jueves, 12 de abril de 2012

LE DESTRONARON (III)

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO Y EL LIBERALISMO

¡“La verdad os hará libres”!
(S. Jn. 8,32)  

Después de haber explicado que el liberalismo es una rebelión del hombre contra el orden natural concebido por el Creador, que culmina con la ciudad individualista, igualitaria y centralizadora, me queda por mostraros cómo el liberalismo ataca también el orden sobrenatural, el plan de la Redención, es decir, en definitiva, cómo el liberalismo tiene por fin de destruir el reinado de Nuestro Señor Jesucristo, tanto sobre el individuo como sobre la sociedad.

Frente al orden sobrenatural, el liberalismo proclama dos nuevas independencias:

1. “La independencia de la razón y de la ciencia con respecto a la fe. Es el racionalismo, para el cual, la razón, juez soberano y medida de lo verdadero, se basta a sí misma y rechaza toda dominación extraña”.

Es lo que se llama racionalismo.

El liberalismo quiere desembarazar a la razón de la fe, que nos impone dogmas formulados de manera definitiva, y a los cuales la inteligencia debe someterse. La simple hipótesis de que ciertas verdades pueden superar las capacidades de la razón es inadmisible. Los dogmas deben entonces ser sometidos al tamiz de la razón y de la ciencia, y ella de una manera constante a causa de los progresos científicos. Los milagros de Jesucristo, lo maravilloso de la vida de los santos, debe ser reinterpretado, desmitificado. Será necesario distinguir cuidadosamente al “Cristo de la fe”, construcción de la fe de los apóstoles y de las comunidades primitivas, del “Cristo de la historia”. Que no fue más que un simple hombre. ¡Se comprende cuánto el racionalismo se opone a la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y a la revelación divina!  

He explicado ya cómo la Revolución de 1789 se cumplió bajo el signo de la diosa Razón. Ya la portada de la Enciclopedia de Diderot (1751) representaba el coronamiento de la Razón. Cuarenta años más tarde, la Razón deificada se transformaba en el objeto de un culto religioso público:

El 20 de brumario (10 de noviembre de 1793), tres días después que sacerdotes, con el obispo metropolitano Gobel a la cabeza, se “secularizaron” delante de la Asamblea, Chaumette propuso solemnizar ese día en el cual “la razón había retomado su primacía”. Se apresuraron en poner por obra una idea tan noble y así se decidió que el culto de la Razón que sería celebrado, grandiosamente, Notre Dame de Paris, expresamente adornada por el pintor David. En la cima de una montaña de cartón-piedra, un pequeño templo griego albergaba una hermosa bailarina, orgullosa de haber sido elegida “Diosa Razón”; coros de jovencitas coronadas de flores cantaban himnos. Cuando la fiesta hubo acabado, se observó que los representantes no eran numerosos; se partió en procesión con la Razón para visitar a la convención nacional, cuyo presidente abrazó a la diosa”.(1)

Pero ese racionalismo demasiado radical no agradó a Robespierre, cuando en marzo de 1794 hubo abatido a los “exagerados”:

“Le pareció que su omnipotencia debía fundarse sobre bases notablemente teológicas y que él coronaría su obra estableciendo un Culto del Ser Supremo, del cual sería sumo-sacerdote. El 18 de floreal del año II (7 de mayo de 1794) pronuncia un discurso “sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republicanos y sobre las fiestas nacionales”; y la Convención vota su impresión. Aseguraba que la idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma” es un llamado continuo a la justicia y que por lo tanto, ella es social y republicana. El nuevo culto será el de la virtud. Fue votado un decreto, según el cual el pueblo francés reconocía los dos axiomas de la teología robesperiana, y una inscripción que consagraba el hecho sería ubicada en el frente de las iglesias. Seguía una lista de fiestas feriadas que ocupaba dos columnas: la primera de la lista era aquella del “Ser supremo y de la Naturaleza”, fue decidido que el “20 de prairial” (8 de junio de 1794), fuese celebrada. Y lo fue, en efecto: comenzó en el jardín de las tullerías, donde una hoguera gigante devoraba entre sus llamas la imagen monstruosa del ateísmo, mientras Robespierre pronunciaba un místico discurso. Luego de cantar la multitud himnos de circunstancia, se inició un desfile hasta el campo de Marte, donde toda la asistencia siguió un carro abanderado de rojo que tiraban ocho bueyes, cargado de espigas y de follaje, sobre los cuales estaba entronizada una estatua de la libertad”.(2)

Las mismas divagaciones del racionalismo las “variaciones” de esta “religión en los límites de la simple razón”(3), demuestran suficientemente su falsedad.

