V
De la práctica de esta virtud
Pero vengamos ya a la práctica, y veamos más en particular en qué cosas debemos conformar nuestra voluntad con la de Dios.
1.º En los accidentes ordinarios de la vida.
Y en primer lugar debemos sobrellevar con resignación los trabajos y naturales calamidades que acaecen fuera de nosotros, como son el mucho calor, el frío excesivo, la lluvia, las carestías, las pestilencias y otras semejantes. En estos casos guardémonos mucho de decir: ¡Qué calor más insoportable! ¡Qué frío tan espantoso! ¡Qué desgracia! ¡Qué suerte más lastimosa! ¡Qué tiempo más triste!, y otras parecidas expresiones, que demuestran poca o ninguna conformidad con la voluntad de Dios. Debemos admitir las cosas tales como se presentan, porque el Señor es el que todas las dispone.
San Francisco de Borja llegó una noche a una casa de la Compañía mientras nevaba: llamó varias veces a la puerta y como dormían tranquilos, nadie le abrió. Al amanecer se lamentaron todos los de la casa por haberlo dejado expuesto a la intemperie; mas el Santo les contestó diciendo que durante aquel tiempo había experimentado inefables dulzuras, al pensar que Dios le estaba arrojando sobre la cabeza aquellos copos de nieve.
Debemos también conformarnos con la voluntad del Señor cuando padecemos algo en nuestra persona, como hambre, sed, pobreza, deshonras y desolaciones interiores. En todos estos trances nuestro lema debe ser el siguiente: "Que el Señor haga y deshaga en mí como le plazca; sólo quiero lo que El quiera, y a pesar de todo estaré contento."
Dice el P. Rodríguez que cuando el demonio procura algunas veces inquietarnos con algunas tentaciones de pensamientos condicionales, para hacernos caer en el pecado, debemos responder con un acto de adhesión a la voluntad de Dios. Si el otro te dijese esto ¿qué responderías?, si acaeciese esto, ¿qué harías?, en este caso, ¿cómo te habrías? A estas cosas debemos responder a ojos cerrados: "Yo diría o haría lo que entendiera que era la voluntad de Dios." Por este medio evitaremos todo pecado, y nos libraremos de cualquier angustia.
2.º En los defectos naturales.
Tampoco debemos lamentarnos de nuestra mala suerte cuando nos veamos cargados de defectos de alma y cuerpo, tales como mala memoria, ingenio tardo, poca habilidad, quebrantada salud o algún miembro del cuerpo contrahecho. ¿Hemos nosotros merecido, o Dios estaba obligado a darnos entendimiento más claro, o cuerpo mejor formado? ¿No estaba en su mano habernos dado solamente las facultades como a los brutos animales, o habernos dejado en la nada de que nos sacó? ¿Quién al recibir algún don pone condiciones para aceptarlo? Demos, pues, gracias a Dios por lo que su bondad infinita nos ha concedido y contentémonos con lo que nos ha dado.
¿Quién sabe si teniendo más claro talento, o salud más robusta, o rostro más agraciado, nos habríamos de perder? ¿Para cuántos su mucho talento y vastísima ciencia no ha sido ocasión de perderse, por haber menospreciado a los demás o hinchándose con el humo de vanidad? Porque en este escollo están muy expuestos a naufragar los que se aventajan en talento y en ciencia. ¿Para cuántos la hermosura y fortaleza del cuerpo ha sido motivo de caer en mil precipicios? ¡Cuántos hay, por el contrario, que por ser pobres, o deformes, o estar enfermos, se han santificado y salvado, y que se hubieran condenado si Dios les hubiera dado riquezas, o salud o hermosura! Sepamos, por tanto, contentamos con lo que Dios nos da; porque sólo una co-sa es necesaria (Luc. X), es decir, nuestra salvación, y no la belleza, ni la salud, ni el talento.
3.º En las enfermedades.
