IX
Otros triunfos de la Santa Cruz
Evagro y Procopio, antiguos historiadores de crítica ordinariamente severa y de una gran reputación
de exactitud, narran un hecho revestido de todos los
caracteres de milagro, acaecido en Apamea, ciudad del
Asia menor, hacia el año 540.
Cosroes I, llamado el grande, rey de Persia como
después lo fue Cosroes II de quien arriba hemos hablado, sitió con fuerte ejército la ciudad de Apamea,
después de haber incendiado la de Antioquía y otras
poblaciones cercanas. Teniendo la misma suerte los
habitantes de Apamea, suplicaron a Tomás, su Obispo,
que expusiese a la pública veneración de los fieles la
reliquia insigne de la verdadera Cruz que su iglesia
poseía, con el fin de elevar sus plegarias al Cielo en
presencia del instrumento de nuestra Redención, o al
menos tener el consuelo de adorarle antes de morir.
Tan unánime fue este voto, que el Obispo hizo
más de lo pedido; no sólo expuso la veneranda reliquia,
sino que diferentes veces la llevó en procesión por iglesia, elevándola sobre su cabeza para que todos la
viesen y adorasen. La afluencia era considerable cada
vez que se hacía esta ceremonia; y lo raro hubiera sido
que no acudiese la ciudad en masa, pues la sagrada
reliquia aparecía siempre rodeada de llamas ardientes
como las de un violento incendio.
Pero las llamas fueron preservativas, porque Cosroes desapareció de un modo inesperado, y Apamea
se vio libre de las violencias de aquel tirano; en testimonio de lo cual, y del reconocimiento de la ciudad
al Dios de la Cruz, se erigió en el ábside mismo de la
iglesia un monumento conmemorativo, con una inscripción que perpetuase la memoria del milagro. Cedreno afirma que la milagrosa Cruz de Apamea fue
trasladada a Constantinopla, corriendo el año noveno
del imperio de Justino II, ó sea en 5 73.
Acontecimientos análogos abundan en las crónicas
cristianas; y si no todos son tan claramente milagrosos
como el de Apamea, siempre son maravillosos y rara
vez deja de descubrirse en ellos el dedo de Dios. Citemos por vía de ejemplo lo acaecido en Augsburgo.
Hordas de ugros, que habían devastado gran parte
de la Baviera, pusieron cerco a dicha ciudad el año
955 . Udalrico, Obispo de ella, poniéndose al pecho una
Cruz a manera de coraza, y seguido de todo su clero
y del pueblo desarmado, salió de la ciudad y penetró,
con esta muchedumbre en las filas de los feroces ugros.
Permanecieron éstos inmóviles, como si el brazo de
Dios les contuviera, y el emperador Otón, cayendo
sobre aquellas hordas audaces que prometían avasallarlo todo mientras el cielo no se desplomase o no se
hundiese la tierra, las destrozó como alimañas inmundas y cobardes.
No fue menos maravilloso ni de menores alcances
sociales lo acaecido en Bayona el año 14 5 1, antes bien
reúne, como el suceso de Apamea, los caracteres de un
verdadero milagro.
Duraba todavía a guerra de Carlos VII contra a
invasión de los ingleses en Francia. Los Condes de
Foix y de Dunois sitiaron a Bayona, defendida por
una guarnición inglesa, la cual prolongaba su resistencia con gran tenacidad, aun después de haberse
rendido el castillo. Un prodigio que apareció en los
aires determinó, por fin, la rendición de la plaza. Era
un poco después de salir el sol, en el momento en que
los franceses tomaban posesión de la ciudadela, y estando el cielo sereno. Apareció en los aires, encima
de la ciudad, una Cruz luminosa, de claridad deslumbradora, y a la vista de todos permaneció durante una
hora entera. Este fenómeno fue considerado por todos
como señal cierta de que Dios se declaraba contra Inglaterra, y en consecuencia la ciudad de Bayona se
rindió in continenti a las tropas francesas.
Un prodigio tan milagroso, que produjo tan fuerte
impresión así en los ingleses para ser vencidos como
en los franceses para vencer, no podía racionalmente
ponerse en duda por los ausentes ni los venideros: sin
embargo, el conde de Dunois juzgó conveniente dar
fe de la verdad del hecho por medio de documento
público, para que sirviese de monumento a las generaciones futuras; aquel documento subsiste aún y anda
copiado en muchas historias.