2. “La independencia del hombre, de la familia, de la profesión y sobre todo del estado, en relación a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia; es según los puntos de vista, el naturalismo, el laicismo, el latitudinarismo (o indiferentismo) (…) de la apostasía oficial de los pueblos que rechazan la realeza social de Jesucristo, y desconocen la autoridad divina de la Iglesia”.

Ilustraré esos errores por medio de algunas consideraciones:

El naturalismo sostiene que el hombre está limitado a la esfera de lo natural y que de ninguna manera está destinado por Dios al orden sobrenatural. La verdad es otra: Dios no ha creado al hombre en estado de pura naturaleza. Dios ha constituido al hombre desde el comienzo en un orden sobrenatural: “Dios, dice el Concilio de Trento, constituyó al primer hombre en estado de santidad y de justicia” (Dz. 788). Que el hombre haya sido destituido de la gracia santificante fue la consecuencia del pecado original, pero la Redención mantiene el designio de Dios: el hombre permanece destinado al orden sobrenatural. Ser reducido al orden natural es para el hombre un estado violento que Dios no aprueba. He aquí lo que enseña el Cardenal Pie, mostrando que el estado natural no es en sí malo, pero que sí lo es su privación del orden sobrenatural:

“Enseñaréis, entonces, que la razón humana tiene su poder propio y sus atribuciones esenciales; enseñaréis que la virtud filosófica posee una bondad moral e intrinsica que Dios recompensa, en los individuos y en los pueblos por medio de ciertos dones naturales y temporales, algunas veces incluso por favores más altos. Pero enseñaréis también y probaréis, por medio de argumentos inseparables de la esencia misma del cristianismo que las virtudes naturales, que las luces naturales, con incapaces de conducir al hombre a su fin último que es la gloria celestial.

Enseñaréis que el dogma es indispensable, que el orden sobrenatural en el cual el autor mismo de nuestra naturaleza nos ha constituido, por un acto formal de su voluntad y de su amor, es obligatorio e inevitable; enseñaréis que Jesucristo no es facultativo y que fuera de su ley revelada no existe, no existirá jamás, el justo medio filosófico y apacible donde todos, almas de “elite” o almas vulgares, puedan encontrar el descanso de su conciencia y la regla de su vida.

Enseñaréis que no sólo importa que el hombre haga el bien, sino que importa sobremanera que lo haga en nombre de la fe, por un movimiento sobrenatural, sin el cual sus actos no alcanzarán el término final que Dios les ha marcado, es decir, la felicidad eterna de los cielos…”(4)

Así, en el estado de la humanidad concretamente querido por Dios, la sociedad no puede constituirse ni subsistir fuera de Nuestro Señor Jesucristo: en la enseñanza de San Pablo:

“Pues por él fueron creados todas las cosas en los cielos y en la tierra (…) todo ha sido creado por Él y para Él; El es antes que todas las cosas, y todas subsisten por El” (Col. I, 16-17)

El designio de Dios es de “recapitular todo en Cristo” (Eph I, 10), es decir, conducir todas las cosas a una sola cabeza, Cristo. El Papa San Pío X tomará esas mismas palabras de San Pablo como divisa: “Omnia instaurare en Christo”, todo instaurar, todo restaurar en Cristo. No solamente la religión sino también la sociedad civil.

“No, venerables Hermanos –es necesario recordarlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual, en los cuales cada una se coloca como doctor y legislador-, no se construirá la sociedad de un modo diferente a como Dios la ha edificado; no se edificará la sociedad si la Iglesia no pone las bases y no dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventarse ni la ciudad nueva por edificarse en las nubes. Ella ha sido, ella es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar, en sus cimientos naturales y divinos, contra los ataques siempre renacientes de la utopía malsana, de la rebelión y de la impiedad: “omnia instaurare in Christo”.(5)

Jean Ousset tiene páginas excelentes sobre el naturalismo, en su obra maestra “Para que Él reine”, en su segunda parte titulada: “Las oposiciones a la realeza social de nuestro Señor Jesucristo”, señala tres categorías de naturalismo, un “naturalismo agresivo o netamente manifiesto” que niega la existencia misma de lo sobrenatural, aquel de los racionalistas (cf. más arriba); luego un naturalismo moderado que no niega lo sobrenatural, pero que rehúsa acordarle la preeminencia, porque sostienen que todas las religiones son una emanación del sentido religioso. Es el naturalismo de los modernistas: finalmente, el naturalismo inconsecuente, que reconoce la existencia de lo sobrenatural y su preeminencia divina, pero lo considera como “materia de opción”; es el naturalismo práctica de muchos cristianos flojos.

