Corría el año 1978 cuando en España todo se preparaba para proceder al referéndum sobre la nueva Constitución que iba a regir los destinos de la Nación en su supuesta andadura democrática. Se repartieron miles y miles de opúsculos con el texto constitucional y en el ambiente general se respiraba un aire, o así parecía, de renovación en todos los ámbitos. Se procedió a la votación que fue aprobada por mayoría aplastante, y desde entonces no se ha dejado de oír que todo aquello que queda fuera de esta “carta magna” es pura ignorancia y barbarie. La realidad pura y dura es que el porcentaje de españoles que se leyó el texto sometido a votación fue prácticamente insignificante, y aquí hablamos solamente de los millones y millones de españolitos a nivel de calle, aunque posteriormente la mayoría de ellos sigue afirmando que no pueden ser tenidos en cuenta los que quieren actuar política o socialmente en contra o fuera de la Constitución.
Pues bien, algo semejante ha ocurrido con los fieles de la Iglesia Católica tras la clausura del Concilio Vaticano II. Desde octubre de 1962 hasta diciembre de 1965 diferentes textos de esta magna asamblea que configuran lo que se llama desde entonces los Documentos conciliares que en sus diversas categorías, Constituciones, Decretos y Declaraciones, nos transmiten lo que se dijo y se expuso a través de estos tres años. Tal ha sido la fuerza mediática de este Concilio Vaticano II, pastoral y no dogmático por expreso y vivísimo deseo del Papa Juan XXIII, que en la actualidad, ya en pleno siglo XXI, para cualquier católico de a pie unido a la Jerarquía de la Iglesia, oír o saber de alguien o de algún grupo que no comulga plenamente con el Vaticano II es ya suficiente para tacharlos de infidelidad o de orgullosa arrogancia frente a la autoridad de la Iglesia. Es lo que podríamos llamar la fidelidad a lo desconocido.
Desde los comienzos de los años setenta en que se inició la epopeya del arzobispo francés Monseñor Lefebvre son muchos y muchos, miles y miles, los que han esgrimido como principal argumento el siguiente: es un obispo rebelde que no admite el Concilio Vaticano II. Para ellos sobran los demás razonamientos, estudios o análisis. Si alguien no admite el Concilio no vale la pena seguir hablando. Es perder el tiempo.
Y sin embargo si se hiciera una verdadera estadística, de confianza y con toda honradez, sobre los católicos que han leído los textos conciliares, el resultado nos dejaría más que sorprendidos. No sólo no se conocen los textos conciliares sino que es rarísimo el número de los que tienen conocimiento de un resumen más o menos amplio de estos textos. La revolución conciliar, y empleamos sin miedo esta expresión, se ha llevado a cabo sin parar mientes en que la lay suprema es la salvación de las almas. No ha importado tanto durante estos largos años el contenido de los textos conciliares en sí como el espíritu revolucionario que ha impregnado sobremanera ambientes eclesiales, comunidades, medios de comunicación en la Iglesia, vidas consagradas o clérigos en diferentes partes del mundo.
No es que los Documentos del Vaticano II estén exentos de todo error o ambigüedad, los tienen y existen, sino que este Concilio ha propiciado una nueva era en la vida de la Iglesia en la que en lugar de una primavera fértil y gozosa hemos visto, en muchos casos con horror, cómo el humo infernal ha penetrado hasta los rincones más profundos del Santuario. Los fieles han oído el mensaje, una y otra vez, que anunciaba renovación y purificación en la doctrina, en la liturgia, en el ministerio sacerdotal. Había que vivir, hay que vivir, según el espíritu del Concilio, es la nueva Iglesia conciliar la que propone a todos adaptarse a los nuevos tiempos en un mundo que evoluciona constantemente, no se puede vivir de espaldas a la sociedad que nos rodea, la Iglesia y el mundo tienen que encontrarse en un abrazo fraternal, de verdadera amistad. Hay que superar las limitaciones de un pasado obscuro y lleno de desconfianza. ¿Para qué molestarse en conocer los Documentos conciliares? Los Pastores lo han dicho, los sacerdotes lo dicen. Basta con obedecer. Sin ninguna duda ha sido la revolución de los báculos y de las mitras. Estimados fieles, obedece, obedeced. El Concilio lo hacemos nosotros, lo hemos hecho nosotros. Tened confianza.
Existen libros publicados estos años atrás como por ejemplo “El Rin desemboca en el Tíber”, “Iota Unum” o la magnífica obra, cuyo autor es Monseñor Marcel Lefebvre, titulado “Lo destronaron”, que si se hubieran difundido entre los sacerdotes y seglares con una cierta formación tal vez la apatía generalizada no hubiera sido tanta. Hay una historia desconocida o secreta del Vaticano II que sacada a la luz podría derrumbar muchos falsas actitudes de seguridad o de equivocada ortodoxia. O lo que es lo mismo fidelidad a lo desconocido.
