jueves, 21 de marzo de 2013

LOCURA DEL PECADOR


La sabiduría de este mundo,
locura es delante de Dios.
(1 Cor. 3, 19)


PUNTO 1

El Beato Maestro Juan de Ávila decía que en el mundo debiera haber dos grandes cárceles: una para los que no tienen fe, y otra para los que, teniéndola, viven en pecado y alejados de Dios. A éstos, añadía, les conviniera la casa de locos. Mas la mayor desdicha de estos miserables consiste en que, con ser los más ciegos e insensatos del mundo, se tienen por sabios y prudentes. Y lo peor es que su número es grandísimo (Ecl. 1, 15).

Hay quien enloquece por las honras; otros, por los placeres; no pocos, por las naderías de la tierra. Y luego se atreven a tener por locos a los Santos, que menospreciaron los vanos bienes del mundo para conquistar la salvación eterna y el Sumo Bien, que es Dios. Llaman locura el abrazar los desprecios y perdonar las ofensas; locura el privarse de los placeres sensuales y preferir la mortificación; locura renunciar las honras y riquezas y amar la soledad, la vida humilde y escondida. Pero no advierten que a esa su sabiduría mundana la llama Dios necedad (1 Co. 3, 19): “La sabiduría de este mundo locura es ante Dios”.

¡Ah!... Algún día confesarán y reconocerán su demencia... ¿Cuándo? Cuando ya no haya remedio posible y tengan que exclamar, desesperados: “¡Infelices de nosotros, que reputábamos por locura la vida de los Santos! Ahora comprendemos que los locos fuimos nosotros. ¡Ellos se cuentan ya en el dichoso número de los hijos de Dios y comparten la suerte de los bienaventurados, que eternamente les durará y los hará por siempre felices..., mientras que nosotros somos esclavos del demonio y estamos condenados a arder en esta cárcel de tormentos por toda la eternidad!... ¡Nos engañamos, pues, por haber querido cerrar los ojos a la divina luz (Sb. 5, 6), y nuestra mayor desventura es que el error no tiene ni tendrá remedio mientras Dios sea Dios!”

¡Qué inmensa locura es, por tanto, perder la gracia de Dios a trueque de un poco de humo, de un breve deleite!... ¿Qué no hace un vasallo para alcanzar la gracia de su príncipe?...

Y, ¡oh Dios mío!, por una vil satisfacción perder el Sumo Bien, perder la gloria, perder también la paz de esta vida, haciendo que el pecado reine en el alma y la atormente con sus perdurables remordimientos... ¡Perderlo todo, y condenarse voluntariamente a interminable desventura!...

¿Te entregarías a aquel placer ilícito si supieras que luego habrían de quemarte una mano o encerrarte por un año en una tumba? ¿Cometerías tal pecado si, al cometerle, perdieras cien escudos? Y, con todo, tienes fe y crees que pecando perderás el Cielo, perderás a Dios y serás condenado al fuego eterno... ¿Cómo te atreves a pecar?


PUNTO 2

¡Infortunados pecadores! Se afanan y aplican en adquirir la ciencia mundana y en procurarse los bienes de esta vida, que en breve plazo ha de acabarse, y olvidan los bienes de aquella otra vida que no ha de acabar jamás.
De tal manera pierden el juicio, que no solamente son locos, sino que se reducen a la condición de brutos; porque viviendo como irracionales, sin considerar lo que es el bien ni el mal, siguen solamente al instinto de las afecciones sensuales, se entregan a lo que inmediatamente agrada a la carne y no atienden a la pérdida y eterna ruina que se acarrean. Esto no es proceder como hombre, sino como bestia.

“Llamamos hombre –dice San Juan Crisóstomo– a aquél que conserva la imagen esencial del ser humano”. Pero ¿cuál es tal imagen? El ser racional. Ser hombre es, por consiguiente, ser racional, o sea, obrar con arreglo a la razón, no según el apetito sensitivo. Si Dios diese a una bestia el uso de razón y ella conforme a la razón obrase, diríamos que procedía como hombre. Y, al contrario, cuando el hombre procede con arreglo a los sentidos, contra la razón, debe decirse que obra como bestia.