De modo especial debemos resignarnos a la voluntad de Dios en las enfermedades, abrazándonos con ellas como vienen y para todo el tiempo que Dios fuere servido que las padezcamos. Podemos y debemos usar de los remedios ordinarios, que también esto es voluntad de Dios; pero si no producen su efecto, conformémonos con su querer y beneplácito, que nos será de más provecho que la misma salud. En estos casos he aquí lo que debemos decir al Señor: "Yo, Dios mío, ni deseo curar, ni estar enfermo; sólo quiero lo que Vos queráis."
Aunque es más perfecto no lamentarse en la enfermedad de los trabajos que en ella se padecen, sin embargo, no es defecto ni falta de virtud hablar de ellos a los amigos, y aun pedirle a Dios que nos alivie, mayormente cuando la enfermedad nos agobia y martiriza. Entiendo hablar aquí de los grandes padecimientos que nos aquejan, porque es señal de mucha imperfección el quejarse y lamentarse y exigir que todo el mundo se compadezca de nosotros al sentir la menor molestia o el más insignificante malestar. De lo primero nos da ejemplo Jesucristo, que estando para comenzar su dolorosa Pasión, descubrió su angustia a los discípulos diciendo: Mi
alma siente angustias mortales (Matth.XXXI, 38)y pidió al Eterno Padre que le librase de ellas. Padre mío —le dijo— si es posible no me hagas beber este cáliz. Pero nuestro amoroso Salvador nos enseñó al mismo tiempo lo que debemos hacer después de semejantes plegarias: resignarnos luego a su voluntad santísima y añadir con él: Pero, esto no obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú.
Personas hay que se forjan la ilusión de desear la salud, no para evitar el sufrimiento, dicen, sino para servir mejor al Señor, para observar con más perfección la Regla, para servir a la Comunidad, para ir a la iglesia y comulgar y hacer penitencia y emplearse en los ministerios de la salvación de las almas, confesando y predicando.
Pero, decidme, por vuestra vida, ¿por qué deseáis hacer estas cosas? ¿Por ventura para dar gusto a Dios? ¿Por qué andar buscando complacerle, cuando estáis ciertos de que es de su agrado que no recéis, ni comulguéis, ni hagáis penitencia, ni estudiéis, ni prediquéis, sino que con paciencia estéis tranquilos en vuestro lecho soportando los dolores que os aquejan? Unid entonces vuestros dolores a los de Jesucristo.
Pero lo que me desagrada, dice otro, es que estando enfermo soy carga para la Comunidad y doy pesadumbre a la casa. Pero si tú te resignaras a la voluntad de Dios, debes también creer que tus Superiores harán lo mismo, viendo que no por mala voluntad, sino por voluntad de Dios eres gravoso a la casa.
Pero ¡ah!, que estas quejas y estos lamentos no nacen ordinariamente de amor a Dios, sino del amor propio, que va buscando pretextos para sustraerse a la voluntad del Señor. Si de veras queremos complacerle cuando nos veamos clavados en el lecho del dolor, digámosle estas solas palabras: Hágase tu voluntad, y repitámoslas cien y hasta mil veces, repitámoslas siempre, que con ellas daremos más gusto a Dios que con todas las mortificaciones y devociones que podamos hacer. No hallaremos mejor manera de servirle que abrazándonos alegremente con su adorable voluntad.
El B.P. Juan de Avila, escribiendo a un sacerdote enfermo, le dice: "No tanteéis, amigo, lo que hicierais estando sano, mas cuánto agradaréis al Señor con contentaros de estar enfermo. Y si buscáis, como creo que buscáis, la voluntad de Dios puramente, ¿qué más os da estar enfermo que sano, pues que su voluntad es todo nuestro bien?" Y tanto es así, que Dios es menos glorificado por nuestras obras que por nuestra resignación a su voluntad santísima. Por esto decía San Francisco de Sales que más se sirve a Dios padeciendo que obrando.
A las veces nos faltarán el médico y las medicinas, o bien el facultativo no acertará con nuestra enfermedad; pues también en esto debemos conformarnos con la voluntad de Dios, que dispone así las cosas para nuestro bien y provecho.
