CAPITULO 33
Declarase más el tercer grado de humildad, y que de ahí nace
que el
verdadero humilde se tiene en menos que todos.
Para que entendamos Mejor este tercer grado de humildad y nos
podamos fundar bien en él, es menester tomar el agua más de atrás. Así
como arriba dijimos (cap. 4) que todo el ser natural y todas las operaciones
naturales que tenemos, las tenemos de Dios, porque nosotros éramos nada,
y entonces no teníamos fuerza para movernos, ni para ver, ni oír, ni gustar,
ni tender, ni querer; más dándonos Dios el ser natural, nos dio estas
potencias y fuerzas, y así a Él le hemos de atribuir así el ser como estas
operaciones naturales; de la misma manera y con mucha mayor razón
hemos de decir en el ser sobrenatural y obras de gracia, y tanto más cuanto
éstas son mayores y más excelentes. El ser sobrenatural que tenemos, no lo
tenemos de nosotros, sino de Dios; al fin es ser de gracia, que por eso se
llama así, porque es añadido al ser de naturaleza graciosamente. Nosotros
nacimos en pecado, hijos de ira (Ef., 2, 3), enemigos de Dios, el cual nos
sacó de aquellas tinieblas a su admirable luz, como dice el Apóstol San
Pedro (1 Pedro 2, 9). Nos hizo Dios de enemigos, amigos, de esclavos,
hijos; de no valer nada, tener ser agradable en sus ojos. Y la causa por que
Dios hizo esto no fueron nuestros merecimientos pasados, ni el respeto de
los servicios que le habíamos de hacer, sino por su sola bondad y
misericordia, como dice San Pablo (Rom, 3, 20): [Justificados sois de
balde por gracia de Dios, por la redención que está en Jesucristo], y por
los merecimientos de Jesucristo, único medianero nuestro.
Pues así como no podíamos nosotros salir de la nada que éramos al
ser natural que tenemos, ni podíamos obrar obras de vida, ni ver ni oír ni sentir, sino que todo eso fue dádiva graciosa de Dios, y a Él se lo hemos de
atribuir todo, sin que nos podamos atribuir a nosotros gloria alguna de ello,
así tampoco podíamos salir nosotros de las tinieblas del pecado en que
estábamos y en que fuimos concebidos y nacidos, si Dios por su infinita
bondad y misericordia no nos sacara; ni podíamos obrar obras de vida, si
Él no nos diera su gracia para ello; porque el valor y merecimiento de las
obras no es por lo que tienen de nosotros, sino por lo que tienen de la
gracia del Señor: como el valor que tiene la moneda no lo tiene de suyo,
sino por el cuño con que se labra. Y así no debemos atribuirnos gloria
alguna, sino toda a Dios, cuyo es así lo natural como lo sobrenatural,
trayendo siempre en la boca y en el corazón aquello de San Pablo (I Cor,
15, 10): Por la gracia de Dios soy eso que soy.
Mas mí como decíamos que no sólo nos sacó Dios de la nada y nos
dio el ser que tenernos, sino que aun después que fuimos criados y
recibimos el ser, no nos tenemos en nosotros mismos, sino que nos está
Dios sustentando, teniendo y conservando con su mano poderosa para que
no caigamos en el pozo profundo de la nada, de la cual primero nos sacó;
de la misma manera en el ser sobrenatural, no sólo nos hizo Dios merced
de sacarnos de las tinieblas de los pecados en que estábamos a la luz
admirable de la gracia, sino siempre nos está conservando y teniendo de su
mano para que no tornemos a caer; de tal manera, que si un punto apartase
y alzase Dios su mano y guarda de nosotros, y diese licencia al demonio
para que nos tentase cuanto quisiese, nos tornaríamos a los pecados
pasados y a otros peores. [Dios anda siempre a mi diestra para que no sea
movido], decía el Profeta David (Sal., 15, 8). Vos estáis siempre a mi lado,
teniéndome para que no sea derribado; vuestro es, Señor, el levantarnos de
la culpa, y vuestro es el no haber vuelto a caer en ella. Si me levanté fue
porque me disteis la mano; y si ahora estoy en pie, es porque Vos me
tenéis para que no caiga. Pues así como decíamos que aquello basta para
tenernos en nada, porque de nuestra parte eso somos, y eso éramos, y eso
seríamos si Dios no nos estuviese siempre conservando, así esto también
basta para tenernos siempre por pecadores y malos; porque, cuanto es de
nuestra parte, eso somos y eso fuimos eso seríamos si Dios no nos
estuviese teniendo de su mano.
