El 3 de mayo de 1868 Don Bosco habló así a todo su alumnado: Ya les conté cómo la noche del 17 de abril un sapo espantoso se me apareció y me amenazó con tragarme si no les contaba los sueños miedosos que había tenido, y una voz fuerte me gritó: “¿Por qué no hablas?”. Voy pues a hablar y a contar lo que vi en sueños.
Acababa de dormirme cuando vi que se acercaba a mi cama el guía de los anteriores sueños, el cual me dijo: – Véngase conmigo. Rápido que no hay tiempo que perder.
Lo seguí y mientras caminábamos le pregunté:- ¿A dónde me va a llevar esta vez? Él me respondió: – Ya lo verá.
Llegamos a una llanura tan grande que no se veía donde terminaba.
Pero era como un desierto. No se veía por allí ninguna persona, ni fuentes, ni plantas verdes. Las pocas plantas que había eran secas y amarillentas.
Después de un largo y triste viaje por aquel desierto llegamos a un camino ancho y fácil. Era como para recordar la frase del Libro Santo: “Ancho es el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que viajan por él”. (Sn. Mateo 7,13).
El camino estaba rodeado de rosas y de lindas flores. Y aquella vía iba descendiendo cuesta debajo de tal modo que yo empecé a descender de una manera tan precipitada que casi no necesitaba ni mover los pies, y la carrera era cada vez más veloz.
Los lazos: De pronto vi que por el camino me seguían más discípulos de ahora y del futuro. Y noté cómo algunos caían por el suelo y eran arrastrados por una fuerza misteriosa hacia un horno ardiente. Entonces pregunté al guía: – ¿Qué es lo que hace caer a esos pobres? Y él me respondió con una frase del Salmo 139.
- Por el camino por el que andan les han tendido un lazo.
Me acerqué y pude ver que los jóvenes pasaban por sobre muchos lazos tendidos a manera de trampas, pero que no se veían casi.
Muchos de ellos al andar quedaban presos por los lazos sin darse cuenta del peligro y luego caían y eran llevados hacia el abismo. Unos quedaban presos por las manos, otros por los pies, algunos por la cabeza y otros por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia abajo.
Algunos lazos eran casi invisibles y muy delgados pero llevaban también al abismo y pregunté al guía qué significaban y él me explicó: – Es el respeto humano. El miedo a hacer el bien o a evitar el mal, por temor al qué dirán o pensarán los otros.
Pregunté de nuevo al guía por qué los jóvenes eran llevados fuertemente hacia el abismo. Y él me aconsejó: – Asómese, y mire bien.
Me asomé y empecé a tirar de uno de esos lazos, el cual me traía hacia abajo. Tiré con fuerza del lazo y logré sacar del abismo a un espantoso monstruo que infundía espanto, y que mantenía fuertemente agarrada a sus garras la extremidad de la cuerda. Este era el que apenas alguno caía en la trampa lo arrastraba hacia el abismo. Le hice la señal de la cruz para que se alejara y exclamé: – Es el demonio que tiende a mis discípulos estos lazos o trampas para llevarlos a la condenación.
Miré con atención aquellos lazos y vi que cada uno tenía un letrero. Uno decía: “Orgullo”, otro: “Desobediencia”. Un tercero se llamaba: “Envidia” y un cuarto tenía este letrero: “Pecados contra el sexto mandamiento: impureza”. Algunos se llamaban: “Ira, mal genio” o “pereza”.
Me puse a observar cuáles eran los lazos que más gente se llevaban al abismo y noté que eran los de “Impureza”, “Desobediencia” y “Orgullo”.
Vi a unos jóvenes que descendían al abismo a mayor velocidad que los demás y pregunté al guía por qué bajaban más de prisa y me respondió: – Porque son arrastrados por el respeto humano. Temor al qué dirán o pensarán los demás.
Los cuchillos: y otras armas.
Pero noté también que entre los lazos estaban esparcidos unos cuchillos y que con ellos se podían cortar los lazos y librarse de ser arrastrados hacia el abismo. El cuchillo más grande se llamaba MEDITACIÓN. Otro poco menor tenía este letrero: LECTURAS DE LIBROS BUENOS. Había también dos espadas para cortar los lazos. Una se llamaba DEVOCIÓN AL SANTÍSIMO SACRAMENTO y en la otra DEVOCIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN. Y un martillo con este letrero: CONFESIÓN.
