sábado, 19 de abril de 2014

REFLEXIONES SOBRE LA PASIÓN DE JESUCRISTO VI - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO


CAPÍTULO VI 

REFLEXIONES SOBRE LA MUERTE DE JESUCRISTO 
Y LA NUESTRA 

I. Jesús triunfa de la muerte 

Escribe San Juan que nuestro Redentor, antes de expirar, inclinando la cabeza entregó el espíritu, queriendo con ello darnos a entender que aceptaba la muerte con plena sumisión, de mano del Padre, llegando su obediencia hasta el extremo, pues como dice San Pablo: Se abatió a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Estando Jesús en la cruz, clavado de pies y manos, no podía mover libremente otra parte del cuerpo que la cabeza. Dice San Atanasio que la muerte no se atrevía a acercarse a quitar la vida a su autor, por lo que necesitó que el Señor inclinara la cabeza para invitarla a que llegase a acabarlo. San Ambrosio nota que San Mateo escribe, hablando de la muerte de Jesús: Mas Jesús, habiendo clamado con gran voz, exhaló el espíritu; y dice exhaló para denotar que Jesús no murió por necesidad ni por la violencia de los verdugos, sino porque quiso morir voluntariamente para salvar al hombre de la muerte eterna a que se hallaba condenado. 

Esto predijo el profeta Oseas en aquellas palabras: ¿Los rescataré de las puertas del seol!? ¿Los redimiré de la muerte? ¿Dónde están tus epidemias, oh muerte? ¿Dónde tu peste, oh seol!? Este texto lo aplican los Santos Padres San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio, como asimismo San Pablo, según luego apuntaremos, literalmente a Jesucristo, que con su muerte nos libró de las garras de la muerte, es decir, del infierno, en que se padece muerte eterna; y con toda verdad, pues, según explican los intérpretes, en el texto hebreo, en vez de la palabra muerte se lee seol!, que significa infierno. ¿Cómo se explica, por lo tanto, que Jesucristo fuese muerte de la muerte? Porque nuestro Salvador, con su muerte, venció y destruyó la muerte que nos había ocasionado el pecado. Por eso escribe San Pablo: Sumióse la muerte en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado. Jesús, Cordero divino, con su muerte, destruyó el pecado, causa de nuestra muerte; y ésta fue la victoria de Jesús, que muriendo desterró el pecado del mundo, librándonos así de la muerte eterna, a que desde el principio estaba sujeto el género humano. Esto confirma el otro texto del Apóstol que dice: Para destruir por medio de la muerte al que tenía el señorío de la muerte, esto es, al diablo. Jesús destruyó al demonio, esto es, destruyó su poderío, que se adueñaba de la muerte a causa del pecado, esto es, que tenía potestad para dar la muerte temporal y eterna a todos los hijos de Adán inficionados por el pecado. Y ésta fue la victoria de la cruz, en que muriendo Jesús, autor de la vida, con su muerte nos alcanzó la vida, que es lo que canta la Iglesia: 

La enseña se enarbola del Rey fuerte; brilla el misterio de la cruz sagrada; en ella padeció vida la muerte, y vida con la muerte nos fue dada. 

Todo esto fue obra del amor divino, que, haciendo oficio de sacerdote, sacrificó al Eterno Padre la vida de su unigénito Hijo por la salvación de los hombres, que también canta la Iglesia: 

... Después que ofreció su cuerpo el amor en sacrificio. 

De aquí que exclame San Francisco de Sales: «Miremos a este divino Redentor extendido en la cruz, cual sobre un honroso altar en que murió de amor por nosotros... Y ¿por qué no nos arrojamos nosotros en sus brazos, al menos en espíritu, para morir sobre la cruz con El, que por nuestro amor quiso morir?» Sí, dulce Redentor mío, me abrazo con vuestra cruz y abrazado a ella quiero vivir y morir, besando siempre amorosamente vuestros pies, llagados y traspasados por mi amor. 

II. Jesús muere en la cruz 

Pero antes de pasar adelante detengámonos a contemplar a nuestro Redentor muerto en la cruz. Hablemos primero a su divino Padre: Eterno Padre, en la faz de tu Hijo pon los ojos. Mirad a vuestro Unigénito, quien, para cumplir vuestra voluntad y salvar al hombre perdido, vino al mundo, tomó carne humana y con ella todas nuestras miserias, excepto el pecado. Hízose hombre y quiso vivir durante toda su vida entre los hombres, pero el más pobre de todos y el más despreciado y atribulado. Mirad cómo vino a terminar vida tan penosa: después que los hombres le rasgaron las carnes con azotes, y le clavaron las espinas en la cabeza, y le atravesaron con clavos manos y pies, muere en el madero de la cruz agobiado de dolores, despreciado cual el más vil de los hombres, burlado como falso profeta, blasfemado como falso impostor por el crimen de afirmar que era vuestro Hijo, maltratado, en fin, de tantas maneras y condenado a morir ajusticiado como el más criminal de los malhechores. Vos mismo le tornasteis la muerte tan amarga y desolada al privarle de todo consuelo. ¿Qué falta, decidme, cometió este vuestro amado Hijo para merecer tan horrendo castigo? Vos, que conocéis su inocencia y santidad, ¿por qué lo tratasteis así? Mas ya sé que me respondéis diciendo: Por el crimen de mi pueblo fue herido de muerte. Bien sé que no merecía ni podía merecer castigo alguno, siendo, como era, la misma inocencia y santidad; el castigo lo merecíais vosotros por vuestras culpas, merecedoras de la muerte eterna, y yo, para no veros a vosotras, mis amadas criaturas, perdidas para toda la eternidad y para libraros de tamaña ruina, abandoné a este Hijo mío a vida tan atribulada y a muerte tan acerba. Pensad, ¡oh hombres!, hasta qué extremo os amé. Porque así amó Dios al mundo —nos asegura San Juan—, que entregó su Hijo unigénito. 

