Queridos hermanos:
La Liturgia celebra hoy la festividad del Inmaculado Corazón de María, fiesta relativamente reciente que nos muestra una vez más cómo la Iglesia en estos últimos tiempos ha hecho todo lo posible para comunicar su riqueza y su espíritu a los hombres de hoy. Si hay una fiesta en la que aparecen esas verdades tan necesarias para nosotros, esas verdades que, al meditarlas, nuestras almas se sienten movidas a vivirlas, esa fiesta es la del Inmaculado Corazón de María. Esta fiesta está en íntima unión con las Apariciones de Nuestra Señora de Fátima, y el Papa Pío XII quiso que la Octava de la Asunción fuese la festividad del Inmaculado Corazón. Sin duda alguna que mucho antes, sobre todo desde el siglo XVII, ya existía la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María, y es San Juan Eudes quien pone bajo la custodia de los Sagrados Corazones a la Congregación por él fundada. Pero si el Sumo Pontífice Pío XII ha querido honrar de una forma tan especial al Inmaculado Corazón de Nuestra Señora es porque nuestro mundo tiene necesidad de ello. Y de hecho cuán necesaria es la devoción al Corazón Inmaculado en estos tiempos tan difíciles que corren, pues ahora ya no tenemos, como los cristianos de antaño, esa manifestación evidente de la caridad de Nuestro Señor Jesucristo que rebosaba en los pasados siglos de Cristiandad. En esos tiempos se encontraban por todas partes centros religiosos, monasterios, conventos, hospitales, ¡qué sé yo lo que había!, y todo esto llenaba nuestros pueblos, aldeas, ciudades, de tal manera que las gentes que vivían entonces tenían la impresión de estar sumergidas en el amor de Nuestro Señor Jesucristo, ya que este amor se manifestaba, si se puede hablar así, en cualquier rincón o plaza mediante los "cruceiros", las representaciones de Nuestra Señora o todas esas hospederías en las que se acogía a los pobres, a los peregrinos y en general a todos los necesitados. Mas ahora en este difícil y adverso siglo veinte, ya no se ve esta caridad de Nuestro Señor Jesucristo en nuestros pueblos y ciudades. No hay que negar que hay todavía almas que se consagran a Nuestro Señor, pero ¿cuántas en relación con toda la población? Mucho habría que trabajar en esas Naciones que no conocen todavía a Nuestro Señor Jesucristo, territorios inmensos como China o África que están todavía muy lejos de este amor de Nuestro Señor. Por todo esto tenemos necesidad de la Santísima Virgen en nuestros días. Tenemos necesidad del Corazón de la Santísima Virgen para ayudarnos a mantener nuestra Fe, para sentir el fuego, por hablar así, del amor de Nuestro Señor Jesucristo hacia nosotros. No estando tan presente en nuestra vida, o al menos habiéndose borrado mucho su presencia, necesitamos sentir cerca de nosotros a la Virgen María. Y a mí me parece que ésta fue la razón por la que la Virgen María pidió en Fátima que rezásemos a su Inmaculado Corazón. Tenemos necesidad de este amor sobrenatural del que está tan lleno el Corazón de la Santísima Virgen.
Y en cuanto a nosotros, también tenemos necesidad del Corazón Inmaculado: Inmaculado, es decir sin mancha y sin pecado. Ahora bien, Dios sabe en qué medida no hay ya esas vidas consagradas totalmente a Nuestro Señor Jesucristo, cumpliendo la Ley de Nuestro Señor Jesucristo, la Ley de amor, pues la Ley de Dios se resume en amar a Dios y al prójimo.
