CAPÍTULO 30
Del tercer grado de humildad.
El tercer grado de humildad es cuando uno, teniendo grandes
virtudes y dones de Dios y estando en grande honra y estimación, no se
ensoberbece en nada, ni se atribuye a sí cosa alguna, sino todo lo refiere y
atribuye a su misma fuente, que es Dios, del cual procede todo bien y todo
don perfecto. Este tercer grado de humildad, dice San Buenaventura, es de
grandes y perfectos varones, que cuanto mayores son, tanto más se
humillan en todo. Que uno siendo malo e imperfecto, se conozca y estime
por tal, no es mucho; bueno es, y de loar es; pero no es de maravillar,
como no lo es que el hijo del labrador no quiera ser tenido por hijo del rey,
y que el pobre se tenga por pobre y el enfermo por enfermo, y que quieran
ser tenidos por tales de los demás. Pero que el rico se haga pobre, y el
grande se apoque y conforme con los bajos, haciéndose pequeño, esto es
de maravillar. Pues así dice el Santo, no es de maravillar que siendo uno
malo e imperfecto, se tenga por malo e imperfecto; antes lo es, que siendo
tal, se tenga por bueno y por perfecto, como si estando lleno de lepra se
tuviese por sano. Pero que el que es muy aventajado en virtud, y tiene
muchos dones es de Dios, y es verdaderamente grande ante su divino
acatamiento, se tenga por pequeño, ésa es humildad grande y de maravillar.
Dice San Bernardo: «Grande y rara virtud es que obre uno grandes
cosas y que él no se tenga por grande, sino por pequeño; que todos le
tengan por santo y por varón admirable, y que él sólo se tenga en poco. En
más tengo esto, dice, que todas las demás virtudes. Esta humildad se halló
perfectísimamente en la sacratísima Reina de los Ángeles, que sabiendo
que era elegida por Madre de Dios, con profundísima humildad se
reconoció por sierva y esclava suya» (Lc 1, 38). Dice San Bernardo:
«Eligiéndola para tan alta dignidad y tan grande honra, como era ser
Madre de Dios, se llama esclava; y siendo predicada por la boca de Santa
Isabel por bienaventurada entre todas las mujeres, no se atribuyó a sí gloria
alguna de las grandezas que en Ella había, sino todas se las atribuyó a Dios.
engrandeciéndole y ensalzándole por ellas, quedándose Ella entera y firme
en su profundísima humildad: [Magnifica y engrandece mi ánima al
Señor, mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador, porque puso sus ojos en
la bajeza de su sierva] (Lc., 1, 46). Ésta es humildad del Cielo. Los
bienaventurados tienen allá esa humildad. Y eso dice San Gregorio, que es lo que vio San Juan en el Apocalipsis (4, 4), de aquellos veinticuatro
ancianos que postrados delante del trono de Dios le adoraban, quitando las
coronas de sus cabezas y arrojándolas a los pies del trono. Dice que arrojar
sus coronas a los pies del trono de Dios es no atribuirse así sus victorias,
sino atribuirlo todo a Dios, que les dio las fuerzas y virtud para vencer, y
darle a Él la gloria y honra de todo: [Digno eres, Señor Dios nuestro, de
recibir la gloria y honra y la potestad de la virtud, porque Tú creaste
todas las cosas, y por tu voluntad son y perseveran, como por ella fueron
creadas]. Razón es, Señor, que te demos la honra y gloria de todo, y que
quitemos las coronas de nuestras cabezas y las arrojemos a tus pies: porque
todo es tuyo. y por tu voluntad ha sido hecho; y si algo bueno tenemos, es
porque Tú lo quisiste.
Pues éste es el tercer grado de humildad: no alzar uno con los dones
y gracias que ha recibido de Dios, ni atribuírselo a sí, sino atribuirlo y referir
todo a Dios, como autor y dador de todo lo bueno.
