Tantum ergo Sacramentum, Veneremur cernui.
Prosternémonos y adoremos tan grande Sacramento.
San Alfonso María de Ligorio, en su admirable obra intitulada Visitas al Santísima Sacramento, háblanos de un alma santa (1) cuya vida se deslizó en gran parte al pie de los altares; la cual, como alguien le preguntara qué es lo que hacía y decía durante las largas horas que pasaba ante el Tabernáculo, respondió: «Muy contenta y holgada me quedaría ya allí por toda la eternidad. Pues qué ¿no es aquél el lugar donde reside la divina esencia, Cuya vista constituye la ocupación y a la vez el alimento de los bienaventurados en la gloria? ¿Me preguntáis qué hago ante Dios? Le alabo, le amo, le bendigo, le invoco. ¿Qué hace el pobre delante del rico, el enfermo junto al médico, el sediento al encontrarse con una fuente abundante y cristalina?» — Esta alma comprendía admirablemente la excelencia del don que Dios nos ha hecho en el Santísimo Sacramento, y estaba profundamente penetrada de esta verdad: que la devoción a la Eucaristía es la mejor de las devociones, puesto que es la más santa en su objeto, la más gloriosa para Dios y la más saludable para el alma fiel.
I
Honrar a los Santos es devoción muy justa y digna de loa. ¡La gloria del Señor se ostenta tan brillantemente en ellos! ¡hicieron por Dios acciones tan notables durante su permanencia en la tierra, y están coronados en el cielo con un tan resplandeciente nimbo de gloria! Es también devoción muy santa y laudable honrar a los ángeles del Señor. En efecto, ¡son tan puros estos celestes espíritus! ¡ocupan un sitio tan distinguido en la celestial Jerusalén y con tanto afán trabajan por la salvación de nuestras almas! Honrar a la Santísima Virgen, esta obra maestra de la naturaleza y de la gracia, esta criatura incomparable escogida para madre de Dios, es todavía una devoción más santa y más laudable. Pero la que a todas sobre-puja en excelencia es la devoción a la sagrada Eucaristía ; y esto por la grandeza infinita y augusta de su objeto.
Aquí ya no es el siervo el honrado, sino el Señor; no la criatura, sino el Creador. ¡El objeto de esta devoción es Jesucristo, y Jesucristo PRESENTE!
¡Oh delicioso pensamiento! Al pie del Tabernáculo puedo, pues, decirme con toda verdad: «A pocos pasos de mí reside verdadera, real y substancialmente el Creador del universo, mi Redentor, el Fundador y Defensor de la santa Iglesia, nuestro Señor Jesucristo! Aquí está con el mismo cuerpo santísimo que por mí fue desangrado a azotes, desgarrado con los clavos y espinas, atravesado por el hierro cruel de la lanza; aquí está con la misma preciosísima sangre que fue derramada para mi salvación, con su misma alma, maravilla de las manos de Dios, «en donde se ocultan los tesoros de la ciencia y sabiduría divinas» (2); aquí está con toda su divinidad, para recibir mis homenajes y colmarme de favores.
Y lo que más avalora todavía la excelencia de esta augusta devoción es que, por modo excelso y maravilloso, compendia todas las demás. En efecto: si se trata de honrar a los Santos, ¿qué honor más grande puede hacerles la Iglesia que celebrar sobre sus reliquias el santo Sacrificio? Si de los ángeles, ¿no están éstos a millares, alrededor del Tabernáculo, prosternados en la más profunda adoración? Si de la Santísima Virgen, ¿no es acaso el cuerpo de Jesucristo carne de su carne, y la sangre de Jesucristo su propia sangre? Si de la Beatísima Trinidad, ¿quién no ve que, por razón de la consubstancialidad que existe entre las tres Personas divinas, sobre nuestros altares residen el Padre y el Espíritu Santo, inefable e inseparablemente unidos con el Verbo? Si se trata de la Encarnación, baste recordar lo que acerca de la Misa dice San Agustín, a saber, que en ella se encarna el Verbo de Dios en las manos del sacerdote, como en otro tiempo en el seno de María Inmaculada. Si se trata de la Pasión y del sacrificio del Calvario, ¿quién no sabe que en el sacrificio del altar se inmola también Jesucristo de un modo incruento, aunque tan realmente como en la cruz?
¡Oh, sí! En el altar está nuestro más preciado tesoro; en el altar tenemos un inefable compendio de todos los beneficios que Dios nos ha hecho. Con cuánta razón podemos exclamar, con David, ante el Tabernáculo: ¿Qué puedo desear aún en el cielo y en la tierra? (3) ¡Vos sois, Señor, mi alegría, mi bien, mi paraíso y mi todo, Deus meas et omnia!
II
Entre todas las devociones, la que da más gloria a Dios es la Eucaristía, puesto que ninguna hay que le someta tan entera y completamente todo nuestro ser: el espíritu, por la fe; el corazón, por el amor; el cuerpo, por el culto exterior.
En el altar nada hay que hable a los sentidos. La Eucaristía es, entera y completamente, un misterio de fe, en el cual ofrecemos a Dios el sacrificio más meritorio de nuestra razón. Mucho se había humillado Jesús en la, cuna y en el Calvario, pero en ambos sitios los sentidos tenían en qué saciarse. La divinidad estaba oculta, es cierto, pero quedaba visible la humanidad; mientras que, en el Tabernáculo, humanidad y divinidad permanecen completamente escondidas. Ni en la cuna ni en el Calvario faltaron testimonios que le anunciaron como Hijo de Dios. El canto de los ángeles en los montes cercanos a Belén; la estrella misteriosa que conducía los magos a su cuna; el sol velando su radiosa faz; el estremecimiento de la tierra y la resurrección de muchos muertos hablan a favor de su divinidad mejor de lo que pudiera hacerlo lengua alguna creada. Pero, en el altar, todo esto desaparece. El creyente apoya su fe en el testimonio de solo Dio ; cree, sin que en algo le ayuden los sentidos; mejor diré, contra el testimonio de los mismos.
