CAPÍTULO 34
Como los buenos y los Santos pueden con verdad tenerse en menos
que todos, y decir que son los mayores
pecadores del mundo.
No será curiosidad, sino de mucho provecho, declarar cómo los
buenos y los Santos pueden con verdad tenerse en menos que todos y decir
que son los mayores pecadores del mundo, pues decimos que hemos de
procurar llegar aquí. Algunos Santos no quieren responder a esta cuestión,
sino se contentan con sentirlo ellos así en su corazón. Cuenta San Doroteo
que como el abad Zósimo estuviese un día platicando de la humildad y
dijese esto de sí, se halló allí un sofista o filósofo, y le preguntó: «¿Cómo
te tienes por tan pecador, pues sabes que guardas los mandamientos de
Dios?» Respondió el santo abad: «Yo sé que esto que digo es verdad, y así
lo siento; no me preguntes más.» Empero San Agustín, Santo Tomás y
otros Santos responden a esta cuestión y dan diversas respuestas. La de
San Agustín y Santo Tomás es que poniendo uno los ojos en los defectos
que él conoce en sí, y considerando en su prójimo los dones ocultos que
tiene o puede tener de Dios, puede cada uno con verdad decir de sí que es
más vil y mayor pecador que todos; porque mis defectos los sé yo, y no sé
los dones ocultos que el otro tiene de Dios.
—¡Oh que le veo que comete tantos pecados que yo no cometo!
—¿Y qué sabéis vos lo que Dios ha obrado en su corazón después
acá? En un momento oculta y secretamente puede aquél haber recibido
algún don y merced de Dios, con lo cual os haga ventaja, como aconteció
en aquel fariseo y publicano del Evangelio que entraron a orar al templo:
De verdad os digo, dice Cristo nuestro Redentor (Lc., 18, 14), que el
publicano y tenido por malo salió de allí justificado; y, el fariseo, que se
tenía por bueno, salió condenado. Esto nos había de bastar para
escarmentar, y para que no nos atrevamos a preferir ni comparar con nadie,
sino que nos quedemos solos en el postrer lugar, que es lo seguro.
Al que de verdad y de corazón es humilde, muy fácil cosa le es el
tenerse en menos que todos. Porque el verdadero humilde considera en los
otros las virtudes y lo bueno que tienen, y en sí sus defectos, y anda tan
ocupado en el conocimiento y remedio de ellos, que no se le levantan los
ojos a mirar faltas ajenas, pareciéndole que tiene harto que hacer en llorar
sus duelos; y así a todos los tiene por buenos y a sí solo por malo. Y mientras más santo es uno, más fácil le es esto; porque así como va
creciendo en las demás virtudes, va también creciendo en humildad y
conocimiento propio, y en mayor desprecio de sí mismo, que todo anda
junto. Y mientras más luz y conocimiento tiene de la bondad y majestad de
Dios, más profundo conocimiento tiene de su miseria y de su nada, porque
[un abismo llama a otro abismo] (Sal., 41, 8). Aquel abismo del
conocimiento de la bondad y grandeza de Dios descubre el abismo y
profundidad de nuestra miseria, y hace ver los átomos y polvos infinitos de
las imperfecciones. Y si nosotros nos tenemos en algo, es porque tenemos
poco conocimiento de Dios y poca luz del Cielo. Aún no han entrado por
las puertas de nuestra alma los rayos del Sol de Justicia; y así, no sólo no
vemos los átomos, que son nuestras faltas e imperfecciones menudas, pero
aún tenemos tan corta vista, o, por mejor decir, estamos tan ciegos, que
aun las faltas graves no echamos de ver.