Y así dice San Alberto Magno que el que quisiere alcanzar la
humildad ha de plantar en su corazón la raíz de la humildad, esto es, que
conozca su propia flaqueza y miseria, y entienda y pondere muy bien, no
sólo cuán vil y miserable es ahora, sino cuán vil y miserable puede ser y
sería el día de hoy si Dios con su mano poderosa no le apartase de los pecados y le quitase las ocasiones y le ayudase en las tentaciones. ¡En
cuántos pecados hubiese yo caído si Vos, Señor, no me hubierais por
vuestra infinita misericordia librado! ¡Cuántas ocasiones de pecar me
habéis excusado que bastaran para derribarme, pues derribaron a David, si
Vos no las atajarais conociendo mi flaqueza! ¡Cuántas veces habéis atado
las manos al demonio para que no me tentase cuanto pudiese y si me
tentase, para que no me venciese. ¡Cuántas veces podría yo decir con
verdad aquellas palabras del Profeta (Sal., 93, 17): Si Vos, Señor, no
hubierais ayudado, ya mi ánima estaría en los infiernos! ¡Cuántas veces
fui combatido y trastornado para caer, y Vos, Señor, me tuvisteis, y poníais
allí vuestra blanda y poderosa mano para que no me lastimase! Si os decía
que mis pies habían resbalado, luego vuestra misericordia me ayudaba.
¡Oh. cuántas veces nos hubiéramos ya perdido si Dios por su infinita
bondad y misericordia no nos hubiera guardo! Pues eso es en lo que nos
hemos de tener, porque eso es lo que somos y lo que tenemos de nuestra
parte, eso fuimos y eso seríamos también ahora si Dios apartase y alzase su
mano y su guarda de nosotros.
De aquí venían los Santos a confundirse, despreciarse y humillarse
tanto, que no se contentaban con tenerse en poco y por malos y pecadores,
sino que se tenían en menos que todos, y por los más viles y pecadores de
cuantos había en el mundo. Un San Francisco, del cual leemos que le había
Dios levantado y encumbrado tanto, que su compañero, estando en
oración, vio allá entre los serafines una silla muy ricamente labrada de
varios esmaltes y piedras preciosas que estaba preparada para él. Y
preguntándole después: Padre, ¿qué reputación tienes de ti? Respondió:
«No creo que hay en el mundo mayor pecador que yo.» Y lo mismo dijo
de sí el glorioso Apóstol San Pablo (1 Tim., 1. 15): Nuestro Señor
Jesucristo vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales el
primero y principal soy yo. Y así nos amonesta a nosotros que procuremos
llegar a esta humildad, que nos tengamos por inferiores y por menos que
todos, y que a todos los reconozcamos por superiores y mejores. Dice San
Agustín: no nos engaña el Apóstol cuando nos dice que nos tengamos por
los menores, y que a todos los tengamos por superiores y mejores, ni nos
manda que usemos palabras de adulación y lisonja. Los Santos no decían
con mentira ni con fingida humildad que eran los mayores pecadores del
mundo, sino con verdad, porque así lo sentían en su corazón. Y así nos
encargan a nosotros que lo sintamos y digamos no por cumplimiento ni
con ficción.
San Bernardo pondera muy bien a este propósito aquel dicho del
Salvador (Lc., 14, 10): Cuando fueres convidado, siéntate en el postrer
lugar. No dijo que escogieseis un lugar mediano, o que os sentaseis entre
los postreros, o en el penúltimo lugar, sino sólo quiere que estéis en el
postrer lugar. No sólo no os habéis de preferir a nadie, pero ni habéis de
presumir de compararos ni igualaros con nadie; sólo habéis de quedar en el
postrer lugar, sin igual en vuestra bajeza, teniéndoos por el más miserable
y pecador de todos: A ningún peligro, dice, os ponéis en humillaros mucho
y poneros debajo de los pies de todos; pero el anteponeros a sólo uno os
puede hacer mucho daño. Y trae aquella comparación común: así como si
pasáis por una puerta baja, no os puede dañar el abajar mucho la cabeza,
pero un tantico menos que os dejéis de bajar de lo que la puerta requiere,
os puede hacer mucho daño y quebraros la cabeza; así en el ánima, el
abajarse y humillarse mucho no puede dañar, empero el dejarse de
humillar un poco, el querer anteponerse e igualar a sólo uno, es cosa
peligrosa. ¿Qué sabes, oh hombre, si ese uno que piensas que es no sólo
peor que tú (que por ventura te parece que ya vives bien), sino que es el
más malo de los malos y el más pecador de los pecadores ha de ser mejor
que ellos y que tú, y si lo es ya delante de Dios? ¿Quién sabe si cruzará
Dios las manos, como Jacob (Gen., 48, 14), y se trocarán las suertes, y
serás tú el desechado y el otro el escogido? ¿Qué sabéis vos lo que ha
obrado Dios en su corazón de ayer acá y en un momento (Eccli., 11, 23)
[Fácil cosa es a Dios de repente enriquecer al pobre]. En un instante
puede Dios hacer de un publicano y de un perseguidor de la Iglesia
apóstoles suyos, como hizo a San Mateo y a San Pablo. De pecadores
empedernidos, y más duros que un diamante, puede hacer hijos de Dios
(Mt., 3, 9). ¡Cuán engañado se halló aquel fariseo (Lc., 7. 39). que juzgó a
la Magdalena por mala, y cómo le reprendió Cristo nuestro Redentor, y le
dio a entender que era mejor que él la que él tenía por pública pecadora!
Y así San Benito, Santo Tomás y otros Santos ponen éste por uno de
los doce grados de humildad. Decir y sentir de sí que es el peor de todos.
No basta decirlo con la boca, es menester que lo sintáis así en vuestro
corazón. No pienses haber aprovechado algo sino te tienes por el peor de
todos, dice aquel Santo (Kempis).
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.