El laicismo es un naturalismo político: sostiene que la sociedad puede y debe ser constituida y que puede subsistir sin tener para nada en cuenta a Dios y a la religión, sin tener en cuenta a Jesucristo sin reconocer su derecho a reinar, es decir de inspirar con su doctrina toda la legislación del orden civil. Los laicistas quieren en consecuencia separar el Estado de la Iglesia (el Estado no favorecerá la religión católica y no reconocerá los principios cristianos como suyos), y separar la Iglesia del Estado (la Iglesia será reducida al derecho común de todas las asociaciones frente al estado y no se tendrá ninguna cuenta de su autoridad divina y de su misión universal). En consecuencia se establecerá una instrucción e incluso una educación “pública” –a veces obligatoria- y laica, es decir atea. ¡El laicismo, es el ateísmo del Estado, pero sin el hombre!.

Volveré sobre este error, propio del liberalismo actual y que goza del favor de la declaración del Vaticano II, sobre la “libertad religiosa”.

El indiferentismo proclama indiferente la profesión de una religión o de otra cualquiera; Pío IX condena este error: “todo hombre es libre de abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón tuviere por verdadera”. (Syllabus, proposición condenada Nº 15); “Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna” (Nº 16); y también “deben temerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquellos que no se hallan en modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo” (Nº17).

Es fácil descubrir las raíces racionalistas o modernistas de esas proposiciones. A ese error se agrega el indiferentismo del Estado en materia religiosa; el Estado establece por principios que no es capaz (agnosticismo) de reconocer la verdadera religión como tal y que debe acordar la misma libertad a todos los cultos. Aceptará, eventualmente, conceder a la religión católica una preeminencia de hecho, porque es la religión de la mayoría de los ciudadanos, pero reconocerla como verdadera, sería, dicen, querer restablecer la teocracia; pedirle juzgar la verdad o falsedad de una religión sería, en todo caso, atribuir al Estado una competencia que no tiene.

Ese error profundo, Mons. Pie (todavía no cardenal) osó exponerlo, así como la doctrina católica del reinado social de nuestro Señor Jesucristo, al emperador de los franceses, Napoleón III. En una entrevista memorable, con un valor enteramente apostólico, da al príncipe una lección de derecho cristiano, de lo que se llama el derecho público de la iglesia. Con esa célebre conversación terminará este capítulo.

Fue el 15 de mayo de 1856, nos dice el Padre Théotime de Saint Just, de quien tomo esta cita.(6) Al Emperador que se jactaba de haber hecho por la religión más que la Restauración (7) misma, el obispo respondió:

“Me apresuro a hacer justicia de las religiosas disposiciones de Vuestra Majestad y sé reconocer, Señor, los servicios que ella ha hecho a Roma y a la Iglesia, particularmente en los primeros años de su gobierno. ¿Tal vez la Restauración no hizo más que vos? Pero dejadme agregar que ni vos ni la Restauración habéis hecho por Dios lo que había que hacer, porque ni uno ni otro ha restaurado su trono, porque no han renegado los principios de la Revolución cuyas consecuencias prácticas sin embargo, combatís. Porque el evangelio social del cual se inspira el Estado es todavía la declaración de los derechos del hombre, que no es otra cosa, señor, más que la negación formal de los derechos de Dios.

Ahora bien, es derecho de Dios gobernar tanto a los Estados como a los individuos. No es otra cosa lo que Nuestro señor ha venido a buscar a la tierra. El debe reinar inspirando las leyes, santificando las costumbres, esclareciendo la enseñanza, dirigiendo los consejos, regulando las acciones tanto de los gobiernos como de los gobernados. Allí donde Jesucristo no ejerce ese reinado, hay desorden y decadencia.