Muchos rompían con estás armas los lazos al quedar prendidos o se defendían con ellas para no caer en sus trampas. Y hasta vi a algunos que lograban pasar entre los lazos sin dejarse amarrar por ninguno de ellos.
El horrible camino.
Desaparecieron las rosas que rodeaban el camino y sólo aparecieron montones de espinas que punzaban y hacían muy difícil el caminar.
Y el camino fue descendiendo abruptamente y cada vez se hacia más espantoso, lleno de piedras agudas; desalientes, de tropezones, de estorbos.
Yo volví a mirar y ya mis jóvenes habían desaparecidos de allí y muchísimos de ellos habían abandonado aquella vía tan peligrosa y engañosa, y se habían devuelto por otros caminos mucho más seguros.
Continué avanzando por aquel camino, pero cuanto más avanzaba, más áspera y más vertical era la bajada, de manera que a veces resbalaba y caía al suelo. De vez en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me doblaban las rodillas y parecía que se me iban a descoyuntar los huesos.
El guía me animaba a seguir y viéndome sudoroso y lleno de un cansancio mortal me llevó a un pequeño promontorio desde donde pude ver el camino que habíamos recorrido. Parecía cortado a pico, y estaba llano de piedras puntiagudas.
Después de haber descansado un poco seguimos bajando. El camino se hacia cada vez más horriblemente abrupto, de manera que casi no lograba mantenerme en pie.
Edificio en llamas.
Y he aquí que al fondo del precipicio se presentó ante nuestra vista un edificio inmenso que tenía una puerta altísima y cerrada. Un calor sofocante lo rodeaba y una enorme columna de humo de color verdoso, entremezclada con grandes llamaradas, se elevaba sobre aquellas pavorosas murallas. Pregunté al guía:- ¿En qué sitio nos encontramos? – Donde ya no hay salvación.
Me di cuenta de que nos hallábamos ante las puertas del infierno.
El guía me invitó a observar en las murallas de aquel horno y allí estaban escritas ciertas frases de la Sagrada Escritura.
Por ejemplo: “Id malditos al fuego eterno preparado para el diablo y sus seguidores” (Sn. Mateo 25,42). “Todo árbol que no da frutos será cortado y echado al fuego” (Sn. Lucas 3,9).
Un joven que cae.
El guía con el rostro muy serio y triste volvió a mirar hacia arriba y me dijo: – Observe.
Levante la vista y vi que por aquel camino de precipicio bajaba uno a toda velocidad. Lo observe bien y noté que era uno de mis discípulos. Llevaba los cabellos desordenaos y las manos tendidas adelante como quien nada hace para salvarse de aquella caída. Quería detenerse pero no podía. Tropezaba con las piedras afiladas del camino y ellas le daban más impulso hacia abajo.
- ¡Detengámoslo, ayudémosle! – gritaba yo. Pero el guía me dijo: – Es inútil. Va sufriendo la justicia divina, la ira del Señor lo castiga. (El Salmo 2 dice: “Sirvan al Señor con temor. No sea que se disguste y vayan a la ruina. Porque estalla de pronto su ira”).
Yo le pregunté: – ¿Y por qué mira hacia atrás como asustado? – Es que teme la ira del Señor y quiere huir de sus castigos.
Aquel pobre seguía descendiendo y volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con ojos de terror por si la ira de Dios lo seguía: y corría precipitadamente hacia la puerta de bronce. Cayó sobre ella y como consecuencia del choque la puerta se abrió de par en par y oí que se abrieron luego diez, cien y mil puertas más con indecible estruendo y él arrastrado por el torbellino, pasó por en medio de todas aquellas puertas velocísimo, incontenible, hasta que cayó en el pavoroso horno desde el cual se levantaban globos de fuego ardiente. Enseguida todas las puertas se cerraron con la misma rapidez con que se habían abierto.
Otros que viajan en el abismo.
El guía me dijo: – Observe otra vez.
Volví a mirar hacia arriba y vi bajar precipitadamente por el mismo camino otros rapidísimamente uno tras otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron abajo, chocaron con la puerta de bronce y ésta se abrió, y después de ella se abrieron las otras mil puertas, y empujados hacia aquél larguísimo corredor se oyó un ruido infernal y ellos desaparecieron a lo lejos y las puertas se cerraron otra vez. Logré conocer a los tres. Después de éstos cayeron de la misma manera muchos más.
A un pobre joven lo vi caer al abismo, impulsado por los empujones de un malvado compañero.
