sábado, 22 de octubre de 2011

SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS SOBRE LA COMUNIÓN


Panis quem ego dabo, caro mea est pro mundi vita.
El pan que os voy a dar, es mi propia carne para la vida del mundo.
(S. Juan., VI, 52.)

Si no nos lo dijese el mismo Jesucristo, ¿Quién de nosotros podría llegar a comprender el amor que ha manifestado a las criaturas, dándoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para servir de alimento a las almas? ¡Caso admirable! Un alma tomar cómo alimento a su Salvador... ¡y esto no una sola vez, sino cuántas le plazca!... ¡Oh, abismo de amor y de bondad de Dios con sus criaturas!... Nos dice San Pablo que el Salvador, al revestirse de nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevo su humillación hasta anonadarse. Pero, al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las entrañas de su misericordia. ¡Ved de lo que es capaz el amor de Dios con sus criaturas!... Ningún sacramento puede ser comparado con la Sagrada Eucaristía. Es cierto que en el Bautismo recibimos la cualidad de hijos de Dios Y, de consiguiente, nos hacemos participantes de su eterno reino; en la Penitencia, se nos curan las llagas del alma y volvemos a la amistad de Dios; pero en el adorable sacramento de la Eucaristía, no solamente recibimos la aplicación de su Sangre preciosa, sino además al mismo autor de la gracia. Nos dice San Juan que Jesucristo «habiendo amado a los hombres hasta el fin»( S.Juan., XIII, 1), halló el medio de subir al cielo sin dejar la tierra; tomo el pan en sus santas y venerables manos, lo bendijo y lo transformó en su Cuerpo; tomo el vino y lo transformó en su Sangre preciosa, y, en la persona de sus apóstoles, transmitió a todos los sacerdotes la facultad de obrar el mismo milagro cuántas veces pronunciasen las mismas palabras, a fin de que, por este prodigio de amor, pudiese permanecer entre nosotros, servirnos de alimento, acompañarnos y consolarnos. «Aquel, nos dice, que come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente; pero aquel que no coma mi carne ni beba mi sangre, no tendrá la vida eterna» (S.Juan., VI, 54-55.). ¡Oué felicidad la de un cristiano, aspirar a un tan grande honor cómo es el alimentarse con el pan de los Ángeles!... Pero ¡ay!, ¡cuan pocos comprenden esto!... Si comprendiésemos la magnitud de la dicha que nos cabe al recibir a Jesucristo, ¿no nos esforzaríamos continuamente en merecerla? Para daros una idea de la grandeza de aquella dicha, voy a exponeros: 1.° Cuán grande sea la felicidad del que recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión, y 2.° Los frutos que de la misma hemos de sacar.

I.-Todos sabéis que la primera disposición para recibir dignamente este gran sacramento, es la de examinar la conciencia, después de haber implorado las luces del Espíritu Santo; y confesar después los pecados, con todas las circunstancias que puedan agravarlos o cambiar de especie, declarándolos tal cómo Dios los dará a conocer el día en que nos juzgue. Hemos de concebir, además, un gran dolor de haberlos cometido, y hemos de estar dispuestos a sacrificarlo todo, antes que volverlos a cometer. Finalmente, hemos de concebir un gran deseo de unirnos a Jesucristo. Ved la gran diligencia de los Magos en buscar a Jesús en el pesebre; mirad a la Santísima Virgen; mirad a Santa Magdalena buscando con afán al Salvador resucitado.

No quiero tomar sobre mi la empresa de mostraros toda la grandeza de este sacramento, ya que tal cosa no es dada a un hombre; tan sólo el mismo Dios puede contaros la excelsitud de tantas maravillas; pues lo que nos causara mayor admiración durante la eternidad, será ver cómo nosotros, siendo tan miserables hemos podido recibir a un Dios tan grande. Sin embargo, para daros una idea de ello, voy a mostraros cómo Jesucristo, durante su vida mortal, no pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo cual deduciremos cuan grandes y preciosos deben ser los dones de que participan los que tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, quo toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión; lo cual es muy fácil de comprender: ya que la Sagrada Comunión aprovecha no solamente a nuestra alma alimentándola, sino edemas a nuestro cuerpo, según ahora vamos a ver.

