LA MUERTE DEL PAPA PÍO IX
SUEÑO 104.—AÑO DE 1877.
(M. B. Tomo XIII, págs. 42-44)
El 1 de febrero de 1877, a su regreso de Roma, se despidió de los
hermanos y amigos de Magliano, partiendo para Florencia.
En esta ciudad se
detuvo hasta el día tres del mismo mes, hospedándose en casa de la piadosa y
caritativa Marquesa Uguccioni, aun profundamente afligida por la muerte
reciente del esposo.
En la mañana del cuatro se encontraba en Turín, donde fue recibido en
el Oratorio, como de costumbre, en medio del mayor júbilo.
Dos días después de su llegada, el [Santo] volvía a Roma en sueños;
sueño profético que contó privadamente a los directores reunidos para las
conferencias anuales.
Ofreceremos el relato del mismo, tal como lo escribieron
inmediatamente después de oírlo, Don Barberis y Don Lemoyne.
Hay que hacer notar que el Eminentísimo Cardenal Monaco La Valetta,
Vicario de Su Santidad, después de la muerte del Cardenal Patrizi, había
rogado a San Juan Bosco que enviase algunos salesianos a dirigir el
Hospital de la «Cosolazione» que surge a poca distancia del Foro Romano.
Aunque la escasez de personal era grande, San Juan Bosco, siendo la
primera vez que el nuevo Cardenal Vicario pedía un favor a la Congregación,
deseaba ardientemente complacerlo. La noche del siete de febrero,
habiéndose retirado a descansar el [Santo] obsesionado con este pensamiento,
soñó que se encontraba en Roma.
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Me pareció —dijo a sus oyentes— que me encontraba de nuevo en
Roma; me dirigí inmediatamente al Vaticano sin acordarme del almuerzo, ni
de pedir audiencia, ni de otra cosa alguna. Mientras me encontraba en una sala
he aquí que llega el Papa Pío IX y se sienta a la buena de Dios y en plan
de amigo en un sillón o canapé que estaba junto a mí. Yo, maravillado, intento
ponerme de pie y rendirle los homenajes consiguientes; pero él no me lo
permitió, sino que con la mayor premura me obligó a que me sentase a su
lado, comenzando inmediatamente el siguiente diálogo:
—Hace poco que nos hemos visto.
—En efecto; hace pocos días— le contesté.
—De ahora en adelante nos veremos con más frecuencia —continuó el
Vicario de Cristo— porque hay muchas cosas que tratar. Entretanto, dígame:
¿Qué ha hecho ya desde que partió de Roma?
—Ha habido poco tiempo —le contesté—; se han reanudado varios
asuntos que quedaron interrumpidos a causa de mi ausencia y después se
pensó en lo que se podría hacer en favor de los Conceptinos. Mas he aquí que
me llega una petición del Cardenal Vicario, rogándome que nos encarguemos
de la dirección del Hospital de la Cosolazione. Es la primera petición que nos
hace dicho Cardenal y querríamos complacerle; pero al mismo tiempo nos
sentimos abrumados por la falta de personal.
—¿Cuántos sacerdotes ha mandado ya a los Conceptinos?—, me
preguntó el Papa Pío IX. Y entretanto me hizo pasear con él teniéndome
de la mano.
—Hemos enviado uno solo —le dije—, y estamos estudiando la manera
de poder mandar algunos más, pero no sabemos de dónde sacarlos.
—Antes de atender a otra cosa —prosigue el Papa— procura atender a
Santo Spirito. Poco después el Santo Padre, erguido sobre su persona, con la
cara levantada y como radiante de luz, clavó su mirada en mí.
—¡Oh, Santo Padre!, —le dije—; ¡si mis jóvenes pudiesen contemplar
el rostro de Su Santidad! Yo creo que quedarían fuera de sí por el consuelo.
¡Le aman tanto!
—Eso no sería imposible —me replicó el Papa Pío IX—. A lo
mejor pueden ver realizado este deseo.
Pero de pronto, como si se sintiese mal, apoyándose en una parte y otra
se dirigió a sentarse en un canapé y después de haberlo hecho se tendió en él a
lo largo. Yo creí que estuviese cansado y quisiera acomodarse para descansar
un poco; por eso busqué la manera de colocarle un almohadón un poco
elevado para mantenerle la cabeza en alto: pero él no quiso, sino que
extendiendo también las piernas, me dijo:
—Hace falta una sábana blanca para cubrirme de la cabeza a los pies.
