Siempre me llamó la atención la diferencia existente entre los herejes de estos días y los herejes de otros tiempos de la Historia de la Iglesia. A poco que se asome uno al pasado, puede constatar fácilmente que los herejes de antaño se empecinaban en sus teorías y las exponían con obstinación. Cuando la Iglesia las rechazaba, se aferraban más a ellas y las expandían testarudamente entre sus seguidores, hasta que al final se separaban ellos mismos de la Iglesia con toda solemnidad, incapaces ya de vivir en el seno de la misma. Casi podríamos decir que era herejes con cierta personalidad, que acababan por decirse a sí mismos: –Aunque me excomulguen, me mantengo en mis trece y nadie me baja del burro. Me separo de la Iglesia.
Y se quedaban tan campantes y tan ufanos.
Sin embargo, los herejes de hoy no se van de la Iglesia ni a tiros. Aprendieron el arte de la infiltración a principios del siglo XX, con la llegada del Modernismo que tan valientemente desenmascaró el papa San Pío X, y a partir de ese momento, se quedaron en los sótanos de la teología, empezando a subir peldaños y peldaños. Al principio con mucho cuidadito, por si los Sumos Pontífices los ponían a caldo. Después, a la altura ya de los años 60, subieron las escaleras con toda rapidez y se instalaron en las Cámaras Pontificias como los verdaderos salvadores de la Teología. Habían aprendido a manejarse con esa apostasía que se presenta como la verdadera fe.
Ciertamente lo aprendieron bien en tantos y tantos manuales modernistas y marxistas. Ya hablamos una vez aquí sobre los modos y maneras gramscianos.
Pues así fue. Estos herejes se diferencian ciertamente de aquellos luteros y calvinos de otro tiempo. Estos no se han ido de la Iglesia, sino que han hecho escuela a base de pregonar que lo que ellos dicen es la doctrina verdadera y -por tanto-, quienes se tienen que salir de Ella son los que siguen manteniendo esos dogmas cerrados y anticuados, producto de mentes medievales ignorantes.
O sea, destruir desde dentro (y cobrando al mismo tiempo de dentro), como los de Podemos. La misma estrategia.
De este modo, se fueron introduciendo en la Iglesia los más variados disparates, que aunque denunciados por el Magisterio de entonces –aunque fuera con la boquita pequeña–, todavía sabíamos que eran errores heréticos y heréticos errores. Que la Iglesia había condenado el Socialismo, pues aparecía un grupito llamado Cristianos por el Socialismo, reivindicando el que ciertamente se puede ser socialista y cristiano. Que la Iglesia condenaba el marxismo, pues aparecía un grupo de gentes (casi siempre lideradas por algún jesuita), que decían que el mejor comunista siempre es cristiano e incluso Jesús de Nazareth era netamente marxista. Que la Iglesia condenaba el uso de anticonceptivos, pues aparecía entonces un grupo de cristianos que insistían en que precisamente el uso humano del matrimonio exigía una actuación responsable por parte de los posibles progenitores. Que la Iglesia no abolía el celibato, aparecían grupos de curas casados, reivindicado también el uso de alguna parroquia para hacer el bien como sacerdote casado. Es decir, nadie se largaba fuera a seguir haciendo la guerra por su cuenta, como hizo Lutero. Se quedaron dentro para cambiar las cosas a su antojo.
Insisto en que es una táctica puramente marxista. Así se destruyeron los Seminarios (desde dentro) hacia los años 50 del siglo pasado, infiltrando a miles de comunistas en las filas sacerdotales. Y la Iglesia conciliar y postconciliar hizo lo mismo, viendo estas cosas con agrado, tolerancia y cierto regusto: Había que aplicar el bálsamo de la misericordia, decía Juan XXIII. Así se destruyó la Teología, acogiendo a verdaderos herejes entre los más apreciados doctores universitarios… a los que se premiaba con cátedras y honores archiepiscopales. ¿No fue Juan Pablo II quien nombró Obispo y Cardenal al mismísimo Kasper, que ya tenía en su currículum un libro sobre Jesucristo negando todo lo habido y por haber?