Estando enfermo un devoto de Santo Tomás de Cantorbery, fuese al sepulcro del Santo, para impetrar de él la salud. Al tornar a su patria, volvió en completa salud; pero entrando en juicio consigo mismo, se dijo: "¿Para qué quiero yo la recobrada salud, si la enfermedad me ayudaba mejor para salvarme?" Agitado con este pensamiento volvió a la tumba del Santo, le pidió que intercediera con Dios para que le concediera lo que más le conviniera a su eterna salvación. Apenas hubo terminado esta plegaria, cayó enfermo, y quedó a la vez muy consolado, persuadido como estaba de que el Señor así lo disponía para su mayor bien.
Refiere Surio que un ciego recobró la vista por intercesión del Obispo San Vedasto; pero después le pidió al Santo que si el uso de la vista no conducía a la salvación eterna de su alma le tornase a poner ciego; su oración fue oída, y se quedó ciego como hasta entonces había estado.
Cuando estemos enfermos, lejos de pedir la salud o la enfermedad, debemos abandonarnos a la voluntad de Dios, para que disponga de nosotros como más le agrade. Con todo, si nos determinamos a pedir la salud pidámosla siempre con resignación, y a condición de que la salud del cuerpo no sea perjudicial a la de nuestra alma; de otra suerte, nuestra oración será defectuosa y quedará sin respuesta, porque el Señor no acostumbra a oír las oraciones hechas sin resignación.
En mi concepto la enfermedad es la piedra de toque de los espíritus, porque a su contacto se descubre la virtud que un alma atesora. Si soporta la prueba sin turbarse, sin lamentarse, ni inquietarse; si obedece al médico y a los superiores; si permanece tranquila y resignada a la voluntad de Dios, es señal de que está bien fundada en virtud. Pero, ¿qué pensar de un enfermo que prorrumpe en lamentos y se queja de que le asisten mal, que padece insoportables trabajos, que no halla alivio en los remedios, que dice que el médico es un ignorante y que llega hasta murmurar de Dios, pensando que le carga con demasía la mano?
Refiere San Buenaventura en la vida de San Francisco, que estando un día el Santo trabajado por dolores espantosos, uno de sus religiosos, hombre por extremo sencillo, le dijo: "Pedid a Dios, Padre mío, que os alivie en vuestros trabajos y que no cargue tanto sobre vos la mano." Oyendo esto el Santo, lanzó un suspiro y exclamó: 'Sabed, hermano, que si no estuviera persuadido de que habéis hablado por sencillez, no quisiera veros por más tiempo en mi presencia, por haberos atrevido a poner vuestra lengua en los juicios de Dios.' Y luego, aunque débil y extenuado por la enfermedad, arrojóse de la cama al suelo, y besándolo dijo: "Gracias os doy, Señor, por los dolores que me enviáis; os suplico que me los aumentéis, si es de vuestro agrado. Mi mayor gusto sería que me aflijáis más, sin ceder un punto, porque en cumplir vuestra voluntad hallo yo el mayor consuelo que en esta vida puedo experimentar."
4.º En la pérdida de las personas queridas.
De esta misma suerte hemos de portarnos, cuando nos sobrevenga la pérdida de alguna persona útil a nuestro provecho espiritual o temporal. Almas piadosas hay que en este punto caen en mil defectos, por no querer resignarse a la voluntad de Dios; debemos estar persuadidos de que nuestra santificación depende, no de nuestros directores espirituales, sino de Dios. Cierto que el Señor desea que nos sirvamos del padre espiritual en la dirección de nuestra conciencia; pero cuando nos lo quita, también desea que, lejos de disgustarnos, pongamos toda nuestra confianza en su bondad, diciéndole: "Vos, Señor, me habéis dado por guía al director de mi conciencia, pero ahora me priváis de él, cúmplase en todo vuestra santísima voluntad; suplid Vos ahora su ausencia y enseñadme lo que debo hacer para agradaros.
Con las mismas disposiciones debemos aceptar de las manos de Dios todas las demás cruces que se sirva enviarnos.
