martes, 15 de noviembre de 2016

LA SAGRADA COMUNIÓN Y EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA - I


CAPÍTULO 1
Del beneficio inestimable y amor grande que el Señor 
nos mostró en instituir este divino Sacramento. 

Dos obras nos ha mostrado Dios, las más insignes y que más pasman y atajan los juicios de los hombres, que todas cuantas ha hecho, y tan artificiosas, que hablando de ellas el Profeta Isaías (12, 4) las llama invenciones de Dios. [Anunciad a las gentes sus invenciones]: obras que parece se puso a pensar en qué mostrarse comunicador y derramador de sí mismo. La primera obra fue su Encarnación, en la cual el Verbo del Padre se juntó y unió con nuestra naturaleza con una trabazón tan trabada y con un nudo tan apretado y tan junto, que en una persona quedó Dios y el hombre. Nudo ciego a toda la razón del mundo, y a sólo Él claro; a todos tinieblas y oscuridad, y a sólo Él luz y claridad: nudo insoluble, que lo que una vez juntó, nunca jamás se desatará ni desató. [Lo que una vez tomó, jamás lo dejó]. 

Dice San Dionisio que el amor es virtud unitiva, que transforma al amante en el amado y hace de los dos uno. Pues lo que jamás pudo hacer amor alguno que hubiese en la tierra, eso hizo el amor de Dios por el hombre. Jamás se vio de los Cielos abajo que el amor hiciese verdaderamente uno al que amaba y al amado: de los Cielos arriba bien se ve; la misma naturaleza del Padre es la del Hijo, y son uno; pero de los Cielos abajo tal unión jamás se hizo. Pues fue tan grande el amor que Dios tuvo al hombre, que se juntó y unió con el hombre, de tal suerte, que de Dios y del hombre quedó sola una persona; y tan una, que el hombre es verdadero Dios, y es verdadero hombre; y todo lo que es propio de Dios, con verdad y con propiedad se dice del hombre. Y, por el contrario, lo que es propio del hombre, se dice también de Dios. De manera, que el que veían los hombres era Dios; el que veían hablar con instrumento de boca corporal, era Dios; el que veían comer, andar y afanar, era Dios. Tenía naturaleza humana realmente y operaciones humanas, y el que las hacía era Dios. Dice el Profeta Isaías (66, 8): ¿Quién jamás vio ni oyó tal cosa? ¡Dios niño, Dios envuelto en pañales, Dios llorar, Dios tener flaqueza y cansarse y sufrir dolores y tormentos! Allá dice el real Profeta que pusisteis, Señor, vuestro asiento muy alto, y que no llegaría a Vos azote ni trabajo (Sal., 90. 10); pero ahora, Señor, vemos que han llegado a Vos los azotes, los clavos, las espinas. y que os han puesto en una cruz; cosa tan ajena de Dios, dice Isaías (28, 21), cosa peregrina, obra que pasma y ataja los juicios de los hombres y de los ángeles. 

Otra obra hizo Dios (invención propia de su infinito amor), que fue la institución del santísimo Sacramento. En la primera cubrió su Ser divino con una cortina de carne para que le pudiésemos ver; en ésta cubre no sólo lo divino, sino también lo humano, aun la cortina de los accidentes de pan y vino, para que le podamos comer. En la primera entrañó Dios al hombre, uniendo la naturaleza humana en el Verbo divino; le entró en las entrañas de Dios; en esta segunda quiere que vos le entrañéis a Él en las vuestras. Antes estaba el hombre unido con Dios; ahora quiere Dios y hombre unirse con vos. En la primera, la comunicación y unión fue con sola una naturaleza singular, que es la sacratísima humanidad de Cristo nuestro Señor, que personalmente está unido con el Verbo divino; en esta segunda se une con cada uno que le recibe singularmente, y se hace una cosa con él, ya que no por unión hipostática o personal, que eso no convenía, por la unión más íntima y más estrecha que se pudo imaginar fuera de aquélla. El que come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y Yo en él, dice el mismo Señor (Jn., 6. 57). ¡Obra maravillosa! No sólo es la mayor de sus maravillas, como dice Santo Tomás, sino es una cifra y recopilación de todas ellas (Sal.,110, 4). 

