domingo, 4 de diciembre de 2016

LA SAGRADA COMUNIÓN Y EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA - II


CAPÍTULO 2
De las excelencias y cosas maravillosas que la fe nos enseña 
que hemos de creer en este divino Sacramento.

Muchas cosas maravillosas nos enseña la fe católica que obran aquí las palabras de la consagración. La primera es que hemos de creer que, en acabando de pronunciar el sacerdote las palabras de la consagración sobre la hostia, está allí el verdadero cuerpo de Cristo nuestro Redentor, el mismo que nació de las entrañas virginales de la sacratísima Virgen, y el mismo que estuvo en la cruz y resucitó, y el mismo que ahora está sentado a la diestra de Dios Padre. Y en acabando de pronunciar el sacerdote las palabras de la consagración sobre el cáliz, está allí su verdadera y preciosa sangre. Y diciéndose en una misma hora cien mil Misas en toda la Iglesia, en el punto que acaba el sacerdote de pronunciar las palabras de la consagración, obra Dios esta conversión maravillosa; y en todas ellas está real y verdaderamente el cuerpo y sangre de nuestro Redentor; y aquí le están consumiendo, y allí le están consagrando, y en todas partes es uno. 

La segunda cosa maravillosa que aquí hemos de creer es que después de las palabras de la consagración no queda allí pan ni vino, aunque a nuestros ojos, tacto, gusto y olfato parezca que sí, pero la fe nos dice que no. Dijo el patriarca Isaac a su hijo Jacob, cuando para alcanzar la bendición y mayorazgo cubrió sus manos con unos pellejos de cabrito para parecer a su hermano Esaú (Gen., 27, 22): La voz es de Jacob, pero las manos son de Esaú. Así aquí, lo que palpamos con las manos y tocamos con nuestros sentidos, parece pan y parece vino; pero la voz que es la fe (Rom., 10, 8), otra cosa nos dice. La fe suple aquí la falta de los sentidos. Y allá en el maná, sombra y figura de este Sacramento, hubo también esto, que sabía el maná a todas las cosas, sabía a perdiz y no era perdiz; sabía a trucha, y no era trucha; así este divino maná sabe a pan, y no es pan, sabe a vino y no es vino. 

En los demás sacramentos no se muda la materia en otra, sino el agua en el bautismo se queda agua y el óleo, óleo en el sacramento de la confirmación y la extremaunción; pero en este sacramento mudase la materia. De manera, que aquello que parece pan no es pan, y aquello que parece vino, no es vino; sino la sustancia del pan se muda y convierte en el verdadero cuerpo de Cristo nuestro Salvador, y la sustancia del vino, en su sangre preciosa. Dice muy bien San Ambrosio: «Quien pudo hacer algo de nada, criando los Cielos y la tierra, mucho más podrá hacer una cosa de otra». Y más; vemos que el pan que cada día comemos, por virtud del calor natural, en breve espacio se muda en nuestra carne; mucho mejor podrá la virtud omnipotente de Dios hacer en un instante esta conversión maravillosa. Y para que con un espanto se nos quite otro, mucho más es que Dios se haya hecho hombre sin dejar de ser Dios, que no que el pan dejando de ser pan se vuelva en carne. Pues con aquella virtud divina con la cual el Hijo de Dios se hizo hombre, con esa misma el pan y el vino se convierten en la carne y sangre de Cristo. A Dios ninguna cosa le es imposible, como dijo el Ángel a nuestra Señora (Lc., 1, 37). 

Lo tercero, hay otra cosa particular en esta conversión, que no es al modo de las demás conversiones naturales, en las cuales, cuando una cosa se convierte en otra, queda algo de la sustancia de la cosa que se muda, porque la materia se es la misma, y solamente se muda la forma, como cuando la tierra se convierte en plata y el agua en cristal; es como cuando de un poco de barro o cera hacéis una vez un caballo, otra un león. Pero en esta admirable conversión, después de la consagración, en la hostia no queda nada de la sustancia del pan, y en el cáliz no queda nada de la sustancia del vino, ni de la forma ni de la materia, sino que toda la sustancia del pan se convierte y muda en todo el cuerpo de Cristo; y toda la sustancia del vino en toda su sangre preciosa. Y así la Iglesia, con mucha conveniencia y propiedad, como dice el Concilio Tridentino, para significarnos esta total conversión, la llama transustanciación, que quiere decir mudanza de una sustancia en otra. Porque así como la acción natural, porque en ella se muda la forma, se puede llamar propiamente transformación, así en este Sacramento, porque toda la sustancia del pan y del vino se convierte en toda la sustancia del cuerpo y sangre de Cristo, se llama con mucha razón transustanciación. 