Todos los que caían al abismo llevaban escrito en su frente su pecado. Yo los llamaba pero ellos no me oían. Chocaban contra la puerta de bronce, ésta se abría, y luego se abrían también las otras puertas. Desaparecían ellos y al cerrarse las puertas se hacia un silencio de muerte.
El guía me dijo: – He aquí algunas de las causas de estás caídas: los malos compañeros, las malas lecturas, las malas costumbres.
Yo le pregunté: – Pero entonces ¿para qué trabajar en nuestros colegios si éstos vienen a llegar a un lugar tan horrible? Y él me respondió: – Eso que ha visto es el estado en que están sus almas, y si murieran ahora llegarían a este lugar. Todavía se les puede avisar y prevenir para que cambien. ¿Pero cree que algunos se corregirán si se les avisa? Al principio les impresionará, pero después no harán caso, diciendo: se trata solo de un sueño. Y se volverán peores que antes. Algunos se confesaran por temor pasajero de caer en el infierno pero seguirán con el corazón apegado a sus pecados.
- ¿Y qué remedios recomendarles? – Que obedezcan los que les dicen sus superiores; que cumplan bien el Reglamento y que frecuenten los Santos Sacramentos.
Entrando al mismo infierno.
El guía me invitó a entrar al infierno. Yo sentía mucho miedo pero me puse a pensar: – Para ser condenado a quedarse en el infierno tiene uno que haber pasado antes por el Juicio de Dios y haber recibido sentencia de condenación. Y yo no he recibido todavía esa sentencia; luego, entremos.
Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Sobre cada una de las puertas internas había un letrero. Sobre una puerta horriblemente fea, la más fea puerta que he visto en toda mi vida, leí este letrero: “Los impíos, los que no le dan importancia a Dios”; y luego aquella otra frase del Evangelio: “Aquí será el llorar y el crujir de dientes”.
Era como avisos de lo que puede esperar a quienes siguen en paz con sus pecados, sin hacer nada serio por corregirse.
La caverna.
Entramos luego con enorme susto mío, a una pavorosa caverna, que se perdía en las profundidades excavadas en las entrañas de los montes.
Todo estaba lleno de un fuego que, dejaba a cada cual incandescente y blanco a causa de sus elevadísimas temperaturas. Todo estaba incandescente: paredes, pisos, techos. Aquel fuego era mucho más caliente que el de cualquier horno del mundo y no reducía a cenizas lo que tocaba sino que lo volvía incandescente. El profeta Isaías dice: “Para los que se rebelaron contra Dios, el gusano roedor de su conciencia no se morirá y el fuego que los atormenta no se apagará” (Is. 66,24), Vi enseguida a uno de mis discípulos que bajaba con gran velocidad hacia el precipicio. Y lanzando un grito agudísimo cayó en el horno encendido y quedó incandescente por el fuego y quieto como una estatua. Reconocí muy bien quien era él.
Luego llegó allí otro de nuestros alumnos con furor desesperado, y corriendo se precipitó en el horno y quedó hecho una brasa y quieto. Y así fueron llegando muchos más- daban un grito, se convertían en carbón encendido y quedaban quietos, como paralizados.
Y recordé aquella frase: Hacia el lado hacia el cual se halle inclinado el árbol, hacia ese lado caerá. El que vive inclinado hacia el pecado, caerá hacia el castigo.
Pregunté entonces al guía: – Pero éstos que corren con tanta velocidad hacia los castigos de la eternidad, ¿no se dan cuenta de que van a llegar a esa desgracia? El guía me respondió: – Sí; ellos saben que van hacia el castigo. (Dios no deja pecado sin castigo. Él le dijo varias veces a Moisés en el monte Sinaí: Yo perdono, pero no dejo sin castigo el pecado). Han sido avisados muchos veces de los peligros que corren si siguen en esa de vida de pecado, pero lo siguen cometiendo y no lo quieren abandonar. Rechazan la misericordia de Dios que los llama continuamente a la conversión. Están desafiando a la Justicia Divina y entonces puede ser que Dios permita que sus malas costumbres y sus malas inclinaciones los arrastren pavorosamente hacia la perdición.
El horno por dentro.
El guía me invitó a observar lo que había dentro del horno ardiente y me acerqué y observé y vi con horror que aquellos pobres infelices se propinaban mutuamente tremendos golpes causándose heridas terribles y se mordían como perros rabiosos. Otros se arañaban unos a otros el rostro o se destrozaban las manos.
Visión Celestial.
