miércoles, 18 de mayo de 2011

SECTARISMO Y CONTRASECTARISMO


La debilidad doctrinal y disciplinar de la Iglesia

La aparición de la Instrucción Universae Ecclesiae (y previamente la beatificación de Juan Pablo II) han hecho eclosionar el sectarismo reinante en el seno de la Iglesia. Una mirada sobre este fenómeno ayudará a comprender la situación del tradicionalista hoy.

Hoy en día, si hay algo evidente en la comunidad católica, es una cierta primacía del divisionismo y aún del sectarismo. El origen de esta situación resulta también evidente: es el debilitamiento de la autoridad jerárquica y magisterial, en particular de la pontificia.

Resultaría fácil endilgar este hecho a la categoría de “relajación disciplinaria”, aunque esta concurra y con frecuencia sea protagónica, sinó en todos los casos, al menos en la mayoría de ellos. Pero el problema de fondo es doctrinal. En determinado momento, durante y después del Concilio Vaticano II, tanto la jerarquía en una porción sustancial, así como los fieles, por natural contagio, comenzaron a creer que era posible discutir todo: doctrina, disciplina, sacramentos, liturgia… Los tibios intentos de los papas para encauzar este equívoco tropezaron con un obstáculo mayor: lo que ellos mismos fomentaban por omisión o mediante su protección, las novedades teológicas que alentaban a este espíritu asambleario y jacobino.

Fue justamente Juan Pablo II quien se hizo cargo de una Iglesia en desmadre completo y trató de poner coto a los desmanes, especialmente a partir de que el Card. Ratzinger asumió como titular de Doctrina de la Fe. De donde provienen algunos documentos y declaraciones doctrinales, o discursos y homilías en los que se llama a la subordinación, se acotan ciertos abusos, etc. Lo curioso es que estos intentos tan poco eficaces granjearon al papa Woyjtila el odio de los progresistas extremos, pero a la vez, para equilibrar esta inclinación “a la derecha”, la Santa Sede descargó su rigor contra los que cuestionaban el desorden in radice, es decir, en sus fundamentos doctrinales, o sea, contra los a partir de entonces llamados tradicionalistas.

De donde el panorama eclesiástico se fue dibujando en tres sectores; dos de ellos minoritarios y uno, mayoritario en su conjunto pero sin unidad doctrinal ni disciplinaria, más allá de un predicado y casi nunca cumplido acatamiento de tono “oficialista”. Entre los primeros se ubican los cultores del “espíritu del Concilio”, para quienes Juan Pablo fue un “contrarrevolucionario”. Y también los tradicionalistas, para quienes Juan Pablo fue un Bonaparte de la revolución conciliar. Es decir, puso coto a la virulencia de los más exaltados, pero llevó los fundamentos de esta revolución a todas partes, aplicándola no solo a la liturgia, como ya lo había hecho Paulo VI, sino al derecho, al catecismo, a las leyes claves que gobiernan la Iglesia (elección de sumo pontífice, proceso de canonización), y a muchísimas cosas más.

Juan Pablo tuvo una visión ciertamente de “iluminado”, y delegó el gobierno de la Iglesia para salir a conquistar el mundo con el poder de su carisma personal, aunque no debe cometerse el error de pensar que carecía de un pensamiento estratégico, compartido con los atlantistas europeos y los norteamericanos sobre el modo de “replantear” ese mundo. Su cruzada fue político-espiritual. El creía que lo que estaba podrido en la Iglesia debía caer por su propio peso, y que había que dejar que el Espíritu Santo volviera a inspirar la santidad por medio de los “nuevos movimientos religiosos”, que protegió hasta límites inconcebibles. Y trabajó simultáneamente para dar sustento a un nuevo orden mundial. Lo cual naturalmente consolidó la nueva doctrina conciliar sobre el orden social que se resume hoy en la expresión "sano laicismo".

El resultado de esta forma de ver y gobernar la realidad de la Iglesia es el de una fragmentación escalofriante. Si vemos con ojos desapasionados la realidad eclesiástica, contemplaremos un conjunto numerosísimo de grupos y grupúsculos, algunos más afortunados, que alcanzaron un crecimiento notable. Todos bajo la fórmula “movimientista” de Juan Pablo. Naturalmente, los tradicionalistas no quisieron participar ni tampoco se los recibió (salvo excepcionalmente) en el seno de esta comunidad “oficial”.