De manera que no queda en este Sacramento cosa alguna de la sustancia del pan ni de la sustancia del vino, sino solamente queda allí el color, olor, sabor y los demás accidentes del pan y del vino, que llaman especies sacramentales. Y esta es otra maravilla grande que resplandece en este santísimo Sacramento, que están allí estos accidentes sin estar en sustancia y sujeto alguno, siendo propio de los accidentes estar juntos y pegados con la sustancia, como lo enseña toda la filosofía; porque la blancura, claro está que, naturalmente, no puede estar por sí, sino junta y pegada con alguna sustancia; y el sabor y el olor también. Pero aquí, sobre todo orden de naturaleza, se quedan los mismos accidentes del pan y del vino, siendo sobrenaturalmente sustentados por sí solos, como en el aire; porque la sustancia del pan y del vino ya no está allí, como hemos dicho; y en el cuerpo y sangre de Cristo, que sucede en su lugar, no pueden estar aquellos accidentes, y así los tiene y sustenta Dios de por sí con un perpetuo milagro. 

Más: hemos de creer que en este santísimo Sacramento debajo de aquellas especies y accidentes de pan está no sólo el cuerpo de Cristo, sino todo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, así como está en el Cielo. De manera que en la hostia, juntamente con el cuerpo, está también la sangre de Cristo nuestro Redentor, y su ánima sacratísima, y su santísima divinidad. De la misma manera en el cáliz, debajo de las especies de vino, está no solamente la sangre de Cristo, sino también el cuerpo, el ánima y la divinidad. Pero advierten los teólogos que no están aquí estas cosas por una misma razón y manera, sino unas están en este Sacramento por virtud y eficacia de las palabras de la consagración, y otras por vía de concomitancia y compañía. Aquello se dice estar en este Sacramento por virtud y eficacia de las palabras que se significa y explica por las mismas palabras de la forma de la consagración. Y de esta manera no está en la hostia más que el cuerpo de Cristo, ni en el cáliz más que la sangre, porque las palabras hacen lo que significan, y eso sólo es lo que significan: «Este es mi cuerpo.» «Esta es mi sangre.» Aquellas cosas se dicen estar por vía de concomitancia o compañía, que están juntas y en compañía de aquello que se explica y declara por las palabras; y porque el cuerpo de Cristo no está ahora solo, sino juntamente con la sangre, y con el ánima, y con la divinidad, por eso están allí también en la hostia todas estas cosas; y porque la sangre tampoco está ahora sola, sino juntamente con el cuerpo, y con el ánima, y con la divinidad, por eso están también en el cáliz todas estas cosas. Se entenderá esto bien por aquí. Dicen los teólogos que si en aquellos tres días que Cristo estuvo en el sepulcro consagrara San Pedro u otro de los Apóstoles, que no estuviera en el santísimo Sacramento el ánima de Cristo, porque entonces no estaba el ánima junta con el cuerpo, sino solamente estuviera allí el cuerpo muerto, como estaba en el sepulcro, aunque junto con la divinidad, porque esa nunca la dejó. De la misma manera, cuando consagró Cristo el jueves de la Cena, estaba en el Sacramento Cristo nuestro Redentor, verdadero Dios y verdadero hombre; pero pasible y mortal, como entonces lo era; mas ahora está un el Sacramento vivo, glorioso, resucitado, inmortal e impasible, como está en el Cielo. 

Empero, aunque esto es así, que en la hostia está la sangre y en el cáliz el cuerpo de Cristo nuestro Redentor; con todo eso convino que se hiciesen estas dos consagraciones distintas cada una de por sí, para que así se representase más al vivo la Pasión y muerte de Cristo, en la cual la sangre se apartó del cuerpo, y así se hace mención de esto en la misma consagración de la sangre: [Que será derramada por vosotros y por muchos.] Y también, pues, se instituía este Sacramento para alimentar y sustentar nuestras ánimas, convino que se instituyese, no sólo en manjar, sino también en bebida, porque el perfecto alimento del cuerpo de estas dos cosas consta. Pero una cosa podemos sacar de aquí para consuelo de los que no son sacerdotes, y es que, aunque no comulgan debajo de ambas especies, como los que dicen Misa, sino solamente debajo de especies de pan, por muchas y muy graves razones que para esto tuvo la Iglesia; pero recibiendo en la hostia el cuerpo de Cristo nuestro Redentor, reciben juntamente su sangre, y su ánima, y su divinidad, porque todo entero y perfectamente está debajo de cualquier de las dos especies. Y dicen los teólogos y los Santos que reciben tanta gracia como los sacerdotes que comulgan debajo de ambas especies, llegando con igual disposición. San Hilarlo dice que así como en el maná, que fue figura de ese santísimo Sacramento, ni el que cogía más hallaba por eso más, ni el que cogía menos hallaba por eso menos, como dice la Escritura (Éxodo 16, 18), así también en este divino Sacramento, ni el que le recibe debajo de especies de pan y vino recibe por eso más, ni el que le recibe solamente debajo de especie de pan recibe por eso menos. Todos son iguales en esto. 

