Venid a Mí todos los que
estáis trabajados y abrumados,
que Yo os aliviaré.
(Mt. 11, 28)
estáis trabajados y abrumados,
que Yo os aliviaré.
(Mt. 11, 28)
PUNTO 1
Nuestro
amantísimo Salvador, al partir de este mundo después de haber dado cima a la
obra de nuestra redención, no quiso dejarnos solos en este valle de lágrimas.
“No hay lengua que pueda declarar –decía San Pedro de Alcántara– la grandeza
del amor que tiene Jesús a las almas; y así, queriendo este divino Esposo dejar
esta vida para que su ausencia no les fuese ocasión de olvido, les dio en
recuerdo este Sacramento Santísimo, en el cual Él mismo permanece; y no quiso
que entre Él y nosotros hubiera otra prenda para mantener despierta la
memoria”.
Este precioso
beneficio de nuestro Señor Jesucristo merece todo el amor de nuestros
corazones, y por esa causa en estos últimos tiempos dispuso que se instituyese
la fiesta de su Sagrado Corazón, como reveló a su sierva Santa Margarita de
Alacoque, a fin de que le rindiésemos con nuestros obsequios de amor algún
homenaje por su adorable presencia en el altar, y reparásemos, además, los
desprecios e injurias que en este Sacramento de la Eucaristía ha recibido y
recibe aún de los herejes y malos cristianos.
Se quedo Jesús en
el Santísimo Sacramento: primero, para que todos le hallemos sin dificultad;
segundo, para darnos audiencia, y tercero, para dispensarnos sus gracias. Y en
primer lugar, permanece en tantos diversos altares con el fin de que le hallen
siempre cuantos lo deseen.
En aquella noche
en que el Redentor se despedía de sus discípulos para morir, lloraban éstos,
transidos de dolor, porque les era forzoso separarse de su amado Maestro. Mas
Jesús los consoló diciéndoles, no sólo a ellos, sino también a nosotros mismos:
“Voy, hijos míos, a morir por vosotros para mostraros el amor que os tengo;
pero ni aun después de mi muerte quiero privaros de mi presencia. Mientras
estéis en este mundo, con vosotros estaré en el Santísimo Sacramento del Altar.
Os dejo mi Cuerpo, mi Alma, mi Divinidad y, en suma, a Mí mismo. No me separaré
de vuestro lado”. Estad ciertos de que Yo
mismo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt. 28, 20).
“Quería el Esposo
–dice San Pedro de Alcántara– dejar a la Esposa compañía, para que en tan largo
apartamiento no quedara sola, y por ello le dejó este Sacramento, en el cual Él
mismo reside, que era la mejor compañía que podía darle”.
Los gentiles, que
se forjaban tantos dioses, no acertaron a imaginar ninguno tan amoroso como
nuestro verdadero Dios, que está tan cerca de nosotros y con tanto amor nos
asiste. “No hay otra nación tan grande
que tenga a sus dioses tan cerca de ella como el Dios nuestro está presente a
todos nosotros” (Dt. 4, 7). La santa Iglesia aplica con razón el anterior
texto del Deuteronomio a la fiesta
del Santísimo Sacramento.
Ved, pues, a
Jesucristo que vive en los altares como encerrado en prisiones de amor. Le
toman del Sagrario los sacerdotes para exponerle ante los fieles o para la
santa Comunión, y luego le guardan nuevamente. Y el Señor se complace en estar
allí de día y de noche...
¿Y para qué,
Redentor mío, queréis permanecer en tantas iglesias, aun cuando los hombres
cierran las puertas del templo y os dejan solo? ¿No bastaba que habitaseis allí
con nosotros en las horas del día?... ¡Ah, no! Quiere el Señor morar en el
Sagrario aun en las tinieblas de la noche, y a pesar de que nadie entonces le
acompaña, esperando paciente para que al rayar el alba le halle en seguida
quien desee estar a su lado.
Iba la Esposa
buscando a su Amado, y preguntaba a los que al paso veía (Cant. 3, 3): ¿Visteis por ventura al que ama mi alma?
