Para proceder en la solución de las objeciones de la manera más lógica y encadenada posible, vamos a recogerlas en forma de una conversación o diálogo entre un incrédulo que pregunta y un profesor de Teología que contesta.
Pregunta. –La eternidad de las penas del infierno se opone a la justicia de Dios. Es injusto castigar eternamente un pecado que duró tan sólo unos momentos.
Respuesta.-Ningún crimen se castiga por el tiempo que se tarda en cometerlo, sino por la gravedad intrínseca que tiene. La justicia humana, ¿no condena a veces a prisión perpetua y aún a la pena capital al malhechor que ha cometido un crimen en un instante? Pues teniendo en cuenta que el pecado –sobre todo el cometido contra el mismo Dios con voluntad y obstinada maldad- encierra una malicia en cierto modo infinita, por razón de la distancia infinita que separa al ofensor del ofendido, justo es que se le castigue con una pena también infinita. Y no pudiendo serlo en intensidad, tiene que serlo por lo menos en extensión. Luego la eternidad de las penas del infierno no solamente no se opone a la justicia de Dios, sino que es una exigencia y postulado elemental de la misma (1).
P. –Se me hace muy difícil concebir la malicia infinita del pecado. Una criatura no puede realizar un acto infinito.
R. –La infinitud relativa del pecado no se toma del acto en sí mismo u objetivamente considerado, sino de la infinita distancia existente entre el pecador y Dios. Al pecar libre y voluntariamente, el pecador se adhiere a una criatura que le aleja o separa de Dios. Y este alejamiento es, de suyo, infinito y naturalmente irreparable.
P. –El pecador no comete su pecado previniendo y aceptando esa proyección eterna. Al menos, la mayoría de los hombres pecan tan solo provisionalmente, esperando arrepentirse después.
R. –Esa esperanza en un futuro arrepentimiento es una ilusión tan vana como inmoral. Vana, porque el pecador no podrá salir de su pecado sin la gracia del arrepentimiento, que Dios no esta obligado a darle y puede que le niegue de hecho en castigo de tanta ingratitud. El que se arroja a un pozo del que no puede salir sin que de arriba le echen un cable, se resigna a permanecer en él eternamente si los de arriba –que no tienen obligación de ayudarle por su loca temeridad- dejan de arrojárselo de hecho. Y es, además, inmoral, porque se apoya precisamente en la misericordia de Dios para ofenderle con mayor tranquilidad.
P. –De todas formas, el pecador peca en el tiempo, ¿por qué castigarle en la eternidad?
R. –Desde el momento en que el pecador coloca actualmente su fin último en una criatura, renunciando a su último fin sobrenatural con el que es absolutamente incompatible, muestra bien a las claras que con mayor motivo se entregaría a ese pecado si pudiera gozar eternamente el placer momentáneo que le ofrece. Si por un instante de dicha, fugaz y pasajero, acepta la posibilidad de quedarse sin su fin sobrenatural eterno, ¡cuánto más se lanzaría a cometer ese pecado si pudiera permanecer en él impunemente durante toda la eternidad! En este sentido dice profundísimamente Santo Tomás que el pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad subjetiva (2). Por consiguiente, si el pecador ha ofendido a Dios en su eternidad, es muy justo que le castigue Dios en la suya, como dice San Agustín.
P. –Pero la malicia subjetiva del pecado, ¿no depende del grado de conocimiento y voluntariedad con que ha procedido el pecador?
R. –Ciertamente que sí.
P. -¿Y qué pecador se da cuenta al cometer su pecado del alcance y trascendencia de su acto? Sería menester para ello tener una idea muy clara de la grandeza de Dios y de la inconmensurable eternidad.
R. –El pecado cometido en esas condiciones sería de una malicia verdaderamente satánica. Ese fue el pecado de los ángeles rebeldes, cuya malicia fue tal, que Dios les negó para siempre el beneficio de la redención, que ofreció, sin embargo, al hombre pecador.
