CAPÍTULO 12
Cuánto conviene ejercitarnos en
nuestro propio
conocimiento.
De lo dicho se entenderá cuánto conviene ejercitarnos en nuestro
propio conocimiento. Preguntado Tales Milesio, uno de los siete sabios de
Grecia, cuál era en todas las cosas naturales la más dificultosa de saber,
respondió que el conocerse el hombre a sí mismo; porque es tan grande el
amor propio que nos tenemos, que nos estorba e impide este conocimiento.
Y de ahí vino aquel dicho tan célebre entre los antiguos: Conócete a ti
mismo. Y el otro dijo: Mora contigo. Pero dejemos los extraños y
vengamos a los nuestros, que son mejores maestros de esta ciencia. Los
bienaventurados santos Agustino y Bernardo dicen que esta ciencia del
propio conocimiento es la más alta y de mayor provecho de cuantas han
inventado y hallado los hombres.
En mucho estiman los hombres, dice San Agustín, la ciencia de las
cosas del Cielo y de la tierra, la ciencia de la astrología, de cosmografía, el
saber los movimientos de los cielos, los cursos de los planetas, sus
propiedades e influencias; pero el conocerse a sí mismo es más alta ciencia y más provechosa que todas ésas; las demás hinchan y envanecen, como
dice San Pablo (I Cor 8. 1); pero ésta edifica y humilla. Y así, los Santos y
todos los maestros de espíritu encargan mucho que nos ocupemos en la
oración en este ejercicio, y reprenden el engaño de algunos que pasan ligeramente
por el conocimiento de sus defectos y se detienen en pensar otras
cosas devotas; porque hallan gusto en ellas, y en considerar sus defectos y
faltas no hallan sabor, porque no gustan de parecer mal a sí mismos, como
la persona fea, que por eso no se osa mirar en el espejo. Dice el glorioso
San Bernardo, hablando en persona de Dios: ¡Oh hombre, si te vieses y
conocieses, luego te descontentarías y desagradarías a ti, y me contentarías
y agradarías a Mí; pero porque no te ves ni conoces, te agradas a ti y me
descontentas a Mí! Guardaos no venga tiempo, cuando ni os agradéis a vos
ni a Dios; a Dios, porque pecasteis, y a vos, porque os condenasteis.
San Gregorio, tratando de esto, dice: Hay algunos que, en
comenzando a servir a Dios y a tratar un poco de virtud, luego les parece
que son buenos y santos; y de tal manera ponen los ojos en lo bueno que
hacen, que se olvidan del todo de los pecados y males pasados, y aun
algunas veces de los presentes, porque se ocupan tanto en mirar lo bueno,
que no atienden ni echan de ver muchas cosas malas que hacen. Pero los
buenos y los escogidos hacen muy al contrario, porque estando
verdaderamente llenos de virtudes y buenas obras, siempre ponen los ojos
en lo malo que tienen y están mirando y considerando sus faltas e
imperfecciones. Y bien se ve lo que va de lo uno a lo otro; porque de esa
manera viene a ser que éstos, mirando a sus males, conserven sus bienes y
las virtudes grandes que tienen, permaneciendo siempre en humildad; y
por el contrario, los malos, mirando sus bienes, los pierden, porque se
ensoberbecen y desvanecen con ellos. De manera que los buenos se
ayudan de sus males y sacan bien provecho de ellos, y los malos sacan mal
y daño de sus mismos bienes, porque usan mal de ellos; como acontece
acá en el manjar, que aunque sea bueno y saludable, si come uno de él sin
orden y sin regla, enfermará con él; y, por el contrario. si el veneno de la
víbora le toma con cierta composición y temperamento, le será triaca y
salud. Y cuando el demonio os trajere a la memoria los bienes que habéis
hecho, para que os estiméis y ensoberbezcáis, dice San Gregorio,
contraponedle vos vuestros males, trayendo a la memoria vuestros pecados
pasados, como lo hacía el Apóstol San Pablo para que no le levantasen y
desvaneciesen sus grandes virtudes, y el haber sido arrebatado al tercer
Cielo, y la grandeza de las revelaciones que había oído (I Tim 1, 13): ¡Ay!,
dice, ¡que he sido blasfemo y perseguidor de los siervos de Dios y del nombre de Cristo! ¡Ay! ¡Que no soy digno de ser llamado Apóstol, porque
he perseguido la Iglesia de Dios! (I Cor 15, 9). Este es muy buen
contrapeso y muy buena contramina contra esta tentación.
Sobre aquellas palabras que dijo el arcángel San Gabriel al Profeta
Daniel (8, 17): Hijo del hombre, entiende lo que te quiero decir, dice San
Jerónimo: «Aquellos santos Profetas Daniel, Ezequiel y Zacarías, con las
altas y continuas revelaciones que tenían, parece que se hallaban ya entre
los coros de los ángeles, y porque no se levantasen sobre sí y se
desvaneciesen y ensoberbeciesen con eso, pensando que eran ya de otra
naturaleza angélica o superior, les avisa el Ángel de parte de Dios que se
acuerden de la fragilidad y flaqueza de su naturaleza, llamándolos hijos de
hombres, para que reconozcan que son hombres flacos y miserables como
los demás, y así se humillen y se tengan en lo que son. Y tenemos muchos
ejemplos en las historias, así eclesiásticas como seglares, de Santos y de
varones ilustres, reyes, emperadores y pontífices que usaban de este
medio, teniendo quien les trajese algunas veces a la memoria que eran
hombres, para conservarse en humildad y no desvanecerse.»