No podemos menos de consagrar aquí dos palabras a la visión de Alfonso I de Portugal, hijo de Enrique
de Borgoña, de la casa de Francia, y de Teresa de
Castilla. Era Alfonso conde de Portugal desde 1112,
y en 1139, con ocasión de la batalla que iba a librar
en Urique con un ejército de moros inmensamente más
numeroso que el suyo, fue advertido por un venerable
anciano, cuya santidad hasta los musulmanes respetaban, que al día siguiente se le aparecería en los aires
Jesús Crucificado prometiéndole la victoria. La visión
predicha se verificó; prometióle el Señor que alcanzaría victoria y sería aclamado rey, y así sucedió puntualmente.
Este suceso era demasiado notable para que Camoens lo olvidase en su poema épico, y demasiado importante para que los historiadores de España o Portugal no le consagrasen alguna página; mas quizá resistiría difícilmente un examen crítico, no teniendo otro
fundamento que la palabra de un hombre, gran capitán,
sí, y príncipe respetabilísimo, valiente y religioso, pero
quizá víctima de una ilusión que tan fácilmente podían infundirle la excesiva tensión de su temperamento y las justas inquietudes sobre el éxito de la
batalla. Como quiera que sea, la promesa real o ideal
que se le hizo, no fue vana: ganó aquella batalla, y
después otra y otras, hasta engrandecer sus estados
con el Beira y la Extremadura. Aunque la aparición
no fuera real, sus triunfos se debieron al poder de la
Santa Cruz, que él invocaba en todos sus apuros.
Nos alargaríamos demasiado si hubiéramos de conceder algún espacio a la mención de otros acontecimientos semejantes. Nuestro intento principal, al referir los más señalados triunfos de la Santa Cruz, es
confirmar la fe de nuestros lectores en el poder divino
que por medio del Lábaro salvador desplega el Rey de
Reyes en favor de sus ejércitos, y avivar su esperanza
en el triunfo que los profetas, señaladamente San
Francisco de Paula, anuncian al ejército español de los
Crucíferos; triunfo que será incomparablemente mayor
que el de los primitivos Crucíferos españoles organizados por Constantino Magno, pues aquéllos eran
simples abanderados y éstos han de ser guerreros valerosisimos para dominar el mundo y rendirlo al pie
de la Cruz.
Donde menos cabe o más irracional es la incredulidad o la duda acerca del divino poder de la Cruz en
las batallas y conquistas de Religión y Patria, es en
España, cuya incomparable epopeya es un continuo
canto épico al Signo de nuestra Redención, que nuestros padres pasearon victoriosos de mundo en mundo
y lo hicieron adorar de paganos y herejes, de bárbaros
y cultos, de rudos y de sabios. Y cuando menos puede
ponerse en duda la autenticidad de las indicadas profecías y la seguridad de la futura cruzada, es hoy, pues
basta elevar los ojos a los montes como David, para
comprender de dónde nos ha de venir el auxilio. ¿No
dicen nada a los que saben filosofar, nada a los hombres
de corazón, esas Cruces que por todas partes se levantan hoy en las cimas de los montes? Estamos en el siglo de la Cruz. Viene la hecatombe en castigo de nuestros pecados, y en seguida vienen las victorias de la
Cruz y la paz de Dios.
¿No me creéis a mi? Creed a los hombres pensadores y previsores que lo afirman. Tampoco a estos
creéis? Pues creed a los profetas enviados por Dios
para avisar al mundo. Tampoco dais fe a los profetas?
Dadla a la filosofía de la historia, dadla á la lógica de
la Providencia; mirad lo que pasa y juzgad a dónde nos
conduce. ¿Tampoco esto os merece un poco de atención? ¡¡In peccato vestro moriemini!! Seguid, seguid avivando la cólera de Dios: no por eso dejaremos nosotros de esperar en Él, repitiendo las palabras davidicas que se leen en el Tracto del Domingo de Ramos,
día en que seguimos emborronando estos desaliñados
artículos:
«En ti esperaron nuestros padres, Señor, esperaron, y tú
los libraste. A ti clamaron, y fueron puestos en salvo. Confiaron en ti, y no tuvieron por qué avergonzarse. Mas yo soy
un gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección
de la plebe. Todos los que me miraban hacían mofa de mi, y
meneaban burlescamente la cabeza diciendo: «A ver si Dios le
libra, ya que en Dios espera: sálvele, ya que tanto le ama»!
¡Señor, salva de las astas de los unicornios mi pobre alma.
¡Oh vosotros, los que teméis al Señor! alabadle, glorificadle.
Será contada como del Señor la generación venidera, y los
cielos anunciaran su justicia al pueblo que ha de nacer, formado por el Señor».
APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Biblioteca Españolista
Valencia-Año 1904