P. –Luego vos mismo confesáis que el pecado del hombre no reúne la malicia satánica de los demonios, y, por consiguiente…
R. –Por consiguiente Dios se compadeció de él y le ofreció el beneficio de la redención, que negó a los ángeles rebeldes. Pero precisamente por esto la reincidencia voluntaria del hombre en su pecado después de haberse derramado para redimirlo toda la sangre del Hijo de Dios encarnado, supone por lo menos mayor ingratitud, sino queremos admitir también mayor malicia subjetiva. Y esto basta para que ese pecado, cometido libre y voluntariamente, tenga la fuerza suficiente para apartarlo eternamente de Dios como fin último sobrenatural.
Además, como dice excelentemente un teólogo de nuestros días, “el hombre que sospecha de su padre una misteriosa grandeza para él desconocida, y un sacrificio secreto, pero incomparable, llevado a cabo en su favor por ese padre, ¿no es responsable, si le ofende, de eso mismo que no conoce? Nosotros, que sabemos la grandeza inconmensurable de nuestro Dios, su ternura infinita y la sublimidad del sacrificio de la cruz, ¿podemos decir con fundamento que no somos responsables ante el misterio de la justicia del cielo, bajo pretexto de que en el momento de pecar, nuestra imaginación e inteligencia no nos representaban con exactitud aquella?”
P.-Pero ¿por qué crea Dios a los que sabe que se han de condenar?
R. –Entre otras razones que trascienden infinitamente la pobre inteligencia humana, hay que decir que porque de lo contrario se seguiría una gran inmoralidad, lo cual repugna a la infinita santidad de Dios. En efecto : si Dios, llevado de su de su infinita misericordia, no creara más que a los que se han de salvar, se seguiría que el hombre podría impunemente burlarse de Dios, conculcando uno por uno todos los mandamientos de su ley divina. No sería menester siquiera que se arrepintiera de sus pecados, ya que Dios tendría que perdonarle forzosamente más pronto o más tarde. Con lo cual podría darse el caso de un pecador que, después de haber sufrido en la otra vida una pena temporal más o menos larga, entraría finalmente en el cielo sin haberse arrepentido de su pecado y sin haberle pedido perdón a Dios. ¿Quién no ve que esto sería una monstruosidad escandalosa, mil veces más inconcebible que el hecho de crearle previendo que se va a condenar?
Por lo demás, una cosa está del todo clara en la teología de la salvación, cualquiera que sea la escuela teológica a la que se pertenezca, y es que Dios no crea ni creará jamás a nadie para que se condene haga lo que haga (reprobación positiva), sino únicamente a pesar de prever que se querrá condenar voluntariamente (reprobación negativa en castigo del pecado voluntariamente cometido). ¿De quién es la culpa, por consiguiente, si el pecador se condena? Sería el colmo de la inmoralidad pedirle cuentas a Dios por castigar justamente un crimen del que sólo el perverso pecador ha tenido libre y voluntariamente la culpa.
P. –Pero, ¿por qué la pena del pecado ha de ser eterna? ¿No bastaría un castigo temporal –aunque fuera larguísimo- para satisfacer las exigencias de la divina justicia?
R. –De ninguna manera. La obstinación del pecador, perpetuamente aferrado a su pecado, obliga a mantenerle la pena eternamente. El pecador no se arrepiente ni se arrepentirá jamás. Y en estas condiciones el castigo tiene que ser necesariamente eterno. Mientras permanezca la culpa, no debe terminar la pena (3).
P. -¿Y por qué el pecador no puede arrepentirse?
R –Porque con la muerte termina el plazo del arrepentimiento. Tiempo tuvo durante toda su vida, y el pecador lo rechazó pertinaz y obstinadamente hasta el último suspiro. La culpa es exclusivamente suya. ¿Qué más pudo hacer Dios de lo que hizo? ¿No derramó toda su sangre por él desde lo alto de la cruz y no le ofreció su eficacia redentora hasta el momento mismo de la muerte?
P. _La misericordia de Dios es infinita. Parece absurdo señalarle un límite determinado más allá del cual no pueda ya ejercerse.
R. –La misericordia de Dios es infinita, ciertamente. Pero su ejercicio y manifestación están regulados por los demás atributos de Dios, especialmente por su santidad, su justicia y su sabiduría. Y la santidad, exige que no se dé al pecador oportunidad de burlarse perpetuamente de Dios a propósito de su misericordia, y la justicia reclama el castigo inexorable del pecador definitivamente obstinado en su maldad. Y, puesta la divina sabiduría a señalar un límite para que el pecador pueda rectificar sus malos pasos ninguno más oportuno que el de la hora de la muerte.
