lunes, 22 de septiembre de 2014

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXII)


CAPÍTULO 22 

Que la humildad es medio para alcanzar la paz interior 
del alma, y que sin ella, nunca la tendremos. 

Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras ánimas (Mt., 11, 29). Una de las más principales y eficaces razones que podemos traer para animarnos a despreciar la honra y estimación del mundo y procurar ser humildes, es la que nos propone Cristo nuestro Redentor en estas palabras, que es ser este medio único para alcanzar la paz y quietud interior del alma: cosa tan deseada de todos los espirituales, y que San Pablo pone por uno de los frutos del Espíritu Santo (Galas, 5. 22). 

Para que entendamos mejor la paz y quietud de que goza el humilde, será bien que veamos la inquietud y desasosiego que el soberbio trae en su corazón, porque por un contrario se conoce mejor el otro. Llena está la sagrada Escritura de sentencias que dicen que los malos no tienen paz. (Isai., 48, 22): [No hay paz para los malos, dice el Señor. (Jerem., 6, 14): Paz, paz, y no había paz. (Sal., 13, 3): Quebrantamiento y desventura en sus caminos, y el camino de la paz no conocieron]. No saben qué cosa es tener paz; aunque parece algunas veces exteriormente que la tienen, no es paz verdadera aquélla, porque allá dentro de su corazón tienen guerra, la cual les está haciendo siempre su propia conciencia. [Ved en medio de la paz amarguísima amargura] (Isai., 38, 17). Siempre viven en amargura de corazón los malos. 

Pero particularmente los soberbios traen consigo grande inquietud y desasosiego. Y la razón particular de esto podemos colegir muy bien de San Agustín, el cual dice que de la soberbia nace luego la envidia, como hija suya legítima, y que nunca está sin compañía de esta mala hija. Los cuales dos males, soberbia y envidia, dice que hacen al demonio demonio. Pues por aquí se entenderá que obrarán en el hombre estos dos males, pues bastan para hacer al demonio demonio. El que por una parte anda lleno de soberbia y de deseos de honra y estimación, y ve que no le suceden las cosas conforme a sus trazas, y por otra parte anda juntamente lleno de envidia, porque es hija de la soberbia y que siempre la acompaña, cuando viere a los otros tenidos y estimados y preferidos a sí, claro está que ha de andar lleno de hiel y de amargura, y con grande inquietud y desasosiego: porque no hay cosa que más lastime a un soberbio, ni tanto le llegue al corazón, como una cosa de ésas. 

La divina Escritura nos pinta eso muy a lo vivo en aquel soberbio Amán. Era muy privado del rey Asuero sobre todos los príncipes y grandes del reino, y tenía grande abundancia de riquezas y bienes temporales, y así era muy tenido y estimado de todos, que no parecía que tenía acá más que desear; y con todo eso le daba tanta pena que un solo hombre y bajo, que estaba sentado a las puertas de palacio, no hiciese caso de él, ni le quitase la gorra, ni se levantase ni moviese de su lugar cuando él pasaba, que no hacía caso de cuanto tenía en comparación de la pena y turbación que en esto sentía, así lo confesó él mismo, quejándose de esto a sus amigos y a su mujer, declarándoles su prosperidad y pujanza. [Mas con gozar de tantas satisfacciones, nada me parece que tengo mientras viere sentado a las puertas de palacio a ese judío Mardoqueo] (Ester, 5. 13). Para que se vea el desasosiego del soberbio, y las olas y tempestades que se levantan en su corazón. Como la mar cuando anda brava y alterada [que no puede reposar] (Isai., 57, 20), así anda el corazón del malo y soberbio. Y fue tanta la rabia que tomó allá en su corazón por esto, que no tuvo en nada poner las manos en aquel particular, sino sabiendo que era judío de nación, alcanzó patentes y provisiones del rey Asuero para que muriesen todos los judíos que estaban en su reino, y para Mardoqueo tenía aprestada en su casa una viga muy alta para ahorcarle en ella; aunque le salió el sueño muy al revés, porque los judíos ejecutaron en sus enemigos la sentencia dada contra ellos; y el mismo Amán fue colgado en la horca que él tenía para ahorcar a Mardoqueo. 