Leemos en el Evangelio que, por el mero hecho de entrar Jesús, aun recluido en las entrañas de la Virgen, en la casa de Santa Isabel, que estaba también encinta, ella y su hijo quedaron llenos del Espíritu Santo; San Juan quedo hasta purificado del pecado original, y la madre exclamó: «¿De dónde me viene una tal dicha cual es la que se digne visitarme la madre de mi Dios?» (Luc., I, 43.). Calculad ahora cuanto mayor será la dicha de aquel que recibe a Jesús en la Sagrada Comunión, no en su casa cómo Isabel, sino en lo más íntimo de su corazón; pudiendo permanecer en su compañía, no seis meses, cómo aquella, sino toda su vida. Cuando el anciano Simeón, que durante tantos años estaba suspirando por ver a Jesús, tuvo la dicha de recibirle en sus brazos, quedo tan emocionado y lleno de alegría, que, fuera de si, prorrumpió en transportes de amor. «¡Señor! exclamo, ¿qué puedo ahora desear en este mundo, cuando mis ojos han visto ya al Salvador del mundo?... Ahora puedo va morir en paz! (Luc., II, 29.) . Pero considerad aún la diferencia entre recibirlo en brazos y contemplarlo unos instantes, o tenerlo dentro del corazón...; ¡Dios mío!, ¡cuan poco conocemos la felicidad de que somos poseedores! ... Cuando Zaqueo, después de haber oído hablar de Jesús, ardiendo en deseos de verle, se vio impedido por la muchedumbre que de todas partes acudía, se encaramó en un árbol. Más, al verle el Señor, le dijo: «Zaqueo, baja al momento, puesto que hoy quiero hospedarme en tu casa» (Luc., XIX, 5.). Diose prisa en bajar del árbol, y corrió a ordenar cuántos preparativos le sugirió su hospitalidad para recibir dignamente al Salvador. Este, al entrar en su casa le dijo: «Hoy ha recibido esta casa la salvación». Viendo Zaqueo la gran bondad de Jesús al alojarse en su casa, dijo: «Señor, distribuiré la mitad de mis bienes a los pobres, y, a quienes haya yo quitado algo, les devolveré el duplo» (Luc., XIX,8). De manera que la sola visita de Jesucristo convirtió a un gran pecador en un gran santo, ya que Zaqueo tuvo la dicha de perseverar hasta la muerte. Leemos también en el Evangelio que, cuando Jesucristo entró en casa de San Pedro, este le rogó que curase a su suegra, la cual estaba poseída de una ardiente fiebre, Jesús mandó a la fiebre que cesase, y al momento quedó curada aquella mujer, hasta el punto que les sirvió ya la comida (Luc., IV, 38-39.). Mirad también a aquella mujer que padecía flujo de sangre; ella se decía: «Si me fuese posible, si tuviese solamente la dicha de tocar el borde de los vestidos de Jesús, quedaría curada»; y en efecto, al pasar Jesucristo, se arrojó a sus pies y sanó al instante (Math., IX, 20.). ¿Cual fue la causa porque el Salvador fue a resucitar a Lázaro, muerto cuatro días antes?...
Pues fue porque había sido recibido muchas veces en casa de aquel joven, con el cual le ligaba una amistad tan estrecha, que Jesús derramó lágrimas ante su sepulcro (Ioan., XI.). Unos le pedían la vida, otros la curación de su cuerpo enfermo, y nadie se marchaba sin ver conseguidos sus deseos. Ya podéis considerar cuan grande es su deseo de conceder lo que se le pide. ¿Que abundancia de gracias nos concedes, cuando Él en persona viene a nuestro corazón, para morar en el durante el resto de nuestra vida?. ! Cuánta felicidad la del que recibe la Sagrada Eucaristía con buenas disposiciones!... Quién podrá jamás comprender la dicha del cristiano que recibe a Jesús en su pecho, el cual desde entonces viene a convertirse en un pequeño cielo; él sólo es tan rico cómo toda la corte celestial.

Pero, me diréis, ¿por qué, pues, la mayor parte de los cristianos son tan insensibles e indiferentes a esa dicha hasta el punto de que la desprecian, y llegan a burlarse de los que ponen su felicidad en hacerse de ella participantes? -¡Ay!, Dios mío, ¿qué desgracia es comparable a la suya? Es que aquellos infelices jamás gustaron una gota de esa felicidad tan inefable. En efecto, ¡un hombre mortal, una criatura, alimentarse, saciarse de su Dios, convertirlo en su pan cotidiano!
¡Oh milagro de los milagros! ¡Amor de los amores! ... ¡Dicha de las dichas, ni aún conocida de los Ángeles!... ¡Dios mío! ¡Cuánta alegría la de un cristiano cuya fe le dice que, al levantarse de la Sagrada Mesa, llevase todo el cielo dentro de su corazón! ... ¡Dichosa morada la de tales cristianos!..., ¡Qué respeto deberán inspirarnos durante todo aquel día! ¡Tener en casa otro tabernáculo, en el cual habita el mismo Dios en cuerpo y alma! ...

