¿LA LEY OPRIME LA LIBERTAD?
“[La libertad consiste] en que, por medio de las
leyes
civiles,pueda cada uno fácilmente vivir según
los mandamientos de la ley eterna.”
León XIII, Libertas
No sabría resumir mejor los desastres producidos por el liberalismo en todos los ámbitos, expuestos en el capítulo precedente, más que citando un pasaje de una carta pastoral de obispos que data de hace cien años, pero que sigue todavía actual un siglo más tarde.
“Actualmente, el liberalismo es el error capital de las inteligencias y la pasión dominante de nuestro siglo. Forma una atmósfera infectada que envuelve por todas partes al mundo político y religioso, y es un peligro supremo para la sociedad y para el individuo.
Enemigo tan gratuito como injusto y cruel de la Iglesia Católica, amontona en manojo, en un desorden insensato, todos los elementos de destrucción y de muerte, a fin de proscribirla de la tierra.
Falsea las ideas, corrompe los juicios, adultera las conciencias, debilita los caracteres, enciende las pasiones, somete a los gobernantes, subleva a los gobernados, y, no contento de apagar (si eso le fuera posible) la llama de la Revelación, se lanza inconsciente y audaz para apagar la luz de la razón natural.”(1)
Enunciado del principio liberal
Pero en medio de tal caos de desórdenes, en un error tan multiforme, ¿es posible descubrir el principio fundamental que explica todo? Ya lo dije, siguiendo al Padre Roussel: “El liberal es un fanático de independencia.” Es eso. Pero tratemos de precisar.
El Card. Billot, cuyos tratados teológicos fueron mis libros de estudio en la Universidad Gregoriana y en el Seminario Francés de Roma, ha consagrado al liberalismo algunas páginas enérgicas y luminosas en su tratado sobre la Iglesia(2). Enuncia como sigue, el principio fundamental del liberalismo:
“La libertad es el bien fundamental del hombre, bien sagrado e inviolable, bien que no puede ser sometido a ningún tipo de coacción; en consecuencia, esta libertad sin límite debe ser la piedra inamovible sobre la cual se organizarán todos los elementos de las relaciones entre los hombres, la norma inmutable según la cual serán juzgadas todas las cosas desde el punto de vista del derecho; de allí que sea equitativo, justo y bueno, todo lo que en una sociedad tenga por base el principio de la libertad individual inviolada; inicuo y perverso lo demás. Ese fue el pensamiento de los autores de la Revolución de 1789, revolución cuyos frutos amargos el mundo entero sigue experimentando. Es el único objeto de la ‘Declaración de los Derechos del Hombre’, de la primera línea hasta la última. Eso fue, para los ideólogos, el punto de partida necesario para la reedificación completa de la sociedad en el orden político, en el orden económico, y sobre todo en el orden moral y religioso.”(3)
Pero diréis, ¿la libertad no es lo propio de los seres inteligentes? ¿No es entonces justo que se haga de ella la base del orden social? ¡Ojo! os responderé: ¿De qué libertad me habláis? Pues esa palabra tiene varios sentidos que los liberales se ingenian en confundir, cuando en realidad es necesario distinguirlos.
Hay libertad y libertad...
Hagamos entonces un poco de filosofía. La reflexión más elemental nos muestra que hay tres clases de libertad.
1. Primero, la libertad psicológica, o libre albedrío, propia de los seres provistos de inteligencia y que es la facultad de determinarse hacia tal o cual cosa, independientemente de toda necesidad interior (reflejo, instinto, etc.). El libre albedrío constituye la dignidad radical de la persona humana, que es ser sui juris es decir depender de sí misma, y por lo tanto ser responsable, lo que no es el animal.