Pronto se despejó la parte superior del horno y pudieron ver allá arriba, en un hermosísimo Cielo a sus compañeros que tuvieron un buen comportamiento y que eran totalmente felices y hermosos para siempre. Esto aumentaba la tristeza y el desespero de los que se habían condenado. Se cumplían lo que dice el Libro de la Sabiduría: “Al ver el triunfo de los buenos quedarán consternados y dirán: esos son aquellos de los cuales nosotros nos burlábamos. Su buen comportamiento nos parecía una tontería y ahora son aceptados como hijos de Dios. Y nosotros equivocamos el camino; nos fuimos por sendas de impiedad y de perdición y no quisimos marchar por el camino que nos indicaba el Señor.
¿De qué nos sirvió nuestra vida de pecado? Todo pasó como un humo alejado por el viento y en cambio los que se comportaron bien vivirán felices eternamente”. (Sap. Cap. 5).
Yo le pregunté al guía: – ¿Pero estos jóvenes ya están condenados? Él me respondió: – Lo que está viendo y oyendo es lo que les puede suceder a sus discípulos si siguen en el pecado y no se convierten. Es un aviso para que no vengan acá, a este sitio de tormentos. Hay varios que si en este momento se mueren se condenarán, porque tienen el alma muerta por graves pecados.
Los gusanos que roen.
Enseguida el guía me llevó a un subterráneo tenebroso donde vi muchos de nuestros alumnos actuales y muchísimos que vendrán después. Todos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les roían y les devoraban el corazón, las manos, los ojos, la boca y los pies. Daba verdadero horror el ver la manera tan cruel como eran atormentados por esos gusanos e insectos. Allí estaban escritas estas palabras de la Sagrada Escritura: “En el día del Juicio, el Señor Omnipotente les dará como castigo entregar su cuerpo a los gusanos; y llorarán de dolor eternamente” (Judith 16,17).
Y el guía me explico: – Los gusanos significan los remordimientos que sentirán al recordar que tuvieron mil remedios y ocasiones para convertirse y empezar a ser mejores y no los quisieron apreciar. Esos insectos significaban la tristeza que sentirán por todos los pecados no perdonados. Son los recuerdos amargos de tantas promesas que le hicieron a Dios y a la Virgen de que iban a cambiar y a mejorar de conducta, y no cumplieron lo prometido. Serán las angustias que sentirán al pensar que habrían podido salvar si se hubieran hecho pequeños sacrificios para no pecar, pero no los quisieron hacer y se perdieron. Esos gusanos son los recuerdos de tantos propósitos de enmienda que fueron hechos pero no fueron cumplidos. El castigo eterno está lleno de gente que sí hizo propósitos de mejorar su conducta pero no los cumplió.
La caverna más profunda.
El guía me llevó luego a otra caverna mucho más profunda. Y allí me mostró los sitios destinados para muchos de nuestros jóvenes si no se enmiendan a tiempo. En uno de aquellos hornos vi escrito: “Pecados contra el Sexto Mandamiento: pecados de impureza”. Allí vi a muchos que aparecen externamente como muy buenas personas, pero que tienen el alma manchada con pecados de impureza. Los recuerdo muy bien.
El guía añadió: – Estos son los que no han confesado sus pecados de impureza o han callado algunos o no se arrepienten ni piden perdón de sus pecaos impuros. Es necesario predicar siempre y en todas partes contra los pecados de la impureza. No hay que cansarse de avisarles para que se aparten de las ocasiones y peligros de pecar. Algunos hacen promesas pero no con sinceridad ni con verdadero deseo y propósito de dejar de pecar. Para hacer un propósito verdadero de enmienda se necesita una gracia o ayuda especial de Dios. Y ésta se consigue si se pide mucho. (Todo el que pide recibe. Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá, dijo Jesús). Hay que recordar a la gente que Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su misericordia y su poder en perdonar y en compadecerse de los que se arrepienten y le piden perdón y quieren empezar a ser mejores. Recuerda que se necesita mucha oración y mucho sacrificio también de parte de quien dirige las almas. Hay que decirles a los jóvenes que le pregunten a su propia conciencia y que ella les aconsejará lo que tienen que hacer.
- ¿Y qué otro consejo me recomienda? – le pregunté.
- Que se aparten, que se alejen de su mala vida, de su mala conducta. Que cambien de conducta y de comportamiento.