Pero, me dirá tal vez alguno, si es una dicha tan grande el comulgar, ¿por que la Iglesia nos manda comulgar solamente una vez al año? -Este precepto no se ha establecido para los buenos cristianos, sino para los tibios o indiferentes, a fin de atender a la salvación de su pobre alma. En los comienzos de la Iglesia, el mayor castigo que podía imponerse a los fieles era el privarlos de la dicha de comulgar; siempre que asistían a la Santa Misa, recibían también la Sagrada Comunión. ¡Dios mío!, ¿cómo pueden existir cristianos que permanezcan tres, cuatro, cinco y seis meses sin procurar a su pobre alma este celestial alimento? ¡La dejan morir de inanición! ... ¡Dios mío cuánta ceguera y cuánta desdicha la suya¡... ¡Teniendo a mano tantos remedios para curarla, y disponiendo de un alimento tan a propósito para conservarle la salud!... Reconozcámoslo con pena, de nada se le priva a un cuerpo que, tarde o temprano, ha de morir y ser pasto de gusanos y, en cambio, menospreciamos y tratamos con la mayor crueldad a un alma inmortal, creada a imagen de Dios... Previendo la Iglesia el abandono de muchos cristianos, abandono que los llevaría hasta perder de vista la salvación de sus pobres almas, confiando en que el temor del pecado les abriría los ojos, les impuso un precepto en virtud del cual debían comulgar tres veces al año: por Navidad, por Pascua y por Pentecostés. Pero, viendo más tarde que los fieles se volvían cada día más indiferentes, acabó por obligarlos a cercarse a su Dios sólo una vez al año. ¡Oh, Dios mío!, ¡que ceguera, que desdicha la de un cristiano que ha de ser compelido por la ley a buscar su felicidad! Así es que, aunque no tengáis en vuestra conciencia otro pecado que el de no cumplir con el precepto pascual, os habréis de condenar. Pero decirme, ¿que provecho vais a sacar dejando que vuestra alma permanezca en un estado tan miserable?... Si hemos de dar crédito a vuestras palabras, estáis tranquilos y satisfechos; pero, decidme, ¿donde podéis hallarla esa tranquilidad y satisfacción? ¿Será porque vuestra alma espera sólo el momento en que la muerte va a herirla para ser después arrastrada al infierno? ¿Será porque el demonio es vuestro dueño y Señor? ¡Dios mío!, ¡cuánta ceguera, cuánta desdicha la de aquellos que han perdido la fe!

Además, ¿por que ha establecido la Iglesia el uso del pan bendito, el cual se distribuye durante la Santa Misa, después de dignificado por la bendición? Si no lo sabéis, ahora os lo diré. Es para consuelo de los pecadores, y al mismo tiempo para llenarlos de confusión. Digo que es para consuelo de los pecadores, porque recibiendo aquel pan, que está bendecido, se hacen en alguna manera participantes de la dicha que cabe a los que reciben a Jesucristo, uniéndose a ellos por una fe vivísima y un ardiente deseo de recibir a Jesús. Pero es también para llenarlos de confusión: en efecto, si no está extinguida su fe, ¿que confusión mayor que la de ver a un padre o a una madre, a un hermano o a una hermana, a un vecino o a una vecina, acercarse a la Sagrada Mesa, alimentarse con el Cuerpo adorable de Jesús, mientras ellos se privan a si mismos de aquella dicha? ¡Dios mío y es tanto más triste, cuanto el pecador no penetra el alcance de dicha privación! : Todos los Santos Padres están contestes en reconocer que, al recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión, recibimos todo genero de bendiciones para el tiempo y para la eternidad; en efecto, si pregunto a un niño: «¿Debemos tener ardientes deseos de comulgar?-Sí, Padre, me responderá. -Y ¿por qué?-Por los excelentes efectos que la comunión causa en nosotros. -Mas, ¿cuales son estos efectos?-Y el me dirá: la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús, debilita nuestra inclinación al mal, aumenta en nosotros la vida de la gracia, y es para los que la reciben un comienzo y una prenda de vida eterna.»

1.° Digo, en primer lugar, que la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús; unión tan estrecha es esta, que el mismo Jesucristo nos dice: «Quién come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí y yo en el; mi Carne es un verdadero alimento, y mi Sangre es verdaderamente una bebida» (Ioan., VI, 58-57) ; de manera que por la Sagrada Comunión la Sangre adorable de Jesús corre verdaderamente por nuestras venas, y su Carne se mezcla con nuestra carne; lo cual hace exclamar a San Pablo: «No soy yo quién obra y quién piensa; es Jesucristo que obra y piensa en mi. No soy yo Quién vive; es Jesucristo Quién vive en mí» (Gal., 11, 20.). Dice San León que, al tener la dicha de comulgar, encerramos verdaderamente dentro de nosotros mismos el Cuerpo adorable, la Sangre preciosa y la divinidad de Jesucristo. Y, decirme, ¿comprendéis toda la magnitud de una dicha tal? No, solo en el cielo nos será dado comprenderla. ¡Dios mío!, ¡una criatura enriquecida con tan precioso don!...

2.- Digo que, al recibir a Jesús en la Sagrada Comunión se nos aumenta la gracia. Ello es de fácil comprensión, ya que, al recibir a Jesús, recibimos la fuente de todas las bendiciones espirituales que en nuestra alma se derraman. En efecto, el que recibe a Jesús, siente reanimar su fe; quedamos más y más penetrados de las verdades de nuestra santa religión; sentimos en toda su grandeza la malicia del pecado y sus peligros el pensamiento del juicio final nos llena de mayor espanto, y la pérdida de Dios se nos hace más sensible. Recibiendo a Jesucristo, nuestro espíritu se fortalece; en nuestras luchas, somos más firmes, nuestros actos están inspirados por la más pura intención, y nuestro amor va inflamándose más y más. Al pensar que poseemos a Jesucristo dentro de nuestro corazón experimentamos inmenso placer, y esto nos ata, nos une tan estrechamente con la Divinidad, que nuestro corazón no puede pensar ni desear más que a Dios. La idea de la posesión perfecta de Dios llena de tal manera nuestra mente, que nuestra vida nos parece larga; envidiamos la suerte, no de aquellos que viven largo tiempo, sino de los que salen presto de este mundo para ir a reunirse con Dios para siempre. Todo cuanto es indicio de la destrucción de nuestro cuerpo nos regocija. Tal es el primer efecto que en nosotros causa la Sagrada Comunión, cuando tenemos nosotros la dicha de recibir dignamente a Jesucristo.