De nuestro Padre San Francisco de Borja se dice que aún siendo
duque de Gandía, un santo varón le dio este consejo: que si quería
aprovechar mucho en el servicio de Dios, no se le pasase día ninguno que
no pensase algo que tocase a su confusión y desprecio. Tomó él tan de
veras el consejo, que desde que se dio al ejercicio de la oración mental,
empleaba cada día las dos primeras horas de ella en este conocimiento y
menosprecio de sí mismo; y cuanto oía y leía y miraba, todo le servía para
este abatimiento y confusión. Y fuera de esto tenía otra devoción que le
ayudaba mucho, y era que cada día, en levantándose la primera cosa que
hacía era arrodillarse y besar tres veces la tierra para acordarse que era
polvo y tierra y que en eso se había de volver. Y bien se le pareció el
provecho que de ahí sacó, pues nos dejó tan grande ejemplo de humildad y
santidad.
Pues guardemos nosotros este consejo, y quedémonos con él: no se
nos pase día ninguno que no gastemos algún rato de oración en pensar algo
que toque a nuestra confusión y desprecio. Y no paremos y descansemos
en este ejercicio hasta que sintamos que se nos ha embebido en nuestra
alma un entrañable desprecio y desestima de nosotros mismos y una
confusión y vergüenza delante del acatamiento de la majestad de Dios
viendo nuestra bajeza y miseria. Que lo hemos mucho menester, porque es
tanta nuestra soberbia y la inclinación que tenemos a ser tenidos y estimados, que si no andamos continuamente en este ejercicio, cada hora
nos hallaremos levantados sobre nosotros como el corcho sobre el agua,
porque más vanos y más livianos somos nosotros que el corcho. Siempre
es menester andar reprimiendo y abajando esta hinchazón y soberbia que
se levanta en nosotros, mirándonos a los pies de nuestra fealdad y bajeza,
para que así se deshaga esa rueda de vanidad y soberbia. Acordémonos de
aquella parábola de la higuera que trae el Evangelio: quería arrancarla su
dueño porque había tres años que no llevaba fruto; dice el hortelano (Lc 3,
6): Señor, dejadla este año siquiera, yo la cavare y echaré estiércol
alrededor de ella; y si con esto no diere fruto, entonces la arrancaréis. Pues
cavad vos esa higuera seca y estéril de vuestra ánima, y echad alrededor el
estiércol de vuestros pecados y miserias, pues hay harto, y con eso llevará
fruto y se hará fértil.
Para que animemos más en este ejercicio, y ninguno tome ocasión
para dejarle por algunas falsas aprensiones, se han de advertir aquí dos
cosas. La primera, que no piense nadie que es ejercicio de solo principiantes, porque lo es también de antiguos y aprovechados, y de muy
perfectos varones, pues vemos que ellos y el mismo Apóstol San Pablo le
usaban.
La segunda, es menester que entendamos que este ejercicio no es
triste ni melancólico, ni causa de turbación ni desasosiego; antes trae
consigo grande paz y quietud y gran contento y alegría, por muchas faltas
y miserias que uno conozca en sí, aunque de verse tan ruin entienda
claramente que merece que todos le aborrezcan y desprecien; porque
cuando este conocimiento nace de verdadera humildad, viene aquella pena
con una suavidad y contento que no querría uno verse sin ella. Esas otras
penas y congojas que algunos tienen viendo en sí tantas faltas e
imperfecciones, son tentación del demonio, el cual pretende con eso, por
una parte, que pensemos que tenemos humildad, y por otra, si pudiese, a
vueltas querría que desconfiásemos de Dios y que anduviésemos desalentados
y desmayados en su servicio.
Si hubiéramos de parar en el conocimiento de nuestra flaqueza y
miseria, harta ocasión tuviéramos de entristecernos y desconsolarnos,
como también de desmayar y acobardarnos. Pero no hemos de parar ahí,
sino pasar luego a la consideración de la bondad y misericordia y
liberalidad de Dios y a lo mucho que nos ama y padeció por nosotros; y en
eso hemos de poner toda nuestra confianza. Y así lo que fuera ocasión de
desmayo y tristeza mirándoos a vos, sirve para esforzar y animar y es ocasión de mayor alegría y consuelo mirando a Dios. Mirase uno a sí
mismo, y no ve sino qué llorar; y mirando a Dios confía en su bondad, sin
temor de verse desamparado, por muchas faltas e imperfecciones y
miserias que vea en sí, porque la bondad y misericordia de Dios, en que
tiene puestos sus ojos y su corazón, exceden, y sobre pujan infinitamente
todo eso. Y con esta consideración arraigada en las entrañas, desarrimase
de sí como de caña quebrada, y anda arrimado y confiado siempre en Dios,
conforme a aquello del Profeta Daniel (9, 18): No confiados en nosotros,
ni en nuestros merecimientos y buenas obras, nos atrevemos a levantar
nuestros ojos a Vos y pediros mercedes, sino confiados, Señor, en vuestra
grande misericordia.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.