miércoles, 18 de septiembre de 2013

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XII)


CAPÍTULO 12 

Cuánto conviene ejercitarnos en 
nuestro propio conocimiento. 

De lo dicho se entenderá cuánto conviene ejercitarnos en nuestro propio conocimiento. Preguntado Tales Milesio, uno de los siete sabios de Grecia, cuál era en todas las cosas naturales la más dificultosa de saber, respondió que el conocerse el hombre a sí mismo; porque es tan grande el amor propio que nos tenemos, que nos estorba e impide este conocimiento. Y de ahí vino aquel dicho tan célebre entre los antiguos: Conócete a ti mismo. Y el otro dijo: Mora contigo. Pero dejemos los extraños y vengamos a los nuestros, que son mejores maestros de esta ciencia. Los bienaventurados santos Agustino y Bernardo dicen que esta ciencia del propio conocimiento es la más alta y de mayor provecho de cuantas han inventado y hallado los hombres. 

En mucho estiman los hombres, dice San Agustín, la ciencia de las cosas del Cielo y de la tierra, la ciencia de la astrología, de cosmografía, el saber los movimientos de los cielos, los cursos de los planetas, sus propiedades e influencias; pero el conocerse a sí mismo es más alta ciencia  y más provechosa que todas ésas; las demás hinchan y envanecen, como dice San Pablo (I Cor 8. 1); pero ésta edifica y humilla. Y así, los Santos y todos los maestros de espíritu encargan mucho que nos ocupemos en la oración en este ejercicio, y reprenden el engaño de algunos que pasan ligeramente por el conocimiento de sus defectos y se detienen en pensar otras cosas devotas; porque hallan gusto en ellas, y en considerar sus defectos y faltas no hallan sabor, porque no gustan de parecer mal a sí mismos, como la persona fea, que por eso no se osa mirar en el espejo. Dice el glorioso San Bernardo, hablando en persona de Dios: ¡Oh hombre, si te vieses y conocieses, luego te descontentarías y desagradarías a ti, y me contentarías y agradarías a Mí; pero porque no te ves ni conoces, te agradas a ti y me descontentas a Mí! Guardaos no venga tiempo, cuando ni os agradéis a vos ni a Dios; a Dios, porque pecasteis, y a vos, porque os condenasteis. 

San Gregorio, tratando de esto, dice: Hay algunos que, en comenzando a servir a Dios y a tratar un poco de virtud, luego les parece que son buenos y santos; y de tal manera ponen los ojos en lo bueno que hacen, que se olvidan del todo de los pecados y males pasados, y aun algunas veces de los presentes, porque se ocupan tanto en mirar lo bueno, que no atienden ni echan de ver muchas cosas malas que hacen. Pero los buenos y los escogidos hacen muy al contrario, porque estando verdaderamente llenos de virtudes y buenas obras, siempre ponen los ojos en lo malo que tienen y están mirando y considerando sus faltas e imperfecciones. Y bien se ve lo que va de lo uno a lo otro; porque de esa manera viene a ser que éstos, mirando a sus males, conserven sus bienes y las virtudes grandes que tienen, permaneciendo siempre en humildad; y por el contrario, los malos, mirando sus bienes, los pierden, porque se ensoberbecen y desvanecen con ellos. De manera que los buenos se ayudan de sus males y sacan bien provecho de ellos, y los malos sacan mal y daño de sus mismos bienes, porque usan mal de ellos; como acontece acá en el manjar, que aunque sea bueno y saludable, si come uno de él sin orden y sin regla, enfermará con él; y, por el contrario. si el veneno de la víbora le toma con cierta composición y temperamento, le será triaca y salud. Y cuando el demonio os trajere a la memoria los bienes que habéis hecho, para que os estiméis y ensoberbezcáis, dice San Gregorio, contraponedle vos vuestros males, trayendo a la memoria vuestros pecados pasados, como lo hacía el Apóstol San Pablo para que no le levantasen y desvaneciesen sus grandes virtudes, y el haber sido arrebatado al tercer Cielo, y la grandeza de las revelaciones que había oído (I Tim 1, 13): ¡Ay!, dice, ¡que he sido blasfemo y perseguidor de los siervos de Dios y del nombre de Cristo! ¡Ay! ¡Que no soy digno de ser llamado Apóstol, porque he perseguido la Iglesia de Dios! (I Cor 15, 9). Este es muy buen contrapeso y muy buena contramina contra esta tentación. 

Sobre aquellas palabras que dijo el arcángel San Gabriel al Profeta Daniel (8, 17): Hijo del hombre, entiende lo que te quiero decir, dice San Jerónimo: «Aquellos santos Profetas Daniel, Ezequiel y Zacarías, con las altas y continuas revelaciones que tenían, parece que se hallaban ya entre los coros de los ángeles, y porque no se levantasen sobre sí y se desvaneciesen y ensoberbeciesen con eso, pensando que eran ya de otra naturaleza angélica o superior, les avisa el Ángel de parte de Dios que se acuerden de la fragilidad y flaqueza de su naturaleza, llamándolos hijos de hombres, para que reconozcan que son hombres flacos y miserables como los demás, y así se humillen y se tengan en lo que son. Y tenemos muchos ejemplos en las historias, así eclesiásticas como seglares, de Santos y de varones ilustres, reyes, emperadores y pontífices que usaban de este medio, teniendo quien les trajese algunas veces a la memoria que eran hombres, para conservarse en humildad y no desvanecerse.»