Yo lo miraba atónito y estupefacto; no sabía qué decirle, ni qué hacer.
No entendía nada de cuanto sucedía.
Entonces el Santo Padre se levantó y dijo:
—¡Vamos!
Al llegar a una sala donde había muchos dignatarios eclesiásticos, el
Santo Padre, sin que los demás se diesen cuenta se dirigió a una puerta
cerrada. Yo abrí la puerta inmediatamente, para que el Papa Pío IX, que
estaba ya cerca, pudiese pasar, Al ver esto, uno de los prelados comenzó a
mover la cabeza y a decir entre dientes:
—Esto no le corresponde Don Bosco; hay personas
indicadas para que realicen estos menesteres.
Me excusé de la mejor manera posible, haciendo observar que yo no
usurpaba ningún derecho, sino que había abierto la puerta porque ningún otro
lo había hecho para que el Papa no se incomodara y tropezara.
Cuando el Santo Padre oyó mis palabras, se volvió hacia atrás
sonriendo y dijo:
—Déjenlo en paz; soy yo quien lo quiero.
Y el Papa, una vez que hubo transpuesto la puerta, no apareció más.
Yo me encontré, pues, allí completamente solo sin saber dónde estaba.
Al volverme a un lado y a otro para orientarme, vi por allí a Buzzetti.
Esto me causó grande alegría. Yo quería decirle algo, cuando él, acercándose
a mí, me dijo:
—Mire que tiene los zapatos viejos y rotos.
—Ya lo sé —le dije—; ¿qué quieres? Han recorrido ya mucho terreno
estos zapatos, son los mismos que tenía cuando estaba en Lanzo; aquí en
Roma han estado ya dos veces; también estuvieron en Francia y ahora están otra vez aquí. Es natural que estén en tan mal estado.
—Pero ahora —replicó Buzzetti— es tiempo de que los deje; ¿no ve
que los talones están completamente rotos y que lleva los pies por los suelos?
—No te digo que no lleves razón —contesté—, pero, dime: ¿sabes tú dónde nos encontramos? ¿Sabes qué es lo que hacemos aquí? ¿Sabes por qué estamos aquí?
—Sí, que lo sé— me contestó Buzzetti.
—Dime, pues —proseguí yo—; ¿estoy soñando o es realidad lo que
veo? Dime pronto algo.
—Esté tranquilo —replicó Buzzetti— que no sueña. Todo cuanto ve es
realidad. Estamos en Roma, en él Vaticano: El Papa ha muerto. Y tanto es
verdad esto que cuando quiera salir de aquí encontrará grandes dificultades
para lograrlo y no dará con la escalera.
Entonces yo me asomé a las puertas, a las ventanas y vi por todas partes
casas en ruina y destruidas y las escaleras deshechas y escombros por doquier.
—Ahora sí que me convenzo de que estoy soñando —dije—; hace poco
he estado en el Vaticano con el Papa y no había nada de todo esto.
—Estas ruinas —dijo Buzzetti— fueron producidas por un terremoto
repentino que tendrá lugar después de la muerte del Papa, pues toda la Iglesia
se sentirá sacudida de una manera terrible al producirse su fallecimiento.
Yo no sabía ni qué decir, ni qué hacer. Quería bajar a toda costa del
lugar donde me encontraba; hice la prueba pero temí rodar a un precipicio.
Con todo intentaba descender, pero unos me sujetaban por los brazos,
otros por la ropa y un tal por los cabellos con tanta fuerza que no me permitía
dar un paso. Yo entonces comencé a gritar:`
—¡Ay, que me hace daño!
Y tan grande fue el dolor que sentí, que me desperté encontrándome en
el lecho, en mi habitación.
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El [Santo], aunque no se reservó para sí este sueño, prohibió a los
Directores que hablasen de él, expresando así su parecer de que por de
pronto no se le debía dar importancia alguna. Pero luego se comprobó de allí
a un año, que no se trataba de un sueño ordinario, en efecto, en las primeras
horas de la noche del seis al siete de febrero, el gran Pontífice [Beato] Pío IX,
después de una rápida enfermedad, entregó su bella alma al Señor.
Los Sueños de San Juan Bosco
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Nota de A.E.
Aquí en este sueño profético San Juan Bosco predice que después de la muerte de un Papa habrá un terremoto, esto aun no se a cumplido.