Los testigos de hoy, testigos de este amor, son ustedes, en medio de una sociedad que mata a los niños y la gente se suicida. ¿Saben ustedes que aquí, en Suiza, hay más muertes por suicidios que por accidentes de carretera? No hace mucho un periódico daba la noticia: En 1975 hubo 1800 suicidios mientras que las muertes por carretera fueron 1600; ¡1800 suicidios y la mayoría jóvenes! ¿Qué significa todo esto? Simplemente que estas pobres almas no sentían ya el amor de Nuestro Señor junto a ellas, estaban asqueadas de esta vida que las rodeaba. Y si se publicase lo que ocurre en otros países, nos aterrorizaríamos. Piensen solamente en los divorcios, esos hijos abandonados que no saben a quién dirigirse, a su madre o a su padre. Es una sociedad dura, lastimosa, que no sabe ya lo que es caridad. Por otra parte es lo que yo ya había experimentado cuando me encontraba en África, en donde estuve destinado durante treinta años. Lo que más me impresionaba era el sentimiento de odio. Estas gentes mantenían el odio de pueblo en pueblo, de familia en familia. Y este odio daba lugar a envenenamientos, homicidios. No reinaba el amor de Nuestro Señor Jesucristo. No nos damos cuenta de la dicha que supone amar a Nuestro Señor Jesucristo y tener a la Santísima Virgen María por Madre. Todo nuestro amor sobrenatural se fundamenta aquí y Ellos son nuestros modelos. Si la Santísima Virgen tenía un corazón lleno de amor era para amar a Nuestro Señor Jesucristo y a todos los que se sentían unidos a El, para llevar las almas a su Hijo Jesús. Vivía de este amor. Y porque lo amaba no pudo nunca ofenderlo, no podía. Su Concepción fue Inmaculada. Fue concebida Inmaculada y así permaneció toda su vida. La Virgen es nuestro modelo, modelo de pureza de corazón, modelo de obediencia a la Ley de Nuestro Señor. Porque amó a Nuestro Señor quiso sufrir con El, compartir su sufrimiento. El signo del amor es compartir el dolor. La Virgen vio sufrir a su Hijo y quiso sufrir con El. Cuando el Corazón de Jesús fue traspasado por la lanza, el suyo también lo fue. Estos dos Corazones traspasados han latido juntamente por la Gloria de Dios Padre y el triunfo de su Divina Majestad. Aquí se centran sus más vivos deseos y por eso también nosotros debemos estar preparados a sufrir por el Reino de Nuestro Señor. Nuestro Señor Jesucristo no reina en la sociedad, no reina en las familias, no reina en nosotros mismos. Pero tenemos necesidad de este Reinado. Es la razón profunda de la existencia de nuestras almas, de nuestros cuerpos, de la Humanidad entera, de esta tierra y de toda la Creación de Dios: que reine Jesucristo, que comunique su Vida a las almas, su salvación, su caridad, su gloria. Mas desde hace quince años ha tenido lugar una verdadera revolución en la Santa Iglesia, una revolución que amenaza la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo, que quiere destruir el Reinado de Nuestro Señor. No hay duda alguna, basta con abrir los ojos para verlo. Se desobedecen los Mandamientos de Nuestro Señor y desgraciadamente los que deberían inculcarnos esta obediencia nos incitan a lo contrario. Cuando se proclama la aconfesionalidad del Estado se destruye el Reino de Nuestro Señor. Cuando se socavan la santidad y normas establecidas del matrimonio se destruye el amor de Nuestro Señor Jesucristo en los hogares. Cuando se calla o no se habla como es debido contra el aborto, Nuestro Señor Jesucristo no puede reinar. Cuando no se tributa culto a la Realeza de Nuestro Señor, se derrumba también el Reino de Nuestro Señor en las almas.
Por eso, queridos hermanos, el Santo Sacrificio de la Misa es la proclamación del Reino de Nuestro Señor Jesucristo. "Regnavit a ligno Deus". Dios reina en el Madero de la Cruz. Venció a Satanás y al pecado en la Santa Cruz. Cuando se renueva sobre el altar el Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en el Calvario, afirmamos la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo, afirmamos su Divinidad. Si se destruye el Santo Sacrificio de la Misa, se destruye la Realeza de Nuestro Señor y su Divinidad. Por esta razón la adoración del Santísimo Sacramento ha desaparecido tanto en nuestros días, multiplicándose hasta el infinito los sacrilegios. Hay que decir que desde el Concilio, nadie podrá negarlo, se ha arrinconado el Santísimo Sacramento llevándolo fuera de nuestros altares, ya no se le adora ni se hace genuflexión ante su Presencia Real. Y sin embargo aquí está el Reino de Nuestro Señor Jesucristo: reconocer que es Dios, que es Nuestro Rey, manifestando nuestro amor por El y reconociendo la existencia de su Divinidad. Basta con el ejemplo que voy a dar a continuación para probar el rechazo de este Reinado de Sagrado Corazón. Durante el Congreso Eucarístico de Filadelfia, en Estados Unidos, no hubo procesión con el Santísimo, como tampoco la hubo en el Congreso Eucarístico de Melbourne, al que asistí. Sencillamente porque se ha querido hacer de estos Congresos un congreso ecuménico. Congreso ecuménico con protestantes, con judíos, con gente que no creen en la Divinidad de Jesús, que no quieren honrar a Nuestro Señor, que rechazan su Reino. ¿Cómo podemos rezar con gente que está contra nuestra Fe, que no la admiten? La condición que ponían era que no hubiese procesión del Santísimo, lo que equivale a no querer honrar a Aquel que es Nuestro Rey, Nuestro Padre, Nuestro Creador, Nuestro Redentor. El que ha derramado toda su Sangre por nosotros. Más se claudicó para que los protestantes y los judíos pudiesen participar en el Congreso, y no hubo procesión con el Santísimo Sacramento. Incluso se llegó a hacer una concelebración con pastores protestantes, y fue un pastor protestante el que presidió esta concelebración.