De nuestro Padre San Francisco de Borja se dice que aún siendo duque de Gandía, un santo varón le dio este consejo: que si quería aprovechar mucho en el servicio de Dios, no se le pasase día ninguno que no pensase algo que tocase a su confusión y desprecio. Tomó él tan de veras el consejo, que desde que se dio al ejercicio de la oración mental, empleaba cada día las dos primeras horas de ella en este conocimiento y menosprecio de sí mismo; y cuanto oía y leía y miraba, todo le servía para este abatimiento y confusión. Y fuera de esto tenía otra devoción que le ayudaba mucho, y era que cada día, en levantándose la primera cosa que hacía era arrodillarse y besar tres veces la tierra para acordarse que era polvo y tierra y que en eso se había de volver. Y bien se le pareció el provecho que de ahí sacó, pues nos dejó tan grande ejemplo de humildad y santidad. 

Pues guardemos nosotros este consejo, y quedémonos con él: no se nos pase día ninguno que no gastemos algún rato de oración en pensar algo que toque a nuestra confusión y desprecio. Y no paremos y descansemos en este ejercicio hasta que sintamos que se nos ha embebido en nuestra alma un entrañable desprecio y desestima de nosotros mismos y una confusión y vergüenza delante del acatamiento de la majestad de Dios viendo nuestra bajeza y miseria. Que lo hemos mucho menester, porque es tanta nuestra soberbia y la inclinación que tenemos a ser tenidos y estimados, que si no andamos continuamente en este ejercicio, cada hora nos hallaremos levantados sobre nosotros como el corcho sobre el agua, porque más vanos y más livianos somos nosotros que el corcho. Siempre es menester andar reprimiendo y abajando esta hinchazón y soberbia que se levanta en nosotros, mirándonos a los pies de nuestra fealdad y bajeza, para que así se deshaga esa rueda de vanidad y soberbia. Acordémonos de aquella parábola de la higuera que trae el Evangelio: quería arrancarla su dueño porque había tres años que no llevaba fruto; dice el hortelano (Lc 3, 6): Señor, dejadla este año siquiera, yo la cavare y echaré estiércol alrededor de ella; y si con esto no diere fruto, entonces la arrancaréis. Pues cavad vos esa higuera seca y estéril de vuestra ánima, y echad alrededor el estiércol de vuestros pecados y miserias, pues hay harto, y con eso llevará fruto y se hará fértil. 

Para que animemos más en este ejercicio, y ninguno tome ocasión para dejarle por algunas falsas aprensiones, se han de advertir aquí dos cosas. La primera, que no piense nadie que es ejercicio de solo principiantes, porque lo es también de antiguos y aprovechados, y de muy perfectos varones, pues vemos que ellos y el mismo Apóstol San Pablo le usaban. 

La segunda, es menester que entendamos que este ejercicio no es triste ni melancólico, ni causa de turbación ni desasosiego; antes trae consigo grande paz y quietud y gran contento y alegría, por muchas faltas y miserias que uno conozca en sí, aunque de verse tan ruin entienda claramente que merece que todos le aborrezcan y desprecien; porque cuando este conocimiento nace de verdadera humildad, viene aquella pena con una suavidad y contento que no querría uno verse sin ella. Esas otras penas y congojas que algunos tienen viendo en sí tantas faltas e imperfecciones, son tentación del demonio, el cual pretende con eso, por una parte, que pensemos que tenemos humildad, y por otra, si pudiese, a vueltas querría que desconfiásemos de Dios y que anduviésemos desalentados y desmayados en su servicio. 

Si hubiéramos de parar en el conocimiento de nuestra flaqueza y miseria, harta ocasión tuviéramos de entristecernos y desconsolarnos, como también de desmayar y acobardarnos. Pero no hemos de parar ahí, sino pasar luego a la consideración de la bondad y misericordia y liberalidad de Dios y a lo mucho que nos ama y padeció por nosotros; y en eso hemos de poner toda nuestra confianza. Y así lo que fuera ocasión de desmayo y tristeza mirándoos a vos, sirve para esforzar y animar y es ocasión de mayor alegría y consuelo mirando a Dios. Mirase uno a sí mismo, y no ve sino qué llorar; y mirando a Dios confía en su bondad, sin temor de verse desamparado, por muchas faltas e imperfecciones y miserias que vea en sí, porque la bondad y misericordia de Dios, en que tiene puestos sus ojos y su corazón, exceden, y sobre pujan infinitamente todo eso. Y con esta consideración arraigada en las entrañas, desarrimase de sí como de caña quebrada, y anda arrimado y confiado siempre en Dios, conforme a aquello del Profeta Daniel (9, 18): No confiados en nosotros, ni en nuestros merecimientos y buenas obras, nos atrevemos a levantar nuestros ojos a Vos y pediros mercedes, sino confiados, Señor, en vuestra grande misericordia.


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.