Pero ellos han asumido un rol paradójico, porque a la vez que excluídos por antagonizar las tendencias novedosas del Concilio, algunos sus reclamos fueron lentamente asumidos por los papas, Benedicto en particular, y muy especialmente en materia litúrgica. Lo cual suma a su situación un componente más: no ya solo la exclusión del gran paraguas en el que se cobijan los movimientos conciliares, desde el costado más conservador y filo tradicionalista hasta el más heterodoxo progresismo oficialista, sino el carácter de minoría denostada pero influyente.

El resultado de esta situación de división subsumida bajo el liderazgo de Juan Pablo, resulta en la confrontación interna, a veces feroz, aunque casi nunca por razones de doctrina, sino de posicionamientos y protagonismos. La "exhibición de doctrina” es con frecuencia funcional a este posicionamiento, según los vientos que soplen desde Roma. Un poco de latín y prolijidad litúrgica hoy, un poco de “sensibilidad social” mañana, así se inclinan la mayoría de los obispos, como políticos avistando las señales del poder para orientar las velas.

No sorprende, pues, el crecimiento mórbido y hasta mortal del individualismo sectario. Hoy parece reproducirse la situación que se vivió ya en los tiempos apostólicos cuando los cristianos de Filipo seguían a Apolo, a Pablo, o a Cefas, unos contra otros. Con más el agravante de que no son solo rencillas, sino banderías en las que la defensa de la doctrina de la Fe es por muchos relegada y hasta desconocida, porque se han formado en la convicción de que ser católico significa ser parte de alguno de los “movimientos católicos”, habiéndose perdido casi el sentido de pertenencia por la Fe, y la vivencia de esa Fe por medio de la parroquia, sino por vía de algún “movimiento” independiente de ella, o a lo más enquistado en ella, no por la parroquia en sí misma. Esto es una verdadera revolución.

Aquello que Dios ha querido al desplegar su Iglesia en diócesis y parroquias, mostrarnos el rostro de la Iglesia en la figura concreta del pastor sacerdote (obispo, párroco, teniente cura, capellán, protagonistas de nuestras vidas porque nos bautizaban, nos adoctrinaban, nos casaban o apadrinaban nuestra vocación religiosa, y nos acompañaban en la vida y en la muerte,) se trasladó al “movimiento,” con harto protagonismo laical, no solo en la militancia sino también en la dirección y en la inspiración, con frecuencia “líderes carismáticos”.

No pretendo negar la importancia de los “padres fundadores” de órdenes religiosas o congregaciones ni del particular “carisma” que, sobre todo en los tiempos modernos, muchos les han impreso al apostolado (pienso en Don Bosco y en Don Orione, por ejemplo), ni en la libertad que cada fiel tiene de seguir la espiritualidad de uno u otro santo fundador, ni desconocer las rencillas entre órdenes religiosas, que siempre han sido una mácula en el clero. Pero hoy esto ha pasado a un grado superlativo de disgregación, porque estos movimientos ya no tienen “una Fe”, “un bautismo”, “un pastor”, sino cada uno el suyo particular.

La causa sigue siendo, pues, doctrinal, aunque la supresión de esta situación pueda requerir medidas de carácter disciplinario, pasos intermedios, y también con seguridad dolorosas pero necesarias escisiones de quienes ya se han endurecido demasiado en sus opiniones personales

Esta larga consideración apunta a explicar mejor el fenómeno tradicionalista, que es fruto de esta dilución de la autoridad doctrinal, la cual así como ha producido disgregación, también ha producido una resistencia a los cambios y un aferramiento a lo que la Iglesia siempre ha dicho y hecho, rezado y creído. Este es el carisma propio del tradicionalismo.

Pero esta reacción, aunque en algún caso pueda estar liderada por una figura carismática, como es la de Mons. Lefebvre, no deja de estar bajo el sino de la ausencia de una autoridad superior e indiscutida, encarnada en un hombre, que obviamente debe ser el Papa. No porque los tradicionalistas en general nieguen la legitimidad de Benedicto o de sus predecesores conciliares como papas, sino porque se sientes obligados a estar atentos, con una mirada crítica, a lo que estos papas hacen y dicen, o a lo que callan, cuando parece ser necesario confesar la Fe.

Así, en el caso reciente en que el Papa recibió a los representantes de la logia masónica judía BeneBerith y les dedicó asombrosas propuestas de trabajo en común en el campo espiritual, obviando que esta institución ha sido desde su fundación una de las más agresivas militantes contra la Iglesia. Y digo “ha sido”, lo cual significa que sigue siendo, solo que ahora actúa como una especie de FMI doctrinal, que viene a Roma periódicamente a recordar cómo debe actuar la Iglesia en tales o cuales campos de su ministerio. Ante esta situación descorazonadora y en cierto modo también escandalosa, porque no todo se puede explicar con argumentos diplomáticos, el tradicionalista se siente obligado en conciencia a resistir, lo que lo pone en una situación de conciencia muy singular y dolorosa.

