jueves, 3 de julio de 2014

LA MEJOR BANDERA LA CRUZ - III


III
Milagros de la Santa Cruz

No vamos á referir los innumerables que se leen en las crónicas cristianas y libros de edificación, sino solamente tres ó cuatro que hacen muy á nuestro intento. Empecemos aquí por el que dió á conocer á Santa Elena cuál era la verdadera Cruz de Cristo nuestro Bien.

En cuanto al origen de la Santa Cruz, hay varias versiones, todas muy respetables, y fundadas todas en la tradición de que este árbol de vida era un tronco del mismo árbol de muerte, cuyo fruto hizo caer en pecado á nuestros primeros padres. La crítica no tiene gran cabida acerca de estas tradiciones, por la escasez que hay de datos y elementos de criterio. Quédese, pues, la piedad con sus devotas creencias; y en cuanto á nuestra opinión, que es la de San Vicente Ferrer, habrán visto nuestros lectores la leyenda que arriba, art. I, publicamos, aceptando una de las indicadas versiones.

Pocas noticias han llegado á nosotros acerca del culto de la Santa Cruz en los tres primeros siglos del Cristianismo; y á juzgar por el silencio de los monumentos é historiadores, parece que se descuidó generalmente descubrir el paradero de la verdadera Cruz. Así convenía en aquellos siglos idólatras, para que el culto del sagrado Leño no diese á unos ocasión de idolatrar, ni á otros pretexto de calumniar con este motivo la devoción de los fieles; pero triunfó Constantino, se convirtió el imperio, la Cruz iba á ser glorificada por todo el mundo, y con esto era llegada la hora de que apareciese el verdadero Leño de nuestra redención. Para ello destinó el Señor á la Emperatriz Santa Elena, madre de Constantino, inglesa según unos y española al decir de otros, pero de todos modos hija espiritual del español Osio, que fue la más notable figura de aquellos tiempos.

Ahora bien; ¿cómo había desaparecido la Santa Cruz? Muy sencillamente. Era costumbre de los judíos enterrar las cruces muy cerca del cadáver de los que en ellas eran ajusticiados; esto se hizo con la del Salvador, y enterrada quedó por espacio de tres siglos. Los cristianos, sin embargo, tenían tal devoción á visitar los Lugares Santos donde se obró nuestra redención, que el emperador Adriano, para vejarlos y acabar con las peregrinaciones, hizo nivelar la cumbre del Gólgota y erigir un gran templo á Venus, en cuyo perímetro estaba encerrado el sitio donde Cristo fue sepultado. En el sitio donde se levantó la Cruz erigióse una gran estatua de Júpiter.

Resuelta, pues, Santa Elena á no perdonar medio de hallar el precioso tesoro de la Cruz, visitó los Santos Lugares el año 315 según Eusebio, ó 326 según Baronio, y teniendo ya más de setenta años de edad. Hizo entre los habitantes de Jerusalén minuciosisimas indagaciones, consultó el caso con personas competentes, y por fin adquirió el convencimiento de que, descubriendo el Sepulcro del Salvador, bien cerca hallaría la Santa Cruz. En consecuencia, hizo demoler el templo de Venus y derribar la estatua de Júpiter; quitados todos los escombros, hiciéronse grandes excavaciones, y después de mucho trabajo se halló el Santo Sepulcro.

Junto á él había tres cruces; los clavos que sirvieron para la crucifixión del Señor, así como el rótulo del Inri, allí estaban también; pero sueltos, de modo que no se sabía cuál de las tres cruces era la del Salvador. En estas dudas, San Macario, Obispo de Jerusalén, tuvo la inspiración de llevar las tres cruces á casa de una distinguida dama que estaba muriendo; y encomendando al Señor con ferviente plegaria el buen éxito de su tentativa, aplicó una por una las cruces á la moribunda. Nada obraron en ella las dos primeras; mas así que se la puso en contacto con la tercera, de repente se levantó perfectísimamente sana.

Santa Elena

Transportada de gozo Santa Elena por este milagro que descubría la verdadera Cruz, emprendió en seguida la edificación de un grandioso templo en el mismo lugar donde fue hallada, y en él depositó el santo Madero, encerrado en un riquísimo estuche. La crítica anticristiana no ha podido jamás hincar el diente en estos sucesos, demasiado públicos y auténticos para que racionalmente puedan ponerse en tela de juicio. La Iglesia Católica celebra este acontecimiento el día 3 de Mayo, con el título de Invención de la Santa Cruz.

No muchos años después, en 365, agitado el mar por horrible tormenta, lanzaba sus furibundas olas tierra adentro en las costas de la Dalmacia. La ciudad de Epidauro, invadida por estas olas gigantescas, estaba anegándose y cayendo derruida. Espantados los vecinos, corren á la celda de San Hilario, hácenle salir al teatro de la devastación y le ponen ante aquellas olas impetuosísimas. El santo hace tres cruces en la arena, extiende los brazos hacia el mar, y las olas, rugiendo y entumeciéndose, se elevan como inmensa montaña y en seguida se deslizan mansamente á su nivel, y se calma el abismo proclamando el poder de la Cruz sobre los desencadenados elementos Este es uno de los primeros milagros que narran las historias, después de los del Lábaro de Constantino y la invención de Santa Elena.

Quince años después, o sea en 380, acontecía el primero de los ruidosos milagros de la Santa Cruz que la historia nos recuerda obrados en favor de un individuo. Era esta una mujer pecadora, cuya corrupción pública no obstante, quiso adorar la Cruz en la Iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. No pudo lograr su intento María Egipciaca, este era su nombre. Por más esfuerzos que hizo para entrar, una fuerza misteriosa la tenia como clavada en el suelo á vista del público. Comprendiendo ella la causa, allí mismo pidió á Dios perdón de sus pecados, con firme promesa de repararlos, y entonces pudo entrar, adoró á su Dios, le juró fidelidad, y no faltó á su palabra. Fue una gran Santa. Los Padres del segundo Concilio de Nicea invocaron este milagro de la conversión de Santa María Egipciaca en prueba de la santidad del culto de las imágenes.

Pasemos siglos, que no hay lugar para darlo á los milagros insignes que narran las crónicas, y vengamos á San Francisco Javier. Anunciaba este gran Santo el Evangelio en el reino de Travancor, á la sazón que los badages, tribus ferocísimas, invadieron el territorio. Toma el Santo un Crucifijo y sale al encuentro de los bárbaros, seguido de muchos cristianos; manda de parte de Dios á los salvajes que retrocedan al punto, y aquellas hordas, llenas de terror, huyen en desorden y abandonan el país para siempre.

¿Quién no tiene noticia de lo acontecido á mediados del siglo XIX en Lyón al Padre Jandel, que penetrando autorizado en una logia masónica presidida por el demonio en persona, le hizo huir despavorido mostrándole la Cruz?

«La cruz de Jesucristo, exclama San Agustín, tiene una virtud sobrenatural para poner en fuga á legiones de demonios, para darnos fuerza con que vencerlos y preservarnos de los lazos que nos tienden». «Armado de la Cruz, dice San Gregorio Nacianceno, no temo nada, no temo á nadie, y digo al demonio: huye de mi, pérfido, si no quieres que te eche á tierra con esta Cruz, á cuya presencia tiembla todo tu imperio».

Católicos, hermanos míos, ¿habrá sido alguna vez tan necesaria como hoy la fe en la virtud de la Santa Cruz, para vencer al infierno desbordado que donde quiera nos persigue y avasalla?

APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Biblioteca Españolista
Valencia-Año 1904