3.º Decimos también que la Sagrada Comunión debilita nuestra inclinación al mal, y ello se comprende fácilmente. La Sangre preciosa de Jesucristo corre por nuestras venas, y su Cuerpo adorable que se mezcla al nuestro, no pueden menos que destruir, o a lo menos debilitar en alto grado, la inclinación al mal; efecto del pecado de Adán. Es esto tan cierto que, después de recibir a Jesús Sacramentado, se experimenta un gusto insólito por las cosas del cielo al par que un gran desprecio de las cosas de la tierra. Decidme, ¿cómo podrá el orgullo tener entrada en un corazón que acaba de recibir a un Dios que, para bajar a él, se humilló hasta anonadarse?. Se atreverá en aquellos momentos a pensar que, de si mismo, es realmente alguna cosa?. Por el contrario, ¿habrá humillaciones y desprecios que le parezcan suficientes?. Un corazón que acaba de recibir a un Dios tan puro, a un Dios que es la misma santidad, ¿no concebirá el horror y la execración más firmes de todo pecado de impureza?. ¿No estará dispuesto a ser despedazado antes que consentir, no ya la menor acción, sino tan sólo el menor pensamiento inmundo?. Un corazón que en la Sagrada Mesa acaba de recibir a Aquel que es dueño de todo lo criado y que paso toda su vida en la mayor pobreza, que «no tenía ni donde reclinar su cabeza» santa y sagrada, si no era en un montón de paja; que murió desnudo en una Cruz; decidme: ¿ese corazón podrá aficionarse a las cosas del mundo, al ver cómo vivió Jesucristo?. Una lengua que hace poco ha sostenido a su Criador y a su Salvador, ¿se atreverá a emplearse en palabras inmundas y besos impuros?. No, indudablemente, jamás se atreverá a ello. Unos ojos que hace poco deseaban contemplar a su Criador, mas radiante que el mismo sol, ¿podrían, después de lograr aquella dicha, posar su mirada en objetos impuros?. Ello no parece posible. Un corazón que acaba de servir de trono a Jesucristo, ¿se atreverá a echarlo de sí, para poner en su lugar el pecado o al demonio mismo?. Un corazón que haya gozado una vez de los castos brazos de su Salvador, solamente en Él hallará su felicidad. Un cristiano que acaba de recibir a Jesucristo, que murió por sus enemigos, ¿podrá desear la venganza contra aquellos que le causaron algún daño?. Indudablemente que no; antes se complacerá en procurarles el mayor bien posible. Por esto decía San Bernardo a sus religiosos: «Hijos míos, si os sentís menos inclinados al mal, y más al bien, dad por ello gracias a Jesucristo, Quién os concede esta gracia en la Sagrada Comunión.»

4.º Hemos dicho que la Sagrada Comunión es para nosotros prenda de vida eterna, de manera que ello nos asegura el cielo; estas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión. ¡Si pudiésemos comprender cuanto le place a Jesús venir a nuestro corazón!... ¡Y una vez allí; nunca quisiera salir, no sabe separarse de nosotros, ni durante nuestra vida, ni después de nuestra muerte!-... Leemos en la vida de Santa Teresa que, después de muerta, se apareció a una religiosa acompañada de Jesucristo; admirada aquella religiosa viendo al Señor aparecérsele junto con la Santa, preguntó a Jesucristo por que se aparecía así. Y el Salvador contesto que Teresa había estado en vida tan unida a Él por la Sagrada Comunión, que ahora no sabía separarse de ella. Ningún acto enriquece tanto a nuestro cuerpo en orden al cielo, como la Sagrada Comunión.

¡Cuánta será la gloria de los que habrán comulgado dignamente y con frecuencia!... El Cuerpo adorable de Jesús y su Sangre preciosa, diseminados en todo nuestro cuerpo, se parecerán a un hermoso diamante envuelto en una fina gasa, el cual, aunque oculto, resalta más y más. Si dudáis de ello, escuchad a San Cirilo de Alejandría, Quién nos dice que aquel que recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión esta tan unido a Él, que ambos se asemejan a dos fragmentos de cera que se hacen fundir juntos hasta el punto de constituir uno sólo, quedando de tal manera mezclados y confundidos que ya no es posible separarlos ni distinguirlos. ¡Que felicidad la de un cristiano que alcance a comprender todo esto!... Santa Catalina de Siena, en sus transportes de amor exclamaba: «¡Dios mío! ¡Salvador mío! ¡que exceso de bondad con las criaturas al entregaros a ellas con tanto afán! ¡Y al entregaros, les dais también cuanto tenéis y cuanto sois! Dulce Salvador mío, decía ella, os conjuro a que rociéis mi alma con vuestra Sangre adorable y alimentéis mi pobre cuerpo con el vuestro tan precioso, a fin de que mi alma y mi cuerpo no sean más que para Vos, y no aspiren a otra cosa que agradaros y a poseeros». Dice Santa Magdalena de Pazzi que bastaría una sola Comunión, hecha con un corazón puro y un amor tierno, para elevarnos al más alto grado de perfección. La beata Victoria, a los que veía desfallecer en el camino del cielo, les decía : «Hijos míos, ¿por que os arrastráis así en las vías de salvación?. ¿Por que estáis tan faltos de valor para trabajar, para merecer la gran dicha de poderos sentar a la Sagrada Mesa y comer allí el Pan de los Ángeles que tanto fortalece a los débiles?. ¡Si supieseis cuanto endulza este pan las miserias de la vida!, ¡si tan sólo una vez hubieseis experimentado lo bueno y generoso que es Jesús para el que lo recibe en la Sagrada Comunión¡... Adelante, hijos míos, id a comer ese Pan de los fuertes, y volveréis llenos de alegría y de valor; entonces sólo desearéis los sufrimientos, los tormentos y la lucha para agradar a Jesucristo». Santa Catalina de Génova estaba tan hambrienta de este Pan celestial, que no podía verlo en las manos del sacerdote sin sentirse morir de amor: tan grande era su anhelo de poseerlo; y prorrumpía en estas exclamaciones: «Señor, ¡venid a mí! ¡Dios mío, venid a mi, que no puedo más! ¡Dios mío, dignaos venir dentro de mi corazón, pues no puedo vivir si Vos! ¡Vos sois toda mi alegría, toda mi felicidad, todo el aliento de mi alma!».