No se honra a Nuestro Señor, ya no es Nuestro Rey; haciendo cosas así le insultamos. Por eso si un día los ejércitos comunistas invaden nuestros países, pues bien, nos lo hemos ganado, por tantos sacrilegios que hemos admitido, que hemos dejado hacer por no haber adorado y honrado debidamente a Nuestro Señor Jesucristo. No admitimos ya a Nuestro Señor Jesucristo como Rey, muy bien, tendremos como Rey al demonio. El demonio vendrá y entonces todos esos podrán hablar de libertad, los que han querido esta libertad que no es otra cosa que desentenderse de los Mandamientos de Dios y de la Iglesia. Han querido desentenderse de Nuestro Señor Jesucristo y por eso será el príncipe infernal el que vendrá a enseñarnos lo que es la libertad...
Así que nosotros, que tenemos la gracia de conocer todo esto, la gracia de creer en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, en su realeza, tenemos el deber de manifestarlo, de proclamarlo en nuestras familias, dondequiera que estemos, acudir allí donde hay grupos de cristianos que siguen creyendo en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y en su realeza, cristianos que conservan en su corazón este amor que la Santísima Virgen tuvo siempre hacia su Hijo Jesús. Todos los que poseen este amor deben permanecer unidos y perseverar firmes, sin dudas ni titubeos, pues ellos son la Iglesia y no los que se esfuerzan por destruir el Reino de Nuestro Señor. Ha llegado la hora de hablar claro, tal como lo hizo y dijo el Cardenal Suenens, no lo dije yo sino fue él quien lo afirmó: el Concilio ha sido para la Iglesia lo que fue y significó la Revolución Francesa de 1789.
Yo lo creo firmemente: el Vaticano II ha sido la Revolución Francesa de 1789 en la Iglesia. El Cardenal Suenens se alegraba al decirlo pero nosotros nos condolemos en extremo, porque la Revolución de 1789 en la Iglesia significa el reinado de la "diosa-razón" adorada por los partidarios de la Revolución en el siglo XVIII, los cuales llevaron al patíbulo a todos los religiosos y religiosas, destruyeron nuestras catedrales y profanaron nuestros templos. Mas esta revolución que presenciamos hoy, ¿no es acaso peor que la del siglo XVIII en Francia?
Si hacemos balance de lo que ha ocurrido después del Concilio en nuestras iglesias, hogares, colegios, universidades, Seminarios o Congregaciones religiosas, el resultado es peor que el de 1789. En 1789 al menos los religiosos y religiosas subían al patíbulo y daban su sangre por Jesucristo, como nosotros también me parece que estamos prestos a dar la sangre por Nuestro Señor Jesucristo.
Mas hoy es una vergüenza ver a tanto sacerdote que deja de lado su ministerio. Todos los meses hay solicitudes de sacerdotes que piden ser secularizados y poder casarse. Y bastan tres semanas para que el permiso sea dado y puedan casarse. ¿No es esto peor que la Revolución de 1789? ¿No sería mucho mejor que estos sacerdotes subiesen al cadalso, afirmando su Fe en Nuestro Señor Jesucristo, en lugar de renegar de ella? Lo que ha ocurrido tras la clausura del Concilio ha sido peor que lo que ocurrió durante la Revolución? Vale más tener enemigos directos que declaren la guerra a la Iglesia y a Nuestro Señor que no partidarios -aparentes- de nuestra Fe que deberían honrar a Nuestro Señor y adorarlo, manifestando su adhesión a El, pero que en vez de esto lo que hacen es conducirnos por el camino de los sacrilegios y del abandono a Nuestro Señor, ultrajando su Nombre, lo cual no podemos aceptarlo. Por esto afirmamos que nosotros sí pertenecemos a la Iglesia Católica. No somos nosotros los que incurrimos en cisma. Lo único que queremos es el Reino de Nuestro Señor. Nuestros Pastores deberían proclamar por todas partes: "Proclamamos que Nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre, al que tenemos por único Rey", y en ese momento les seguiremos. Pero que nadie se atreva a quitar la Cruz de nuestros altares, la Cruz de nuestros templos. En esto seremos firmes y mantendremos siempre esta decisión.