Más: hay otra maravilla grande en este altísimo Sacramento, y es que no solamente está Cristo todo entero en toda la hostia, y todo entero en el cáliz, sino en cada partícula de la hostia y en cada partícula de las especies del vino está también todo Cristo, tan entero como está en el Cielo, por mínima que sea la partícula, como se colige claramente del mismo Evangelio, porque Cristo nuestro Redentor no consagró de por sí cada bocado de aquellos con que comulgó a sus Apóstoles, sino consagró de una vez tanta cantidad de pan, que dividida bastase para comulgarlos a todos. Y así del cáliz dice expresamente el Evangelio que le dio Cristo a sus Apóstoles diciendo (Lc., 22, 17): Tomad y divididle entre vosotros. Y no sólo cuando se parte y divide la hostia o el cáliz, sino también antes que se parta, está el cuerpo de Cristo todo entero en toda la hostia y todo entero en cualquier parte de ella, y todo entero en todas las especies del vino, y todo entero en cualquier partícula de ellas. 

Algunos ejemplos y comparaciones hay acá en lo natural que nos pueden dar alguna luz en esto. Porque nuestra ánima está también toda en todo el cuerpo y toda en cualquier parte de él; y la voz que yo hablo, que es ejemplo que trae San Agustín, está toda en vuestros oídos y toda en los de todos los oyentes; y si tomáis un espejo, veréis en él vuestra figura toda entera, aunque el espejo sea pequeño y mucho menor que vos; y si dividís el espejo en muchas partes, en cada parte veréis también vuestra figura, ni más ni menos como la veríais en todo el espejo. Estos y otros semejantes ejemplos y comparaciones traen los Doctores y los Santos para declararnos estos misterios, aunque ninguno hay que del todo tenga semejanza; pero todavía ayudan y dan alguna luz. 

Y hay aquí otro misterio, que cuando se parte y divide la hostia o el cáliz, los accidentes del pan y del vino son los que allí se parten y dividen; pero Cristo no se parte ni divide, sino entero se queda en cualquier partícula, por pequeña que sea. Y de la misma manera, cuando mascáis la hostia, no mascáis ni desmenuzáis a Cristo. Dice San Jerónimo: «¡Oh engaño e ilusión de nuestros sentidos! Parece que os partimos y mascamos como el pan material que comemos; mas la verdad es que no partimos ni mascamos sino aquellos accidentes que vemos; pero Vos, Señor, entero y perfecto, os quedáis en cualquier partícula, sin corrupción ni división alguna y entero os recibimos.» Y así lo canta la Iglesia: 

[No lo parte el que comulga, 
no lo quiebra ni divide, 
todo entero lo recibe. 
Quebrantase el Sacramento; 
mas no Cristo, que está dentro.] 

Acontécenos en este convite al revés que en los convites de acá, en los cuales cortáis un manjar, mas no cortáis los platos ni vasija; pero en esta divina mesa no es así, se parte el plato y la vasija, que son los accidentes, y se queda el manjar y la sustancia entera. Más: en las otras mesas coméis la vianda y el manjar, pero no coméis las vasijas ni los platos; pero en esta mesa soberana comernos el manjar, y es tan sabroso, que comemos el plato tras él. 

Todas estas cosas que la fe nos enseña nos hemos de contentar por ahora con creerlas y venerarlas sin quererlas escudriñar curiosamente, yendo siempre en aquel fundamento de San Agustín: Eso ha de ser como primer principio, que puede Dios más de lo que nosotros podemos alcanzar; porque, como dicen muy bien los Santos, no fueran grandes las cosas de Dios si nuestro entendimiento y razón las pudiera comprender. Y así, ése es el mérito de la fe: creer lo que no vemos. Y aun en los misterios de este santísimo Sacramento hay una cosa especial, que no hay en los demás misterios de la fe; porque en los demás creemos lo que no vemos, que es mucho de loar (Jn., 20, 29): [Dichosos los que no vieron y creyeron]; mas aquí no sólo hemos de creer lo que no vemos, sino contra lo que nos parece que vemos, porque, según nuestros sentidos, nos parece que allí hay pan y vino, y hemos de creer que no lo hay. 