Y primero le sucedió otra buena mortificación, y fue que cuando él andaba tratando de su venganza, una mañana que había madrugado mucho e ido a palacio para alcanzar licencia del rey para ello, aconteció que aquella noche no había podido dormir el rey, y mandó que le trajesen y leyesen la historia crónica que se escribía de sus tiempos y como llegasen a lo que había hecho Mardoqueo en servicio del rey descubriéndole cierta traición que unos criados suyos armaban contra él, preguntó: «¿Qué premio galardón se le dio a ese hombre por ese servicio y fidelidad tan grande?» Respondieron: «Ninguno. Dice el rey, «¿Quién está ahí? ¿Ha venido alguno a palacio?» le dicen: «Aman está aquí fuera.» «Pues entre.» Entró Aman y le preguntó: «¿Qué será razón hacer con un hombre a quien el rey desea honrar?» Amán, pareciéndole que él sería aquel a quien el rey deseaba honrar, respondió: «El hombre a quien desea el rey honrar ha de ser vestido de las vestiduras reales, y ser puesto en el mismo caballo del rey, con la corona real en su cabeza, y uno de los más principales caballeros de la corte ha de ir delante de él llevando el caballo del diestro y pregonando por esas plazas: Así ha de ser honrado aquel a quien quisiere el rey honrar.» Le dice el rey: «Pues ve a ese Mardoqueo, que está a las puertas de palacio, y haz con él todo lo que has dicho, y mira que no faltes en un punto.» Ved el dolor que sentiría aquel triste y soberbio corazón. Al fin no pudo hacer menos sino ejecutarlo al pie de la letra. No parece que se podía imaginar otra mayor mortificación para él; y luego se le siguió la de ahorcarle en la horca que él tenía a punto para Mardoqueo. Este es el pago que el mundo suele dar a los suyos. 

Y mirad de dónde le nació la pepita a la gallina, como dicen, de que no le quitaba el otro la gorra ni se levantaba cuando él pasaba. Una cosilla de éstas basta para traer inquietos y desasosegados a los soberbios y para que anden siempre lastimados y amargados. Y así lo vemos el día de hoy en los del mundo, y tanto más cuanto en más alto lugar están. Todos estos puntos son para ellos puntas que punzan y atraviesan su corazón, que no hay lanzada que tanto sientan. Y nunca les falta a los soberbios del mundo algo de esto, por mucho que priven y tengan; y así traen siempre el corazón más amargo que una hiel, y andan siempre con una perpetua inquietud y desasosiego. Y lo mismo será acá en la Religión, si uno es soberbio, porque también reparará en que no hacen tanto caso de él como de los otros, y en que echaron mano de aquél para tal y tal negocio, y a él le dejan olvidado; y esta cosas y otras semejantes causarán tanta inquietud en él, como en los del mundo sus puntos y pretensiones, y por ventura más. ¿A cuántos han puesto en peligro su vocación estas cosas? ¿A cuántos han sacado de la Religión, pareciéndoles que ya no podían vivir en ella sino afrentados, porque ya no tendrían de ellos opinión y estima? ¿A cuántos han puesto en peligro su salvación? No solamente es necesaria la humildad para la perfección, sino muchas veces para la salvación. (Mt., 18, 3): [Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los Cielos]. ¡Oh! Con cuánta razón decía el Padre San Francisco Javier: «¡Oh opinión y estima de los hombres! ¡Cuántos males has hecho, haces y harás!» 