Por todo esto me llaman desobediente y cismático. Pero no soy en absoluto desobediente ni cismático; yo obedezco a la Iglesia y a Nuestro Señor Jesucristo. Me dicen que desobedezco al Papa, y sí, será cierto si el Papa se llega a identificar con la Revolución que se ha incoado en el Concilio y ha continuado tras él. Esta Revolución conciliar es idéntica a la de 1789 y yo no quiero obedecer a esta Revolución operada en la Iglesia, yo no quiero obedecer ni inclinarme ante la "diosa-razón". Es lo que ellos quisieran, que cerrásemos nuestro Seminario para ir a adorar a la "diosa-razón" y en consecuencia al hombre.
¡Esto nunca! Jamás aceptaremos esto. Queremos obedecer y estar bajo el yugo de Nuestro Señor Jesucristo que es Dios. Obedeceremos a la Jerarquía en la medida que sus miembros estén sometidos a la Fe. No tienen ningún derecho de hacer almoneda de nuestra Fe. La Fe no es patrimonio suyo, no es el patrimonio del Papa, pertenece a la Iglesia, nos viene de Dios Padre, de Nuestro Señor Jesucristo, y el Papa y los Obispos lo único que tienen que hacer es transmitírnosla. Si así lo hacen nos pondremos de rodillas y obedeceremos inmediatamente. Si lo que hacen es destruirla no les obedeceremos. No queremos ni podemos destruir nuestra Fe, la llevamos metida en nuestro corazón y la llevaremos hasta nuestra muerte. Es lo único que tenemos que decir y proclamar. No, no somos desobedientes, obedecemos a Nuestro Señor Jesucristo. Es lo que siempre pidió la Iglesia a sus hijos.
Nos dicen que juzgamos al Papa y a los Obispos, y sin embargo no somos nosotros los que les juzgamos, sino la Fe, la Tradición y nuestro Catecismo de siempre. Un niño de cinco años puede muy bien responder a su Obispo, si éste le dice que lo que se enseña en la Iglesia sobre la Santísima Trinidad no es verdad, que el Catecismo dice que sí, que hay Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero y que por lo tanto es su Catecismo el que dice la verdad y no él, aunque sea Obispo. Este niño tiene razón, porque la Tradición y la Fe están con él, Y nosotros hacemos esto y no otra cosa, por eso decimos que la Tradición les condena, condena lo que se está haciendo actualmente. Nosotros tenemos en nuestro haber dos mil años de Iglesia y no doce años de renovación conciliar, doce años de una "iglesia conciliar" según la expresión de Monseñor Benelli cuando nos ha pedido que nos sometamos a la "iglesia conciliar". No conozco la "iglesia conciliar", solamente conozco a la Iglesia Católica. Tenemos que ser firmes en nuestras convicciones. A causa de la Fe tenemos que aceptar todos los ultrajes, desprecios, excomuniones, castigos y persecuciones. Tal vez incluso de parte de las autoridades civiles. ¿Y por qué? Porque los que atacan y destruyen la Iglesia actualmente hacen la obra de la Masonería. Y la Masonería manda en todo el mundo. Por lo tanto si se dan cuenta que somos un grupo que ponemos en peligro sus proyectos, entonces los gobiernos de las Naciones también nos perseguirán. Tendremos que vivir en las catacumbas, escondidos, pero nuestra Fe no desfallecerá. No claudicaremos. Nos perseguirán, pero a muchos otros también los persiguieron a causa de la Fe. No somos los primeros. Pero tendremos la alegría de rendir el honor y la gloria a Nuestro Señor, permaneciendo fieles, sin abandonos ni traiciones.
Esto es lo que debemos hacer. Permanezcamos firmes. Pidamos a Nuestra Señora que al igual que Ella solamente guardemos un amor en nuestro corazón, un solo nombre: Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Él es el Salvador, Sacerdote Eterno y Rey que está en el Cielo. Nuestro Señor es el único Rey y está sentado a la derecha del Padre. Él es la única dicha de los elegidos, de los Ángeles, de su Santa Madre y de San José. Y nosotros también queremos ser partícipes de esta felicidad y de esta gloria, de este amor de Nuestro Señor. Nosotros le conocemos y creemos en El y no queremos saber nada fuera de El.
Sermón de Mons. Lefebvre el 22 de agosto de 1976.