El reinado social de Nuestro Señor Jesucristo ha sufrido menoscabo, marginación y olvido en estos tiempos postconcialires. Tiempos postconciliares que ya van para medio siglo. La fiesta de Cristo Rey fue trasladada del último domingo de octubre, según lo establecido por su santidad Pío XI, al último domingo del año litúrgico, que en la liturgia renovada del Vaticano II se denomina el último domingo del Tiempo Ordinario. Y esta innovación, este cambio de fechas no ha sido caprichoso ni secundario. Es nada más ni nada menos que un cambio de significado y de contenido en lo que esta fiesta debe representar en el aspecto doctrinal, teológico y litúrgico.
Sí, Jesucristo reinará con poder y majestad al final de los tiempos, como Rey del universo y Señor de señores, pero esta verdad no debe empañar la hermosa y crucial realidad del Reino social de nuestro Señor. Cristo Rey, el Verbo encarnado, Rey de las naciones y de los estados, rey y señor de las instituciones y organismos que conforman todo el tejido social, Rey en las aulas, en las cátedras, en cualquier actividad intelectual o manual de los hombres y Rey, por supuesto, de nuestros corazones, de nuestras almas, de toda nuestra vida.
Jesucristo debe reinar y queremos que reine en nuestra patria, en todas las naciones. Basta una mirada sobre la situación de nuestra juventud, la nefasta educación que muchos de los padres de hoy en día, sálvense los que deban salvarse, imparten a sus hijos, la cascada de corrupción y tergiversación de la verdad que brota de los medios de comunicación social, y así tantos y tantos aspectos de nuestro entorno. Sólo una sociedad cimentada en la verdad de Nuestro Señor fiel a sus mandatos y obediente a los preceptos de la Iglesia, Esposa de Cristo, puede desarrollar los fines que le son propios de forma coherente y eficaz. En una palabra puede llegar al feliz resultado del cometido para el cual dicha sociedad o el Estado han sido constituidos.
Queremos que reine en nuestra Patria porque nos sentimos heridos en lo más profundo de nuestra alma cual vemos y oímos que toda la grandeza histórica de siglos pasados es vilipendiada de forma cruel y mezquina. Queremos que nuestro Señor reine para que la Cruz salvadora no sea blasfemada y deshonrada, esa cruz que fue el amanecer nuevo y esperanzador para todos esos pueblos que estaban apresados en tinieblas y sombras de muerte.
Pedimos a Jesucristo, Salvador y Redentor, que ilumine las mentes y los corazones de aquellos que tienen en sus manos los destinos de nuestra Nación y que en su ceguera implantan las leyes de muerte en lugar de defender la vida como don preciosísimo de Nuestro Creador. Queremos con ardiente celo que el Amor sea amado y no escarnecido, que no se esclavice el alma de los niños con mensajes y enseñanzas provenientes de cloacas inmundas, que no se oculte a la inteligencia de jóvenes o ancianos, niños o adultos, que todos somos portadores de un alma capaz de salvarse o de condenarse.
Sin Jesús. Nuestro Salvador y Maestro, no es posible vivir en dignidad y justicia. Él mismo nos ha dicho y nos sigue diciendo, que sin El nada podemos hacer. Por eso en ese comportamiento demencial que es excluir a Jesús de la sociedad y de la vida pública está nuestro propio castigo. La paz, la verdadera paz no es posible sin El. No hay justicia fuera del temor de Dios y del acatamiento a sus mandatos y preceptos. El torrente de noticias que todos los días se vierte sobre nosotros es prueba fehaciente de la carencia sobrenatural que nos afecta. La familia, célula básica de la sociedad, encuentra su armonía y desarrollo en los principios evangélicos. El amor de los padres por su hijos y el respeto la sumisión y el amor de los hijos hacia sus padres es una bellísima obra de arte que únicamente teniendo a Jesucristo como Señor y Maestro, Rey y centro de los corazones, puede llevarse a cabo.
Las turbas en la sagrada Pasión gritaron, con grito blasfemo, que cayese la Sangre de Jesús sobre ellos y sus hijos. Nosotros también gritamos con fuerza que su sangre caiga sobre nosotros pero porque creemos y sabemos, sin duda alguna, que esa sangre es nuestra purificación y nuestra redención, nuestra salvación y nuestra beatitud eterna. Porque creemos con fe inquebrantable que la grandeza y bien de nuestra Nación, de nuestras Patrias, está en Aquel que sin tener dónde reclinar su cabeza nos dijo con voz divina: Yo soy el camino, la verdad y la vida, el que no recoge conmigo desparrama. Oh Jesús, abismo de la sabiduría y de la ciencia, Rey y centro de todos los corazones, tú eres el único que tienes palabras de vida eterna. Queremos que reines por doquier porque sin Ti nos cubren las tinieblas y la noche es eterna.
Fuente: Revista Tradición Católica nº 234 Octubre-diciembre 2011