Y no hallándole, alzaba la voz diciendo (Cant. 1, 6): “Esposo mío, ¿dónde
estás?... Muéstrame Tú... dónde
apacientas, dónde sesteas al mediodía”. La Esposa no le hallaba porque aún
no existía el Santísimo Sacramento; pero ahora, si un alma desea unirse a
Jesucristo, en muchos templos está esperándola su Amado.
No hay aldea, por
muy pobre que fuere; no hay convento de religiosos que no tenga el Sacramento
Santísimo. En todos esos lugares el Rey del Cielo se regocija permaneciendo
aprisionado en pobre morada de piedra o de madera, donde a menudo se ve sin
tener quien le sirva y apenas iluminado por una lámpara de aceite...
“¡Oh Señor!
–exclama San Bernardo–, no conviene esto a vuestra infinita Majestad...” “Nada
importa –responde Jesucristo–; si no a mi Majestad, conviene a mi amor”.
¡Oh, con qué
tiernos afectos visitan los peregrinos la santa iglesia de Loreto, o los
lugares de Tierra Santa, el establo de Belén, el Calvario, el Santo Sepulcro,
donde Cristo nació, murió y fue sepultado!... Pues ¡cuánto más grande debiera
ser nuestro amor al vernos en el templo en presencia del mismo Jesucristo, que
está en el Santísimo Sacramento! Decía el Beato P. Juan de Ávila que no había
para él santuario de mayor devoción y consuelo que una iglesia en que estuviese
Jesús Sacramentado.
Y el P. Baltasar
Álvarez se lamentaba al ver llenos de gente los palacios reales, y los templos,
donde Cristo mora, solos y abandonados... ¡Oh Dios mío! Si el Señor no
estuviese más que en una iglesia, la de San Pedro de Roma, por ejemplo, y allí
se dejase ver únicamente en un día del año, ¡cuántos peregrinos, cuántos nobles
y monarcas procurarían tener la dicha de estar en aquel templo en ese día para
reverenciar al Rey del Cielo, de nuevo descendido a la tierra! ¡Qué rico
sagrario de oro y piedras preciosas se le tendría preparado! ¡Con cuánta luz se
iluminaría la iglesia para solemnizar la presencia de Cristo!...
“Mas no –dice el
Redentor–, no quiero morar en un solo templo, ni por un día solo, ni busco
ostentación ni riquezas, sino que deseo vivir continua, diariamente, allí donde
mis fieles estén, para que todos me encuentren fácilmente, siempre y a todas
horas”.
¡Ah! Si
Jesucristo no hubiese pensado en este inefable obsequio de amor, ¿quién hubiera
sido capaz de discurrirlo? Si al acercarse la hora de su ascensión al Cielo le
hubiesen dicho: Señor, para mostrarnos vuestro afecto, quedaos con nosotros en
los altares bajo las especies de pan, con el fin de que os hallemos cuando
queramos, ¡cuán temeraria hubiera parecido tal petición!
Mas esto, que
ningún hombre supiera imaginar, lo pensó e hizo nuestro Salvador amantísimo...
¿Y dónde está, Señor, nuestra gratitud por tan excelsa merced? ... Si un poderoso
príncipe llegase de lejana tierra con el único fin de que un villano le
visitase, ¿no sería éste en extremo ingrato si no quisiera ver al príncipe, o
sólo de paso le viera?
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Jesús,
Redentor mío y amor de mi alma! ¡A cuán alto precio pagasteis vuestra morada en
la Eucaristía! Sufristeis primero dolorosa muerte, antes de vivir en nuestros
altares, y luego innumerables injurias en el sacramento por asistirnos y
regalarnos con vuestra real presencia. Y, en cambio, nosotros nos descuidamos y
olvidamos de ir a visitaros, aunque sabemos que os complace nuestra visita y
que nos colmáis de bienes cuando ante Vos permanecemos. Perdonadme, Señor, que
yo también me cuento en el número de esos ingratos...
Mas desde ahora,
Jesús mío, os visitaré a menudo, me detendré cuanto pueda en vuestra presencia
para daros gracias, amaros, y pediros mercedes, que tal es el fin que os movió
a quedaros en la tierra, acogido a los sagrarios y prisionero nuestro por amor.