Si pudiésemos formarnos aunque fuese tan sólo una pequeña idea de la magnitud de una dicha tal, ya no desearíamos la vida más que para que nos fuese dado hacer de Jesucristo el pan nuestro de cada día. Nada serian para nosotros todas las cosas creadas, las despreciaríamos para unirnos sólo con Dios, y todos nuestros pasos, todos nuestros actos sólo se dirigirían a hacernos más dignos de recibirle.

II.-Sin embargo, si por la Sagrada Comunión tenemos la dicha de recibir todos esos dones, debemos poner de nuestra parte todo lo posible para hacernos dignos de ellos; lo cual vamos a ver ahora de una manera muy clara. Si pregunto a un niño cuales son las disposiciones necesarias para comulgar bien, esto es, para recibir dignamente el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo, a fin de que con el sacramento recibamos también las gracias que se conceden a los que se hallan en buenas disposiciones, me contestará: «Hay dos clases de disposiciones, unas que se refieren al alma y otras que se refieren al Cuerpo». Cómo Jesús viene al mismo tiempo a nuestro Cuerpo y a nuestra alma, hemos de procurar que uno y otra aparezcan dignos de un tal favor.

1.° Digo que la primera disposición es la que se refiere al cuerpo, o sea, estar en ayunas, no haber comido ni bebido nada, a partir de la medianoche. Si estáis en duda de si era o no medianoche cuando comisteis, tendréis que aplazar la Comunión para otro día (La opinión corriente entre los autores es, que únicamente la infracción cierta del ayuno natural obliga bajo pecado a abstenerse de la Sagrada Comunión (Nota del Trad.). A partir de la nueva disciplina, el agua natural no rompe el ayuno eucarístico.). Algunos se acercan a comulgar con esta duda; una tal conducta os expone a cometer un gran pecado, o a lo menos, a no sacar fruto alguno de vuestra Comunión, lo cual es siempre lamentable, sobre todo si fuese el ultimo día del tiempo pascual, de un jubileo o de una gran festividad; así pues debéis absteneros de ello, cualquiera que sea el pretexto. Hay mujeres que, antes de comulgar, no tienen reparo en probar la comida que han de dar a sus pequeñuelos, tomándola en la boca y soltándola en seguida, creyendo que así no quebrantan el ayuno. Desconfiad de este proceder, ya que es muy difícil practicar esto sin que deje de descender algo cuello abajo.

2.° Digo también que debemos presentarnos con vestidos decentes; no pretendo que sean trajes ni adornos ricos, más tampoco deben ser descuidados y estropeados: a menos que no tengáis otro vestido, habéis de presentaros limpios y aseados. Algunos no tienen con que cambiarse; otros no se cambian por negligencia. Los primeros en nada faltan, ya que no es suya la culpa, pero los otros obran mal, ya que ello es una falta de respeto a Jesús, que con tanto placer entra en su corazón. Habéis de venir bien peinados; con el rostro y las manos limpias; nunca debéis comparecer a la Sagrada Mesa sin calzar buenas o malas medias. Mas esto no quiere decir que apruebe la conducta de esas jóvenes que no hacen diferencia entre acudir a la Sagrada Mesa o, concurrir a un baile; no se cómo se atreven a presentarse con tan vanos y frívolos atavíos ante un Dios humillado y despreciado. ¡Dios mío, Dios mío, que contraste!...

La tercera disposición es la pureza del cuerpo. Llámase a este sacramento «Pan de los Ángeles», lo cual nos indica que, para recibirlo dignamente, hemos de acercarnos todo lo posible a la pureza de los Ángeles. San Juan Crisóstomo nos dice que aquellos que tienen la desgracia de dejar que su corazón sea presa de la impureza, deben abstenerse de comer el Pan de los Ángeles pues, de lo contrario, Dios los castigaría. En los primeros tiempos de la Iglesia, al que pecaba contra la santa virtud de la pureza se le condenaba a permanecer tres años sin comulgar; y si recaía, se le privaba de la Eucaristía durante siete años. Ello se comprende fácilmente, ya que este pecado mancha el alma y el cuerpo. El mismo San Juan Crisóstomo nos dice que la boca que recibe a Jesucristo y el cuerpo que lo guarda dentro de sí, deben ser más puros que los rayos del sol. Es necesario que todo nuestro porte exterior de, a los que nos ven, la sensación de que nos preparamos para algo grande.