Pero me dirás que tantos trabajos son otros tantos castigos. —Pero, dime: los castigos que Dios nos manda en esta vida, ¿no son otras tantas gracias y beneficios? Si hemos ofendido a la majestad de Dios, debemos satisfacer a su divina justicia de alguna manera en este mundo o en el otro. Por eso debemos decir todos con San Agustín: "Aquí quema, aquí corta, aquí no perdones, para que perdones en la eternidad." Y con el Santo Job: Mi consuelo sería que, sin perdonarme, fueses afligiéndome con dolores (Job. VI, 10). A la verdad, un alma que ha merecido el infierno, debiera consolarse al ver que Dios la castiga, persuadida de que se dignará librarla de los tormentos eternos. Cuando el Señor nos someta a algún trabajo, digamos con el sacerdote Helí: El es el Señor, haga lo que sea agradable a sus ojos (Reg. III, 18).
5.º En las desolaciones de espíritu.
Debemos también resignarnos a la voluntad de Dios en las desolaciones espirituales. Cuando un alma se entrega a la vida espiritual, acostumbra el Señor comunicarle todo género de consolaciones interiores, a fin de desprenderla de los placeres del mundo; mas luego que la ve bien fundada en la virtud, le retira su favor, para probar si su amor es verdadero y se determina a servirlo y amarlo sin interés y sin el aliciente de los gustos sensibles. "¿Piensas, hija, dijo el Señor a Santa Teresa, que está el merecer en gozar? No está sino en obrar y en padecer y en amar." "No está el amor, decía la Santa en su vida, en tener lágrimas, sentir gustos y ternuras..., sino en servir con justicia y fortaleza de ánimo y de verdad..." Y añade: "Tengo para mí que quiere el Señor... dar estos tormentos y otras muchas tentaciones para probar a sus amadores." Que el alma, favorecida del Señor con caricias y regalos, se los agradezca, está bien; pero que no se aflija ni impaciente cuando se encuentra angustiada y desolada. Menester es estar muy sobre aviso en este punto, porque hay almas que se imaginan que Dios las ha abandonado, o que la vida espiritual no es para ellas, cuando sienten aridez y sequedad, y a causa de esto abandonan la oración, perdiendo así todo el fruto de su trabajo.
El tiempo de los espirituales desconsuelos es el más a propósito para ejercitarnos en la resignación a la voluntad de Dios. No pretendo que dejéis de experimentar angustia y pesar al sentiros privados de la presencia sensible del Señor; porque es muy natural que el alma sienta tal privación y se lamente de ella, puesto que se lamentó nuestro amoroso Salvador cuando desde lo alto de la cruz pronunció aquellas angustiosas palabras: ¡Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? (Mtth. XXVII, 46). Pero cualquiera que sea nuestro desconsuelo, debemos resignarnos siempre a la voluntad de Dios.
Todos los Santos han padecido estas desolaciones e interiores desamparos. " ¡Qué duro está mi corazón! —exclamaba San Bernardo—, no tengo gusto ni parar leer, no hallo descanso ni en la oración ni en la meditación." Ordinariamente los Santos han padecido muchas sequedades y han gozado de muy pocos consuelos; éstos suele el Señor concederlos de vez en cuando a las almas flacas, temeroso de que abandonen la vida espiritual; en cambio, los verdaderos gustos y contentos, premio de nuestra virtud, los tiene reservados para el Cielo. Esta tierra es lugar de merecimiento, y se merece padeciendo, al paso que el Cielo es ya lugar de premio y de descanso. Por esto cabalmente los Santos, durante su peregrinación en este mundo han buscado, no los gustos y placeres sensibles, sino el fervor del espíritu, que se halla en padecer. "Más vale sin comparación estar en trabajos, decía el Padre Maestro Avila, si el Señor lo manda, que estar en el Cielo sin su querer."
Pero me dirás: "Si yo supiera que esta desolación me viene de la mano de Dios, la sobrellevaría con gusto; pero lo que más me aflige y atormenta, es el temor de que me sobrevenga por culpa mía y en castigo de mi mucha tibieza."
