martes, 23 de junio de 2015

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXXII)


CAPÍTULO 32 

Declarase más lo sobredicho 

Hemos dicho que el tercer grado de humildad y cuando uno, teniendo grandes virtudes y dones de Dios y estando en grande honra y estimación, no se ensoberbece en nada ni se atribuye a sí cosa alguna sino todo lo refiere y atribuye a su misma fuente, que es Dios, dándole a Él la gloria de todo, y quedándose él entero en su bajeza y humildad, como si no tuviese ni hiciese nada. No queremos por esto decir que nosotros no obremos también y tengamos parte en las buenas obras que hacemos, que eso sería ignorancia y error. Claro está que nosotros y nuestro libre albedrío concurre y obra juntamente con Dios en la buenas obras; porque libremente da el hombre consentimiento en ellas, y por eso obra el hombre, y en su mano está no obrar. Antes eso es lo que hace tan dificultoso este grado de humildad, porque por una parte hemos nosotros de hacer todas nuestra diligencias y poner todos los medios que pudiéremos para alcanzar la virtud, y para resistir a la tentación y para que el negocio suceda bien, como si ellos solos bastasen para ello; y por otra, después de haber hecho eso, hemos de desconfiar de todo ello como si no hubiéramos hecho nada, y tenernos por siervo inútiles y sin provecho, y poner toda nuestra confianza en solo Dios, como nos lo enseña Él en el Evangelio (Lc., 17, 10): Después que hubiereis hecho todas las las cosas que os son mandadas (no dice alguna; sino todas), decid: Siervos somos sin provecho [lo que estábamos obligados a hacer, hicimos]. Pues para acertar a hacer esto, virtud es menester, y no poca. Dice Casiano: «El que llegare a conocer bien que es siervo sin provecho, y que no bastan todos sus medios y diligencias para alcanzar bien alguno, sino que ha de ser dádiva graciosa del Señor, éste tal no se ensoberbecerá cuando alcanzase algo, porque entenderá que no lo alcanzó por su diligencia, sino por gracia y misericordia de Dios, que es lo que dice San Pablo (1 Cor., 4, 7): ¿Qué tienes que no lo hayas recibido?» 

San Agustín trae una buena comparación para declarar esto: dice que nosotros sin la gracia de Dios no somos otra cosa sino lo que es un cuerpo sin alma. Así como un cuerpo muerto no se puede mover ni menear, así nosotros sin la gracia de Dios no podemos obrar obras de vida y valor delante de Dios. Pues así como sería loco un cuerpo que se atribuyese a sí el vivir y el moverse, y no al ánima, que en él está y le da la vida, así sería muy ciega el ánima que las buenas obras que hace las atribuyese a sí misma y no a Dios, que le infundió el espíritu de vida, que es la gracia para que las pudiese hacer, y en otra parte dice que así como los ojos corporales, aunque estén muy sanos, si no son ayudados de la luz no pueden ver, así el hombre, aunque sea muy justificado, si no es ayudado de la luz y gracia divina, no puede vivir bien. Si el Señor no guarda bien la ciudad, dice David (Sal., 126, 1), en vano vela el que la guarda. Dice el Santo: «¡Oh si se conociesen ya los hombres, y acabasen de entender que no tienen de qué gloriarse en sí sino en Dios! ¡Oh si nos enviase Dios una luz del Cielo con la cual, quitadas las tinieblas, conociésemos y sintiésemos que ningún bien, ni ser, ni fuerza hay en todo lo criado más de aquello que el Señor de su graciosa voluntad ha querido dar y quiere conservar!» Pues en esto consiste el tercer grado de humillad, sino que no llegan nuestras cortas palabras a acabar de declarar la profundidad y perfección grande que hay en él, por más que lo andemos diciendo, ahora de una manera, ahora de otra; porque no sólo la práctica, sino también la teórica de él es dificultosa. Esta es aquella aniquilación de sí mismos, tan repetida y encomendada de los maestros de la vida espiritual; éste es aquel tenerse y confesarse por indigno e inútil para todas las cosas, que San Benito y otros Santos ponen por perfectísimo grado de humildad; ésta es aquella desconfianza de sí mismo, y aquel estar colgados y pendientes de Dios, tan encomendado en las sagradas letras; éste es el verdadero tenerse en nada, que a cada paso oímos y decimos, si lo acabásemos de sentir así con el corazón. Que entendamos y sintamos con verdad y prácticamente, como quien lo ve con los ojos y lo toca y palpa con las manos, que de nuestra parte no tenemos, ni podemos, sino perdición y pecados, y que todo el bien que tuviéremos y obráremos no lo tenemos ni obramos de nosotros, sino de Dios, y que suya es la honra y gloria de todo. 

Y si aun con todo esto no acabáis de entender la perfección de este grado de humildad, no os espantéis; porque es ésta una teología muy alta, y así no es mucho que no se entienda tan fácilmente. Dice muy bien un doctor, que en todas las artes y ciencias acontece esto, que las cosas comunes y claras cualquiera las sabe y entiende; pero las sutiles y delicadas no todos las alcanzan, sino solamente aquellos que son eminentes en aquella arte o ciencia; así acá, las cosas comunes y ordinarias de la virtud cualesquiera las entiende; pero las particulares y sutiles, las altas y delicadas, no las entienden sino los que son eminentes y aventajados en aquella virtud. Y esto es lo que dice San Laurencio Justiniano, que ninguno conoce bien qué cosa es humildad, sino aquel que ha recibido de Dios ser humilde. Y de aquí es también que los Santos, como tenían profundísima humildad, sentían y decían tales cosas de sí, que los que no llegamos allá no las acabamos de entender y nos parecen encarecimientos y exageraciones; como que eran los mayores pecadores de cuantos había en el mundo, y otras semejantes, como luego diremos. Y si nosotros no sabernos decir ni sentir estas cosas, ni aun las acabamos de entender, es porque no hemos llegado a tanta humildad como ellos, y así no entendemos las cosas sutiles y delicadas de ésta facultad. Procurad vos ser humilde e ir creciendo en esta ciencia y aprovechar más y más en ella, y entonces entenderéis cómo se pueden decir con verdad estas cosas. 


 EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS. 
 Padre Alonso Rodríguez, S.J.