III
LIRIO ENTRE ESPINAS
En carne regalada, con dificultad crece el blanquísimo lirio de la pureza. En cambio, en: la carne rota y macerada por la mortificación, de la ascesis cristiana crece y se desarrolla fresco y rozagante. perfumando de suavísimos aromas la vida del asceta.
La pureza, ciertamente, es un don de Dios; pero don que se ofrece únicamente a las alma, valientes y esforzadas que no rehúsan la cruz y aceptan las aristas hirientes de la mortificación.
Pablo de la Cruz, modelo de mortificación cristiana, lo es, igualmente. de pureza y virginidad. Toda su vida está embalsamada por exquisito y suavísimo perfume de pureza angelical. Y esta pureza, conquistada, o mejor, sostenida a punta de lanza, no vaya a creerse sea efecto de temperamento frío o sin pasiones.
Pablo es ardiente, de imaginación, viva, y siente arder la sangre en sus venas. Los biógrafos lo clasifican entre los temperamentos sanguíneos, propenso, por tanto, a la sensualidad y al regalo de la carne. Pablo, sin embargo, sabe dominar sus tendencias y guardar la virginal pureza en medio de los peligros del mundo y de las instigaciones de livianas mujerzuelas que pretenden, osadamente, derribar la virtud del joven.
Las batallas que el Siervo de Dios sostiene, sobre todo, en los años de la mocedad, para conservar intacta la pureza del alma, sirven para que ésta se acrisole y afiance más en su corazón.
El mismo, aleccionado por la experiencia, escribirá a un alma dirigida:
—Sabed que los lirios plantados entre la, espinas se vuelven más blancos y fragantes que en tierra libre; quiere esto decir que la santa virginidad se torna más pura, más cándida, más fragante a los ojos de Dios entre las espinas de los combates y de las tentaciones más horribles."
Joven aún, se consagra a Dios por el voto de castidad. El mundo le sonríe y halaga. Ventajoso matrimonio, propuesto y aconsejado por un tío suyo sacerdote, puede devolver a la familia Danei la opulencia perdida. Pero el joven, seguidor de Cristo, renuncia a todo: al amor y a la pingüe herencia para vivir consagrado a su Dios por el voto de castidad.
De joven es de muy buen parecer. Su belleza, sus modales elegantes y su porte distinguido atraen las miradas de algunas jóvenes, no muy recatadas, las cuales, con sus artes femeninas tratan de cautivar el corazón del inocente joven.
Orando un día en la Iglesia parroquial de Castellazo es instigado al pecado por una joven desenvuelta. Pablo, a fin de no llamar la atención ni dar ocasión de escándalo, se retira de aquel lugar, y alejado de la joven frívola y casquivana, prosigue su oración.
Otra vez, en la soledad del campo, es solicitado por una liviana mujer, a la que pone en fuga blandiendo nudosa rama que ha desgajado de un árbol.
Como guarda de la castidad es la modestia, Pablo observa siempre, y en todas partes, un porte recogido y una modestia en los ojos angelical. Su semblante y sus ojos recatados inspiran respeto y amor a la pureza. Ojos bellísimos, virginales, los suyos, jamás se posan en el rostro de ninguna mujer. Cuando, por necesidad, trata con alguna, emplea rigurosa modestia teniendo los ojos fijos en tierra.
La Marquesa de las Minas, dama española de extraordinaria belleza, mujer, según el mundo, la más hermosa de España, es penitenta de Pablo de la Cruz. La amistad que une a éste con el esposo de la dama española es íntima y entrañable. Pero Pablo jamás fija su vista en el rostro de la Marquesa. Invitado, más de una vez, a merendar con ella en su casa, jamás acepta la invitación, únicamente por no exponerse al peligro de dirigirle alguna mirada, aunque no fuera más que por educación y urbanidad. El siervo de Dios la conoce tan sólo por el timbre de la voz.
Cuando camina solo o acompañado, por la ciudad o por el campo, guarda la misma modestia.
"Un Siervo de Dios, cuando camina, dice él, contempla tan sólo el espacio de tierra que basta para su sepultura; y va siempre recogido en Dios y en compañía de Jesús."
Tal máxima es norma inflexible de su conducta. Y si, acaso, alguno muestra extrañeza de la rigurosa modestia que guarda al andar.. el Santo replica:
—Como voy descalzo, necesito mirar dónde pongo los pies.
Antes de mirar el rostro de, una mujer, huhiera preferido le arrancaran los ojos.
Un día camina solo por senda solitaria. En un trigal, que se balancea suavemente al compás de la brisa, se oyen coros de voces y de risas femeninas. Pablo, sin levantar la vista prosigue su camino. Luego, al referir el hecho, dirá a sus religiosos:
—Antes que mirarlas hubiera preferido que el verdugo cortara mi cabeza.
