoy y celebramos la publicación de la Cruzada, ¿estaremos
tranquilos sin aprestarnos a defender nuestros imprescriptibles
derechos de hombres y de cristianos? ¿Veremos con indiferencia pecaminosa el avanzar de nuestros enemigos destruyendo sucesivamente, pero sin dar tregua a la mano, las fortificaciones católicas?
No, no ha de ser así. Una nueva Cruzada se impone; y
como lo que ha de ser, será, no faltará un Godofredo que,
puesto al frente de las huestes de la Cruz, reconquiste la ciudad
santa de la fe; no dejará de presentarse en la hora oportuna mi
Raimundo de Fitero que sepa unir amigablemente LA CORAZA DEL
GUERRERO CON LA COGULLA DEL MONJE, y que guiando sus mesnadas de decididos campeones, haga morder el polvo a los más
audaces de la nueva morisma; pues AUN CUANDO ALGUIEN LE
CONDENA, LA IGLESIA LE BENDECIRÁ y colocará en los altares, para
escarmiento de cobardes y enseñanza de presuntuosos».
APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Biblioteca Españolista
Valencia-Año 1904