Pero podrá decir alguno: Si en eso consiste la humildad, todos somos
humildes; porque ¿quién hay que no conozca que todo bien nos viene de
Dios, y que de nosotros no tenemos sino pecados y miserias? ¿Quién hay
que no diga: Si Dios me dejase de su mano, sería el más mal hombre del
mundo? [La perdición tuya es, oh Israel; de Mi solamente procede tu
ayuda]. «De nuestra parte no tenemos sino perdición y pecados», dice el
Profeta Oseas (13, 9). Todo el favor y todo lo bueno nos ha de venir de
acarreo y de le liberalidad de Dios. Eso es fe católica, y así todos parece
que tenemos esa humildad, porque todos creemos muy bien esa verdad de
que está llena la Sagrada Escritura. El Apóstol Santiago en su Canónica
(1, 17), dice: Toda dádiva buena y todo don perfecto nos ha de venir de
arriba, del Padre de las lumbres. Y el Apóstol San Pablo (1 Cor., 4, 7):
[¿Qué tienes que no hayas recibido? - (2 Cor., 3, 5): Que de nuestra parte
no somos suficientes ni aun para tener un buen pensamiento que salga de
nosotros, sino que toda nuestra suficiencia de Dios nos viene.- (Filip., 2,
13): Dios es el que obra en nosotros así el querer lo bueno, como el
ponerlo por obra, por su buena voluntad], dice que no podemos obrar, ni
hablar, ni desear, ni pensar, ni comenzar, ni acabar cosa que sirve para
nuestra salvación, sin Dios, de quien toda nuestra suficiencia procede.
Y ¿con qué más clara comparación se nos puede dar a entender esto,
que con la que el mismo Cristo nos declara en el sagrado Evangelio?
¿Queréis, ver dice, lo poco o nada que podéis sin Mí? (Jn., 15, 4): Así
como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unido con la vid; así nadie puede hacer obra meritoria por sí mismo si no estuviese
unido conmigo. [Yo soy la vid; vosotros los sarmientos; quien permanece
en Mí, y yo en él, ése llevará mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer
cosa alguna]. ¿Qué cosa más fructífera que el sarmiento junto con la vid?
¿Y qué cosa más inútil y desaprovechada que el sarmiento apartado de la
vid ¿Para qué vale? Pregunta Dios al Profeta Ezequiel (15, 2): ¿Qué se
hará del sarmiento? No es madera, dice; que valga para obra alguna de
carpintería, ni aun para hacer siquiera una estaca que pongáis en la pared
para colgar de ella alguna cosa; no es bueno el sarmiento apartado de la
vid, sino para el fuego. Pues así somos nosotros si no estamos unidos con
la vid verdadera que es Cristo (Jn., 15, 6): [Si alguno no permaneciere
unido conmigo, será echado fuera y se secará, y lo cogerán y será echado
al fuego y arderá]. No valemos nada sino para el fuego; si algo somos, es
por la gracia de Dios, como dice San Pablo (1 Cor., 15. 10): [Por la gracia
de Dios soy lo que soy]. Bien enterados parece que estamos todos en esa
verdad, que todo el bien que tenemos es de Dios, y que de nosotros no
tenemos sino pecados, y que ningún bien nos hemos de atribuir nosotros,
sino a Dios, a quien se le debe la honra y gloria de todo. No parece esto
muy dificultoso al que cree, para ponerlo por último y perfectísimo grado
de humildad, pues es una verdad de fe tan llana.
Así parece a prima faz: mirándolo superficialmente, y a sobrehaz,
parece fácil: Pero no es sino muy difícil. Dice Casiano: A los que
comienzan les parece cosa fácil el no atribuirse nada a sí, al no estribar, ni
confiar en su industria y diligencia, sino referirlo y atribuirlo todo a Dios,
pero no es sino muy dificultoso. Porque como nosotros ponemos también
algo de nuestra parte en las buenas obras, como obramos nosotros
también, dice San Pablo (1 Cor., 3, 9), y concurrimos juntamente con
Dios; luego tácitamente casi sin sentirlo, estribamos y confiamos en
nosotros mismos, y se nos entra una presunción y soberbia secreta,
pareciéndonos que por nuestra diligencia e industria se hizo esto y lo otro;
y así luego nos engreímos y envanecemos, y nos alzamos con las obras que
hacemos, como si por nuestras fuerzas las hubiésemos hecho, y como si
fuesen sólo nuestras. No es tan fácil este negocio como parece. Nos basta
saber que los Santos ponen éste por perfectísimo grado de humildad, y
dicen que es humildad de grandes, para que entendamos que hay en ello
más dificultad y perfección de lo que parece. Recibir uno grandes dones de
Dios, y obrar grandes cosas, y saber dar a Dios la gloria de ello como se
debe, sin atribuirse a sí cosa alguna ni tomar de ello algún vano
contentamiento, cosa es de mucha perfección. Ser honrado y alabado por Santo, y no se le pegar al corazón la honra y estimación más que si no
tuviera nada, cosa es dificultosa y que pocos la alcanzan; mucha virtud es
menester para eso.