Ahora, en una nueva vuelta de tuerca, estamos dando un paso más. Por un lado la Iglesia Magisterial no puede admitir oficialmente el matrimonio de los homosexuales, como no puede admitir a las claras tantas doctrinas morales que van claramente en contra de los Mandamientos Divinos. Entonces, se pone en marcha la estrategia: basta una frasecita emitida en una entrevista de avión –pongo por caso-, y en ese mismo momento se multiplican las modos de actuar anti-cristianos, pero dentro de la Iglesia. Una frase insinuante, es suficiente para que comiencen las reivindicaciones pastorales. Y mientras tanto, sí que se puede callar que la homosexualidad es un pecado abominable porque según dice el mismo Francisco, ya nos sabemos bien lo que dice la Iglesia y no hay que estar repitiéndolo.
Vean si no, lo que está ocurriendo ya de hecho con las parroquias gay de California o Nueva York, en las que se reconoce que la Iglesia Católica está equivocada y que estos gays son unos extraordinarios católicos a los que nadie comprende. Decidido ya por el Gobierno Mundial que la homosexualidad no es algo a tratar, ni es enfermedad, ni es una lacra, ni mucho menos un pecado… se forman grupitos cristianos organizados para demostrar que su homosexualidad es lo más normal del mundo, que se puede ser lector, ministro extraordinario de la Eucaristía… y que se puede seguir siendo homosexual salido del armario al mismo tiempo que sincero cristiano, mientras que la sexualidad tal como Dios la concibió, esa sí que es una abominación que no se puede permitir. El mundo al revés. ¡La homofobia sí que es una enfermedad!, proclaman en sus pancartas.
Mientras tanto, se confunde por ignorancia (o quizá por maldad, Dios lo sabe) la denuncia del pecado con la pastoral de comprensión frente al pecador. Sé por experiencia que en el confesonario siempre hemos ayudado a las personas que llegaran con un problema de este tipo. Tampoco eran tantas porque entonces no había tanto Orgullo con este tema. Pero se prestaba ayuda individual, para la salvación del alma individual. Castidad individual, tratada individualmente, confesada individualmente, misericordieada individualmente.
Pero no es así en estos tiempos. Hay una forma muy sutil y destructiva que se está organizando y que lleva adosado un peligro enorme: la que nos cuenta Zenith con esta noticia aparentemente sin trascendencia alguna: Los católicos con tendencia homosexual hablan de castidad.
O sea, que ya hay grupos que consideran que deben reunirse para hablar de su tendencia y ver entre todos cómo deben abordar la castidad. Ya no es un problema individual, sino colectivo, incluso para los católicos. Y mientras tanto, se sigue extendiendo el mal: no pasa nada, porque somos homosexuales organizados cristianos. Hasta tenemos nuestros Congresos. No pasa nada porque somos divorciados vueltos a casar cristianos y comulgamos porque la Comunión no es un premio, sino una medicina (diga San Pablo lo que quiera sobre la Eucaristía como paso rápido a la propia condenación). No pasa nada si somos sacerdotes católicos casados, porque el sacerdocio se ejerce así mucho mejor y hay menos deserciones.
Y eso sí. Los que piensen de otra manera, que se salgan de la Iglesia. Ellos son los herejes. En este tema, aplíquese siempre la tolerancia cero, que es la que ahora se estila en ciertas Urbes de la Cristiandad. Pues yo la verdad, puestos a preferir, prefiero a los herejes antiguos. Quemaban las bulas de excomunión, se iban a su casa y la Iglesia se fortalecía. Ahora, estos herejes okupas, nos dan lecciones y la Iglesia los premia.
Fuente: Tradición Digital