Del rey Asuero cuenta la sagrada Escritura (Ester. 1,4) que hizo un grande y solemne convite, que duró ciento y ochenta días, para mostrar sus grandes riquezas y la gloría de su poder; así este gran rey Asuero, Cristo, nuestro Redentor, quiso hacer un convite real, en el cual mostrase la grandeza de sus tesoros y riquezas, y el poder y majestad de su gloria, porque el manjar que nos da en este convite es el mismo Dios, obra que admira y espanta también al mundo, no menos que la primera. Y aun en sola la sombra de este admirable misterio, que fue el maná, se admiraron (Éxodo 16, 15): ¿Manhú? [¿Qué es esto?] Y después decían: ¿Es posible que hemos de comer su carne? (Jn., 6, 53.) Y no dura este convite ciento ochenta días, como duró el del rey Asuero, sino mil y seiscientos años, y durará hasta el fin del mundo, y siempre comemos y siempre dura. Con razón se admira y exclama el Profeta (Sal., 45, 9): Venid y ved las obras del Señor, los prodigios que ha hecho sobre la tierra. Pasma el artificio y sabiduría de los consejos de Dios que tomó para la salud de los hombres. De esta segunda obra hemos de tratar ahora; nos dé el Señor su gracia para ello, que bien la hemos menester. 

El glorioso Apóstol y Evangelista San Juan, en su sagrado Evangelio, tratando de la institución de este santísimo Sacramento, dice (13, 1): Como amase Cristo nuestro Redentor a los suyos, que tenía en el mundo, al fin señaladamente los amó: porque entonces les hizo mayores beneficios y les dejó mayores prendas de amor, entre las duales una de las principales o la más principal fue este santísimo Sacramento, quedándose en él su Majestad verdadera y realmente. En lo cual nos declaró bien el amor grande que nos tenía; porque la condición del amor verdadero es querer tener siempre presente al que ama, y gozar siempre de su compañía. Y así, habiéndose de partir Cristo nuestro Redentor de este mundo a su Padre, quiso de tal manera partirse, que del todo no se partiese; y de tal manera irse, que también se quedase. Así como salió del Cielo sin dejar el Cielo, así sale ahora de la tierra sin dejar la tierra; y así como salió del Padre sin dejarle, así sale ahora de sus hijos sin dejarlos (Jn., 16, 17). 

Más: es también condición del amor desear vivir en la memoria del amado y querer que siempre se acuerde de él, y para eso se dan los que se aman, cuando se apartan, algunos memoriales y prendas que despierten esta memoria. Pues para que no nos olvidásemos de Él, nos dejó por memorial este santísimo Sacramento, en que se queda Él mismo en persona, no queriendo que entre Él y nosotros haya otra menor prenda que despierte esta memoria, que Él mismo. Y así, acabando de instituir este santísimo Sacramento, dijo (Lc., 22, 19; 1 Cor., 11, 24): Cada vez que celebrareis este misterio, celebradlo en memoria mía, acordándoos de lo mucho que os amé, de lo mucho que os quise, y de lo mucho que por vuestra causa padecí. 