Pues bien; acaba con tu tibieza y comienza a ser más diligente en el servicio de Dios; pero inquietarte y abandonar la oración porque la sequedad te agobia, ¿no ves que con esto doblas tu mal? Supongamos que la sequedad de tu corazón sea un castigo, como dices; pero este castigo, ¿no te lo manda Dios? Acéptalo como merecido por tu infidelidad, y únete a la voluntad de Dios. ¿No dices que has merecido el infierno? Entonces ¿por qué te quejas?; ¿mereces acaso que Dios te inunde de consuelos? Resígnate, pues, y soporta el desamparo en que el Señor te deja, no abandones la oración, ni el camino que has emprendido, y teme que tus quejas y lamentos no provengan de tu poca humildad y de tu poca resignación a la voluntad de Dios. El fruto
más sazonado y abundante que un alma puede sacar de la oración, es unirse a la voluntad de Dios, diciendo con resignación: "Acepto, Señor, este trabajo como venido de vuestras manos, y lo acepto porque es de vuestro agrado; si queréis que gima bajo su peso por toda la eternidad, dispuesto estoy a ello." Orar así, aunque con gran hastío, te será de más provecho que los más regalados consuelos.
Pero aquí es de advertir que no siempre la sequedad es un castigo; veces hay que el Señor dispone que caigamos en espiritual desconsuelo para nuestro mayor provecho y para que nos conservemos en la humildad. A fin de que San Pablo no se ensoberbeciese por los dones que el Cielo le había otorgado, permitió el Señor que fuese atormentado con tentaciones de impureza. Y para que la grandeza de las revelaciones no me desvanezca, escribe el Santo Apóstol, se me ha dado el estímulo de mi carne, que es como un ángel de Satanás, para que me abofetee (II Cor. XII). No es de maravillar que uno haga oración cuando sobrenada en consuelos; pero, como dice el Eclesiástico: Hay también algún amigo, compañero en la mesa, el cual en el día de la necesidad ya no se dejará ver (Eccli. VI,10). A buen seguro que no tendrás por amigo sincero a aquel que sólo se limita a sentarse a tu mesa, sino a aquel otro que te asiste con desinterés en tus necesidades.
En la sequedad y en los desconsuelos del alma es cuando Dios prueba a sus verdaderos amigos. Paladio padecía en la oración congojas de muerte; comunicóle a San Macario su desgracia, el cual le dijo: "Cuando te venga el pensamiento de abandonar la oración, respóndele: Por amor a Jesucristo me contento con estar aquí, guardando esta celda." Así debes responder cuando te sientas inclinado a abandonar la oración por creer que estás perdiendo el tiempo: "Yo estoy aquí, puedes decir, para dar gusto a Dios." Decía San Francisco de Sales que aunque en la oración no hiciéramos más que desechar las distracciones y resistir a las tentaciones, nuestra oración sería buena. Y Taulero añade que con no abandonar la oración, a pesar de las sequedades que en ella sintamos, alcanzaremos del Señor mayor cúmulo de gracias que si durante mucho tiempo hubiéramos gozado en ella de sensibles consuelos.
De un gran siervo de Dios se cuenta, según el P. Rodríguez (Ejercicio de perfección, tra. VIII, c.29) que decía: "Cuarenta años ha que sirvo a Nuestro Señor y trato de oración, y nunca he tenido en ella gustos ni consuelos; pero el día que la tengo, siento después en mí un aliento grande para los ejercicios de virtud; y en faltando en esto ando tan caído que no se me levantan las alas para cosa buena." Dicen Gersón y San Buenaventura que hay almas que sirven a Dios con más perfección, cuando no llegan a tener el recogimiento deseado que cuando todo le sale bien, porque entonces andan más diligentes y humilladas; de lo contrario se envanecerían y caerían más fácilmente en tibieza, persuadidas de que habían hallado lo
que buscaban.