Pero además de misterio de fe, es también la Eucaristía misterio de amor. ¿Quién es capaz de ponderar, cual se merecen, las humillaciones excesivas a que Jesús se somete, en beneficio de los hombres, para ser nuestro compañero, nuestro alimento, nuestra hostia, sin sentirse imperiosamente arrastrado a devolverle amor por amor? ¿Quién podrá expresar los inefables incendios de amor que la Eucaristía ha hecho prender en tantos pechos cristianos; los generosos arranques que ha suscitado; las santas obras que ha dado a luz; las prodigiosas luchas de generosidad que ha provocado entre la criatura y el Criador? ¿Quién dirá la gloria que ha proporcionado a Dios, sometiéndole tantos cuerpos y corazones?
¿No fue acaso la Eucaristía la que impulsó a los arquitectos a cubrir de espléndidas basílicas todo el orbe cristiano? ¿No fue ella la que inspiró las obras maestras de nuestros más grandes pintores; la que infundió a la escultura el soplo creador que hizo palpitar de vida cristiana los mármoles y los bronces, y la que ha sugerido a la música esas prodigiosas armonías que tan magníficamente resuenan en nuestras iglesias? ¿No es la Eucaristía la que, en nuestros templos, congrega e su alrededor a los fieles para que se prosternen ante Dios? En una palabra, ¿no es la Eucaristía el CENTRO DEL CULTO CATÓLICO? Si tanta es, pues, la gloria que para la Divinidad redunda de la devoción a la Eucaristía, muy justo es que sea el objeto de nuestras preferencias ; pero, al mismo tiempo, recordemos también que es la más fecunda en frutos de salvación.
III
Muchos son los medios de que se vale Dios para comunicarnos su gracia: la oración, los sacramentos, la predicación, las santas inspiraciones; sin embargo, no temo afirmar que en ninguna parle se muestra tan generoso como en la sagrada Eucaristía. Fuera de ella, la gracia viene a nosotros como en riachuelos de bendición; ella es el río caudaloso que, con su abundancia, alegra la ciudad de nuestra alma (4). Ni puede ser de otra manera; porque, en la Eucaristía, no sólo se nos da la gracia, sino al AUTOR DE LA MISMA GRACIA. Allí está para hacernos bien, para llenarnos de favores. Mis delicias, dice, son estar con los hijos de los hombres (5). ¡Oh vosotros, los que sufrís y andáis agobiados, venid a Mí, que Yo os aliviaré! (6). Cuantos milagros obró en otro tiempo, recorriendo la Judea, para sanar enfermedades corporales, esos mismos obra, durante su permanencia en el Tabernáculo, para curar las enfermedades del alma. Ilumina a los ciegos, fortalece a los débiles, resucita a los muertos, acomodando siempre sus gracias a nuestras necesidades.
¿Estáis tristes? Acudid al altar, que allí os espera el Divino Consolador. ¿Os sentís pobres de virtudes? Llegaos al altar, en donde reside el bondadosísimo Jesús, como Rey de misericordia, dispuesto a derramar sobre nosotros sus divinas larguezas. ¿Estáis inquietos por vuestras faltas y anheláis el perdón? Id al altar; Jesús se ha hecho nuestra hostia de propiciación, nuestra víctima, y cada día se inmola por nosotros en el Santo Sacrificio. Sometamos nuestras almas a la acción purificadora de su sangre, y alcanzaremos, a no dudarlo, un grado de inocencia, que muy bien podrá emular la de los ángeles. ¿Sois débiles; sentís que os faltan alientos para continuar por la senda del bien; os halláis como el profeta Elías a punto de desfallecer en el camino? Pues corred al altar Jesús es el Pan de vida, el Maná celestial que os devolverá el vigor; os hará crecer en fuerza y alientos, os permitirá llegar hasta las cumbres altísimas del cielo.
Sí; en el altar, por medio de sus divinos ejemplos, sus eficacísimas súplicas y la poderosa energía de su gracia, Jesús nos limpia, santifica, conforta y diviniza, según aquella sublime frase de San Antonino: communio est introductio ad divinitatem.
¡Oh buen Jesús! Hacednos comprender el don magnífico de vuestra Eucaristía. Prended en nuestros corazones una devoción viva, inflamada, profunda y siempre creciente hacia este divino Sacramento, a fin de que nos aprovechemos de él y podamos tributaros, por su medio, todo honor y gloria (7).
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A los que amo, sólo les deseo una cosa, pero tal que las comprende todas: una fe viva, profunda y ardiente para con el Dios de la Eucaristía, JESUCRISTO, Pan de vida, Trigo de los elegidos, manantial de toda santidad, de toda fuerza, de todo amor y de toda felicidad.
Monseñor De Segur
(1) La condesa de Feria, ilustre penitente del Beato Juan de Ávila.
Paraiso. — Tomo I
(2) Col., II, 3.
(3) Ps. LXXII, 25.
(4) Ps. XLV, 5.
(5) Prov., VIII, 31.
(6) Matth., XI. 28.
(7) Ex Lit. Missae.
EL PARAÍSO EN LA TIERRA
O EL MISTERIO EUCARÍSTICO
por Cha. Rolland
Canónigo titular de Langres,
Misionero Apostólico.
Traducción:
P. Manuel Mestres y Giralt
Barcelona, año 1921.