P. -¿Por qué?
R. –Porque con ella termina el estado de vía –esto es, la etapa viajera de nuestra vida- y penetramos en el estado de término, o de la inmutable eternidad. Es natural que el destino definitivo que el pecador eligió libremente en el último segundo de su vida viajera permanezca para siempre en la inmutable eternidad.
P. -¿Y es que el pecador no continúa siendo libre?
R. –Para elegir su destino, no. La muerte le arrebató para siempre el estado fluctuante de su espíritu y le fijó –le fosilizó podríamos decir- en el fin libremente elegido.
P. –Y por qué el espíritu puede fluctuar en esta vida entre el bien y el mal y no ha de poder hacerlo en la otra?
R. –Porque lo exigen así, de consuno, la psicología del alma separada y la justicia de Dios.
P. –Haced el favor de explicarme ese misterio
R. –No es tan difícil como creéis. La simple filosofía nos dice que el alma separada no está sujeta ya al vaivén de las pasiones y de las impresiones caprichosas del mundo corporal y sensible. Desligada por completo de la materia, actúa a la manera de los espíritus puros, ángeles y demonios. No entiende por vía de discurso, sino de intuición, y de tal forma quiere lo que el entendimiento le presenta como apetecible, que lo que quiere una vez lo quiere para siempre. En la eternidad nadie rectifica el bien o el mal.
P. -¿Y por qué no les vuelve Dios a colocar en situación de poder nuevamente elegir?
R. –Porque lo impide su divina justicia y su infinita seriedad. La justicia divina señaló un plazo para el ejercicio incontenido y desbordante de la misericordia: la hora de la muerte. Y la infinita seriedad de Dios le impide volverse atrás ofreciendo al pecador una nueva oportunidad de convertirse después de haberse burlado definitivamente de El.
P. –Aunque el pecador no la merezca, ¿acaso no sería esto un desbordamiento de amor y de misericordia digno de la grandeza soberana de Dios?
R. –De ninguna manera. Sería, por el contrario, un gran escándalo, que dejaría sin explicación posible la infinita santidad de Dios.
P. -¿Por qué?
R. –Porque ello equivaldría a autorizar al pecador para burlarse eternamente de Dios.
P. –No lo comprendo.
R. –Pues es muy sencillo. Si a pesar de continuar obstinado en el pecado y de no merecer, por consiguiente, el perdón, Dios le perdonara de todas formas, el pecador podría reírse eternamente de El.
P. –Pues ha habido algún Santo Padre partidario de la bella opinión de Orígenes, que imagina el perdón final para el mismo Satanás y todos sus secuaces angélicos y humanos.
R. –La apocatástasis origenista ha sido expresamente condenada por la Iglesia (Denz., 211). Y esa hipótesis no solamente no es bella, sino que es una monstruosidad inconcebible.
P. –Haced el favor de demostrarlo.
R. –Escuche el discurso que, al anunciarle el perdón de Dios, pronunciaría satanás dirigiéndose a todos los demonios y condenados del infierno:
“Amigos: ya sabía yo que este final tendría que llegar algún día. Por eso me rebelé sin miedo contra Dios y os arrastré a todos vosotros en mi rebelión. Y como mi orgullo no podía sufrir la humillación de pedirle perdón a Dios, por eso no se lo pedí ni se lo pido ahora. Ha sido El quien ha tenido que rendirse ante lo inflexible de mi actitud. Yo no me he inclinado ni me inclinaré jamás ante El; ha sido El quien se ha inclinado ante mí. Y estoy seguro que todos vosotros, mis fieles súbditos y amigos, compartís en absoluto mis propios sentimientos. Ninguno de vosotros pedirá jamás perdón a Dios ni acatará sus órdenes. Soy yo vuestro único jefe. Y ahora –aquí Satanás lanza una carcajada sarcástica- vámonos al cielo a sentarnos en aquellos tronos de gloria junto a la bendita Madre de Dios, para reírnos eternamente de El por habernos admitido al cielo sin arrepentirnos de nuestros pecados y sin habernos inclinado ante su divina majestad”.