Esto que decimos de las sequedades de espíritu vale también para las tentaciones. Debemos procurar evitar las tentaciones; pero si es voluntad de Dios que seamos tentados contra la fe, contra la pureza o contra otra virtud cualquiera, no debemos lamentarnos, sino resignarnos también en esto a la voluntad de Dios. A San Pablo, que pedía al Señor le librase de tentaciones impuras, le respondió: "Bástate mi gracia" (II Cor. XII,9). Si alguna vez nos sucede que no es atendida nuestra oración cuando pedi-mos al Señor que nos libre de una tentación molesta, digámosle: "Haced, Dios mío, lo que os agrade; bástame vuestra gracia; asistidme, a fin de que no me condene." Porque no son las tentaciones, sino el consentimiento que a ellas damos, lo que nos hace perder la gracia de Dios. Las tentaciones, cuando resistimos a ellas, nos hacen más humildes, son mina riquísima de méritos, que nos obligan a recurrir a Dios con más frecuencia, nos preservan de caer en pecado y nos hacen crecer cada vez más en su santo amor.
6.º En la hora de la muerte.
Finalmente, hemos de resignarnos a la voluntad de Dios en lo que mira a nuestra muerte, sea en cuanto al tiempo, sea en cuanto al modo que Dios se sirva enviárnosla. Escalando Santa Gertrudis una escarpada colina, resbaló y cayó en un valle; sus compañeras la preguntaron después si no había tenido miedo a morir sin sacramentos. "Verdad que yo deseo, contestó la Santa, morir fortificada con los santos Sacramentos; pero deseo más lo que Dios quiere, porque estoy persuadida de que la mejor disposición para bien morir es someterse al querer y beneplácito de Dios; mi deseo es morir de la manera que el Señor lo tenga dispuesto."
Se lee en los diálogos de San Gregorio que, habiendo los vándalos condenado a muerte a un sacerdote llamado Santolo, le dieron a escoger el género de suplicio que más le agradara. El santo varón rehusó elegir, diciendo: "Estoy en las manos de Dios, dispuesto a sufrir la muerte que El quiera darme por vuestro medio; ésta escojo y no otra." Este acto agradó tanto al Señor, que, habiendo determinado los bárbaros cortarle de un tajo la cabeza, Dios detuvo el brazo del verdugo; en presencia de tan señalado prodigio resolvieron perdonarle la vida. Por consiguiente, en cuanto a la manera de morir, debemos escoger la muerte que Dios haya determinado enviarnos. Cada vez que pensemos en la muerte, digamos de corazón: Salvadme, Señor, y después enviadme el género de muerte que os agrade.
Resignémonos también a la voluntad de Dios en cuanto a la hora de nuestra muerte. ¿Qué es la tierra sino una cárcel donde gemimos aherrojados, con peligro de perder a Dios a cada instante? Esto es lo que hacía exclamar a David: Saca de esta cárcel a mi alma (Ps. CLI,8). Este temor obligaba a Santa Teresa a suspirar por el momento de la muerte; y cuando oía sonar el reloj se consolaba pensando que había pasado una hora en la que se veía fuera del peligro de perder a Dios. Decía el P.M. Juan de Avila, que cualquiera que se hallara medianamente dispuesto debía desear la muerte, por razón del peligro en que se vive de perder la gracia de Dios. ¿Qué cosa más apreciable que una buena muerte, que nos pone en la imposibilidad de perder la gracia de Dios?
Pero dirás: "Yo no he hecho nada de bueno todavía, ni he ganado mérito alguno para el Cielo." Pero suponiendo que es voluntad de Dios que ahora pierdas la vida, ¿qué harías de provecho viviendo contra su voluntad? Y ¿quién te promete que entonces sería tu muerte tan feliz y segura como la que ahora puedes esperar? ¿Quién sabe si mudando de voluntad caerías en otros pecados que te arrastraran al infierno? Añádase a esto que, viviendo, no puedes vivir sin cometer al menos faltas ligeras. Por esto exclama San Bernardo: "¿Por qué deseamos conservar una vida en la cual, mientras vivamos, tanto más pecamos?" Y, sin embargo, es cierto que más desagrada a Dios un pecado, que pueden agradarle todas las obras buenas que podamos hacer.
