martes, 4 de abril de 2023

Santa Brígida: Palabras del Señor sobre la Nueva Ley (...) y sobre cómo los malos sacerdotes no son sacerdotes de Dios sino traidores de Dios...

 


Palabras del Señor a la esposa sobre la adhesión a la Nueva Ley; sobre cómo esa misma Ley es ahora rechazada y desestimada por el mundo; sobre cómo los malos sacerdotes no son sacerdotes de Dios sino traidores de Dios, y acerca de su maldición y condena. 


Yo soy el Dios que, en un tiempo, fui llamado el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Yo soy el Dios que di la Ley a Moisés. Esta Ley era como una vestidura. Igual que una madre embarazada prepara los vestidos para su niño, así Dios preparó la Ley, que era como la ropa, sombra y señal de los tiempos venideros. Yo me vestí y me envolví a mí mismo con las vestiduras de la nueva Ley. Cuando un niño crece, sus ropas son cambiadas por otras nuevas. 

De igual manera, cuando las vestiduras de la Vieja Ley estaban a punto de ser abandonadas, Yo me vestí con la nueva ropa, o sea, con la Nueva Ley, y se la di a todos lo que quisieron tenerme a mí y a mi ropaje. Esta ropa no es ni muy apretada ni difícil de llevar sino que está bien proporcionada por todas partes. No obliga a las personas a ayunar o a trabajar demasiado, ni a matarse, ni a hacer nada que esté más allá de los límites de sus posibilidades, sino que es provechosa para el alma y conducente a la moderación y castigo del cuerpo. 

Porque, cuando el cuerpo se adhiere demasiado al pecado, este pecado consume al cuerpo. Dos cosas pueden hallarse en la Nueva Ley. Primera, una prudente templanza y el recto uso de todos los bienes espirituales y físicos. Segunda, una gran facilidad para mantenerse en la Ley por el hecho de que, una persona que no puede mantenerse en un estado, puede quedarse en el otro. Aquí uno puede ver que una persona que no podía vivir celibato, todavía puede vivir en un matrimonio con honor, podía levantar otra vez y seguir. Pero, ahora Mi ley esta rechazada y despreciada. 

La gente dice que la Ley es demasiado estrecha, pesada y nada atractiva. La llaman estrecha porque nos obliga a contentarnos con lo que es necesario y a abandonar lo que es superfluo. Pero ellos quieren tener de todo más allá de la razón y más de lo que el cuerpo puede acarrear, como si fueran reses. Es por esto que les parece muy apretada o estricta. En segundo lugar, dicen que es pesada porque la Ley dice que uno debe ser indulgente con los deseos de placer ateniéndose a la razón y en momentos determinados. Pero ellos quieren ser indulgentes con el placer más de lo que les conviene y más allá de lo delimitado. Tercero, dicen que no es atractiva porque la Ley les ordena que amen la humildad y que atribuyan a Dios todo lo bueno. Quieren ser orgullosos y ensalzarse a sí mismos por los buenos regalos que Dios les ha dado, y es por esto que la Ley no es atractiva para ellos. 

¡Mira cómo desprecian ellos las vestiduras que Yo les di! Yo terminé con las formas antiguas e introduje las nuevas para que duraran hasta el día en que Yo volviera para el Juicio, porque los viejos caminos eran demasiado difíciles. Pero ellos, afrentosamente, han descartado las ropas con las que Yo cubrí el alma, es decir, una fe ortodoxa. Encima de todo eso, añaden pecado a pecado porque también quieren traicionarme. ¿No dice David en el Salmo ‘Aquel que comió de mi pan planeó la traición contra mí’? Yo quiero que anotes dos cosas en estas palabras. Primero, él no dice “planea” sino “planeó”, como si fuera algo ya pasado. 

Segundo, él apunta sólo a un hombre como el traidor. Sin embargo, Yo digo que son todos aquellos que en el presente me traicionan, no los que han sido ni los que serán, sino aquellos que aún están vivos. Digo también que no es sólo una persona sino mucha gente. Pero tú me puedes preguntar: ‘¿No hay dos tipos de pan, uno invisible y espiritual en el que viven los ángeles y los santos y otro que pertenece a la tierra, mediante el cual se alimentan los hombres? ¿Pero, si ángeles y santos no desean nada que no esté de acuerdo con tu voluntad, y los hombres no pueden hacer nada que tú no aceptes, cómo pueden traicionarte?’ 

En presencia de mi Corte Celestial, que sabe y ve todo en mí, respondo por tu bien, de forma que puedas comprender: Hay, de hecho, dos tipos de pan. Uno que es de los ángeles, que comen mi pan en mi Reino y están colmados de mi gloria indescriptible. Ellos no me traicionan porque no quieren nada más que lo que yo quiero. Pero aquellos que toman mi pan en el altar me traicionan. Yo soy verdaderamente ese pan. Tres cosas se pueden percibir en ese pan: la forma, el sabor y la redondez. Yo soy, de hecho, ese pan y –al igual que el pan—tengo tres cosas en mí: sabor, forma y redondez. Sabor, porque todo es insípido, insustancial y carente de sentido sin mí, lo mismo que una comida sin pan no tiene sabor y no es nutritiva. Yo también tengo la forma del pan, en cuanto que Yo soy de la tierra. 