Os amo, Bondad infinita; os amo, amantísimo Dios; os amo, Sumo Bien, más amable
que los bienes todos.
Haced que me
olvide de mí mismo y de todas las cosas, y que sólo de vuestro amor me acuerde,
para vivir el resto de mis días únicamente ocupado en serviros. Haced que desde
hoy sea mi delicia mayor permanecer postrado a vuestros pies, e inflamadme en
vuestro santo amor...
¡María, Madre
nuestra, alcanzadme gran amor al Santísimo Sacramento, y cuando veáis que me
olvido, recordadme la promesa que ahora hago de visitarle diariamente!
PUNTO 2
Consideremos, en
segundo lugar, cómo Jesucristo en la Eucaristía a todos nos da audiencia. Decía
Santa Teresa que no a todos los hombres les es dado hablar con los reyes de
este mundo. La gente pobre apenas si logra, cuando lo necesita, comunicarse con
el soberano por medio de tercera persona. Pero el Rey de la gloria no ha
menester de intermediarios.
Todos, nobles o
plebeyos, pueden hablarle cara a cara en el Santísimo Sacramento. No en vano se
llama Jesús a Sí mismo “flor de los campos” (Cant. 2, 1): Yo soy flor del campo y lirio de los valles; pues así como las
flores de jardín están y viven reservadas y ocultas para muchos, las del campo
se ofrecen generosas a la vista de todos. Soy
flor del campo porque me dejo ver de cuantos me buscan, dice, comentando el
texto, el cardenal Hugo.
Con Jesucristo en
el Santísimo Sacramento podemos hablar todos en cualquier hora del día. San
Pedro Crisólogo, tratando del nacimiento de Cristo en el portal de Belén,
observa que no siempre los reyes dan audiencia a los súbditos; antes acaece a
menudo que cuando alguno quiere hablar con el soberano, se le despide
diciéndole que no es hora de audiencia y que vuelva después. Mas el Redentor
quiso nacer en un establo abierto, sin puerta ni guardia, a fin de recibir en
cualquier instante al que quiere verle. No
hay sirvientes que digan: aún no es hora.
Lo mismo sucede
con el Santísimo Sacramento. Abiertas están las puertas de la iglesia, y a
todos nos es dado hablar con el Rey del Cielo siempre que nos plazca. Y
Jesucristo se complace en que le hablemos allí con ilimitada confianza, para lo
cual se oculta bajo las especies de pan, porque si Cristo apareciese sobre el
altar en resplandeciente trono de gloria, como ha de presentársenos en el día
del juicio final, ¿quién osaría acercarse a Él?
Mas porque el
Señor –dice Santa Teresa– desea que le hablemos y pidamos mercedes con suma
confianza y sin temor alguno, encubrió su Majestad divina con las especies de
pan. Quiere, según dice Tomás de Kempis, que le tratemos como se trata a un
fraternal amigo.
Cuando el alma
tiene al pie del altar amorosos coloquios con Cristo, parece que el Señor le
dice aquellas palabras del Cantar de los Cantares (2, 10): “Levántate,
apresúrate, amiga mía, hermosa mía, y ven”. Surge,
levántate, alma, le dice, y nada temas. Próspera,
apresúrate, acércate a Mí. Amiga mía,
ya no eres mi enemiga, ni lo serás mientras me ames y te arrepientas de haberme
ofendido. Formosa mea, no eres ya
deforme, sino bella, porque mi gracia te ha hermoseado. Et veni, ven y pídeme lo que desees, que para oírte estoy en este
altar...
Qué gozo
tendrías, lector amado, si el rey te llamase a su alcázar y te dijese: ¿Qué
deseas, qué necesitas? Te aprecio en mucho, y sólo deseo favorecerte... Pues
eso mismo dice Cristo, Rey del Cielo, a todos los que le visitan (Mt. 11, 28): Venid a Mí todos los que estáis trabajados y
abrumados, que Yo os aliviaré. Venid, pobres, enfermos, afligidos, que yo
puedo y quiero enriqueceros, sanaros y consolaros, pues con este fin resido en
el altar (Is. 58, 9).
