CAPÍTULO 27
Cómo nos hemos de ejercitar en la oración en
este
segundo grado de humildad.
Nuestro Padre, en las Constituciones, pone aquella regla tan principal
y de tanta perfección, que dijimos arriba (cap. 5), que así como los
mundanos aman y desean con tanta diligencia honras, fama y estimación
de mucho nombre en la tierra, así lo que van en espíritu y siguen de verás
a Cristo nuestro Señor, aman y desean intensamente todo lo contrario,
deseando pasar injurias, falsos testimonios, afrentas y ser tenidos por
locos, no dando ellos ocasión alguna de ello, por desear parecer e imitar en
alguna manera a nuestro Criador y Señor Jesucristo. Y manda que todos
los que hubieren de entrar en le Compañía sean primero preguntados si
tienen estos deseos. Cosa recia parece, por cierto, que un novicio recién
cortado del mundo, y que viene corriendo sangre, como dicen, sea
examinado por una regla tan estrecha y de tanta perfección como ésta. Ahí
se verá la perfección grande que nuestro Instituto pide; quiere hombres
verdaderamente deshechos de sí, y que estén muertos del todo al mundo.
Pero porque esto es dificultoso y de grande perfección, añade nuestro
Padre, que si alguno, por nuestra humana flaqueza y miseria, no sintiere en
sí tan encendidos deseos de esto, que sea preguntado si tiene a lo menos
deseo de tenerlos, y con eso, y con que esté dispuesto a llevarlo en
paciencia cuando se la ofrecieren semejantes ocasiones, se contenta.
Porque ésa es buena disposición para aprender y aprovechar; basta que el
aprendiz entre con deseo de saber el oficio y se aplique a eso, de esa
manera saldrá con ello. La Religión es escuela de virtud y perfección;
entrad con ese deseo, y con la gracia del Señor saldréis con lo que deseáis.
Pues comencemos por aquí este ejercicio, vayámoslo tomando poco a
poco. Decís que no sentís en vos deseos de ser despreciado y tenido en
poco; pero que deseáis tenerlos; comenzad por ahí a ejercitaros en la
oración en esta virtud de la humildad, decid con el Profeta (Sal., 118, 20):
Deseó mi ánima desear vuestras justificaciones en todo tiempo. ¡Oh Señor,
y cuán lejos me veo de tener aquellos vivos y encendidos deseos que tenían aquellos grandes Santos y verdaderos humildes, de ser despreciados
del mundo! Mucho querría, Señor, llegar siquiera a tener deseo de tener
esos deseos; deseo desearlo. Bien vais por ahí, muy buen principio y
disposición es ésa para alcanzarlo; insistid y perseverad en eso en la
oración, y pedid al Señor que os ablande el corazón, y deteneos en eso
algunos días, porque agradan mucho al Señor esos deseos y los oye Él de
muy buena gana, pues dice el Profeta (Sal., 9, (10), 17): [El deseo de los
pobres oyó el Señor; la preparación de su corazón oyó, Señor, tu oído].
Presto os dará el Señor un deseo de padecer algo por su amor y de hacer
alguna penitencia por vuestros pecados: y cuando os le diere, ¿en qué
podéis emplear mejor ese deseo de padecer? ¿Y en que podéis hacer mayor
penitencia, que en ser despreciado y tenido en poco por su amor en
recompensa de vuestros pecados? Como decía David cuando le maldecía y
deshonraba Semeí (2 Sam., 16, 11): «Dejadle, que por ventura será servido
el Señor de recibir estas afrentas y desprecios en descuento de mis
pecados, y será ésa gran dicha mía.»
Y cuando el Señor os hiciese esa merced, que sintáis en vos esos
deseos de ser despreciado, y tenido en poco, por parecer e imitar a Cristo,
no habéis de pensar que está acabado el negocio, y que habéis alcanzado
ya la virtud de la humildad, antes entonces habéis de hacer cuenta que ha
de comenzar de nuevo el plantar y asentar en vuestra alma la virtud y así
habéis de procurar no pasar ligeramente por esos deseos, sino deteneros en
ellos muy despacio, y ejercitaros mucho tiempo en ellos en la oración,
hasta que lleguen a ser tales y tan eficaces que se extiendan a la obra.
Y cuando llegareis a eso, que os parece que lleváis bien las ocasiones
que se os ofrecen, en la misma obra hay muchos grados y escalones que
subir para llegar a la perfección de la humildad. Porque lo primero es
menester que os ejercitéis en llevar con paciencia todas las ocasiones que
se ofrecieren, que tocaren a vuestro desprecio y desestima, en lo cual habrá
que hacer por algún tiempo, y aun por ventura por mucho. Después habéis
de pasar adelante, y no parar ni descansar hasta que os holguéis en el
desprecio y afrenta, y sintáis en eso tanto contento y gusto como los
mundanos en cuantas honras, riquezas y placeres hay en el mundo,
conforme a aquello del Profeta (Sal. 118, 14): [En el camino de tus
mandamientos, Señor, me deleité, como en todas las riquezas]. Cuando
deseamos alguna cosa de veras, naturalmente nos holgamos cuando la
alcanzamos; y así mucho la deseamos, mucho nos holgamos, y si poco,
poco. Pues tornad esto por señal para ver si deseáis de veras ser tenido en poco y si vais creciendo en la virtud de la humildad. Y lo mismo es en las
demás virtudes.
Para que nos aprovechemos más de este medio de la oración, y con él
se nos vaya imprimiendo más en el corazón la virtud, hemos de ir en ella
descendiendo a casos particulares y dificultosos que se nos pueden ofrecer,
animándonos y actuándonos en ellos como si los tuviésemos presentes,
insistiendo y deteniéndonos en eso hasta que ninguna cosa se nos ponga
delante, sino que todo quede allanado, porque de esa manera se va
desarraigando el vicio, y la virtud embebiendo y entrañando en el corazón
y perfeccionándose más. Es muy buena comparación para esto lo que
hacen los plateros para refinar el oro, lo derriten en el crisol, y cuando esta
derretido echan allí un granito de solimán, y comienza el oro a hervir con
gran furia y braveza hasta que se acaba de gastar el solimán, y en
gastándose, se sosiega el oro. Torna el platero a echar otro granito de
solimán, y torna el oro a hervir, pero no con tanta furia como la primera vez,
y en consumiéndose el solimán, se torna el oro a sosegar. Torna a echar
tercera vez otro poquito de solimán, y torna el oro a hervir, pero
mansamente. Torna por cuarta vez a echar otro poco de solimán, y ya no
hace ruido el oro con el solimán, ni hace sentimiento más que si nada le
echaran, porque es ya refinado y purificado, ésta es la señal de ello. Pues
esto es lo que nosotros hemos de hacer en la oración, echar un granito de
solimán, imaginando que se os ofrece una cosa de mortificación y
desprecio; y si comenzarais a azorar y turbar, deteneos en eso, hasta que
con el calor de la oración se gaste ese granito de solimán, y hagáis rostro a
aquello, y quedéis quieto y sosegado en ello. Y tornad otro día a echar otro
granito de solimán, imaginando que se os ofrece otra cosa dificultosa y de
mucha mortificación y humillación; y si todavía hierve y se turba la
naturaleza, deteneos hasta que lo gastéis y os soseguéis en aquello. Y
tornad a echar otra y otra vez otra granito, y cuando ya no causare en vos
ruido ni turbación el solimán, sino que con cualquier cosa que se os
ofrezca y se os ponga delante os quedáis con mucha paz y sosiego,
entonces está refinado y purificado el oro, ésa es la señal de haber
alcanzado la perfección de la virtud.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.