CAPÍTULO 22
Que la humildad es medio para alcanzar la paz interior
del alma, y
que sin ella, nunca la tendremos.
Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis
descanso para vuestras ánimas (Mt., 11, 29). Una de las más principales y
eficaces razones que podemos traer para animarnos a despreciar la honra y
estimación del mundo y procurar ser humildes, es la que nos propone
Cristo nuestro Redentor en estas palabras, que es ser este medio único para
alcanzar la paz y quietud interior del alma: cosa tan deseada de todos los espirituales, y que San Pablo pone por uno de los frutos del Espíritu Santo
(Galas, 5. 22).
Para que entendamos mejor la paz y quietud de que goza el humilde,
será bien que veamos la inquietud y desasosiego que el soberbio trae en su
corazón, porque por un contrario se conoce mejor el otro.
Llena está la sagrada Escritura de sentencias que dicen que los malos
no tienen paz. (Isai., 48, 22): [No hay paz para los malos, dice el Señor.
(Jerem., 6, 14): Paz, paz, y no había paz. (Sal., 13, 3): Quebrantamiento y
desventura en sus caminos, y el camino de la paz no conocieron]. No
saben qué cosa es tener paz; aunque parece algunas veces exteriormente
que la tienen, no es paz verdadera aquélla, porque allá dentro de su
corazón tienen guerra, la cual les está haciendo siempre su propia conciencia.
[Ved en medio de la paz amarguísima amargura] (Isai., 38, 17).
Siempre viven en amargura de corazón los malos.
Pero particularmente los
soberbios traen consigo grande inquietud y desasosiego. Y la razón
particular de esto podemos colegir muy bien de San Agustín, el cual dice
que de la soberbia nace luego la envidia, como hija suya legítima, y que
nunca está sin compañía de esta mala hija. Los cuales dos males, soberbia
y envidia, dice que hacen al demonio demonio. Pues por aquí se entenderá
que obrarán en el hombre estos dos males, pues bastan para hacer al
demonio demonio. El que por una parte anda lleno de soberbia y de deseos
de honra y estimación, y ve que no le suceden las cosas conforme a sus
trazas, y por otra parte anda juntamente lleno de envidia, porque es hija de
la soberbia y que siempre la acompaña, cuando viere a los otros tenidos y
estimados y preferidos a sí, claro está que ha de andar lleno de hiel y de
amargura, y con grande inquietud y desasosiego: porque no hay cosa que
más lastime a un soberbio, ni tanto le llegue al corazón, como una cosa de
ésas.
La divina Escritura nos pinta eso muy a lo vivo en aquel soberbio
Amán. Era muy privado del rey Asuero sobre todos los príncipes y grandes
del reino, y tenía grande abundancia de riquezas y bienes temporales, y así
era muy tenido y estimado de todos, que no parecía que tenía acá más que
desear; y con todo eso le daba tanta pena que un solo hombre y bajo, que
estaba sentado a las puertas de palacio, no hiciese caso de él, ni le quitase
la gorra, ni se levantase ni moviese de su lugar cuando él pasaba, que no
hacía caso de cuanto tenía en comparación de la pena y turbación que en
esto sentía, así lo confesó él mismo, quejándose de esto a sus amigos y a
su mujer, declarándoles su prosperidad y pujanza. [Mas con gozar de tantas satisfacciones, nada me parece que tengo mientras viere sentado a
las puertas de palacio a ese judío Mardoqueo] (Ester, 5. 13). Para que se
vea el desasosiego del soberbio, y las olas y tempestades que se levantan
en su corazón. Como la mar cuando anda brava y alterada [que no puede
reposar] (Isai., 57, 20), así anda el corazón del malo y soberbio. Y fue
tanta la rabia que tomó allá en su corazón por esto, que no tuvo en nada
poner las manos en aquel particular, sino sabiendo que era judío de nación,
alcanzó patentes y provisiones del rey Asuero para que muriesen todos los
judíos que estaban en su reino, y para Mardoqueo tenía aprestada en su
casa una viga muy alta para ahorcarle en ella; aunque le salió el sueño muy
al revés, porque los judíos ejecutaron en sus enemigos la sentencia dada
contra ellos; y el mismo Amán fue colgado en la horca que él tenía para
ahorcar a Mardoqueo.
