martes, 5 de mayo de 2015

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXX)


CAPÍTULO 30 

Del tercer grado de humildad. 

El tercer grado de humildad es cuando uno, teniendo grandes virtudes y dones de Dios y estando en grande honra y estimación, no se ensoberbece en nada, ni se atribuye a sí cosa alguna, sino todo lo refiere y atribuye a su misma fuente, que es Dios, del cual procede todo bien y todo don perfecto. Este tercer grado de humildad, dice San Buenaventura, es de grandes y perfectos varones, que cuanto mayores son, tanto más se humillan en todo. Que uno siendo malo e imperfecto, se conozca y estime por tal, no es mucho; bueno es, y de loar es; pero no es de maravillar, como no lo es que el hijo del labrador no quiera ser tenido por hijo del rey, y que el pobre se tenga por pobre y el enfermo por enfermo, y que quieran ser tenidos por tales de los demás. Pero que el rico se haga pobre, y el grande se apoque y conforme con los bajos, haciéndose pequeño, esto es de maravillar. Pues así dice el Santo, no es de maravillar que siendo uno malo e imperfecto, se tenga por malo e imperfecto; antes lo es, que siendo tal, se tenga por bueno y por perfecto, como si estando lleno de lepra se tuviese por sano. Pero que el que es muy aventajado en virtud, y tiene muchos dones es de Dios, y es verdaderamente grande ante su divino acatamiento, se tenga por pequeño, ésa es humildad grande y de maravillar. 

Dice San Bernardo: «Grande y rara virtud es que obre uno grandes cosas y que él no se tenga por grande, sino por pequeño; que todos le tengan por santo y por varón admirable, y que él sólo se tenga en poco. En más tengo esto, dice, que todas las demás virtudes. Esta humildad se halló perfectísimamente en la sacratísima Reina de los Ángeles, que sabiendo que era elegida por Madre de Dios, con profundísima humildad se reconoció por sierva y esclava suya» (Lc 1, 38). Dice San Bernardo: «Eligiéndola para tan alta dignidad y tan grande honra, como era ser Madre de Dios, se llama esclava; y siendo predicada por la boca de Santa Isabel por bienaventurada entre todas las mujeres, no se atribuyó a sí gloria alguna de las grandezas que en Ella había, sino todas se las atribuyó a Dios. engrandeciéndole y ensalzándole por ellas, quedándose Ella entera y firme en su profundísima humildad: [Magnifica y engrandece mi ánima al Señor, mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador, porque puso sus ojos en la bajeza de su sierva] (Lc., 1, 46). Ésta es humildad del Cielo. Los bienaventurados tienen allá esa humildad. Y eso dice San Gregorio, que es lo que vio San Juan en el Apocalipsis (4, 4), de aquellos veinticuatro ancianos que postrados delante del trono de Dios le adoraban, quitando las coronas de sus cabezas y arrojándolas a los pies del trono. Dice que arrojar sus coronas a los pies del trono de Dios es no atribuirse así sus victorias, sino atribuirlo todo a Dios, que les dio las fuerzas y virtud para vencer, y darle a Él la gloria y honra de todo: [Digno eres, Señor Dios nuestro, de recibir la gloria y honra y la potestad de la virtud, porque Tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad son y perseveran, como por ella fueron creadas]. Razón es, Señor, que te demos la honra y gloria de todo, y que quitemos las coronas de nuestras cabezas y las arrojemos a tus pies: porque todo es tuyo. y por tu voluntad ha sido hecho; y si algo bueno tenemos, es porque Tú lo quisiste. Pues éste es el tercer grado de humildad: no alzar uno con los dones y gracias que ha recibido de Dios, ni atribuírselo a sí, sino atribuirlo y referir todo a Dios, como autor y dador de todo lo bueno. 