Se añade a esto que ama Dios tanto la humildad, y le agrada tanto
que se tenga uno en poco a sí mismo y o se conserve en eso, que por eso
suele muchas veces en grandes siervos suyos, a quien Él hace muchas
mercedes y beneficios, disfrazar tanto sus dones y comunicarlos tan
secreta y escondidamente que el mismo que los recibe no lo entiende, y
piensa que no tiene nada. Dice San Jerónimo: Toda aquella hermosura del
Tabernáculo estaba cubierta con cilicios, y pieles de animales. Así suele
Dios cubrir y encubrir la hermosura de las virtudes y de sus dones y
beneficios con diversas tentaciones, y a veces con algunas faltas e
imperfecciones que permite, para que así las conserven mejor, como las
brasas cubiertas con las cenizas. San Juan Clímaco dice que como el
demonio procura ponernos delante nuestras virtudes y buenas obras, para
que nos ensoberbezcamos, porque desea nuestro mal, así al contrario, Dios
nuestro Señor, porque desea nuestro mayor bien, suele dar luz artificial a
sus siervos para que conozcan sus faltas e imperfecciones, encubrir y
disfrazar tanto sus dones, que el mismo que los recibe no lo entienda. Y es
doctrina común de los Santos. Dice San Bernardo: «Para conservar la
humildad en sus siervos, suele la divina bondad disponer las cosas de tal
manera, que cuanto uno va aprovechando más, tanto menos piense que
aprovecha, y cuando ha llegado al último grado de la virtud, permite que
tenga alguna imperfección en el primero, para que piense que aún no ha
alcanzado aquél». Lo mismo nota San Gregorio en muchas partes.
Por esto comparan algunos muy bien a la humildad, y dicen
que se ha con las otras virtudes como el sol con las demás estrellas; es esta
razón, que como cuando aparece el sol, desaparecen y se encubren las otras estrellas, así cuando hay humildad en el alma, se encubren las demás
virtudes. y le parece al humilde que no tiene ninguna virtud. Dice San
Gregorio: «Siendo a todos manifiestas estas virtudes, ellos solos no las
ven». De Moisés cuenta la Sagrada Escritura (Éxodo 34, 29) que cuando
salió de hablar con Dios, traía un grande resplandor en su rostro, y lo
veían los hijos de Israel, y él no; así el humilde no ve en sí alguna virtud;
todo lo que ve le parece que son faltas e imperfecciones y aún cree que la
menor parte de sus males es la que él conoce y que son muchos más los
que ignora. Con esto le es fácil tenerse en menos y por el mayor pecador
de cuantos hay en el mundo.
Es verdad, para que lo digamos todo, que como son muchos y
diversos los caminos por donde Dios lleva a sus escogidos, aunque a
muchos lleva por el camino que hemos dicho, de encubrirles sus dones,
que ellos mismos no los vean ni piensen que los tienen, a otros se los
manifiesta y hace que los conozcan para que los estimen y agradezcan. Y
así decía el Apóstol San Pablo (1 Cor., 2, 12): Nosotros hemos recibido,
no el espíritu de este mundo, sino el espíritu de Dios, para que
conozcamos los dones que recibimos de su mano. Y la sacratísima Reina
de los Ángeles muy bien conocía y reconocía las mercedes y dones
grandes que tenía y había recibido de Dios. Dice Ella en su cántico (Lc., 1,
46): Magnifica y engrandece mi alma al Señor, porque ha obrado en Mi
grandes cosas el que es todopoderoso. Y esto no sólo no es contrario a la
humildad y perfección, antes está acompañado de una tan alta y levantada
humildad, que por eso la llaman los Santos humildad de grandes y
perfectos varones.
Hay empero aquí un peligro y engaño grande, de que nos advierten
los Santos, y es que algunos piensan de sí que tienen más dones de Dios de
los que tienen. En el cual engaño estaba aquel miserable a quien mandó
Dios decir en el Apocalipsis (3, 17): Dices que eres rico y que de nada
tienes necesidad, y no entiendes que eres miserable, pobre, ciego y
desnudo. En el mismo engaño estaba aquel fariseo del Evangelio, el cual
daba gracias a Dios porque no era él como los otros hombres (Lc., 18, 11),
creyendo de sí que tenía lo que no tenía, y que era por eso mejor
que los otros. Y algunas veces se nos entra esta soberbia tan oculta y
secretamente, que casi sin sentirlo ni entenderlo estamos muy llenos de
nosotros mismos y de nuestra propia estimación. Por eso es gran remedio
el tener el hombre siempre los ojos abiertos para ver las virtudes ajenas, y
cerrados para ver las suyas propias; y así vivir siempre con un santo temor,
con el cual están más seguros y guardados los dones de Dios.