Soy de la Madre Virgen, mi Madre es la de Adán, Adán es de la tierra. También tengo redondez en cuanto que no existe principio ni fin, porque yo no tengo ni principio ni fin. Nadie puede encontrarle un fin o un principio a mi sabiduría, a mi poder o caridad. Yo estoy en todas las cosas, sobre todas las cosas y más allá de todas las cosas. Aún si alguien volara perpetuamente como una flecha, sin parar, nunca encontraría un final o un límite a mi poder y a mi fuerza. A través de esas cosas, sabor, forma y redondez, Yo soy el pan que parece y sabe a pan en el altar, pero que se transforma en mi cuerpo que fue crucificado. Igual que cualquier materia fácilmente inflamable es rápidamente consumida cuando se coloca en el fuego, y no queda nada de la forma de la madera sino que todo se convierte en fuego, así también sucede cuando se dicen estas palabras: 

‘Éste es mi Cuerpo’, lo que antes era pan se convierte inmediatamente en mi cuerpo. Se hace una llama, no mediante el fuego como con la madera sino mediante mi divinidad. Por ello, aquellos que comen mi pan me traicionan ¿Qué clase de asesinato puede ser más aborrecible que cuando alguien se mata a sí mismo? ¿O qué traición podría ser peor que cuando, entre dos personas unidas por un vínculo indisoluble, como una pareja de casados, una traiciona a la otra? ¿Qué hace uno de los esposos para traicionar al otro? Él le dice a ella, a modo de engaño: ‘¡Vamos a tal y tal sitio, de forma que yo pueda hacer mi porvenir contigo!’ 

Ella va con él en toda la simplicidad, preparada para satisfacer cualquier deseo de su marido. Pero, cuando él encuentra la oportunidad y el lugar, arroja contra ella tres armas traicioneras. O bien emplea algo lo suficientemente pesado como para matarla de un golpe, o lo suficientemente afilado como para rebanar exactamente sus órganos vitales, o algo tan asfixiante que sofoca directamente en ella el espíritu de vida. Entonces, cuando ella ha muerto, el traidor piensa para sus adentros: ‘Ahora he obrado mal. Si mi crimen sale a la luz y se hace público, seré condenado a muerte’. Entonces él se lleva el cuerpo de la mujer a algún lugar escondido, de forma que su pecado no sea descubierto. 

Esta es la forma en la que soy tratado por los sacerdotes que me traicionan. Porque ellos y yo estamos unidos mediante un solo vínculo cuando ellos toman el pan y, pronunciando las palabras, lo transforman en mi verdadero Cuerpo, que yo recibí de la Virgen. Ninguno de los ángeles puede hacer esto. Yo les he dado sólo a los sacerdotes esa dignidad y les he seleccionado de entre las más altas órdenes. Pero ellos me tratan como traidores. Ponen una cara feliz y complaciente para mí y me llevan a un lugar escondido en el que puedan traicionarme. Estos sacerdotes ponen cara de felicidad, aparentando ser buenos y simples. Me llevan a la cámara escondida cuando se acercan al altar. Allí Yo soy como la novia o la recién casada, dispuesta a complacer todos sus deseos y, en lugar de eso, me traicionan. 

Primero me golpean con algo pesado, cuando el Oficio Divino, que ellos recitan para mí, se vuelve pesaroso y cargante para ellos. De buena gana dirían cien palabras para el bien del mundo que una sola en mi honor. Antes darían cien lingotes de oro por el bien del mundo que un solo céntimo en mi honor. Trabajarían cien veces por su propio beneficio antes que una sola vez en mi honor. Ellos me presionan con este pesado fardo, tanto que es como si estuviese muerto en sus corazones. En segundo lugar, me atraviesan como con una afilada cuchilla que penetra mis órganos vitales cada vez que un sacerdote sube al altar, sabiendo que ha pecado y se arrepiente, pero está firmemente decidido a volver a pecar una vez que ha terminado su oficio. Éste dice para sus adentros: ‘Yo, de hecho, me arrepiento de mi pecado, pero no pienso dejar a la mujer con la que he pecado hasta que ya no pueda pecar más’. Esto me perfora como la más afilada de las cuchillas. 