Permitidme, pues, que ahora me dirija a vos, Jesús, Redentor mío. Os miro en esa cruz pálido y abandonado de todos, sin hablar ni respirar, porque ya carecéis de vida y de la sangre que derramasteis, según predijisteis: Esta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos. Carecéis de vida porque la disteis para dar vida a mi alma, muerta por sus pecados. Y ¿por qué perdisteis la vida y derramasteis la sangre por nosotros, miserables pecadores? Lo explica San Pablo, diciendo: Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros. 

III. Frutos de la muerte del Redentor 

Mira cómo este divino Redentor, sacerdote a la vez y víctima, sacrificando la vida por la salvación de los hombres, a quienes amaba, consumó el sacrificio de la cruz y acabó la obra de la redención del género humano. Jesucristo, con su muerte, despojó la nuestra de su natural espanto; hasta entonces era un suplicio reservado a los rebeldes, mas por la gracia y méritos de nuestro Salvador se trocó en holocausto tan grato a Dios, que, uniéndole al de Jesucristo, nos hace dignos de gozar de la misma gloria que Dios tiene y de oír un día, como esperamos, estas palabras: Entra en el gozo de tu Señor. 

Merced a la muerte de Jesucristo, ha dejado de ser nuestra muerte tan terrible y espantosa, porque el peligro de eterna ruina se ha trocado en seguridad de eterna felicidad y en paso franco de las miserias de esta vida a las inmensas delicias del paraíso. De ahí que los santos miraran a la muerte no ya con temor, sino con alegría y hasta con deseo. Dice San Agustín que los amadores del Crucifijo viven en paz y mueren con alegría. Y la experiencia es testigo de que las personas virtuosas, que mientras vivieron fueron probadas con tentaciones, persecuciones, escrúpulos y otros mil géneros de tribulaciones, en la hora de la muerte recibieron grandes consuelos del Crucifijo, soportando con gran paz todos los temores y angustias de la muerte. Si ha habido santos, como en sus vidas se lee, que murieron entre grandes temores, el Señor lo permitió para mayor mérito de ellos, porque cuanto más duro ofrecieron su sacrificio, tanto más grato fue a los ojos de Dios y más provechoso para la vida eterna. 

¡Cuánto más dura era la muerte para los antiguos fieles antes de la muerte de Cristo! Aun no había venido a la tierra el Salvador, se suspiraba por su venida al mundo, la esperaban apoyados en las profecías, pero ignoraban cuándo había de ser; el demonio tenía gran dominio sobre la tierra, y el cielo estaba cerrado para los hombres. Mas, después de la muerte del Redentor, el infierno quedó vencido, la divina gracia se dispensó a las almas, Dios se reconcilió con los hombres y se abrió la patria del paraíso a cuantos mueran en la inocencia o hayan expiado con la penitencia sus culpas. Si algunas almas, a pesar de morir en gracia, no entran luego en el cielo, es debido a los defectos no purgados aún en el purgatorio; la muerte no hace más que romper los lazos para que puedan ir a unirse perfectamente con Dios, de quien se hallan alejadas en esta tierra de destierro. 

Procuremos, pues, almas piadosas, mientras vivimos en el destierro, mirar a la muerte no como una desgracia, sino como fin de nuestro peregrinar, tan lleno de angustias y de peligros, y como principio de eterna felicidad, que esperamos alcanzar un día por los méritos de Jesucristo. Y, con este pensamiento del cielo, desprendámonos de las cosas de la tierra que pueden hacernos perder el cielo y lanzarnos a los tormentos eternos. Pongámonos en manos de Dios, protestando querer morir cuando a El pluguiere y aceptando la muerte en el modo y tiempo que El designare. Pidámosle siempre que, por los méritos de Jesucristo, nos haga salir de esta tierra en estado de gracia. 

Jesús mío y Salvador mío, que para obtenerme una buena muerte os abrazasteis con muerte tan penosa y desolada, me arrojo por entero en brazos de vuestra misericordia. Años ha que debía estar sepultado en el infierno por las ofensas que os hice, separado siempre de vos; y, en vez de castigarme como lo merecía, me llamasteis a penitencia y espero que me habréis ya perdonado; si aun no lo habéis hecho por culpa mía, perdonadme ahora que, arrepentido, a vuestro pies pido clemencia; quisiera, Jesús mío, morir de dolor, pensando en las injurias que os he hecho. ¡Oh sangre inocente!, lava las manchas de un corazón penitente. Perdonadme y dadme la gracia de amaros con todas mis fuerzas hasta la muerte, y, cuando llegue el término de mi carrera, haced que expire inflamado en vuestro amor, para continuar amándoos por toda la eternidad. Desde ahora uno mi muerte a la vuestra, por la santidad de cuyos méritos espero salvarme. En ti, Señor, esperé; no seré confundido eternamente. 

¡Oh excelsa Madre de Dios!, vos, después de Jesús, sois mi esperanza. «En ti, Señora, esperé; no seré confundido eternamente».

San Alfonso María de Ligorio