Pero podrá decir alguno: Si en eso consiste la humildad, todos somos humildes; porque ¿quién hay que no conozca que todo bien nos viene de Dios, y que de nosotros no tenemos sino pecados y miserias? ¿Quién hay que no diga: Si Dios me dejase de su mano, sería el más mal hombre del mundo? [La perdición tuya es, oh Israel; de Mi solamente procede tu ayuda]. «De nuestra parte no tenemos sino perdición y pecados», dice el Profeta Oseas (13, 9). Todo el favor y todo lo bueno nos ha de venir de acarreo y de le liberalidad de Dios. Eso es fe católica, y así todos parece que tenemos esa humildad, porque todos creemos muy bien esa verdad de que está llena la Sagrada Escritura. El Apóstol Santiago en su Canónica (1, 17), dice: Toda dádiva buena y todo don perfecto nos ha de venir de arriba, del Padre de las lumbres. Y el Apóstol San Pablo (1 Cor., 4, 7): [¿Qué tienes que no hayas recibido? - (2 Cor., 3, 5): Que de nuestra parte no somos suficientes ni aun para tener un buen pensamiento que salga de nosotros, sino que toda nuestra suficiencia de Dios nos viene.- (Filip., 2, 13): Dios es el que obra en nosotros así el querer lo bueno, como el ponerlo por obra, por su buena voluntad], dice que no podemos obrar, ni hablar, ni desear, ni pensar, ni comenzar, ni acabar cosa que sirve para nuestra salvación, sin Dios, de quien toda nuestra suficiencia procede. 

Y ¿con qué más clara comparación se nos puede dar a entender esto, que con la que el mismo Cristo nos declara en el sagrado Evangelio? ¿Queréis, ver dice, lo poco o nada que podéis sin Mí? (Jn., 15, 4): Así como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unido con la vid; así nadie puede hacer obra meritoria por sí mismo si no estuviese unido conmigo. [Yo soy la vid; vosotros los sarmientos; quien permanece en Mí, y yo en él, ése llevará mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer cosa alguna]. ¿Qué cosa más fructífera que el sarmiento junto con la vid? ¿Y qué cosa más inútil y desaprovechada que el sarmiento apartado de la vid ¿Para qué vale? Pregunta Dios al Profeta Ezequiel (15, 2): ¿Qué se hará del sarmiento? No es madera, dice; que valga para obra alguna de carpintería, ni aun para hacer siquiera una estaca que pongáis en la pared para colgar de ella alguna cosa; no es bueno el sarmiento apartado de la vid, sino para el fuego. Pues así somos nosotros si no estamos unidos con la vid verdadera que es Cristo (Jn., 15, 6): [Si alguno no permaneciere unido conmigo, será echado fuera y se secará, y lo cogerán y será echado al fuego y arderá]. No valemos nada sino para el fuego; si algo somos, es por la gracia de Dios, como dice San Pablo (1 Cor., 15. 10): [Por la gracia de Dios soy lo que soy]. Bien enterados parece que estamos todos en esa verdad, que todo el bien que tenemos es de Dios, y que de nosotros no tenemos sino pecados, y que ningún bien nos hemos de atribuir nosotros, sino a Dios, a quien se le debe la honra y gloria de todo. No parece esto muy dificultoso al que cree, para ponerlo por último y perfectísimo grado de humildad, pues es una verdad de fe tan llana. 

Así parece a prima faz: mirándolo superficialmente, y a sobrehaz, parece fácil: Pero no es sino muy difícil. Dice Casiano: A los que comienzan les parece cosa fácil el no atribuirse nada a sí, al no estribar, ni confiar en su industria y diligencia, sino referirlo y atribuirlo todo a Dios, pero no es sino muy dificultoso. Porque como nosotros ponemos también algo de nuestra parte en las buenas obras, como obramos nosotros también, dice San Pablo (1 Cor., 3, 9), y concurrimos juntamente con Dios; luego tácitamente casi sin sentirlo, estribamos y confiamos en nosotros mismos, y se nos entra una presunción y soberbia secreta, pareciéndonos que por nuestra diligencia e industria se hizo esto y lo otro; y así luego nos engreímos y envanecemos, y nos alzamos con las obras que hacemos, como si por nuestras fuerzas las hubiésemos hecho, y como si fuesen sólo nuestras. No es tan fácil este negocio como parece. Nos basta saber que los Santos ponen éste por perfectísimo grado de humildad, y dicen que es humildad de grandes, para que entendamos que hay en ello más dificultad y perfección de lo que parece. Recibir uno grandes dones de Dios, y obrar grandes cosas, y saber dar a Dios la gloria de ello como se debe, sin atribuirse a sí cosa alguna ni tomar de ello algún vano contentamiento, cosa es de mucha perfección. Ser honrado y alabado por Santo, y no se le pegar al corazón la honra y estimación más que si no tuviera nada, cosa es dificultosa y que pocos la alcanzan; mucha virtud es menester para eso. 