Es semejante la fe que tenemos de este misterio a la que tuvo Abrahán, que tanto encarece San Pablo (Rom 4, 18): [Esperó contra toda esperanza]; venció la esperanza sobrenatural a la desconfianza natural, que los ojos veían, porque creyó y esperó que tendría hijo, contra todo lo que le prometía la esperanza natural, pues, naturalmente, no lo podía tener, por ser él y su mujer ya muy viejos. Y después, queriendo sacrificar ese hijo, como Dios se lo había mandado, con todo eso creyó que le había el Señor de cumplir la promesa que le había hecho de multiplicar en él su generación. Así, en este divino Sacramento creemos contra lo que naturalmente nos dicen todos nuestros sentidos, y así es de gran mérito lo que aquí creemos. Dijo Dios a su pueblo (Éxodo 16, 12): A la mañana comeréis pan, y a la tarde os daré carne. La mañana es esta vida presente. Se nos da Dios en especie de pan y vino; pero cuando asome la tarde, por la cual es significada la gloria, veréis la carne de Cristo, entenderéis claramente cómo y de qué manera ésta allí, se romperá entonces el velo, se correrán las cortinas, y veremos todas estas cosas claramente y cara a cara. 

Muchos milagros y muy auténticos pudiéramos aquí traer en confirmación de lo que hemos dicho, porque están los Santos y las historias llenas de ellos; pero sólo quiero decir uno que se refiere en la Crónica de la Orden de San Jerónimo. Un religioso, llamado Juan Pedro de Cavañuelas, que después fue prior de Guadalupe, fue muy combatido de tentaciones de fe, y especialmente acerca del santísimo Sacramento del altar, diciéndole el pensamiento cómo podía ser que hubiese sangre en la hostia; quiso el Señor librarle del todo de esta tentación con un modo maravilloso, y fue que diciendo él un sábado Misa de nuestra Señora, después que hubo consagrado, inclinándose a decir la oración que comienza: Suplices te rogamus, vio una nube que descendió de lo alto y cubrió todo el altar donde él decía Misa; de manera que con la oscuridad de la nube él no podía ver la hostia ni el cáliz. Y como se espantase mucho de este acaecimiento, y fuese lleno de grandísimo temor en ver lo que veía, rogó a nuestro Señor, con muchas lágrimas, que le quisiese librar de este peligro, y manifestar por qué causa aquello había acaecido. Y estando así llorando y con gran temor, poco a poco se fue quitando la nube y esclareciendo el altar del todo, y mirando al altar, vio que le faltaba la hostia consagrada y que el cáliz estaba vacío, porque también le había sido de él tomada la sangre. Y fue tan grande el espanto y temor que recibió cuando esto vio, que quedó como muerto; y, tornando comenzó con gran dolor de su corazón, y derramando muchas lágrimas de sus ojos, a rogar de nuevo nuestro Señor y a su santísima Madre, cuya Misa decía, que le perdonasen, si lo que había acaecido era por su culpa, y le librasen y le sacasen de tan grande peligro. Y estando en esta congoja, vio venir por el aire la hostia puesta en una patena muy resplandeciente, y se puso encima de la boca del cáliz, y comenzaron luego a destilar y salir de ella gotas de sangre dentro del cáliz, y salió en tanta cantidad como antes estaba. Y acabada de salir la sangre, se tornó la hijuela de los corporales a poner sobre el cáliz, y la hostia en su lugar sobre el ara, donde estaba primero. El sacerdote, estando muy espantado en ver tan grandes misterios, y no sabiendo qué hacer, oyó una voz que le dijo: «Acaba tu oficio, y te sea en secreto todo esto que has visto.» Y de ahí adelante nunca más sintió aquella tentación. El acólito o ministro que servía a la Misa no vio ninguna cosa de éstas ni oyó la voz; mas sintió las lágrimas del sacerdote, y cómo se tardó mucho más en la Misa que solía. Todo lo susodicho se halló después de su muerte escrito en una cédula de su mano, puesto entre su confesión general, lo cual él hizo en señal del secreto que le fue mandado guardar. 


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS 
Padre Alonso Rodríguez, S.J.