Habréis de convenir conmigo en que, si para comulgar son tan necesarias las disposiciones del cuerpo, mucho más lo habrán de ser las del alma, a fin de hacernos merecedores de las gracias que Jesucristo nos trae al venir a nosotros en la Sagrada Comunión. Si en la Sagrada Mesa queremos recibir a Jesús en buenas disposiciones, es preciso que nuestra conciencia no nos remuerda en lo más mínimo, en lo que a pecados graves se refiere; hemos de estar seguros de que empleamos en examinar nuestros pecados el tiempo necesario para poderlos declarar con precisión; tampoco debe remordernos la conciencia respecto a la acusación que de aquellos hemos hecho en el tribunal de la Penitencia, y al mismo tiempo hemos de mantener un firme propósito de poner, con la gracia de Dios, todos los medios para no recaer; es preciso estar dispuesto a cumplir, en cuanto nos sea posible hacerlo, la penitencia que nos ha sido impuesta. Para penetrarnos mejor de la grandeza de la acción que vamos a realizar, hemos de mirar la Sagrada Mesa cómo el tribunal de Jesucristo, ante el cual vamos a ser juzgados.

Leemos en el Evangelio que, cuando Jesucristo instituyo el adorable sacramento de la Eucaristía, escogió para ello un recinto decente y suntuoso (Luc., XXII, 12.), para darnos a entender la diligencia con que debemos adornar nuestra alma con toda clase de virtudes, a fin de recibir dignamente a Jesucristo en la Sagrada Comunión. Y, aún más, antes de darles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, levantose Jesús de la mesa y lavó los pies a sus apóstoles (Ioan., XIII, 4), para indicarnos hasta qué punto debemos estar exentos de pecado, aún de la más leve culpa, sin afección ni tan sólo al pecado venial. Debemos renunciar plenamente a nosotros mismos, en todo lo que no sea contrario a nuestra conciencia; no resistirnos a hablar, ni a ver, ni a amar en lo íntimo de nuestro corazón a los que en algo hayan podido ofendernos... Mejor dicho, cuando vamos a recibir el Cuerpo de Jesucristo en la Sagrada Comunión es preciso que nos hallemos en disposición de morir y comparecer confiadamente ante el tribunal de Jesús. Nos dice San Agustín: «Si queréis comulgar de manera que vuestro acto sea agradable a Jesús, es necesario que os halléis desligados de cuando le pueda disgustar en lo más mínimo»,... San Pablo nos encomienda a todos que purifiquemos más y más nuestras almas antes de recibir el Pan de los Ángeles, que es el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo» (Cor., XI. 28.); ya que, si nuestra alma no estar del todo pura, nos atraeremos toda suerte de desgracias en este mundo y en el otro. Dice San Bernardo: «Para comulgar dignamente, hemos de hacer cómo la serpiente cuando quiere beber. Para que el agua le aproveche, arroja primero su veneno. Nosotros hemos de hacer lo mismo cuando queramos recibir a Jesucristo, arrojemos nuestra ponzoña, que es el pecado, el cual envenena nuestra alma y a Jesucristo; pero, nos dice aquel gran Santo, es preciso que lo arrojemos de veras. Hijos míos, exclama, no emponzoñéis a Jesucristo en vuestro corazón».

Si, los que se acercan a la Sagrada Mesa sin haber purificado del todo su corazón, se exponen a recibir el castigo de aquel servidor que se atrevió a sentarse a la mesa sin llevar el vestido de bodas. El dueño ordenó a sus criados que le prendiesen, le atasen de pies y manos y le arrojasen a las tinieblas exteriores (Mal., XXII, 13). Asimismo, en la hora de la muerte dirá Jesucristo a los desgraciados que le recibieron en su corazón sin haberse convertido: «¿Por que osasteis recibirme en vuestro corazón, teniéndolo manchado con tantos pecados?». Nunca debemos olvidar que para comulgar es preciso estar convertido y en una firme resolución de perseverar. Ya hemos visto que Jesucristo, cuando quiso dar a los apóstoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para indicarles la pureza con que debían recibirle, llegó hasta lavarles los pies. Con lo cual quiere mostrarnos que jamás estaremos bastante purificados de pecados veniales. Cierto que el pecado venial no es causa de que comulguemos indignamente; pero si lo es de que saquemos poco fruto de la Sagrada Comunión. La prueba de ello es evidente: mirad cuántas comuniones hemos hecho en nuestra vida; pues bien, ¿hemos mejorado en algo? -La verdadera causa está en que casi siempre conservarnos nuestras malas inclinaciones, de las cuales rara vez nos enmendamos. Sentimos horror a esos grandes pecados que causan la muerte del alma; pero damos poca importancia a esas leves impaciencias, a esas quejas que exhalamos cuando nos sobreviene alguna pena, a esas mentirillas de que salpicamos nuestra conversación: todo esto lo cometemos sin gran escrúpulo. Habréis de convenir conmigo en que, a pesar de tantas confesiones y comuniones, continuáis siendo los mismos y que vuestras confesiones, desde hace muchos años, no son más que una repetición de los mismos pecados, los cuales, aunque veniales, no dejan por esto de haceros perder una gran parte del mérito de la Comunión. Se os oye decir, y con razón, que no sois mejores ahora de lo que erais antes; más, ¿Quién os estorba la enmienda?... Si sois siempre los mismos, es ciertamente porque no queréis intentar ni un pequeño esfuerzo en corregiros; no queréis aceptar sufrimiento alguno, ni veis con gusto que nadie os contradiga; quisierais que todo el mundo os amase y tuviese en buena opinión, sin reparar que esto es muy difícil. Procuremos trabajar, para destruir todo cuanto pueda desagradar a Dios en lo más mínimo, y veremos cuan velozmente nuestras comuniones nos harán marchar por el camino del cielo; y cuanto más frecuentes y numerosas sean, más desligados nos veremos del pecado y más cercanos a nuestro Dios
.
Dice Santo Tomas que la pureza de Jesucristo es tan grande, que el menor pecado venial le impide unirse a nosotros con la intimidad que Él desearía. Para recibir plenamente a Jesús, es, pues, preciso poner en la mente y en el corazón una gran pureza de intención. Algunos, al comulgar, tienen los ojos fijos en el mundo, y piensan o bien que se los apreciara, o bien que se los despreciara: actos realizados de esta suerte poca cosa valen. Otros comulgan por costumbre o rutina en determinados dial o festividades. Estas son unas comuniones muy pobres, puesto que les falta pureza de intención.