Naturalmente, las reacciones personales ante estos hechos se tornan más o menos virulentas según la sensibilidad de cada uno, el grado de influencia de personas menos atemperadas, la angustia, la soledad y la tentación de la desesperanza. Esta es una fórmula excelente para ir generando actitudes sectarias, que pueden llegar a hacerse hábito con mucha facilidad en algunos.

Quienes enarbolan la bandera del tradicionalismo esgrimiendo interpretaciones inspiradas por este espíritu de respuesta destemplada, no ayudan ni a esclarecer sobre lo que el tradicionalismo sostiene, ni a aquietar los ánimos, que, tibios muchas veces en la caridad, descerrajan sus angustias por medio de la ira, el destrato y con mucha frecuencia en la dogmatización de sus opiniones.

Dada la excepcionalidad de los tiempos en que vivimos, el hecho de que se hayan producido situaciones apenas si imaginadas por los teólogos en ejercicios de casuismo en otros tiempos, y dada la prolongación de la crisis, y la violenta hostilidad de la jerarquía, estas personas corren serio riesgo de ser víctimas de un espíritu sectario.

Pero lo mismo pasa en el campo del conservadurismo conciliar y ni qué decir de los “nuevos movimientos” fundados casi siempre en “novedades doctrinales”. Por eso en estos foros es común leer intercambios de acusaciones formuladas con una seguridad que sorprende, en materias con frecuencia discutibles.

Por poner un ejemplo de cada lado: cuando se cuestiona el Concilio Vaticano II o la reforma litúrgica, muchos saltan como resortes al grito de cismáticos y heréticos. Es curioso: los problemas de las últimas décadas para ellos no merecen siquiera una discusión, un intento de esclarecimiento, hasta tanto la Iglesia con su definición indiscutible zanje las cuestiones. Se podría aportar mucho, ayudando a tranquilizar a muchos católicos perplejos, y esclareciendo sobre lo ya definido falsos dilemas que aquejan a muchas conciencias; pero ni siquiera conceden un reconocimiento de la realidad más evidente, la existencia de un problema grave.

Por el otro lado, en algunas materias que son novedosas porque las situaciones que se plantean son completamente inéditas en la historia de la Iglesia, muchos del campo tradicionalista reaccionan con rigor dogmático en cuestiones discutibles. Por poner un caso, sostienen los conciliares que la Nueva Misa, debidamente rezada es fuente de gracias y santificación (conste que yo estoy en desacuerdo con esta opinión). Pocos son los tradicionalistas que admiten la posibilidad de discutir este punto sin sentir que caen en una especie de “apostasía tradicionalista”. Lo cierto es que es materia disputata y la verdad no será definida por ningún particular, sino por la Iglesia y su Magisterio en su tiempo, cuando Dios lo disponga. Y si bien la opinión de muchas personas muy respetadas en el tradicionalismo, entre ellas Mons. Lefebvre, es contraria a la Nueva Misa , esa opinión no pasa de ser precisamente una opinión, valiosa para cada uno según experiencias o convicciones personales, pero de ningún modo exigible como “de fide”.

En este campo se pone en evidencia la inclinación y hasta el hábito del sectarismo. En el ejercicio ilegal de la inteligencia que consiste usar los argumentos para sostener mi posición ya tomada sin tomar siquiera en consideración los matices de la materia en discusión, con prescindencia de la verdad, que queda relegada a un medio para sostener una actitud de partido. Y con prescindencia de aquel inspirado consejo del Santo Job: “Dios no ha menester de nuestras mentiras”.

Valga esto como advertencia para los filo tradicionalistas que aspiran a dar un paso a las filas netamente tradicionalistas. Deberán lidiar con este espíritu, que sin ser ni por mucho el de los fieles, “subsiste” entre las comunidades, más en algunas que en otras, de un modo tal que, salvo un relevamiento generacional parece difícil que se acabe por cambio de parecer en algunos individuos.

Y valga para los conciliares que entran a discutir aquí. Se puede ser también (es bastante común) un sectario oficialista. Elevemos las miras en bien de una discusión de lo discutible, que nos ilumine en medio de esta crisis y nos sostenga en la Fe, haciendo la verdad en la caridad, hasta que la Iglesia ponga luz definitiva allí donde hoy solo reina la
penumbra
.