Tercero, es como si asfixiaran mi Espíritu cuando piensan para sus adentros: ‘Es bueno y agradable estar en el mundo, es bueno ser indulgente con los deseos y no me puedo contener. Haré eso mientras sea joven y, cuando me haga mayor ya me abstendré y enmendaré mis caminos. Por este perverso pensamiento ellos sofocan el espíritu de la vida. ¿Pero cómo sucede esto? Pues bien, el corazón de éstos se vuelve tan frío y tibio hacia mí y hacia cada virtud que nunca más puede ser calentado o renacer a mi amor. 

Igual que el hielo no coge fuego ni aunque se sostenga encima de una llama sino que tan solo se derrite, de la misma manera, aún si Yo les di mi gracia y ellos escuchan palabras de advertencia, no vuelven a levantarse a la forma de la vida, sino que apenas crecen estériles y flojos respecto de cada una de las virtudes. Y así me traicionan en que aparentan ser simples cuando, en realidad, no lo son, y están deprimidos y disgustados a la hora de darme la gloria, en lugar de regocijarse en ello, y también en que intentan pecar y continúan pecando hasta el final. 

También me ocultan, por decirlo de alguna manera, y me colocan en un lugar escondido, cuando piensan en sus adentros: ‘Sé que he pecado, pero si me abstengo de realizar el Oficio, seré avergonzado y todos me van a condenar’. Así que, imprudentemente, suben al altar y me manejan a mí, verdadero Dios y verdadero hombre. Estoy como si me hallara con ellos en un lugar escondido, puesto que nadie sabe ni se da cuenta de lo corruptos y sinvergüenzas que son. 

Yo, Dios, estoy ahí tendido frente a ellos como en un encubrimiento, porque, aún cuando el sacerdote es el peor de los pecadores y pronuncia estas palabras “Este es mi Cuerpo”, él aún consagra mi Verdadero Cuerpo, y Yo, Verdadero Dios y Hombre, me tiendo ahí ante él. Cuando me pone en su boca, sin embargo, Yo ya no estoy presente para él en la gracia de mis naturalezas divina y humana –sólo queda para él la forma y el sabor del pan—no porque yo no esté realmente presente para los perversos igual que para los buenos, debido a la institución del Sacramento, sino porque los buenos y los perversos no lo reciben con el mismo efecto. 

Mira, ¡esos sacerdotes no son mis sacerdotes sino, en realidad, mis traidores! Ellos también me venden y me traicionan, como Judas. Yo miro a los paganos y a los judíos pero no veo a nadie peor que estos sacerdotes, dado que han caído en el pecado de Lucifer. Ahora, déjame decirte su sentencia y a quién se asemejan. Su sentencia es la condena. David condenó a aquellos que desobedecían a Dios, no por ira o por mala voluntad ni por impaciencia sino debido a la divina justicia, porque él era un honrado profeta y rey. Yo, también, que soy mayor que David, condeno a estos sacerdotes, no por la ira ni la mala voluntad sino por la justicia. 

Maldito sea todo lo que toman de la tierra para su propio provecho, porque no alaban a su Dios y Creador que les dio esas cosas. Maldito sea el alimento y la bebida que entra por sus bocas y que alimenta sus cuerpos para que se conviertan en alimento de los gusanos y destinen sus almas al infierno. Malditos sean sus cuerpos, que se levantarán de nuevo en el infierno para ser abrasados sin fin. Malditos sean los años de sus vidas inútiles. Maldita sea su primera hora en el infierno, que nunca terminará. Malditos sean por sus ojos, que vieron la luz del Cielo. 

Malditos sean por sus oídos que oyeron mis palabras y permanecieron indiferentes. Malditos sean por su sentido del gusto, por el cual paladearon mis manjares. Malditos sean por su sentido del tacto, mediante el cual me manejaron. Malditos sean por su sentido del olfato, por el cual olieron exquisitos aromas y me descuidaron a Mí, que soy el más exquisito de todos. 

Ahora, ¿Cómo son exactamente malditos? Pues bien, su visión está maldita porque no disfrutarán de la visión de Dios en sí sino que tan solo verán sombras y castigos del infierno. Sus oídos están malditos porque ellos no oirán mis palabras sino tan sólo el clamor y los horrores del infierno. Su sentido del gusto está maldito, porque no degustarán los bienes y el gozo eternos sino la eterna amargura. Su sentido del tacto está maldito, porque no conseguirán tocarme sino tan sólo al fuego perpetuo. 

Su sentido del olfato está maldito, porque no olerán ese dulce aroma de mi Reino, que sobrepasa a todas las esencias, sino que sólo tendrán el hedor del infierno, que es más amargo que la bilis y peor que sulfuro. Sean malditos por la tierra y el cielo y por todas las bestias. Esas criaturas obedecen y glorifican a Dios, mientras que ellos le han rehuido. Por ello, Yo prometo por la verdad, Yo que soy la Verdad, que si ellos mueren así, con esa disposición, ni mi amor ni mi virtud les cubrirá. Por el contrario, serán condenados para siempre.


 Profecías y Revelaciones de Santa Brígida

Libro 1 - Capítulo 47