AFECTOS Y SÚPLICAS
Puesto que
residís en los altares, ¡oh Jesús mío!, para oír las súplicas que os dirigen
los desventurados que recurren a Vos, oíd, Señor, lo que os ruega este pecador
miserable...
¡Oh Cordero de
Dios, sacrificado y muerto en la cruz! Mi alma fue redimida con vuestra Sangre;
perdonadme las ofensas que os he hecho, y socorredme con vuestra gracia para
que no vuelva a perderos jamás. Hacedme partícipe, Jesús mío, de aquel dolor
profundo de los pecados que tuviste en el huerto de Getsemaní...
¡Oh Dios, si yo
hubiese muerto en pecado, no podría amaros nunca; mas vuestra clemencia me
esperó a fin de que os amase! Gracias os doy por ese tiempo que me habéis
concedido, y puesto que me es dado amaros, os consagro mi amor. Otorgadme la
gracia de vuestro amor divino en tal manera, que de todo me olvide y me ocupe
no más que en servir y complacer a vuestro sagrado Corazón.
¡Oh Jesús mío! Me
dedicasteis a mí vuestra vida entera; concededme que a Vos consagre el resto de
la mía. Atraedme a vuestro amor, y hacedme vuestro del todo antes que llegue la
hora de mi muerte. Así lo espero por los méritos de vuestra sagrada Pasión, y
también, ¡oh María Santísima!, por vuestra intercesión poderosa. Bien sabéis
que os amo; tened misericordia de mí.
PUNTO 3
Jesús, en el Santísimo
Sacramento, a todos nos oye y recibe para comunicarnos su gracia, pues más
desea el Señor favorecernos con sus dones que nosotros recibirlos. Dios, que es
la infinita Bondad, generosa y difusiva por su propia naturaleza, se complace
en comunicar sus bienes a todo el mundo y se lamenta si las almas no acuden a
pedirle mercedes. ¿Por qué, dice el Señor, no venís a Mí? ¿Acaso he sido para
vosotros como tierra tardía o estéril cuando me habéis pedido beneficios?...
Vio el Apóstol
san Juan (Ap. 1, 13) que el pecho del Señor resplandecía ceñido y adornado con
una cinta de oro, símbolo de la misericordia de Cristo y de la amorosa
solicitud con que desea dispensaros su gracia.
Siempre está el
Señor pronto a auxiliarnos; pero en el Santísimo Sacramento, como afirma el
discípulo, concede y reparte especialmente abundantísimos dones. El Beato
Enrique Susón decía que Jesús en la Eucaristía atiende con mayor complacencia
nuestras peticiones y súplicas.
Así como algunas
madres hallan consuelo y alivio dando el pecho generosamente, no sólo a su
propio hijo, sino también a otros pequeñuelos, el Señor en este Sacramento a
todos nos invita y nos dice (Is. 66, 13): Como
la madre acaricia a su hijo, así Yo os consolaré. Al Padre Baltasar Álvarez
se le apareció visiblemente Cristo en el Santísimo Sacramento, mostrándole las
innumerables gracias que tenía dispuestas para darlas a los hombres; mas no
había quien se las pidiese.
¡Bienaventurada
el alma que al pie del altar se detiene para solicitar la gracia del Señor! La
condesa de Feria, que fue después religiosa de Santa Clara, permanecía ante el
Santísimo Sacramento todo el tiempo de que podía disponer, por lo cual la
llamaban la esposa del Sacramento, y
allí recibía continuamente tesoros de riquísimos bienes.
Le preguntaron una
vez qué hacía tantas horas postrada ante el Señor Sacramentado, y ella
respondió: “Me estaría allí por toda la eternidad... Preguntáis qué se hace en
presencia del Santísimo sacramento... ¿Y qué es lo que se deja de hacer? ¿Qué
hace un pobre en presencia de un rico? ¿Qué un enfermo ante el médico?... Se
dan gracias, se ama y se ruega”.