Digo además que no ambicionar el Paraíso es manifiesta señal de amar poco a Dios. El que ama desea la presencia del amado; y como quiera que el hombre no puede ver a Dios si no abandona este mundo, por eso los Santos suspiraban por la hora de la muerte, para ir a ver a su amado Señor. "Muera yo, Dios mío, exclamaba San Agustín, para ir a verte." Tengo deseo, decía San Pablo, de verme libre de las ataduras de este cuerpo y estar con Cristo (Phil. I.23). ¡Cuándo será que yo llegue, decía también David, y me presente ante la cara de Dios! (Ps. XLI, 3). Así hablan todas las almas enamoradas del Señor.
Cuenta un autor que, andando un día a caza un caballero, llegó a un bosque, donde oyó una voz humana y harto suave. Entró por el bosque adentro, y halló un pobre leproso carcomido por la enfermedad, y le preguntó si era él quien cantaba. "Yo, señor, era el que cantaba, respondió el leproso. —Y ¿cómo puedes cantar y alegrarte, dijo el caballero, teniendo tantos dolores que te están quitando la vida? Respondió el pobre: Entre Dios, mi Señor, y yo no hay otro medio sino esta pared de lodo, que es este mi cuerpo; quitado, y roto este impedimento iré a gozar de la visión de Su Majestad eterna. Y como veo que cada día se va deshaciendo a pedazos, me gozo y canto."
7.º En los bienes espirituales.
Por último, aun en los grados de gracia y gloria que Dios nos dé, hemos de conformarnos con su voluntad santísima. Debemos estimar en su justo valor lo que se relaciona con la gloria del Señor, pero en mayor aprecio debemos tener su voluntad debemos ambicionar amarle más que los serafines, pero no debemos desear mayor grado de amor del que el Señor ha determinado concedernos.
Dice muy bien el P. Maestro Avila: "No creo que ha habido santo en este mundo que no desease ser mejor de lo que era; mas esto no les quitaba la paz, porque no lo deseaban ellos por su propia codicia y que nunca dicen harto hay; mas por Dios, con cuyo repartimiento estaban contentos, aunque menos les diera, teniendo por amor verdadero el contentarse con lo que El les da más que el desear tener mucho" (Audi filia, C.23).
El cual viene a decir, como explica el P. Rodriguez, que si bien hemos de ser diligentes y fervorosos en procurar nuestra perfección por cuantos medios podamos, a fin de que no se nos entre la tibieza y dejemos de hacer lo que es de nuestra parte so color de decir: Dios me lo ha de dar; todo ha de venir de la mano de Dios, yo no puedo más; sin embargo, después de hacer buenamente lo que es de nuestra parte, más agrada a Dios la humildad y la paciencia en las flaquezas, que esas tristezas y congojas demasiadas que algunos traen. Entonces sin perder el ánimo, levantémonos de nuestras caídas, humillémonos, arrepintámonos y prosigamos nuestro camino, fiados en la ayuda del Señor.
Y aunque también podamos desear estar en el Cielo en el Coro de los serafines, no para tener nosotros más gozo, sino para amar más a Dios y darle mayor gloria, debemos, esto no obstante, resignarnos a su santa voluntad, contentándonos con el grado de gloria y de amor que el Señor se digne por su misericordia otorgarnos.
Defecto harto notable sería el desear ser por Dios regalado con los dones de oración sobrenatural, como éxtasis, visiones, revelaciones. Dicen los maestros de la vida espiritual que las almas favorecidas por Dios con este género de gracias deben pedirle que se las retire, a fin de poder amarle, guiados por la fe, que es el camino más seguro. Muchas almas hay que han llegado a la perfección sin gozar de estas gracias sobrenaturales, sólo la virtud, y sobre todo la conformidad con la voluntad de Dios, es la que levanta a las almas al grado sublime de la santidad.
Y si no es del agrado del Señor levantarnos a tan sublime perfección y gloria, resignémonos en todo a su divino querer, suplicándole al menos nos salve por su infinita misericordia. Obrando así, no será pequeña la recompensa que recibiremos de la generosa mano del Señor, el cual ama con especial predilección a las almas resignadas a su voluntad.
San Alfonso María de Ligorio