“¡Ah, si tuviesen sabiduría e inteligencia y previesen las postrimerías!” (Dt. 32, 29). El hombre que se guía en sus obras razonablemente prevé lo futuro, es decir, lo que ha de acaecerle al fin de la vida: la muerte, el juicio y, después, el infierno o la gloria. ¡Cuánto más sabio es un rústico que se salva que un monarca que se condena! “Mejor es un mozo pobre y sabio, que rey viejo y necio que no sabe prever lo venidero” (Ecl. 4, 13).

¡Oh Dios! ¿No tendríamos por loco al que para ganar un céntimo en seguida arriesgase el perder toda su hacienda? Pues el que a trueque de un breve placer pierde su alma y se pone en peligro de perderla para siempre, ¿no ha de ser tenido por loco? Tal es la causa de que se condenen muchísimas almas, atender nada más que a los bienes y males presentes y no pensar en los eternos.

Dios no nos ha puesto en la tierra para que nos hagamos ricos ni para que busquemos honras o satisfagamos los sentidos, sino para que nos procuremos la vida eterna (Ro. 6, 22). Y el alcanzar tal fin sólo a nosotros interesa. Una sola cosa es necesaria (Lc. 10, 42).

Pero los pecadores desprecian este fin, y pensando nada más que en lo presente, caminan hacia el término de la vida, se van acercando a la eternidad y no saben a dónde se dirigen. “¿Qué dirías de un piloto –dice San Agustín– a quien se preguntara a dónde va, y respondiese que no lo sabía? Todos dirían que lleva la nave a su perdición”. “Tales son –añade el Santo– esos sabios del mundo que saben ganar haciendas, darse a los placeres, conseguir altos cargos, y no aciertan a salvar sus almas”.

Sabio del mundo fue Alejandro Magno, que conquistó innumerables reinos; pero al poco tiempo murió, y se condenó para siempre. Sabio fue el Epulón, que supo enriquecerse; pero murió y fue sepultado en el infierno (Lc. 16, 22). Sabio de ese modo fue Enrique VIII, que acertó a mantenerse en el trono, a pesar de su rebelión contra la Iglesia. Pero al fin de sus días reconoció que había perdido su alma, y exclamó: ¡Todo lo hemos perdido! ¡Cuántos desventurados gimen ahora en el infierno! ¡Ved –dicen– cómo todos los bienes del mundo pasaron para nosotros como una sombra, y ya no nos quedan más que perdurable dolor y eterno llanto! (Sb. 5, 8).

“Ante el hombre, la vida y la muerte; lo que le pluguiere, le será dado” (Ecl. 15, 18). ¡Oh cristiano! Delante de ti se hallan la vida y la muerte, es decir, la voluntaria privación de las cosas ilícitas para ganar la vida eterna, o el entregarse a ellas y a la eterna muerte... ¿Qué dices? ¿Qué escoges?... Procede como hombre, no como bruto. Elige como cristiano que tiene fe y dice: “¿Qué aprovecha al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?” (Mt. 16, 26).


PUNTO 3

Penetrémonos bien de que el verdadero sabio es el que sabe alcanzar la divina gracia y la gloria, y roguemos al Señor nos conceda la ciencia de los Santos, que Él la da a cuantos se la piden (Sb. 10, 10). ¡Qué hermosísima ciencia la de saber amar a Dios y salvar nuestra alma!, o sea, la de acertar a escoger el camino de la eterna salvación y los medios de conseguirla. El tratado de salvación es, sin duda, el más necesario de todos. Si lo supiéramos todo, menos salvarnos, de nada nos serviría nuestro saber; seríamos para siempre infelices.

Mas, al contrario, eternamente seremos venturosos si sabemos amar a Dios, aunque ignoremos todas las demás cosas, como decía San Agustín.