Dice San Crisóstomo que andar entre honras y no pegarse nada al corazón del honrado es como andar entre hermosas mujeres sin alguna vez mirarlas con ojos no castos. Cosa dificultosa y peligrosa es ésa, y mucha virtud es menester para ella. Para andar en alto y no se desvanecer, buena cabeza es menester; todos tienen cabeza para andar en alto. No la tuvieron los ángeles en el Cielo, Lucifer y sus compañeros así se desvanecieron y cayeron en el abismo del infierno. Ése dicen que fue el pecado de los ángeles, que, habiéndolos Dios creado tan bellos y tan hermosos, con tantos dones naturales y sobrenaturales, no estuvieron en Dios (Jn., 8, 44), ni le atribuyeron a Él la gloria de todo; sino se estuvieron en sí, no porque entendiesen que tenían de sí aquellas cosas, que bien sabían que todas venían de Dios y que de Él dependían, pues conocían que eran criaturas; sino, como dice el Profeta Ezequiel (28, 17): [Se engrió tu corazón con tu hermosura y perdiste la sabiduría por tu hermosura]. Se envanecieron con su hermosura; se pavonearon en aquellos dones que habían recibido de Dios, y se deleitaron en ellos como si los tuvieran de sí; no los recibieron ni atribuyeron todos a Dios, dándole Él la gloria y honra de ello; sino que se desvanecieron ensalzándose y contentándose vanamente de sí mismos, como si de sí tuvieran el bien. De manera que aunque con el entendimiento conocían que la gloria se debía a Dios, se la robaban con la voluntad, atribuyéndosela a sí. ¿Veis como no es tan fácil como parece este grado de humildad, pues a los mismos ángeles les fue tan dificultoso, que cayeron de la alteza en que Dios les había puesto por no saber conservarse en ella? 

Pues si los ángeles no tuvieron cabeza para andar en alto, sino que se desvanecieron y cayeron, más razón tenemos nosotros de temer no nos desvanezcamos, puestos y levantados en alto, porque somos tan miserables los hombres, dice el profeta David (Sal. 36, 20), que como humo nos desvanecemos. Así como el humo, mientras más alto sube, más se deshace y desaparece, así el hombre, miserable y soberbio, mientras más le honran y suben a más alto estado, más se desvanece. 

¡Oh, qué bien y cuan a punto nos avisó de esto Cristo nuestro Redentor! Cuenta el sagrado Evangelio que habiendo enviado a los setenta y dos discípulos a predicar, volvieron ellos muy contentos y ufanos de su misión, diciendo: ¡Oh, Señor que hemos hecho maravillas!, aun hasta los demonios se rendían y nos obedecían en vuestro nombre. Respóndeles el Redentor del mundo con gran severidad (Lc., 10, 18): [Vi a Satanás caer del cielo como un rayo]; guardaos del vano contentamiento; mirad que por eso cayó Lucifer del Cielo, porque en aquel estado alto en que fue creado se contento vanamente de sí mismo y de los dones que había recibido, y no atribuyó a Dios la gloria y honra como debía, sino que se quiso alzar con ella. No os acontezca a vosotros lo mismo. No os desvanezcáis con las maravillas y cosas grandes que hacéis en mi nombre , ni toméis vano contentamiento con eso. A nosotros dicen estas palabras. Mirad no os ensoberbezcáis de que por vuestro medio se hace mucha hacienda en los prójimos y se ganan muchas almas. Guardaos no toméis algún vano contentamiento del aplauso y opinión de los hombres y del mucho caso que hacen de vos. Mirad no os alcéis con algo, ni se os pegue al corazón la honra y estimación, porque eso es lo que hizo caer a Lucifer, y lo que de ángel le hizo demonio. En lo cual dice San Agustín, cuán mala cosa es la soberbia, pues de ángeles hace demonios; y, por el contrario, cuan buena es la humildad, que hace a los hombres semejantes a los ángeles santos. 


 EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
 VIRTUDES CRISTIANAS. 
 Padre Alonso Rodríguez, S.J.