Luego me hizo ver otro horno. Allí había otro letrero: “AVARICIA”. Y estaban escritas aquellas frases de San Pablo: “Los que se dejan dominar por el deseo de conseguir riquezas caen en muchas tentaciones y en trampas del diablo. La raíz de todos los males es el afán de contener dinero, y algunos por dejarse llevar por el deseo de tener riquezas se extraviaron de la fe y se consiguieron muchos sufrimientos” (1 Tim. 6,9).
Y el guía me explico: – Estos son los que apegan demasiado a los bienes terrenos. Los que viven deseando inmoderadamente ser ricos, los que roban, los que hacen trampa al comprar o vender, los que no devuelven lo robado, los que no devuelven lo que les han prestado. Hay que avisarles a tiempo para que no tengan después castigos y perdición.
Pasamos a otro horno y allí estaba escrito: “RAÍZ DE MUCHOS MALES: LA DESOBEDIENCIA”.
Y el guía me dijo: – Recuerden que fue la desobediencia lo que hizo que Adán y Eva fueran echados del paraíso. Los desobedientes tendrán un fin lastimoso. Hay muchos que no cumplen sus deberes, que no están donde deberían estar ni hacen lo que deberían hacer, y pierden tiempo y no obedecen lo que los reglamentos de su oficio les mandan.
Y añadió:- Pobres de aquellos que descuiden o abandones la oración. Los que no rezan corren el peligro de que Dios los abandone.
(El profeta Zacarías dijo poco antes de morir: “Dios se aleja de los que se alejan de Él y abandona a los que lo abandonan a Él”. (2 Cron. 24,20). Advertirles a todos que tengan cuidado para no leer libros poco piadosos, y que hay que tener horror a leer libros malos.
Yo le pregunté emocionado: ¿Y qué otros consejos me recomienda para mis discípulos? Él me miró fijamente y añadió: – Insístales en que sean muy obedientes a sus superiores, a sus reglamentos, a la Santa Iglesia y a sus padres. Recuérdeles que el ser fiel en las cosas pequeñas los salvará de muchos males. Adviértales que tienen que evitar el ocio; no perder el tiempo, no estarse sin hacer nada. Que eso fue el origen del pecado de David. Anímelos a estar siempre ocupados, pues así el enemigo del alma tendrá menos oportunidades de atacarlos.
Yo le agradecí al guía todo lo que me había enseñado y él me dijo: – Ahora que ha visto los sufrimientos que esperan a los que siguen en sus pecados, es necesario que experimente un poco en carne propia una muestra de estos sufrimientos. Hemos salido de la última puerta. Ahora toque simplemente este muro.
- ¡No, no! – grité horrorizado. Pero él insistió: – Toque simplemente este muro para que pueda decir que estuvo visitando las murallas de los suplicios eternos y que pudo comprobar un poco cómo será la última pared, si la más lejana es tan terrible.
Y continuó diciendo: - Este es el muro número mil. Hay mil muros más, antes de llegar al último, a donde empieza el verdadero infierno.
Entre un muro y otro hay mil kilómetros. O sea que entre este muro y el último hay un millón de kilómetros. Estamos a un millón de kilómetros del fuego del infierno. Toque pues este muro que está tan lejano del fuego principal.
Y al decir esto, como yo me echaba hacia atrás para no tocar el muro, me agarró la mano, me la abrió con fuerza y me hizo golpear con ella la piedra de aquel muro número mil. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa, que saltando hacia atrás y dando un grito… me desperté.
Me encontré sentado en la cama y en la mano sentía un gran dolor y ardor. La restregaba contra la otra para librarme de aquella molesta sensación. Al amanecer pude comprobar que mi mano estaba hinchada, y la impresión de aquel fuego resultó tan fuerte que poco después se me cayó la piel de toda la planta de la mano derecha.
No les he narrado las escenas del infierno con toda la horrible y dolorosa crudeza con que las presencié, porque esto los asustaría. Recordemos que Jesús cuando hablaba del infierno siempre empleaba signos o símbolos para comparar los sufrimientos que esperan a los que no se quieren convertir.
Durante varias noches estuve muy preocupado por este sueño del infierno. Pensaba no narrarlo a mis jóvenes pero cuando se me apareció aquel monstruo en forma de sapo que quería devorarme, escuché una voz que me decía: “¿Por qué no habla? ¿Por qué no cuenta lo que vio en sueños?”. Por eso lo he narrado, pues puede ser de algún provecho.
Más vale bajar al infierno en vida con el pensamiento, para huir así del pecado, que tener que ir a él con el alma en la eternidad por no haber evitado lo que ofende a Dios.
LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO
Sueño del Infierno
(Memorias biográficas)
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