A finales de este año 2010 se cumplirán cuarenta y cinco años de la clausura de este histórico Concilio y a lo largo de estos cuarenta y cinco años hemos asistido, con dolor y temblor, a una autodestrucción de la Iglesia, a una inmolación rápida y enloquecida en el altar de las iniquidades. Bastaría con analizar pormenorizadamente los documentos sobre Libertad religiosa y Ecumenismo y contemplar objetivamente los hechos derivados de ellos en estos años para darse cuenta y probar lo que el Vaticano II ha supuesto para la Iglesia Católica en el siglo XX y el XXI en el que estamos. Más al lado de estas realidades están las palabras de Nuestro Señor que encienden nuestra Fe: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. El cielo y la tierra pasarán pero la Verdad del Señor, Él es la Verdad, permanece para siempre.
Pues bien, algo semejante ha ocurrido con los fieles de la Iglesia Católica tras la clausura del Concilio Vaticano II. Desde octubre de 1962 hasta diciembre de 1965 diferentes textos de esta magna asamblea que configuran lo que se llama desde entonces los Documentos conciliares que en sus diversas categorías, Constituciones, Decretos y Declaraciones, nos transmiten lo que se dijo y se expuso a través de estos tres años. Tal ha sido la fuerza mediática de este Concilio Vaticano II, pastoral y no dogmático por expreso y vivísimo deseo del Papa Juan XXIII, que en la actualidad, ya en pleno siglo XXI, para cualquier católico de a pie unido a la Jerarquía de la Iglesia, oír o saber de alguien o de algún grupo que no comulga plenamente con el Vaticano II es ya suficiente para tacharlos de infidelidad o de orgullosa arrogancia frente a la autoridad de la Iglesia. Es lo que podríamos llamar la fidelidad a lo desconocido.
Desde los comienzos de los años setenta en que se inició la epopeya del arzobispo francés Monseñor Lefebvre son muchos y muchos, miles y miles, los que han esgrimido como principal argumento el siguiente: es un obispo rebelde que no admite el Concilio Vaticano II. Para ellos sobran los demás razonamientos, estudios o análisis. Si alguien no admite el Concilio no vale la pena seguir hablando. Es perder el tiempo.
Y sin embargo si se hiciera una verdadera estadística, de confianza y con toda honradez, sobre los católicos que han leído los textos conciliares, el resultado nos dejaría más que sorprendidos. No sólo no se conocen los textos conciliares sino que es rarísimo el número de los que tienen conocimiento de un resumen más o menos amplio de estos textos. La revolución conciliar, y empleamos sin miedo esta expresión, se ha llevado a cabo sin parar mientes en que la lay suprema es la salvación de las almas. No ha importado tanto durante estos largos años el contenido de los textos conciliares en sí como el espíritu revolucionario que ha impregnado sobremanera ambientes eclesiales, comunidades, medios de comunicación en la Iglesia, vidas consagradas o clérigos en diferentes partes del mundo.
No es que los Documentos del Vaticano II estén exentos de todo error o ambigüedad, los tienen y existen, sino que este Concilio ha propiciado una nueva era en la vida de la Iglesia en la que en lugar de una primavera fértil y gozosa hemos visto, en muchos casos con horror, cómo el humo infernal ha penetrado hasta los rincones más profundos del Santuario. Los fieles han oído el mensaje, una y otra vez, que anunciaba renovación y purificación en la doctrina, en la liturgia, en el ministerio sacerdotal. Había que vivir, hay que vivir, según el espíritu del Concilio, es la nueva Iglesia conciliar la que propone a todos adaptarse a los nuevos tiempos en un mundo que evoluciona constantemente, no se puede vivir de espaldas a la sociedad que nos rodea, la Iglesia y el mundo tienen que encontrarse en un abrazo fraternal, de verdadera amistad. Hay que superar las limitaciones de un pasado obscuro y lleno de desconfianza. ¿Para qué molestarse en conocer los Documentos conciliares? Los Pastores lo han dicho, los sacerdotes lo dicen. Basta con obedecer. Sin ninguna duda ha sido la revolución de los báculos y de las mitras. Estimados fieles, obedece, obedeced. El Concilio lo hacemos nosotros, lo hemos hecho nosotros. Tened confianza.
Existen libros publicados estos años atrás como por ejemplo “El Rin desemboca en el Tíber”, “Iota Unum” o la magnífica obra, cuyo autor es Monseñor Marcel Lefebvre, titulado “Lo destronaron”, que si se hubieran difundido entre los sacerdotes y seglares con una cierta formación tal vez la apatía generalizada no hubiera sido tanta. Hay una historia desconocida o secreta del Vaticano II que sacada a la luz podría derrumbar muchos falsas actitudes de seguridad o de equivocada ortodoxia. O lo que es lo mismo fidelidad a lo desconocido.
A finales de este año 2010 se cumplirán cuarenta y cinco años de la clausura de este histórico Concilio y a lo largo de estos cuarenta y cinco años hemos asistido, con dolor y temblor, a una autodestrucción de la Iglesia, a una inmolación rápida y enloquecida en el altar de las iniquidades. Bastaría con analizar pormenorizadamente los documentos sobre Libertad religiosa y Ecumenismo y contemplar objetivamente los hechos derivados de ellos en estos años para darse cuenta y probar lo que el Vaticano II ha supuesto para la Iglesia Católica en el siglo XX y el XXI en el que estamos. Más al lado de estas realidades están las palabras de Nuestro Señor que encienden nuestra Fe: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. El cielo y la tierra pasarán pero la Verdad del Señor, Él es la Verdad, permanece para siempre.
Tomado de la revista Tradición Católica nº225. Enero-febrero 2010.