Se lamentaba el
Señor con su amada sierva Santa Margarita de Alacoque de la ingratitud con que
los hombres le trataban en este Sacramento de amor; y mostrándole su sagrado Corazón
en trono de llamas circundado de espinas y con la cruz en lo alto, para dar a
entender la amorosa presencia del mismo Cristo en la Eucaristía, le dijo: “Mira
este Corazón, que tanto ha amado a los hombres, y que nada ha omitido, ni aun
el anonadarse, para demostrarles su amor; pero en reconocimiento no recibo más
que ingratitudes de la mayor parte de ellos, por las irreverencias y desprecios
con que me tratan en este Sacramento. Y lo que más deploro es que así lo hacen
no pocas almas que me están especialmente consagradas”.
No van los
hombres a conversar con Cristo porque no le aman. ¡Se recrean largas horas
hablando con un amigo y les causa tedio estar breve rato con el Señor! ¿Cómo ha
de concederles Jesucristo su amor? Si antes no arrojan del corazón los afectos
terrenos, ¿cómo ha de entrar allí el amor divino? ¡Ah! Si pudierais
verdaderamente decir de corazón lo que decía San Felipe Neri al ver el
Santísimo Sacramento: He aquí mi amor,
no os cansaría nunca estar horas y días ante Jesús Sacramentado.
A un alma
enamorada de Dios, esas horas le parecen minutos. San Francisco Javier,
fatigado por el diario trabajo de ocuparse en la salvación de las almas,
hallaba de noche regaladísimo descanso en permanecer ante el Santísimo
Sacramento.
San Juan
Francisco de Regis, famoso misionero de Francia, después de haber invertido
todo el día en la predicación, acudía a la iglesia, y cuando la veía cerrada, se quedaba a la puerta, sufriendo las inclemencias del tiempo con tal de
obsequiar, siquiera de lejos, a su amado Señor.
San Luis Gonzaga
deseaba estar siempre en presencia de Jesús Sacramentado; mas como los
Superiores le prohibieron que se estuviese en esos prolongados actos de
adoración, acaecía que cuando el joven pasaba delante del altar, sintiendo que
Jesús le atraía dulcemente para que con Él permaneciese, se alejaba obligado por
la obediencia, y amorosamente decía: “Apártate, Señor, apártate de mí; no me
mováis hacia Vos; dejad que de Vos me separe, porque debo obedecer”.
Pues si tú,
hermano mío, no sientes tan alto amor a Cristo, procura visitarle diariamente,
que Él sabrá inflamar tu corazón. ¿Tienes frialdad o tibieza? Aproxímate al
fuego, como decía Santa Catalina de Sena, y ¡dichoso de ti si Jesús te concede
la gracia de abrasarte en su amor! Entonces no amarás las cosas de la tierra,
sino que las menospreciarás todas, pues, según observa San Francisco de Sales: Cuando en casa hay fuego, todo lo arrojamos
por la ventana.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Jesús mío!,
haced que os conozcamos y amemos. Tan amable sois, que con eso basta para que
os amen los hombres... ¿Y cómo son tan pocos los que os entregan su amor? ¡Oh
Señor!, entre tales ingratos he estado yo también. No negué mi gratitud a las
criaturas, de quienes recibí mercedes o favores. Sólo para Vos, que os habéis
dado a mí, fui tan desagradecido, que llegué a ofenderos gravemente e
injuriaros a menudo con mis culpas.
Y Vos, Señor, en
vez de abandonarme, me buscáis todavía y reclamáis mi amor, inspirándome el
recuerdo de aquel amoroso mandato (Mc. 12, 30): Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Pues ya que, a pesar
de mi desagradecimiento, queréis que yo os ame, prometo amaros, Dios mío. Así
lo deseáis, y yo, favorecido por vuestra gracia, no deseo otra cosa. Os amo,
amor mío, y mi todo. Por la Sangre que derramasteis por mí, ayudadme y
socorredme. En ella pongo toda mi esperanza, y en la intercesión de vuestra
Madre Santísima, cuyas oraciones queréis que contribuyan a nuestra salvación.
Rogad por mí,
Santa Virgen María, a Jesucristo, mi Señor; y puesto que Vos abrasáis en el
amor divino a todos vuestros amantes siervos, inflamad en él mi corazón, que
tanto os ama siempre.
PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio