jueves, 12 de noviembre de 2015

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXXV)


CAPÍTULO 35 

Que este tercer grado de humildad es medio para vencer todas las
 tentaciones y alcanzar la perfección de todas las virtudes. 

Casiano dice que era tradición de aquellos Padres antiguos, y como primer principio entre ellos, que no puede uno alcanzar la puridad de corazón, ni la perfección de las virtudes, si primero no conociere y entendiere que toda su industria, diligencia y trabajo, no es bastante para ello, sin especial ayuda y favor de Dios, que es el principal autor y dador de todo bien. Y este conocimiento, dice, no ha de ser especulativo, porque así lo hemos oído y leído, o porque así lo dice la fe; sino conviene que lo conozcamos prácticamente y por experiencia, y que estemos tan llanos y tan asentados y resueltos en esta verdad, como si lo viésemos con los ojos y tocásemos con las manos, que es al pie de la letra el tercer grado de humildad de que vamos tratando. Y de esta humildad se entienden las autoridades de la Sagrada Escritura, que prometen grandes bienes a los humildes, los cuales son innumerables. Y por eso con mucha razón le ponen los Santos por último y perfectísimo grado de humildad, y dicen que ése es el fundamento de todas las virtudes, y la preparación y disposición para recibir todos los dones de Dios. 

Y prosiguiendo Casiano esto mismo más en particular, tratando de la castidad, dice que para alcanzarla ningún trabajo basta, hasta que entendamos por experiencia que no la podemos alcanzar por nuestras propias fuerzas, sino que nos ha de venir de la liberalidad y misericordia de Dios. Y San Agustín concuerda muy bien con esto, porque el primero y principal medio que pone para alcanzar y conservar el don de la castidad es esta humildad, que no penséis que lo podéis vos ni que bastan vuestras diligencias; que merecéis perderlo si en eso estribáis; sino que entendáis que ha de ser don de Dios, y que os ha de venir de arriba, y en eso pongáis toda vuestra confianza. Y así decía un viejo de aquellos Padres antiguos, que sería uno tentado en la carne hasta que conociese bien que la castidad es don del Señor y no fuerza propia. 

Confirma esto Paladio con el ejemplo del abad Moisés, el cual, habiendo sido en el cuerpo de admirable fortaleza, y en el ánimo viciosísimo, se convirtió muy de corazón a Dios. Fue a los principios muy gravemente tentado, especialmente de torpezas, y por consejo de los santos Padres ponía sus medios para vencerlas. Oraba tanto, que pasó seis años orando, la mayor parte de la noche en pie, sin dormir. Trabajaba mucho de manos, no comía sino un poco de pan, iba por las celdas de los monjes viejos, y les traía agua, y hacía otras mortificaciones y asperezas grandes. Con todo eso no acababa de vencer las tentaciones, sino que ardía en ellas, y estaba en peligro de caer y dejar el instituto de monje. Estando en este trabajo, vino a él el santo abad Isidoro, y le dijo de parte de Dios: «Desde ahora, en nombre de Jesucristo, cesarán tus tentaciones.» Y así fue, que nunca más le vinieron. Y añadió el Santo, declarándole la causa por qué hasta allí Dios no le había dado cumplida victoria de ellas: «Moisés, porque no te gloriases ni cayeses en soberbia, pensando que por tu ejercicio habías vencido, por eso ha permitido Dios esto para tu provecho». No había Moisés alcanzado el don de la desconfianza de sí mismo, y porque lo alcanzase y no cayese en soberbia de propia confianza, por eso le dejó Dios tanto tiempo, y no alcanzó con tan grandes y santos ejercicios la cumplida victoria de esta pasión que otros con menos trabajo han alcanzado. 

Lo mismo refiere Paladio que le aconteció al abad Pacón, que por ser ya viejo de setenta años, era muy molestado de tentaciones deshonestas; y dice que le afirmó con juramento que después de cincuenta años de edad, por espacio de doce años, fue tan recia la pelea y tan ordinario el combate, que no se le pasó día o noche en todo este tiempo que no fuese combatido de este vicio. Él hacía cosas muy extraordinarias para librarse de estas tentaciones, y no aprovechaban. Un día, estándose él lamentando, pareciéndole que le había el Señor desamparado, oyó una voz que le decía interiormente: «Entiende que la causa de haber Dios permitido en ti esta recia batalla ha sido para que conozcas tu flaqueza y pobreza, y lo poco o nada que tienes de tu parte, y así te humilles de aquí adelante, no confiando en cosa alguna de ti, sino recurriendo en todas a Mí a pedirme socorro». Y dice que con esta enseñanza quedó tan consolado y confortado, que nunca más sintió aquella tentación. Quiere Dios que pongamos toda nuestra confianza en El, y que desconfiemos de nosotros y de nuestros medios y diligencias. 

Esta doctrina no sólo es de Agustino, Casiano y de aquellos Padres antiguos, sino del mismo Espíritu Santo, y en estos propios términos que la vamos diciendo. El Sabio, en el libro de la Sabiduría (8, 21), nos pone expresamente la teórica y juntamente la práctica de todo esto: Como yo supiese, dice Salomón, que no podía ser continente sin especial don de Dios, [y el conocer cuyo sea este don es gran sabiduría, acudí al Señor a pedírselo de todo mi corazón]. Continente aquí es nombre general que abraza, no sólo el contener y refrenar la pasión que es contra la castidad, sino todas las demás pasiones y apetitos que son contra la razón. Como también en aquello del Eclesiástico (26, 20): Todo peso de plata y oro no es digno del ánima continente. No hay cosa que tanto pese ni valga como la persona continente. Quiere decir, que por todas partes tiene y contiene sus afectos y apetitos para que no salgan de la raya de la virtud y de la razón. Pues dice Salomón: «En sabiendo que supe que sin especial don de Dios no podía contener siempre estas potencias y pasiones de mi alma y de mi cuerpo en aquel medio de verdad y virtud, sin que algunas veces sobresaliesen —y conocer esto es, dice, gran sabiduría—, acudí al Señor, y se lo pedí de todo corazón. De manera éste es medio único para ser continentes para refrenar y gobernar nuestras pasiones y tenerlas a raya, y para alcanzar victoria de todas las tentaciones y la perfección de todas las virtudes». Y así lo reconocía muy bien el Profeta cuando decía (Sal.. 126, 1): Si el Señor no edifica la casa, en vano trabaja el que la edifica. Y si el Señor no guarda la ciudad, en vano trabaja el que la guarda. Él es el que nos ha de dar todo el bien, y el que después de dado lo ha de guardar y conservar; y si no, en vano será todo nuestro trabajo. 


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS. 
Padre Alonso Rodríguez, S.J.