CAPÍTULO 35
Que este tercer grado de humildad es medio para vencer todas las
tentaciones y alcanzar la perfección de todas las virtudes.
Casiano dice que era tradición de aquellos Padres antiguos, y como
primer principio entre ellos, que no puede uno alcanzar la puridad de
corazón, ni la perfección de las virtudes, si primero no conociere y
entendiere que toda su industria, diligencia y trabajo, no es bastante para
ello, sin especial ayuda y favor de Dios, que es el principal autor y dador
de todo bien. Y este conocimiento, dice, no ha de ser especulativo, porque
así lo hemos oído y leído, o porque así lo dice la fe; sino conviene que lo
conozcamos prácticamente y por experiencia, y que estemos tan llanos y
tan asentados y resueltos en esta verdad, como si lo viésemos con los ojos
y tocásemos con las manos, que es al pie de la letra el tercer grado de
humildad de que vamos tratando. Y de esta humildad se entienden las
autoridades de la Sagrada Escritura, que prometen grandes bienes a los
humildes, los cuales son innumerables. Y por eso con mucha razón le
ponen los Santos por último y perfectísimo grado de humildad, y dicen que
ése es el fundamento de todas las virtudes, y la preparación y disposición
para recibir todos los dones de Dios.
Y prosiguiendo Casiano esto mismo más en particular, tratando de la
castidad, dice que para alcanzarla ningún trabajo basta, hasta que
entendamos por experiencia que no la podemos alcanzar por nuestras
propias fuerzas, sino que nos ha de venir de la liberalidad y misericordia
de Dios. Y San Agustín concuerda muy bien con esto, porque el primero y
principal medio que pone para alcanzar y conservar el don de la castidad
es esta humildad, que no penséis que lo podéis vos ni que bastan vuestras diligencias; que merecéis perderlo si en eso estribáis; sino que entendáis
que ha de ser don de Dios, y que os ha de venir de arriba, y en eso pongáis
toda vuestra confianza. Y así decía un viejo de aquellos Padres antiguos,
que sería uno tentado en la carne hasta que conociese bien que la castidad
es don del Señor y no fuerza propia.
Confirma esto Paladio con el ejemplo del abad Moisés, el cual,
habiendo sido en el cuerpo de admirable fortaleza, y en el ánimo
viciosísimo, se convirtió muy de corazón a Dios. Fue a los principios muy
gravemente tentado, especialmente de torpezas, y por consejo de los santos
Padres ponía sus medios para vencerlas. Oraba tanto, que pasó seis años
orando, la mayor parte de la noche en pie, sin dormir. Trabajaba mucho de
manos, no comía sino un poco de pan, iba por las celdas de los monjes
viejos, y les traía agua, y hacía otras mortificaciones y asperezas grandes.
Con todo eso no acababa de vencer las tentaciones, sino que ardía en ellas,
y estaba en peligro de caer y dejar el instituto de monje. Estando en este
trabajo, vino a él el santo abad Isidoro, y le dijo de parte de Dios: «Desde
ahora, en nombre de Jesucristo, cesarán tus tentaciones.» Y así fue, que
nunca más le vinieron. Y añadió el Santo, declarándole la causa por qué
hasta allí Dios no le había dado cumplida victoria de ellas: «Moisés,
porque no te gloriases ni cayeses en soberbia, pensando que por tu
ejercicio habías vencido, por eso ha permitido Dios esto para tu
provecho». No había Moisés alcanzado el don de la desconfianza de sí
mismo, y porque lo alcanzase y no cayese en soberbia de propia confianza,
por eso le dejó Dios tanto tiempo, y no alcanzó con tan grandes y santos
ejercicios la cumplida victoria de esta pasión que otros con menos trabajo
han alcanzado.
Lo mismo refiere Paladio que le aconteció al abad Pacón, que por ser
ya viejo de setenta años, era muy molestado de tentaciones deshonestas; y
dice que le afirmó con juramento que después de cincuenta años de edad,
por espacio de doce años, fue tan recia la pelea y tan ordinario el combate,
que no se le pasó día o noche en todo este tiempo que no fuese combatido
de este vicio. Él hacía cosas muy extraordinarias para librarse de estas
tentaciones, y no aprovechaban. Un día, estándose él lamentando,
pareciéndole que le había el Señor desamparado, oyó una voz que le decía
interiormente: «Entiende que la causa de haber Dios permitido en ti esta
recia batalla ha sido para que conozcas tu flaqueza y pobreza, y lo poco o
nada que tienes de tu parte, y así te humilles de aquí adelante, no
confiando en cosa alguna de ti, sino recurriendo en todas a Mí a pedirme
socorro». Y dice que con esta enseñanza quedó tan consolado y confortado, que nunca más sintió aquella tentación. Quiere Dios que
pongamos toda nuestra confianza en El, y que desconfiemos de nosotros y
de nuestros medios y diligencias.
Esta doctrina no sólo es de Agustino, Casiano y de aquellos Padres
antiguos, sino del mismo Espíritu Santo, y en estos propios términos que la
vamos diciendo. El Sabio, en el libro de la Sabiduría (8, 21), nos pone
expresamente la teórica y juntamente la práctica de todo esto: Como yo
supiese, dice Salomón, que no podía ser continente sin especial don de
Dios, [y el conocer cuyo sea este don es gran sabiduría, acudí al Señor a
pedírselo de todo mi corazón]. Continente aquí es nombre general que
abraza, no sólo el contener y refrenar la pasión que es contra la castidad,
sino todas las demás pasiones y apetitos que son contra la razón. Como
también en aquello del Eclesiástico (26, 20): Todo peso de plata y oro no
es digno del ánima continente. No hay cosa que tanto pese ni valga como
la persona continente. Quiere decir, que por todas partes tiene y contiene
sus afectos y apetitos para que no salgan de la raya de la virtud y de la
razón. Pues dice Salomón: «En sabiendo que supe que sin especial don de
Dios no podía contener siempre estas potencias y pasiones de mi alma y de
mi cuerpo en aquel medio de verdad y virtud, sin que algunas veces
sobresaliesen —y conocer esto es, dice, gran sabiduría—, acudí al Señor, y
se lo pedí de todo corazón. De manera éste es medio único para ser
continentes para refrenar y gobernar nuestras pasiones y tenerlas a raya, y
para alcanzar victoria de todas las tentaciones y la perfección de todas las
virtudes». Y así lo reconocía muy bien el Profeta cuando decía (Sal.. 126,
1): Si el Señor no edifica la casa, en vano trabaja el que la edifica. Y si el
Señor no guarda la ciudad, en vano trabaja el que la guarda. Él es el que
nos ha de dar todo el bien, y el que después de dado lo ha de guardar y
conservar; y si no, en vano será todo nuestro trabajo.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.