2. Después tenemos la libertad moral, que se refiere al uso del libre albedrío: uso bueno si los medios elegidos son buenos en sí mismos, conducen a la obtención de un buen fin, uso malo si no conducen a él. De ahí que la libertad moral es esencialmente relativa al bien. El Papa León XIII la definió magníficamente y de una manera muy simple: la libertad moral, dice, es “la facultad de moverse en el bien”. La libertad moral no es por lo tanto un absoluto, es totalmente relativa al Bien, es decir, finalmente, a la ley. Pues es la ley, primeramente la ley eterna que está en la inteligencia divina, y luego la ley natural que es la participación de la ley eterna en la criatura racional, la que determina el orden puesto por el Creador entre los fines que El asigna al hombre (sobrevivir, multiplicarse, organizarse en sociedad, llegar a su fin último, el Summum Bonum que es Dios) y los medios aptos para alcanzar esos fines. La ley no es una antagonista de la libertad, al contrario, es una ayuda necesaria, lo cual vale también para las leyes civiles dignas de ese nombre. Sin la ley, la libertad degenera en libertinaje, que es “hacer lo que me place”. Precisamente algunos liberales, haciendo de esta libertad moral un absoluto, predican el libertinaje, es decir la libertad de hacer indiferentemente el bien o el mal, de adherir indiferentemente a lo verdadero o a lo falso. Pero, ¿quién no ve que la posibilidad de no hacer el bien, lejos de ser la esencia y la perfección de la libertad, es la marca de la imperfección del hombre caído? Más aún, como lo explica Santo Tomás(4), la facultad de pecar no es una libertad, sino una servidumbre: “Aquél que comete el pecado es esclavo del pecado” (Juan 8, 34).
Al contrario, bien guiada por la ley, encaminada entre valiosos topes, la libertad alcanza su fin. He aquí lo que expone el Papa León XIII a este respecto:
“Puesto que la libertad es en el hombre de tal condición, pedía ser fortificada con defensas y auxilios a propósito para dirigir al bien todos sus movimientos y apartarlos del mal; de otro modo hubiera sido gravemente dañoso al hombre el libre albedrío. Y en primer lugar fue necesaria la ley, esto es, una norma de lo que había de hacerse y omitirse.”(5)
Y León XIII concluye su exposición por esta admirable definición, que llamaría “plenaria”, de la libertad:
“[La libertad] si ha de tener nombre verdadero de libertad en la sociedad misma, no ha de consistir en hacer lo que a cada uno se le antoja, de donde resultaría grandísima confusión y turbulencias, opresoras al cabo de la sociedad; sino en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada uno fácilmente vivir según los mandamientos de la ley eterna.”(6)
3) Finalmente la libertad física, libertad de acción o libertad frente a la coacción, que es la ausencia de coacción exterior que nos impida actuar según nuestra conciencia; precisamente de esta libertad los liberales hacen un absoluto, y por ende esta concepción es la que será necesario analizar y criticar.
Orden natural y ley natural:
Pero antes quisiera insistir sobre la existencia del orden natural y de la ley natural. En efecto, los liberales consienten en admitir leyes, pero leyes que el hombre mismo ha forjado, mientras rechazan todo orden, y toda ley cuyo autor no sea el hombre.
Ahora bien, que haya un orden natural, establecido por el Creador, tanto para la naturaleza mineral, vegetal, animal, como para la naturaleza humana es una verdad científica. A ningún sabio se le ocurriría negar la existencia de leyes grabadas en la naturaleza de las cosas y de los hombres. En efecto, ¿en qué consiste la búsqueda científica, para la cual se gastan millones? ¿Qué es sino precisamente la búsqueda de leyes? Hablamos a menudo de los inventos científicos, pero estamos equivocados: no se ha inventado nada, no se ha hecho más que descubrir las leyes y utilizarlas. Estas leyes que se descubren, esas relaciones constantes entre las cosas, no son los sabios quienes las crean. Lo mismo ocurre con las leyes de la medicina que rigen la salud y las leyes de la psicología que rigen el acto plenamente humano; todos están de acuerdo para decir que esas leyes no las crea el hombre, sino que las encuentra ya puestas en la naturaleza humana. Ahora bien, en cuanto se trata de encontrar las leyes morales que rigen los actos humanos, en relación a los principales fines del hombre, los liberales no hacen más que hablar de pluralismo, creatividad, espontaneidad, libertad; según ellos cada individuo o cada escuela filosófica puede construir su propia ética, ¡Como si el hombre, en la parte razonable y voluntaria de su naturaleza, no fuera una criatura de Dios!