Los motivos que han de llevarnos a la Sagrada Mesa, son: 1.° Porque Jesucristo nos lo ordena, bajo pena de no alcanzar la vida eterna ; 2.° La gran necesidad que de la Comunión tenemos para fortalecernos contra el demonio; 3°. Para desligarnos de esta vida y unirnos más y más a Dios. Decimos que para tener la gran dicha de recibir a Jesucristo, dicha tan grande que con ella llegamos a causar envidia a los Ángeles... (ellos pueden amarle y adorarle cómo nosotros, pero no pueden recibirle cual le recibimos nosotros, privilegio que en alguna manera nos coloca en un nivel superior a los Ángeles)... Considerando esto, huelga ponderar la pureza y el amor con que debemos presentarnos a recibir a Jesús. Hemos de comulgar con la intención de recibir las gracias de que estamos necesitados. Si nos falta la paciencia, la humildad, la pureza, en la Sagrada Comunión hallaremos todas estas virtudes y las demás que a un cristiano le son necesarias. 4.- Hemos de acercarnos a la Sagrada Mesa para unirnos a Jesús, a fin de transformarnos en Él, lo cual acontece a todos los que le reciben santamente. Si comulgamos frecuente y dignamente, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestros pasos y nuestras acciones, se encaminan al mismo objeto que los de Jesucristo cuando moraba aquí en la tierra. Amamos a Dios, nos conmovemos ante las miserias espirituales y hasta temporales del prójimo, evitamos el poner afición a las cosas de la tierra; nuestro corazón y nuestra mente no piensan ni suspiran más que por el cielo.

Para hacer una buena Comunión, es preciso tener una viva fe en lo que concierne a este gran misterio; siendo este Sacramento un «misterio de fe», hemos de creer con firmeza que Jesucristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía, y que está allí vivo y glorioso cómo en el cielo. Antiguamente, el Sacerdote, antes de dar la Sagrada Comunión, sosteniendo en sus dedos la Santa Hostia, decía en alta voz: « ¿Creéis que el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo están verdaderamente en este Sacramento? ». Y entonces respondían a coro los fieles: «Si, lo creemos» (S. Ambrosio, De Sacramentts, lib. IV, cap. 5.). ¡Qué dicha la de un cristiano, sentarse a la mesa de las vírgenes y comer el Pan de los fuertes!...Nada hay que nos haga tan temibles al demonio cómo la Sagrada Comunión, y aún más, ella nos conserva no sólo la pureza del alma sino también la del cuerpo. Ved lo que aconteció a Santa. Teresa: se había hecho tan agradable a Dios recibiendo tan digna y frecuentemente a Jesús en la Comunión, que un día se le apareció Jesucristo, y le dijo que le complacía tanto su conducta que, si no existiese el cielo, crearía uno exclusivamente para ella. Vemos en su vida que un día, fiesta de Pascua, después de la Sagrada Comunión, quedó tan enajenada en sus arrobamientos de amor a Dios que, al volver en si, encontrose la boca llena de sangre de Jesús, que parecía salir de sus venas; lo cual le comunicó tanta dulzura y delicia que creyó morir de amor. «Vi, dice ella, a mi Salvador, y me dijo: Hija mía, quiero que esta Sangre adorable que te causa un amor tan ardiente, se emplee en tu salvación; no temas que jamás haya de faltarte mi misericordia. Cuando derramé mi sangre preciosa, sólo experimenté dolores y amarguras; más tú, al recibirla, experimentarás tan sólo dulzura y amor ». En muchas ocasiones, cuando la Santa comulgaba bajaba del cielo una multitud de Ángeles, que hallaba sus delicias en unirse a ella para alabar al Salvador que Teresa guardaba encerrado en su corazón. Muchas veces viose a la Santa sostenida por los Ángeles, en una alta tribuna, junto a la Sagrada Mesa.