Ahora bien, no tengo el derecho de deciros que Él no reina entre nosotros y que nuestra Constitución está lejos de ser la de un Estado cristiano y católico. Nuestro derecho público establece bien que la religión católica es la de la mayoría de los franceses, pero agrega que los otros cultos tienen derecho a una protección igual. ¿No es eso proclamar equivalentemente que la Constitución protege por igual la verdad y el error? ¡Y bien! Señor, ¿sabéis vos lo que Jesucristo responde a los gobiernos que se hacen culpables de tal contradicción? Jesucristo, Rey del cielo y de la tierra, les responde: “y Yo también, gobiernos que os sucedéis derrocándoos los unos a los otros, yo también os acuerdo una igual protección. He acordado esta protección al emperador vuestro tío, he acordado la misma protección a los Borbones, la misma protección a Luis Felipe, la misma protección a la República y a vos también, la misma protección os será acordada”.

El Emperador detiene al obispo: “Pero todavía creéis vos que la época en la cual vivimos comporta tal estado de cosas y que ha llegado el momento de establecer ese reino exclusivamente religioso que vos me pedís? ¿No pensáis, Monseñor, que sería desencadenar todas las malas pasiones?”

“Señor, cuando los grandes políticos como Vuestra Majestad me objetan que no ha llegado el momento, no me queda más que inclinarme, porque no soy un gran político. Pero soy obispo, y como obispo les respondo: “No ha llegado el momento de reinar para Jesucristo, ¡y bien!, entonces tampoco ha llegado para los gobiernos el momento de perdurar.”(8)

Para cerrar estos 2 capítulos sobre los aspectos del liberalismo, quisiera hacer resaltar lo que hay de más fundamental en la liberación que propone a los hombres, solos o reunidos en sociedad. El liberalismo, he explicado, es el alma de toda revolución, es igualmente, desde su nacimiento en el siglo XVI el enemigo omnipresente de Nuestro Señor Jesucristo, el Dios encarnado. De allí que no haya dudas: puedo afirmar que el liberalismo se identifica con la revolución. El liberalismo es la revolución en todos los dominios, la Revolución radical.

Mons. Gaume escribió algunas líneas sobre la revolución que mas parece caracterizan perfectamente al liberalismo.

“Si arrancando su máscara, le preguntáis (a la Revolución): ¿quién eres tu? Ella os dirá: “Yo no soy lo que se cree. Muchos hablan de mí y pocos me conocen. No soy ni el carbonarismo… ni el motín… ni el cambio de la monarquía en república, ni la substitución de una dinastía por otra, ni la turbación momentánea del orden público. No soy ni los aullidos de los jacobinos, ni los furores de la Montagne, ni el combate de las barricadas, ni el pillaje, ni el incendio, ni la ley agraria, ni la guillotina, ni los ahogamientos. No soy ni Marat, ni Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kassuth. Esos hombres son mis hijos, pero no yo. Esas cosas son mis obras, pero no yo. Esos hombres y esas cosas son hechos pasajeros y yo soy un estado permanente.

Soy el odio de todo orden que no haya sido establecido por el hombre y en el cual él no sea a la vez rey y Dios. Soy la proclamación de los derechos del hombre sin importar los derechos de Dios. Soy la fundación del estado religioso y social en la voluntad del hombre en lugar de la voluntad de Dios. Soy Dios destronado y el hombre en su lugar. He aquí porqué me llamo Revolución, es decir subversión…”(9)

Notas:
(1) Daniel Rops, “La Iglesia de las revoluciones”, pág. 63.
(2) Daniel Rops, “La Iglesia de las revoluciones”, pág 64.
(3) (Obra de Kant, 1793).
(4) Cardenal Pie, obispo de Poitiers, Obras: T.II, págs. 380, 381, citado por Jean Ousset, “Para que El reine, pág.117.
(5) Carta sobre Le Sillon – “Nuestro cargo apostólico”, del 25 de agosto de 1910, PIN -430.
(6) P. Théotime de Saint Just, “La realeza social de N. S. Jesucristo, según el Cardenal Pie”, París, Beauchesne, 1925 (2ª edición) Págs. 117-121.
(7) La “Restauración” designa la restauración de la monarquía por Luís XVIII, después de la Revolución francesa y el Primer Imperio. Esta Restauración, por desgracia, había consagrado el principio liberal de la libertad de cultos.
(8) Historia del Cardenal Pie, T. I, L. II, Cáp. II págs.698-699.
(9) Mons. Gaume, “La Revolución, búsquedas históricas”, Lille, Secretariado Sociedad San Pablo, 1877, T. I, pág. 18 citado por Jean Ousset, “Para que El reine”, pág. 122.

LE DESTRONARON
Mons. Marcel Lefebvre

Trascrito por Inmaculada