P. -¿Dónde consta que Satanás pronunciaría ese discurso?
R. –En su obstinación diabólica. Escuche un diálogo habido entre el demonio –que hablaba por boca de un energúmeno de París- y el sacerdote que le exorcizaba en nombre de la Iglesia:
Sacerdote: ¿Cómo te llamas?
Energúmeno: Legión, porque somos muchos.
Sacerdote: ¿Quisierais ser aniquilados por Dios?
Energúmeno: ¡No!
Sacerdote. Pues no lo comprendo. Porque, si Dios os aniquilara, dejaríais de sufrir, y esto no dejaría de ser un bien para vosotros.
Energúmeno: Dejaríamos de sufrir, es verdad, pero dejaríamos también de odiar a Dios y preferimos seguir odiándole eternamente (4).
Y ahora decidme: ¿qué os parece?
P. -¿Ofrece garantía histórica ese relato?
R. –Me es completamente indiferente. No lo he aducido como prueba histórica, sino únicamente por vía de ejemplo, para expresar una realidad indiscutible. Sea o no histórico, lo cierto es que el odio y la obstinación contra Dios son las disposiciones habituales de Satanás y de todos los condenados. Este dato nos lo asegura terminantemente la teología, ya que no es sino una consecuencia inevitable de un estado de condenación (5).
P. –Pues si es así, ¿por qué no aniquilar a criaturas tan perversas, en vez de conservarlas eternamente en el ser?
R. –El aniquilamiento –lo hemos dicho ya- sería una rectificación de la obra de Dios, y es la criatura culpable y no el Creador quien debe rectificar. Aparte de que Dios no puede envolver en idéntico castigo a todos los condenados que han pecado en grados muy desiguales de maldad. Finalmente, el aniquilamiento impediría la manifestación permanente y eterna de la justicia vindicativa de Dios, que contribuye también a glorificarle ante toda la creación (6).
Notas:
Por lo demás, una cosa está del todo clara en la teología de la salvación, cualquiera que sea la escuela teológica a la que se pertenezca, y es que Dios no crea ni creará jamás a nadie para que se condene haga lo que haga (reprobación positiva), sino únicamente a pesar de prever que se querrá condenar voluntariamente (reprobación negativa en castigo del pecado voluntariamente cometido). ¿De quién es la culpa, por consiguiente, si el pecador se condena? Sería el colmo de la inmoralidad pedirle cuentas a Dios por castigar justamente un crimen del que sólo el perverso pecador ha tenido libre y voluntariamente la culpa.
P. –Pero, ¿por qué la pena del pecado ha de ser eterna? ¿No bastaría un castigo temporal –aunque fuera larguísimo- para satisfacer las exigencias de la divina justicia?
R. –De ninguna manera. La obstinación del pecador, perpetuamente aferrado a su pecado, obliga a mantenerle la pena eternamente. El pecador no se arrepiente ni se arrepentirá jamás. Y en estas condiciones el castigo tiene que ser necesariamente eterno. Mientras permanezca la culpa, no debe terminar la pena (3).
P. -¿Y por qué el pecador no puede arrepentirse?
R –Porque con la muerte termina el plazo del arrepentimiento. Tiempo tuvo durante toda su vida, y el pecador lo rechazó pertinaz y obstinadamente hasta el último suspiro. La culpa es exclusivamente suya. ¿Qué más pudo hacer Dios de lo que hizo? ¿No derramó toda su sangre por él desde lo alto de la cruz y no le ofreció su eficacia redentora hasta el momento mismo de la muerte?
P. _La misericordia de Dios es infinita. Parece absurdo señalarle un límite determinado más allá del cual no pueda ya ejercerse.
R. –La misericordia de Dios es infinita, ciertamente. Pero su ejercicio y manifestación están regulados por los demás atributos de Dios, especialmente por su santidad, su justicia y su sabiduría. Y la santidad, exige que no se dé al pecador oportunidad de burlarse perpetuamente de Dios a propósito de su misericordia, y la justicia reclama el castigo inexorable del pecador definitivamente obstinado en su maldad. Y, puesta la divina sabiduría a señalar un límite para que el pecador pueda rectificar sus malos pasos ninguno más oportuno que el de la hora de la muerte.