Dice San Crisóstomo que andar entre honras y no pegarse nada al
corazón del honrado es como andar entre hermosas mujeres sin alguna vez
mirarlas con ojos no castos. Cosa dificultosa y peligrosa es ésa, y mucha
virtud es menester para ella. Para andar en alto y no se desvanecer, buena
cabeza es menester; todos tienen cabeza para andar en alto. No la tuvieron
los ángeles en el Cielo, Lucifer y sus compañeros así se desvanecieron y
cayeron en el abismo del infierno. Ése dicen que fue el pecado de los
ángeles, que, habiéndolos Dios creado tan bellos y tan hermosos, con
tantos dones naturales y sobrenaturales, no estuvieron en Dios (Jn., 8, 44),
ni le atribuyeron a Él la gloria de todo; sino se estuvieron en sí, no porque
entendiesen que tenían de sí aquellas cosas, que bien sabían que todas
venían de Dios y que de Él dependían, pues conocían que eran criaturas;
sino, como dice el Profeta Ezequiel (28, 17): [Se engrió tu corazón con tu
hermosura y perdiste la sabiduría por tu hermosura]. Se envanecieron
con su hermosura; se pavonearon en aquellos dones que habían recibido de
Dios, y se deleitaron en ellos como si los tuvieran de sí; no los recibieron
ni atribuyeron todos a Dios, dándole Él la gloria y honra de ello; sino que
se desvanecieron ensalzándose y contentándose vanamente de sí mismos,
como si de sí tuvieran el bien. De manera que aunque con el entendimiento
conocían que la gloria se debía a Dios, se la robaban con la voluntad,
atribuyéndosela a sí. ¿Veis como no es tan fácil como parece este grado de
humildad, pues a los mismos ángeles les fue tan dificultoso, que cayeron
de la alteza en que Dios les había puesto por no saber conservarse en ella?
Pues si los ángeles no tuvieron cabeza para andar en alto, sino que se desvanecieron y cayeron, más razón tenemos nosotros de temer no nos desvanezcamos, puestos y levantados en alto, porque somos tan miserables los hombres, dice el profeta David (Sal. 36, 20), que como humo nos desvanecemos. Así como el humo, mientras más alto sube, más se deshace y desaparece, así el hombre, miserable y soberbio, mientras más le honran y suben a más alto estado, más se desvanece.
¡Oh, qué bien y cuan a punto nos avisó de esto Cristo nuestro Redentor! Cuenta el sagrado Evangelio que habiendo enviado a los setenta y dos discípulos a predicar, volvieron ellos muy contentos y ufanos de su misión, diciendo: ¡Oh, Señor que hemos hecho maravillas!, aun hasta los demonios se rendían y nos obedecían en vuestro nombre. Respóndeles el Redentor del mundo con gran severidad (Lc., 10, 18): [Vi a Satanás caer del cielo como un rayo]; guardaos del vano contentamiento; mirad que por eso cayó Lucifer del Cielo, porque en aquel estado alto en que fue creado se contento vanamente de sí mismo y de los dones que había recibido, y no atribuyó a Dios la gloria y honra como debía, sino que se quiso alzar con ella. No os acontezca a vosotros lo mismo. No os desvanezcáis con las maravillas y cosas grandes que hacéis en mi nombre , ni toméis vano contentamiento con eso. A nosotros dicen estas palabras. Mirad no os ensoberbezcáis de que por vuestro medio se hace mucha hacienda en los prójimos y se ganan muchas almas. Guardaos no toméis algún vano contentamiento del aplauso y opinión de los hombres y del mucho caso que hacen de vos. Mirad no os alcéis con algo, ni se os pegue al corazón la honra y estimación, porque eso es lo que hizo caer a Lucifer, y lo que de ángel le hizo demonio. En lo cual dice San Agustín, cuán mala cosa es la soberbia, pues de ángeles hace demonios; y, por el contrario, cuan buena es la humildad, que hace a los hombres semejantes a los ángeles santos.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.