miércoles, 11 de diciembre de 2013

EL AMIGO DEL CONDE ORLOFF, POR MONSEÑOR DE SEGUR


Tres hechos del mismo género, más auténticos los unos que los otros, y ocurridos en este siglo, han llegado a mi conocimiento. 

El primero ha pasado casi en mi familia. 

Era en Rusia, en Moscú, poco tiempo antes de la horrorosa campaña de 1812. Mi abuelo materno, el conde de Rostopchine, gobernador militar de Moscú, estaba íntimamente relacionado con el general conde Orloff, célebre por su bravura, pero tan impío como valiente. 

Un día, después de una buena cena, rociada con copiosos brindis, el conde Orloff, y uno de sus amigos, el general V . .., volteriano como él, empezaron a burlarse horriblemente de la Religión, y sobre todo del infierno.

—Y ¿si por acaso —dice Orloff— , si por acaso hubiese realmente algo detrás de la cortina? . . . 

— ¡Y bien!— replica el general V . . . , aquél de nosotros que se irá primero, volverá a advertir al otro. ¿Está convenido? 

—¡Excelente idea! —responde el conde Orloff, y ambos, bien que medio achispados, se dieron formal palabra de honor de no faltar a lo prometido. 

Algunas semanas después estalló una de aquellas grandes guerras que Napoleón tenía el don de suscitar entonces; el ejército ruso entró en campaña, y el general V. .. recibió la orden de partir inmediatamente para tomar un mando importante. 

Dos o tres semanas hacía que había dejado Moscú, cuando una mañana muy temprano, estando mi abuelo arreglándose, se abre bruscamente la puerta de su cuarto. Era el conde Orloff, en traje de casa, con chinelas, erizados los cabellos, con hosca mirada, pálido como un muerto. 

— ¡Ah! Orloff, ¿sois vos? ¿a esta hora y en semejante traje? ¿Qué tenéis, pues? ¿Qué ha sucedido? 

—Querido mío— responde el conde Orloff— creo que me vuelvo loco; acabo de ver al general V... 

—¿Al general V. . . ? ¿Ha vuelto, pues? 

— ¡Oh! no, —replica Orloff, echándose sobre un canapé y poniendo ambas manos en su cabeza—, no, no ha vuelto; y esto es lo que me atemoriza. 

Mi abuelo no comprendía nada y procuraba calmarlo. 

—Referidme, le dice, lo que os ha pasado y qué quiere decir todo esto. 

Entonces, esforzándose por dominar su emoción, el conde Orloff profirió lo siguiente: 

—Mi querido Rostopchine, algún tiempo atrás V... y yo nos juramos recíprocamente que el primero de los dos que muriese vendría a decir al otro si existe algo detrás de la cortina. Esta mañana, hará apenas media hora, estaba tranquilamente en la cama, despierto hacía mucho tiempo, sin pensar ni por asomo en mi amigo, cuando de repente se abren bruscamente las cortinas de mi alcoba, y veo a dos pasos de mí al general V .. . , de pie, pálido, con la mano derecha sobre su pecho, diciéndome: 

“ ¡Hay un infierno, y estoy en él!” 

y desapareció. En seguida he venido a encontraros. ¡La cabeza se me va! ¡qué cosa tan extraña! ¡yo no sé qué pensar! 

Mi abuelo lo calmó como pudo, pero no era cosa fácil. Hablóle de alucinaciones, de pesadillas, díjole que quizás dormía; que hay cosas muy extraordinarias, inexplicables; y otras vaciedades de este género, que son el consuelo de los incrédulos. Después hizo enganchar sus caballos y llevar al conde Orloff a su habitación. 

Diez o doce días después de este extraño incidente, un correo del ejército llevaba a mi abuelo, entre otras noticias, la de la muerte del general V. .. ¡En la mañana misma del día en que el conde Orloff lo había visto y oído, a la misma hora en que se le había aparecido en Moscú, el infortunado general, habiendo salido para reconocer la posición del enemigo, una bala atravesaba su pecho y caía yerto!. . . 

“ ¡Hay un infierno, y estoy en él!” 

He aquí las palabras de uno que de él ha vuelto.


EL INFIERNO
Monseñor De Segur