¿El alma humana se ha hecho o se hace a sí misma? Es evidente que las almas, a pesar de toda su complejidad y de todas sus diversidades, han sido hechas según el mismo modelo y poseen la misma naturaleza. Ya sea el alma de un Zulú de África del Sur, o de un Maorí de Nueva Zelandia, ya sea un Santo Tomás de Aquino, o un Lenín, se trata siempre de un alma humana.
Una comparación hará entender lo que quiero decir: no se compra actualmente ningún objeto un tanto complicado, tal como una lavadora, una copiadora, una computadora, sin pedir el instructivo. Hay siempre una ley para usarlos, una regla que explica el buen uso del objeto, a fin de lograr que trabaje correctamente, para hacerle llegar a su fin. Y esta regla, está establecida por aquel que ha concebido dicha máquina, y no por el ama de casa que se creyera libre de jugar con todos los botones y todas las teclas. Ahora bien, guardando las debidas proporciones, ocurre lo mismo con nuestra alma y Dios. Dios nos da un alma que El crea, y necesariamente nos da leyes: nos da los medios para utilizarlos y así alcanzar nuestros fines, en especial nuestro fin último, que es Dios mismo conocido y amado en la vida eterna.
¡Ah, de esto no queremos saber nada!, exclaman los liberales; las leyes del alma humana, es el hombre quien debe crearlas. No nos sorprendamos entonces si hacen del hombre un desequilibrado, con obligarle a vivir en oposición con las leyes de su naturaleza. Imaginamos árboles que se sustrajesen a las leyes vegetales: y bien, morirían, ¡está claro! Árboles que renunciasen a hacer subir la savia, o pájaros que se negaran a buscar su alimento porque esta contingencia no les agrada: y bien, ¡morirían! No seguir la ley, lo que les dicta su instinto natural, ¡es la muerte! Notemos aquí que el hombre no sigue un instinto ciego como los animales: Dios nos ha dado el inmenso don de la razón, a fin de que tengamos la inteligencia de la ley que nos rige, para poder dirigirnos libremente hacia el fin, ¡pero no sin aplicar la ley! La ley eterna y la ley natural, la ley sobrenatural, y luego, las otras leyes que derivan de las primeras: leyes humanas, civiles o eclesiásticas, todas esas leyes son para nuestro bien, nuestra felicidad está allí. Sin un orden preconcebido por Dios, sin leyes, la libertad sería para el hombre un regalo envenenado. Tal es la concepción realista del hombre, que la Iglesia defiende contra los liberales tanto cuanto puede. Fue particular virtud y cualidad del gran Papa Pío XII haber sido el campeón del orden natural y cristiano frente a los ataques del liberalismo contemporáneo.
Para volver a la libertad, digamos brevemente, que ésta no se comprende sin la ley: son dos realidades estrictamente correlativas, sería absurdo separarlas u oponerlas:
“Por donde se ve que la libertad, no sólo de los particulares, sino de la comunidad y sociedad humana, no tiene absolutamente otra norma y regla que la ley eterna de Dios.”(7)
Notas:
(1) Carta pastoral de los obispos del Ecuador a sus diocesanos del 15 de julio 1885.
(2) De Ecclesia Christi, Pontificia Universitas Gregoriana, Roma, 1929, T. II, págs. 17-59.
(3) Traducción condensada del texto latino, por el Padre Le Floch, Le Card. Billot, Lumière de la Théologie [El Card. Billot, Luz de la Teología], 1932, pág. 44.
(4) Comentando las palabras de Jesucristo en San Juan.
(5) Encíclica Libertas del 25 de julio de 1888, en E. P., pág. 359, N° 6.
(6) Op. cit., pág. 361, N° 8.
(7) Encíclica Libertas, en E. P., pág. 361, N° 8.
LE DESTRONARON
Mons. Marcel Lefebvre