CAPÍTULO 31
Declarase en qué consiste el tercer grado de humildad.
No hemos acabado de declarar bien en que consiste este tercer grado
de humildad; y así será menester declararlo un poco más, para que mejor
podamos ponerle por obra, que es lo que pretendemos. Este grado de
humildad, dicen los Santos que consiste en saber distinguir entre el oro que
nos viene de Dios, de sus dones y beneficios, y entre el lodo y miseria que
somos nosotros, y dar a cada uno lo que le pertenece: atribuir a Dios lo que
es de Dios y a nosotros lo que es nuestro, y que todo esto sea prácticamente en lo cual está todo el punto de este negocio. De manera que no
consiste la humildad en conocer especulativamente que de nosotros no
podemos ni valemos nada, y que todo el bien nos ha de venir de Dios, y
que Él es el que obra en nosotros el querer y el comenzar y el acabar por
su libre y buena voluntad, como dice San Pablo (Filip., 2, 13): que conocer
eso especulativamente, porque así nos lo dice la fe, fácil cosa es y todos
los cristianos lo conocemos y creemos así; sino en conocer y ejercitar eso
prácticamente, y en estar tan llanos y tan asentados en esto, como si lo
viésemos con los ojos y lo tocásemos y palpásemos con las manos. Lo
cual, dice San Ambrosio, que es particularísimo don y merced grande de
Dios. Y trae para esto aquello de San Pablo (1 Cor., 2, 12): Nosotros
hemos recibido, no el espíritu de este mundo, sino el espíritu de Dios,
para que conozcamos y sintamos los dones que hemos recibido de su
mano. Sentir y reconocer uno los dones que ha recibido de Dios, como
ajenos y como recibidos y dados de la liberalidad y misericordia de Dios,
es particular don y merced suya. Y el sabio Salomón dice que ésta es suma
sabiduría (Sab., 8, 21): [Conocí que no podía ser continente si Dios no me
lo diese: y esto mismo era sabiduría, saber cuyo era este don]; otra letra
dice [esto era suma sabiduría]. Entender y conocer prácticamente que el
ser continente no es cosa que podamos nosotros alcanzar por nuestras
fuerzas, y que no basta ningún trabajo ni industria nuestra para eso, sino
que es don de Dios y que nos ha de venir de su mano, es suma sabiduría.
Pues en esto que San Pablo dice que es particular don y merced de Dios, y
Salomón suma sabiduría, consiste este grado de humildad. ¿Qué tienes
que no lo hayas recibido y sea ajeno?, dice el Apóstol San Pablo (I Cor., 4,
7): todo cuanto bien tenemos es recibido y ajeno, de nosotros no tenemos
bien ninguno; pues si lo has recibido y es ajeno, ¿por qué te glorias como
si no lo hubieses recibido y como si fuese tuyo propio?
Ésta era la humildad de los Santos, que con estar enriquecidos de
dones y gracias de Dios, y haberles Él levantado a la cumbre de la
perfección, y con eso a grande honras, estimación del mundo, con todo eso
se tenían ellos por tan viles en sus ojos; y se quedaba su ánima tan entera
en su bajeza y humildad como si no tuvieran nada de aquellos dones. No
se les pegaba ninguna vanidad en su corazón, ni cosa alguna de aquella
honra y estima en que el mundo los tenía, porque sabían bien distinguir
entre lo que era ajeno y lo que era suyo propio: y así todos los dones,
honra y estimación lo miraban como cosa ajena recibida de Dios, y a Él le
daban y atribuían toda la gloria y alabanza de ello, quedándose ellos
enteros en su bajeza, mirando que de sí no tenían nada, ni podían bien alguno. Y de ahí les venía que aunque todo el mundo los ensalzase, ellos
no se ensalzaban ni se tenían por eso en más, ni se les pegaba nada de
aquello al corazón, sino les parecía que aquellas alabanzas no decían ni
hablaban con ellos, sino con otro a quien pertenecían que es Dios, y en Él
y en su gloria ponían su gozo y contento.
Y así con mucha razón dicen ser esta humildad de grandes y
perfectos varones. Lo primero, porque presupone grandes virtudes y dones
de Dios, que es lo que hace a uno grande delante de Él; lo segundo, porque
ser uno verdaderamente grande delante de los ojos de Dios y muy
aventajado en virtud y perfección, y por eso tenido y estimado en mucho
de Dios y de los hombres, y tenerse él por pequeño y vil en sus ojos, es
grande y maravillosa perfección. Y eso es de lo que se maravillan San
Crisóstomo y San Bernardo de los Apóstoles y otros, que con ser tan grandes
Santos y tan encumbrados en dones de Dios, y haciendo su Majestad
por ellos tantas maravillas y milagros, y resucitando muertos, y siendo por
eso tan estimados de todo el mundo, con todo eso se quedasen ellos tan
enteros en su humildad y bajeza como si no tuvieran nada de aquello. Y
como si otro hiciera aquellas cosas y no ellos, y como si toda aquella
honra, estima y alabanza fuera ajena y se hiciera a otro y no a ellos.
Dice San Bernardo: «No es mucho humillarse uno en la pobreza y
abatimiento, porque eso de suyo ayuda a conocerse y tenerse en lo que es;
pero que sea uno honrado y estimado de todos, y tenido por santo y por
varón admirable, y se quede él tan entero en la verdad de su bajeza y de su
nada como si no hubiera nada de aquello en él, ésa es rara y excelente
virtud y cosa de grande perfección. «En éstos, dice San Bernardo,
conforme al mandamiento del Señor (Mt., 5, 16), su luz luce y resplandece
delante de los hombres, para glorificar, no a sí mismos, sino a su Padre
que está en los Cielos. Estos son verdaderos imitadores del Apóstol San
Pablo (2 Cor., 4, 5; 12, 14) y de los predicadores evangélicos, que no se
predican a sí mismos, sino a Jesucristo. Éstos son buenos y fieles siervos,
que no buscan sus comodidades, ni se alzan con cosa alguna, ni se
atribuyen nada a sí, sino todo lo atribuyen fielmente a Dios. Y a Él dan la
gloria de todo. Y así oirán de la boca del Señor aquellas palabras del
Evangelio (Mt., 25, 21): Alégrate, siervo bueno y fiel; porque fuiste fiel en
lo poco, te constituiré sobre lo mucho».
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.