Y primero le sucedió otra buena mortificación, y fue que cuando él
andaba tratando de su venganza, una mañana que había madrugado mucho
e ido a palacio para alcanzar licencia del rey para ello, aconteció que
aquella noche no había podido dormir el rey, y mandó que le trajesen y
leyesen la historia crónica que se escribía de sus tiempos y como llegasen
a lo que había hecho Mardoqueo en servicio del rey descubriéndole cierta
traición que unos criados suyos armaban contra él, preguntó: «¿Qué
premio galardón se le dio a ese hombre por ese servicio y fidelidad tan
grande?» Respondieron: «Ninguno. Dice el rey, «¿Quién está ahí? ¿Ha
venido alguno a palacio?» le dicen: «Aman está aquí fuera.» «Pues entre.»
Entró Aman y le preguntó: «¿Qué será razón hacer con un hombre a quien
el rey desea honrar?» Amán, pareciéndole que él sería aquel a quien el rey
deseaba honrar, respondió: «El hombre a quien desea el rey honrar ha de
ser vestido de las vestiduras reales, y ser puesto en el mismo caballo del
rey, con la corona real en su cabeza, y uno de los más principales
caballeros de la corte ha de ir delante de él llevando el caballo del diestro y
pregonando por esas plazas: Así ha de ser honrado aquel a quien quisiere
el rey honrar.» Le dice el rey: «Pues ve a ese Mardoqueo, que está a las
puertas de palacio, y haz con él todo lo que has dicho, y mira que no faltes
en un punto.» Ved el dolor que sentiría aquel triste y soberbio corazón. Al
fin no pudo hacer menos sino ejecutarlo al pie de la letra. No parece que se
podía imaginar otra mayor mortificación para él; y luego se le siguió la de
ahorcarle en la horca que él tenía a punto para Mardoqueo. Este es el pago
que el mundo suele dar a los suyos.
Y mirad de dónde le nació la pepita a la gallina, como dicen, de que
no le quitaba el otro la gorra ni se levantaba cuando él pasaba. Una cosilla de éstas basta para traer inquietos y desasosegados a los soberbios y para
que anden siempre lastimados y amargados. Y así lo vemos el día de hoy
en los del mundo, y tanto más cuanto en más alto lugar están. Todos estos
puntos son para ellos puntas que punzan y atraviesan su corazón, que no
hay lanzada que tanto sientan. Y nunca les falta a los soberbios del mundo
algo de esto, por mucho que priven y tengan; y así traen siempre el
corazón más amargo que una hiel, y andan siempre con una perpetua
inquietud y desasosiego. Y lo mismo será acá en la Religión, si uno es
soberbio, porque también reparará en que no hacen tanto caso de él como
de los otros, y en que echaron mano de aquél para tal y tal negocio, y a él
le dejan olvidado; y esta cosas y otras semejantes causarán tanta inquietud
en él, como en los del mundo sus puntos y pretensiones, y por ventura
más. ¿A cuántos han puesto en peligro su vocación estas cosas? ¿A
cuántos han sacado de la Religión, pareciéndoles que ya no podían vivir en
ella sino afrentados, porque ya no tendrían de ellos opinión y estima? ¿A
cuántos han puesto en peligro su salvación? No solamente es necesaria la
humildad para la perfección, sino muchas veces para la salvación. (Mt., 18,
3): [Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de
los Cielos]. ¡Oh! Con cuánta razón decía el Padre San Francisco Javier:
«¡Oh opinión y estima de los hombres! ¡Cuántos males has hecho, haces y
harás!»