Cierto día, fray Gil decía a San Buenaventura: “Dichoso vos, Padre Buenaventura, que sabéis tantas cosas. Yo, pobre ignorante, nada sé. Sin duda podréis llegar a ser más santo que yo”. “Persuadíos –respondió el Santo– de que si una pobre vieja ignorante sabe amar a Dios mejor que yo, será más santa que yo”. Al oír esto, exclamó a voces el santo fray Gil: “¡Oh pobre viejecilla, sabe que si amas a Dios puedes ser más santa que el Padre Buenaventura!”.

“¡Cuántos rústicos hay –dice San Agustín– que no saben leer, pero saben amar a Dios y se salvan, y cuántos doctos del mundo se condenan!...”. ¡Oh, cuán sabios fueron un San Pascual, un San Félix, capuchinos; un San Juan de Dios, aunque ignorantes de las ciencias humanas! ¡Cuán sabios todos aquellos que, apartándose del mundo, se encerraron en los claustros o vivieron en desiertos, como un San Benito, un San Francisco de Asís, un San Luis de Tolosa, que renunció al trono! ¡Cuán sabios tantos mártires y vírgenes que renunciaron honores, placeres y riquezas por morir por Cristo!...

Aun los mismos mundanos conocen esta verdad, y alaban y llaman dichoso al que se entrega a Dios y entiende en el negocio de la salvación del alma. En suma: a los que abandonan los bienes del mundo para darse a Dios se les llama hombres desengañados; pues ¿cómo deberemos llamar a los que dejan a Dios por los bienes del mundo?... Hombres engañados.

¡Oh hermano mío! ¿De cuál número de ésos quisieras ser tú? Para elegir con acierto nos aconseja San Juan Crisóstomo que visitemos los cementerios. Gran escuela son los sepulcros para conocer la vanidad de los bienes de este mundo y para aprender la ciencia de los Santos. “Decidme –dice el Santo–: ¿Sabríais distinguir allí al príncipe del noble o del letrado?” “Yo nada veo –añade–, sino podredumbre, huesos y gusanos”. Todas las clases del mundo pasarán en breve, se disiparán como fábula, sueños y sombras.

Mas si tú, cristiano, quieres adquirir la verdadera sabiduría, no basta que conozcas la importancia de tu fin, sino que es menester usar de los medios establecidos para conseguirlo. Todos querrían salvarse y santificarse, pero como no emplean los medios convenientes, no se santifican, y se condenan. Preciso es huir de las ocasiones de pecar, frecuentar los sacramentos, hacer oración y, sobre todo, grabar en el corazón estas y otras análogas máximas del Evangelio: “¿Qué aprovecha el hombre si ganare todo el mundo? (Mt. 16, 26). “Quien ama desordenadamente, su alma perderá” (Jn. 12, 25).

O sea, conviene hasta perder la vida, si fuere necesario, para salvar el alma. “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo” (Mt. 16, 24). Para seguir a Cristo es menester negar al amor propio las satisfacciones que exige. Nuestra salvación se funda en el cumplimiento de la divina voluntad.


AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Padre de misericordia! Mirad mi gran miseria y compadeceos de mí. Iluminadme, Señor; haced que conozca mi pasada locura para que la llore y aprecie y ame vuestra bondad infinita.

¡Oh Jesús mío, que disteis vuestra Sangre para redimirme, no permitáis que vuelva yo a ser, como he sido, esclavo del mundo! (Sal. 73, 19). Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos abandonado. Maldigo todos los momentos en que mi voluntad consintió en el pecado, y me abrazo con vuestra voluntad santísima, que sólo me desea el bien.

Concededme, Eterno Padre, por los méritos de Jesucristo, fuerza para cumplir y poner por obra cuanto os agrade, y haced que muera antes que me oponga a vuestra voluntad. Ayudadme con vuestra gracia a cifrar en Vos solo todo mi amor, y desasirme de todo afecto que a Vos no se encamine. Os amo, ¡oh Dios de mi alma!, os amo sobre todas las cosas, y de Vos espero todos los bienes: el perdón, la perseverancia en vuestro amor y la gloria para amaros eternamente...

¡Oh María, pedid para mí estas gracias! Nada os niega vuestro divino Hijo. Esperanza mía, confío en Vos.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE 
San Alfonso Mª de Ligorio