P. -¿Por qué?
R. –Porque con ella termina el estado de vía –esto es, la etapa viajera de nuestra vida- y penetramos en el estado de término, o de la inmutable eternidad. Es natural que el destino definitivo que el pecador eligió libremente en el último segundo de su vida viajera permanezca para siempre en la inmutable eternidad.
P. -¿Y es que el pecador no continúa siendo libre?
R. –Para elegir su destino, no. La muerte le arrebató para siempre el estado fluctuante de su espíritu y le fijó –le fosilizó podríamos decir- en el fin libremente elegido.
P. –Y por qué el espíritu puede fluctuar en esta vida entre el bien y el mal y no ha de poder hacerlo en la otra?
R. –Porque lo exigen así, de consuno, la psicología del alma separada y la justicia de Dios.
P. –Haced el favor de explicarme ese misterio
R. –No es tan difícil como creéis. La simple filosofía nos dice que el alma separada no está sujeta ya al vaivén de las pasiones y de las impresiones caprichosas del mundo corporal y sensible. Desligada por completo de la materia, actúa a la manera de los espíritus puros, ángeles y demonios. No entiende por vía de discurso, sino de intuición, y de tal forma quiere lo que el entendimiento le presenta como apetecible, que lo que quiere una vez lo quiere para siempre. En la eternidad nadie rectifica el bien o el mal.
P. -¿Y por qué no les vuelve Dios a colocar en situación de poder nuevamente elegir?
R. –Porque lo impide su divina justicia y su infinita seriedad. La justicia divina señaló un plazo para el ejercicio incontenido y desbordante de la misericordia: la hora de la muerte. Y la infinita seriedad de Dios le impide volverse atrás ofreciendo al pecador una nueva oportunidad de convertirse después de haberse burlado definitivamente de El.
P. –Aunque el pecador no la merezca, ¿acaso no sería esto un desbordamiento de amor y de misericordia digno de la grandeza soberana de Dios?
R. –De ninguna manera. Sería, por el contrario, un gran escándalo, que dejaría sin explicación posible la infinita santidad de Dios.
P. -¿Por qué?
R. –Porque ello equivaldría a autorizar al pecador para burlarse eternamente de Dios.
P. –No lo comprendo.
R. –Pues es muy sencillo. Si a pesar de continuar obstinado en el pecado y de no merecer, por consiguiente, el perdón, Dios le perdonara de todas formas, el pecador podría reírse eternamente de El.
P. –Pues ha habido algún Santo Padre partidario de la bella opinión de Orígenes, que imagina el perdón final para el mismo Satanás y todos sus secuaces angélicos y humanos.
R. –La apocatástasis origenista ha sido expresamente condenada por la Iglesia (Denz., 211). Y esa hipótesis no solamente no es bella, sino que es una monstruosidad inconcebible.
P. –Haced el favor de demostrarlo.
R. –Escuche el discurso que, al anunciarle el perdón de Dios, pronunciaría satanás dirigiéndose a todos los demonios y condenados del infierno:
“Amigos: ya sabía yo que este final tendría que llegar algún día. Por eso me rebelé sin miedo contra Dios y os arrastré a todos vosotros en mi rebelión. Y como mi orgullo no podía sufrir la humillación de pedirle perdón a Dios, por eso no se lo pedí ni se lo pido ahora. Ha sido El quien ha tenido que rendirse ante lo inflexible de mi actitud. Yo no me he inclinado ni me inclinaré jamás ante El; ha sido El quien se ha inclinado ante mí. Y estoy seguro que todos vosotros, mis fieles súbditos y amigos, compartís en absoluto mis propios sentimientos. Ninguno de vosotros pedirá jamás perdón a Dios ni acatará sus órdenes. Soy yo vuestro único jefe. Y ahora –aquí Satanás lanza una carcajada sarcástica- vámonos al cielo a sentarnos en aquellos tronos de gloria junto a la bendita Madre de Dios, para reírnos eternamente de El por habernos admitido al cielo sin arrepentirnos de nuestros pecados y sin habernos inclinado ante su divina majestad”.
P. -¿Dónde consta que Satanás pronunciaría ese discurso?
R. –En su obstinación diabólica. Escuche un diálogo habido entre el demonio –que hablaba por boca de un energúmeno de París- y el sacerdote que le exorcizaba en nombre de la Iglesia:
Sacerdote: ¿Cómo te llamas?