De aquí se entenderá otra cosa que experimentamos muy
comúnmente, que aunque es verdad que hay enfermedad de melancolía,
pero muchas veces el estar uno melancólico y triste no es humor de
melancolía ni enfermedad corporal, sino humor de soberbia y enfermedad
espiritual. Estáis triste y melancólico porque estáis olvidado y arrinconado
y no hacen caso de vos. Estáis triste y melancólico porque de donde
pensabais salir con honra, no salisteis con ella; antes os parece que
quedasteis corrido y afrentado. No os sucedió la cosa como quisierais, ni
os salió el sermón, ni el argumento, ni las conclusiones como pensabais,
antes os parece que perdisteis de vuestro crédito y opinión, y por eso os
quedáis triste y melancólico. Y cuando habéis de hacer alguna cosa de
estas públicas, el temor de cómo os ha de suceder y si habéis de ganar
honra o perderla, os trae triste y congojado; éstas son las cosas que traen
triste y melancólico al soberbio. Pero el humilde de corazón, que no desea
honra y estimación, y se contenta con el lugar bajo, está libre de todas
estas congojas y desasosiegos, y goza de mucha paz, conforme a las
palabras de Cristo, de quien lo tomó aquel Santo [Kempis], que dice: «Si
hay paz en la tierra, el humilde de corazón la posee.» Y así, aunque no hubiera de por medio otro espíritu ni perfección, sino sólo nuestro interés y
tener paz y quietud en nuestro corazón, por sólo eso habíamos de procurar
ser humildes; porque eso es vivir, y eso otro es morir viviendo.
San Agustín cuenta a este propósito una cosa de sí, con que dice le
dio el Señor a entender la ceguedad y miseria en que entonces andaba.
«Como yo anduviese, dice, muy ocupado en una oración que había de
recitar al emperador, diciendo sus loores, de los cuales los más habían de
ser falsos, y yo loado por ello de los que sabían ser tales (para que se vea la
vanidad y locura del mundo); pues como yo anduviese con gran cuidado
de esto, muy pensativo e imaginativo en cómo me había de suceder,
ardiendo con calentura de consumidores pensamientos, acaeció que
pasando por una calle de Milán vi a un pobre mendigo que, después de
haber comido y bebido, jugaba y tornaba placer y estaba muy alegre y
regocijado. Lo cual como yo viese, suspiré y dije a mis amigos que allí
estaban muchas lástimas de nuestras locuras, pues que en todos nuestros
trabajos, como en los que entonces estábamos ocupados, trayendo a
cuestas la carga de nuestra infelicidad, heridos por los aguijones de mil
codicias, y añadiendo carga a carga, no buscábamos ni procurábamos otra
cosa sino alcanzar una segura alegría, en lo cual nos iba ya delante aquel
pobre a nosotros que por ventura nunca allá llegaríamos; porque lo que él
ya había alcanzado con su poca limosna, eso andaba yo buscando con
tantos trabajos y desventuras, quiero decir, la alegría de la felicidad
temporal. Es verdad, dice San Agustín, que aquel pobre no tenía la
verdadera alegría; mas yo con mis ambiciones más falsa la buscaba que
aquélla; y al fin él se alegraba, o yo andaba triste; él estaba seguro, y yo
con miedos y sobresaltos. Y si alguno me preguntara cuál quería más, estar
alegre o triste, yo le respondiera que más quisiera alegrarme; y si me
tornara a preguntar si querría yo ser como aquél o como yo era, entonces
escogiera ser más el que era, así lleno de trabajos y malas venturas. Y no
tuviera razón. Si no, pregunto: ¿qué causa había para ello? no me debiera
yo anteponer a aquel pobre por ser más sabio que él; por serlo no me daba
contentamiento, más con el saber solamente deseaba contentar a los
hombres, no para enseñarles, mas sólo para agradarles. Sin duda, dice, era
aquél más bienaventurado que yo, es solamente porque él estaba alegre y
yo con cuidados que me arrancaban las entrañas; mas también porque con
buenos medios había alcanzado el vino, y yo mintiendo buscaba gloria
vana.»
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.