Engrandecía mucho Moisés al pueblo de Israel, que no había nación tan grande que tuviese a Dios tan cercano de sí como ellos. [No hay otra nación tan grande que tenga los dioses tan cercanos como tenemos nosotros a nuestro Dios, atento siempre a todas nuestras súplicas] (Deut., 4, 7). Salomón, habiendo edificado el templo, se espantaba y decía: ¿Es posible que more Dios con los hombres en la tierra? Si el Cielo y los Cielos de los Cielos con toda su anchura no bastan, Señor, para daros lugar, ¿cuánto menos bastará esta pequeña casa que yo he edificado? (1 Reyes 8, 27). ¿Con cuánta mayor razón podemos nosotros decir esto, pues no ya la sombra y la figura, sino el mismo Dios tenemos en nuestra compañía? (Mt., 28, 20). Mirad que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos. Gran consuelo y favor fue querer quedarse Cristo nuestro Redentor en nuestra compañía para consuelo y alivio de nuestra peregrinación. Si acá la compañía de un amigo nos es consuelo en nuestros trabajos y aflicciones, ¿qué será tener en nuestra compañía al mismo Jesucristo, y ver que entre Dios por nuestras puertas, y se pasee por nuestros barrios y calles, y se deje llevar y sea portátil, y que le tengamos de asiento en nuestros templos, y que le podamos visitar muchas veces y a todas horas, de día y de noche, y tratar allí con Él nuestros negocios cara a cara, dándole cuenta de nuestros trabajos, y comunicándole nuestras tentaciones, y pidiéndole remedio y favor para todas nuestras necesidades, confiados que quien nos amó tanto, que quiso estar tan cerca de nosotros, no estará lejos para remediarnos? Andaré y pondré mi asiento en medio de vosotros; iré donde me quisiereis llevar; me pasearé por vuestras calles; os honraré (Levit., 26. 11). ¿Qué corazón hay que no se enternezca e inflame viendo a Dios tan casero? 

No se contentó el Señor con que le tuviésemos en nuestros templos y casas, sino quiso que le tuviésemos dentro de nosotros mismos; quiso entrañarse en nuestro corazón; quiso que vos mismo fueseis el templo y el cáliz, la custodia y relicario donde estuviese y se depositase este santísimo Sacramento: Yo le daré morada entre mis pechos (Cant., 1, 12). No nos le dan aquí a besar como a los pastores y reyes, sino para recibirle en nuestras entrañas. ¡Oh amor inefable! ¡Oh largueza nunca oída! ¡Que reciba yo en mi pecho y en mis entrañas al mismo Dios en persona! ¡Al mismo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre! ¡Al mismo que recibió y trajo la sacratísima Reina de los Ángeles nueve meses en sus entrañas purísimas! Si Santa Isabel, madre del glorioso Bautista, por entrar en su casa la Virgen vuestra Madre en cuyas entrañas ibais Vos, maravillada y llena de Espiritu Santo, dio voces diciendo (Lc.. 1; 43): ¿De dónde a mí, que venga la Madre de Dios a mí? ¿Qué diré yo viendo que no por las puertas de mi casa material, sino de mi cuerpo y alma, dentro de mí mismo entráis Vos, Señor, Hijo de Dios vivo? Con cuánta razón diré: ¿De dónde a mí? ¿A mí, que tanto tiempo he sido morada del demonio? ¿A mí, que tantas veces os he ofendido? ¿A mí, tan desconocido e ingrato? ¿De dónde a mí, sino de la grandeza de vuestra misericordia, de ser Vos quien sois, tan bueno, tan amador de los hombres? ¿De dónde, sino de ese infinito amor vuestro? 

Añaden y ponderan aquí los Santos, y con mucha razón, que si este beneficio concediera el Señor a solos inocentes y limpios, aun fuera dádiva inestimable: mas ¿qué diremos, que por el mismo caso que se quiso comunicar a éstos, se obligó a pasar por las manos de muchos malos ministros; y así como permitió ser crucificado en manos de aquellos perversos sayones por nuestro amor, así permite ahora ser tratado en manos de malos y perversos sacerdotes, y entra en las bocas y cuerpos sucios y hediondos de muchos malos y pecadores, por visitar y consolar a sus amigos? A todo esto se pone el Señor, y quiere ser otra y otras muchas veces vendido, y escarnecido, y crucificado, y puesto entre ladrones: al modo que dice San Pablo (Hebr., 6, 6) que los que pecan, tornan a crucificar a Jesucristo, cuanto es de su parte todo por comunicárseos a vos. Mirad si tenemos bien que agradecerle, y buen porqué para servirle. Canta la Iglesia, y espantase de que no tuviese horror este gran Señor de entrar en el vientre de una doncella; pues cotejad la pureza de aquella doncella y la impuridad nuestra, y veréis cuánta mayor razón tenemos para espantarnos que no tenga horror de entrar en el pecho de un pecador. 


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS  
Padre Alonso Rodríguez, S.J.