De aquí se entenderá otra cosa que experimentamos muy comúnmente, que aunque es verdad que hay enfermedad de melancolía, pero muchas veces el estar uno melancólico y triste no es humor de melancolía ni enfermedad corporal, sino humor de soberbia y enfermedad espiritual. Estáis triste y melancólico porque estáis olvidado y arrinconado y no hacen caso de vos. Estáis triste y melancólico porque de donde pensabais salir con honra, no salisteis con ella; antes os parece que quedasteis corrido y afrentado. No os sucedió la cosa como quisierais, ni os salió el sermón, ni el argumento, ni las conclusiones como pensabais, antes os parece que perdisteis de vuestro crédito y opinión, y por eso os quedáis triste y melancólico. Y cuando habéis de hacer alguna cosa de estas públicas, el temor de cómo os ha de suceder y si habéis de ganar honra o perderla, os trae triste y congojado; éstas son las cosas que traen triste y melancólico al soberbio. Pero el humilde de corazón, que no desea honra y estimación, y se contenta con el lugar bajo, está libre de todas estas congojas y desasosiegos, y goza de mucha paz, conforme a las palabras de Cristo, de quien lo tomó aquel Santo [Kempis], que dice: «Si hay paz en la tierra, el humilde de corazón la posee.» Y así, aunque no hubiera de por medio otro espíritu ni perfección, sino sólo nuestro interés y tener paz y quietud en nuestro corazón, por sólo eso habíamos de procurar ser humildes; porque eso es vivir, y eso otro es morir viviendo. 

San Agustín cuenta a este propósito una cosa de sí, con que dice le dio el Señor a entender la ceguedad y miseria en que entonces andaba. «Como yo anduviese, dice, muy ocupado en una oración que había de recitar al emperador, diciendo sus loores, de los cuales los más habían de ser falsos, y yo loado por ello de los que sabían ser tales (para que se vea la vanidad y locura del mundo); pues como yo anduviese con gran cuidado de esto, muy pensativo e imaginativo en cómo me había de suceder, ardiendo con calentura de consumidores pensamientos, acaeció que pasando por una calle de Milán vi a un pobre mendigo que, después de haber comido y bebido, jugaba y tornaba placer y estaba muy alegre y regocijado. Lo cual como yo viese, suspiré y dije a mis amigos que allí estaban muchas lástimas de nuestras locuras, pues que en todos nuestros trabajos, como en los que entonces estábamos ocupados, trayendo a cuestas la carga de nuestra infelicidad, heridos por los aguijones de mil codicias, y añadiendo carga a carga, no buscábamos ni procurábamos otra cosa sino alcanzar una segura alegría, en lo cual nos iba ya delante aquel pobre a nosotros que por ventura nunca allá llegaríamos; porque lo que él ya había alcanzado con su poca limosna, eso andaba yo buscando con tantos trabajos y desventuras, quiero decir, la alegría de la felicidad temporal. Es verdad, dice San Agustín, que aquel pobre no tenía la verdadera alegría; mas yo con mis ambiciones más falsa la buscaba que aquélla; y al fin él se alegraba, o yo andaba triste; él estaba seguro, y yo con miedos y sobresaltos. Y si alguno me preguntara cuál quería más, estar alegre o triste, yo le respondiera que más quisiera alegrarme; y si me tornara a preguntar si querría yo ser como aquél o como yo era, entonces escogiera ser más el que era, así lleno de trabajos y malas venturas. Y no tuviera razón. Si no, pregunto: ¿qué causa había para ello? no me debiera yo anteponer a aquel pobre por ser más sabio que él; por serlo no me daba contentamiento, más con el saber solamente deseaba contentar a los hombres, no para enseñarles, mas sólo para agradarles. Sin duda, dice, era aquél más bienaventurado que yo, es solamente porque él estaba alegre y yo con cuidados que me arrancaban las entrañas; mas también porque con buenos medios había alcanzado el vino, y yo mintiendo buscaba gloria vana.»

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS. 
Padre Alonso Rodríguez, S.J.