¡Oh!, si una sola vez hubiésemos experimentado la grandeza de esta felicidad, no tendríamos que vernos tan instados para venir a hacernos participes de la misma. Santa Gertrudis pregunto un día a Jesús que era preciso hacer para recibirle de la manera más digna posible. Jesucristo le contestó que era necesario un amor igual al de todos los santos juntos, y que el sólo deseo de tenerlo sería ya recompensado. ¿Queréis saber cómo debéis portaros cuando vais a recibir al Señor: Durante el tiempo de preparación, conversad con Jesús, el cual reina ya en vuestro corazón; pensad que va a bajar sobre el altar, y que de allí vendrá a vuestro corazón para visitar a vuestra alma y enriquecerla con toda clase de dones y prosperidades. Debéis acudir a la Santísima Virgen, a los Ángeles y a los santos, a fin de que todos rueguen a Dios, y os alcancen la gracia de recibirle lo más dignamente posible. Aquel día habéis de acudir con gran puntualidad a la Santa Misa y oírla con más devoción que nunca. Nuestra mente y nuestro corazón debieran mantenerse siempre al pie del tabernáculo, anhelar constantemente la llegada de tan feliz momento, y no ocupar los pensamientos en nada terreno, sino solamente en los del cielo, quedando tan abismados en la contemplación de Dios que parezcan muertos para el mundo. No habéis de dejar de poseer vuestro devocionario o vuestro rosario, y rezar con el mayor fervor posible las oraciones adecuadas, a fin de reanimar en vuestro corazón la fe, la esperanza y un vivo amor-a Jesús, Quién dentro de breves momentos va a convertir vuestro corazón en su tabernáculo o, si queréis, en un pequeño cielo. ¡Cuanta felicidad, cuánto honor, Dios mío, para unos miserables cual nosotros! También hemos de testimoniarle un gran respeto. ¡Un ser tan indigno y pequeño!... Pero al mismo tiempo abrigamos la confianza de que se apiadará, a pesar de todo, de nosotros. Después de haber rezado las oraciones indicadas, ofreced la comunión por vosotros y por los demás, según vuestras particulares intenciones; para acercaros a la Sagrada Mesa, os levantaréis con gran modestia, indicando así que vais a hacer algo grande; os arrodillaréis y, en presencia de Jesús Sacramentado, pondréis todo vuestro esfuerzo en avivar la fe, a fin de que por ella sintáis la grandeza y excelsitud de vuestra dicha. Vuestra mente y vuestro corazón deben estar sumidos en el Señor. Cuidad de no volver la cabeza a uno y otro lado, y, con los ojos medio cerrados y las manos juntas, rezaréis el “Yo pecador”. Si aun debieseis aguardaros algunos instantes, excitad en vuestro corazón un ferviente amor a Jesucristo, suplicándole con humildad que se digne venir a vuestro corazón miserable.

Después que hayáis tenido la inmensa dicha de comulgar, os levantaréis con modestia, volveréis a vuestro sitio, y os pondréis de rodillas, cuidando de no tomar enseguida el libro o rosario; ante todo, deberéis conversar unos momentos con Jesucristo, al que tenéis la dicha de albergar en vuestro corazón, donde, durante un cuarto de hora, está en cuerpo y alma como en su vida mortal. ¡Oh felicidad infinita! ¡quien podrá jamás comprenderla!... ¡Ay! ¡ cuán pocos penetran su alcance!... Después de haber pedido a Dios todas las gracias que para vosotros y para los demás deseáis, podéis tomar vuestro devocionario. Habiendo ya rezado las oraciones para después de la comunión, llamaréis en vuestra ayuda a la Santísima Virgen, a los ángeles y a los santos, para dar juntos gracias a Dios por el favor que acaba de dispensaros. Habéis de andar con mucho cuidado en no escupir, a lo menos hasta después de haber transcurrido cosa de media hora desde la Comunión. No saldréis de la Iglesia al momento de terminar la Santa Misa, sino que os aguardaréis algunos instantes para pedir al Señor fortaleza en cumplir vuestros propósitos. Al salir del templo, no os detengáis conversando con los amigos; sino que, pensando en la dicha que os cabe albergar a Jesús en vuestro pecho, os encaminaréis a vuestra casa. Si os queda durante el día algún rato libre, lo emplearéis en la lectura de algún libro devoto, o bien practicando la visita al Santísimo Sacramento, para agradecerle la gracia que os ha dispensado por la mañana, procurando, al mismo tiempo, ocuparos lo menos posible de los negocios del mundo. Debéis, finalmente, ejercer gran vigilancia sobre vuestros pensamientos, palabras y acciones, a fin de conservar la gracia de Dios todos los días de vuestra vida.

¿Qué deberemos sacar de aquí?...No otra cosa sino una firme convicción de que toda nuestra dicha consiste en llevar una vida digna de recibir con frecuencia a Jesús en nuestro pecho, ya que así podemos confiadamente esperar el cielo, que a todos deseo...

San Juan Bta. Mª Vianney (Cura de Ars)