Pero, al fin, como nuestro Señor no está atado a eso y lleva a los
suyos por diversos caminos, algunas veces, como dice el Apóstol San
Pablo, quiere Él hacer esta particular merced a sus siervos, que conozcan
los dones que de su mano han recibido. Y entonces parece que tiene más
dificultad la cuestión propuesta: ¿Cómo estos santos varones espirituales,
que conocen y ven en sí grandes dones, que han recibido de Dios, pueden
con verdad tenerse en menos que todos, y decir de sí que son los mayores
pecadores del mundo? Ya cuando nuestro Señor lleva a uno por ese otro
camino de encubrirle sus dones, y que no vea en sí ninguna virtud, sino
todo faltas e imperfecciones, no tiene eso tanta dificultad; pero en estos
otros, ¿cómo puede ser? Muy bien puede ser con todo eso; sed vos
humilde como San Francisco, y entenderéis el cómo. Apretándole su
compañero, cómo podía en verdad decir y sentir esto de sí, respondió el
seráfico Padre: «Verdaderamente entiendo y creo, que si Dios hubiera
hecho con un ladrón y con el mayor de los pecadores las misericordias y
beneficios que ha hecho conmigo, que fuera mucho mejor que yo, y que
fuera más agradecido que yo. Y, por el contrario, entiendo y creo que si
Dios levantase su mano de mí, y no me tuviese, que yo cometería mayores
males que todos los hombres y sería peor que todos ellos». Y por esto,
dice, yo soy el mayor pecador y más ingrato de todos los hombres. Ésta es
muy buena respuesta y humildad muy profunda y doctrina maravillosa.
Este conocimiento y consideración es la que hacía a los Santos hundirse
debajo de la tierra, ponerse a los pies de todos, y tenerse con verdad por
los mayores pecadores del mundo; porque tenían plantada y arraigada muy
bien en su corazón la raíz de la humildad, que es el conocimiento de su
propia flaqueza y miseria, y sabían penetrar y ponderar muy bien lo que
ellos eran y tenían de sí; y eso les hacía creer que, si Dios los dejara de su
mano y no les estuviera siempre teniendo, fueran los mayores pecadores
del mundo; y así se tenían por tales. Y los dones y beneficios que habían
recibido de Dios, los miraban ellos, no como cosa suya, sino como cosa
ajena y prestada. Y no sólo no les estorbaba ni impedía para que ellos se
quedasen enteros en su humildad y bajeza y se tuviesen en menos que
todos; antes les ayudaba más a eso, por parecerles que no se aprovechaban
de ellos como debían. De manera que a cualquier parte que volvamos los
ojos, ahora los pongamos en lo que tenemos de nuestra parte, ahora los
levantemos a lo que hemos recibido de Dios, hallaremos harta ocasión para
humillarnos y teneros en menos que todos.
San Gregorio pondera a este propósito aquellas palabras que dijo
David a Saúl, después que pudiéndole matar en la cueva donde había entrado, le perdonó y le dejó ir, se sale tras él y le da voces, diciendo
(Sam., 24, 15): ¿A quién persigues, rey de Israel? A un perro muerto persigues;
a una pulga como yo. Pondera muy bien el Santo: Ya David estaba
ungido por rey y había sabido del Profeta Samuel, que le ungió, que Dios
quería quitar el reino a Saúl y dársele a él, y con todo eso se le humilla, y
se apoca y abate delante de él, sabiendo que Dios le tenía preferido a él, y
que delante de Dios era mejor que él. Para que de aquí aprendamos
nosotros a teneros en menos que los que no sabemos en qué grado están
delante de Dios.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.