Energúmeno: Legión, porque somos muchos.
Sacerdote: ¿Quisierais ser aniquilados por Dios?
Energúmeno: ¡No!
Sacerdote. Pues no lo comprendo. Porque, si Dios os aniquilara, dejaríais de sufrir, y esto no dejaría de ser un bien para vosotros.
Energúmeno: Dejaríamos de sufrir, es verdad, pero dejaríamos también de odiar a Dios y preferimos seguir odiándole eternamente (4).
Y ahora decidme: ¿qué os parece?
P. -¿Ofrece garantía histórica ese relato?
R. –Me es completamente indiferente. No lo he aducido como prueba histórica, sino únicamente por vía de ejemplo, para expresar una realidad indiscutible. Sea o no histórico, lo cierto es que el odio y la obstinación contra Dios son las disposiciones habituales de Satanás y de todos los condenados. Este dato nos lo asegura terminantemente la teología, ya que no es sino una consecuencia inevitable de un estado de condenación (5).
P. –Pues si es así, ¿por qué no aniquilar a criaturas tan perversas, en vez de conservarlas eternamente en el ser?
R. –El aniquilamiento –lo hemos dicho ya- sería una rectificación de la obra de Dios, y es la criatura culpable y no el Creador quien debe rectificar. Aparte de que Dios no puede envolver en idéntico castigo a todos los condenados que han pecado en grados muy desiguales de maldad. Finalmente, el aniquilamiento impediría la manifestación permanente y eterna de la justicia vindicativa de Dios, que contribuye también a glorificarle ante toda la creación (6).
Notas:
(1) Cf. I-II, 87, 3 ad I; Suppl., 99, I.
(2) He aquí las palabras mismas de Santo Tomás: “decimos que alguien peca en su eternidad, no sólo por la continuación del acto que perdura toda la vida, sino porque, por el mero hecho de haber puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar eternamente. Por lo que dice San Gregorio en los Morales (c. 19: ML 76, 738), que “los inicuos quisieran vivir siempre para permanecer sin fin en sus iniquidades”. (I-II, 87, 3 ad 1; cf. Suppl., 99, I.)
En su magnífica Suma contra los gentiles insiste Santo Tomás en el mismo argumento con las siguientes palabras: “Ante el juicio divino, la voluntad se computa por el hecho, porque el hombre sólo ve lo exterior, pero Yahvé mira el corazón (I reg. 16, 7). Ahora bien: quien a cambio de un bien temporal se desvió del último fin, que se posee por toda la eternidad, antepuso la fruición temporal de dicho bien a la eterna fruición del último fin; por donde vemos que hubiera preferido mucho más disfrutar eternamente de aquel bien temporal. Luego, según el juicio de Dios, debe ser castigado como si hubiese pecado eternamente. Y es indudable que a un pecado eterno se debe recibir una pena eterna. Por tanto, quien se desvía del último fin debe recibir una pena eterna.” (Contra gent., III, 144.)
(3) He aquí el argumente expuesto por Santo Tomás: “La culpa permanece eternamente, ya que no puede remitirse sin la gracia, que el hombre no puede adquirir después de la muerte. Por consiguiente, la pena no debe cesar mientras permanezca la culpa”. (Suppl., 99, 1).
(4) Cf. Arrighini, Credo in vitam aeternam (turín 1935), p. 280. En la preciosa obrita del P. Desiderio Costa “El diablo” se lee un diálogo parecido con ciertos espíritus condenados habido en una sesión espiritista. A la pregunta sobre si aceptarían ser aniquilados por Dios, contesta uno de los condenados: “Sí, porque lo único que yo ahora tengo de El es el ser, y de ese modo, no debiéndole ya nada, acabaría con El” Pero otro repuso al instante: “No, yo no aceptaría, porque no tendría el consuelo de odiarle”. Es difícil precisar en cuál de las dos contestaciones hay más odio y obstinación satánica contra Dios (cf. o. c., Ii, 3, 6 (edic. Bilbao 1940), p. 77).
(5) Hablaremos en seguida de la obstinación irreducible propia de la psicología de los condenados.
(6) Cf. Suppl., 99, I ad. 4.
Tomado del libro: EL MÁS ALLÁ, con licencia eclesiástica.