Tanta cautela y reserva a muchos parecerán exageradas. Pero Pablo, adiestrado por la experiencia, justifica su rígida modestia con estos términos
—Cayeron varones encanecidos que por su virtud merecían ser llamados Columnas de la Iglesia, ¿y confiaremos nosotros? He recorrido muchos estados, ciudades, villas, pueblos y aldeas, y he tratado con toda suerte de personas, y siempre fui cauteloso, amaestrado por las tristes y lamentables caídas que en esta materia recuerdo han ocurrido.
El siervo de Dios, sencillo como la paloma. es también prudente como la serpiente. Por eso emplea tanta cautela a fin de no ser sorprendido.
En la misión de Ischia, la señora de la casa donde se hospeda el Santo, quiere tratar a solas con él de cosas espirituales. La señora, ya anciana, suplica a Pablo le acompañe a su habitación. El siervo de Dios rehusa. La señora insiste:
—Si soy tan vieja, y usted, Padre, más viejo que yo.
—No importa, no importa: yo no puedo, si no estoy a la vista de mi compañero o de otra persona virtuosa.
En otra ocasión la dueña de la casa, ante el tumulto de la gente que espera a Pablo, cierra la puerta para hablar a solas con él.
—Por favor, señora, abra la puerta. Yo no acostumbro hablar con señoras a puertas cerradas.
—Pero si con usted puede hablarse sin ninguna sospecha.
—No, señora. Usted podrá hablar, pero yo no. Le ruego que, por favor, abra la puerta.
Y la señora, ante las insistencias del siervo de Dios, tiene que abrir la puerta, que permanece abierta hasta que la espiritual entrevista ha terminado.
Con las penitentes que dirige habitualmente observa el mismo rigor y el mismo alejamiento. A la dulce Inés Grazi prohíbe le bese la mano, o le dé señal de afecto que pueda parecer, aunque lejanamente, ofensa de la virtud angélica.
"Conviene vivir alerta y no fiarse de sí mismo; suele repetir con harta frecuencia. Nadie está seguro en este mundo. De ciertas personas conviene estar alejado lo más posible. Yo, aunque viejo, no me fío, no me fío."
Un día, hallándose enfermo en el convento de los Santos Juan y Pablo, recibe la visita del Príncipe Gonzaga. El Santo muestra gran alegría al recibirlo. Mas, sin paliativos ni preámbulos de ninguna especie, le exhorta a imitar las virtudes del santo que lleva su mismo apellido y es el más esclarecido personaje de su noble linaje.
Yo quisiera que Vuecencia, a ejemplo de San Luis...
—Pero, P. Pablo, no querrá que yo le imite en abandonar el mundo y hacerme Jesuita...; replica el Príncipe con burlona sonrisa.
—En eso, no, Sr. Príncipe; pero sí en la pureza de su vida. Veo que Vuecencia es un gran caballero. Mas, bien sabe que en el mundo se tienden muchos lazos a la virtud, sobre todo, en las conversaciones. Yo quisiera que Vuecencia, a ejemplo de San Luis, fuera cauteloso y, todos los días, dedicara algún rato a la oración.
—También yo quisiera, responde el Príncipe bromeando, que los Sacerdotes y Clérigos trataran como los del mundo con más libertad a las mujeres. Yo, si he de serle franco, le diré que no soy tentado. Y el no serlo obedece, según creo, a la familiaridad con que las trato. Para no ser tentados, sería de desear que los Sacerdotes y Clérigos trataran un poco más a las señoras, pues son más tentados los que viven lejos de ellas.
Pablo, al oír tal lenguaje y tales consejos en un Príncipe, descendiente de la familia Gonzaga, se indigna :
—Ignora, acaso, Vuecencia, lo que afirma el Espíritu Santo: Quien ama el peligro, perecerá en él? Sé que Vuecencia ha estudiado; mas, con todo, conviene que yo le explique el sentido de las Sagradas Escrituras.
—Sí, P. Pablo; he estudiado; y opino que algo más que usted.
—No lo dudo; pero conviene que yo, como Sacerdote, haga hoy el oficio de Maestro.
Y el P. Pablo aduce textos y más textos de las Divinas Escrituras para convencer de su error al Príncipe Gonzaga. Este, sin embargo, no se apea de su opinión. El Siervo de Dios, encendido en santa cólera, objeta:
—¿Es católico o hereje Vuecencia? Porque si mantiene tales principios, merece ser denunciado al Santo Oficio; y yo mismo, de no estar enfermo y en cama, iría personalmente a denunciarlo.
El Príncipe Gonzaga, confuso y avergonzado, se despide con sonrisa amable y un tanto picaresca del Siervo de Dios. Salido que hubo de la celda del Santo, éste, que había penetrado y escrutado los repliegues más íntimos de la conciencia del Príncipe, exclama:
—¡ Vaya con el Sr. Caballero! Había venido a insultarme, y el Señor me ha inspirado lo que debía decirle.
Es natural que alma tan enamorada de la pureza aconseje a todos la virtud angélica.
A sus religiosos recomienda la soledad y el espíritu de oración para que, alejados de los peligros y asechanzas del mundo, puedan más fácilmente conservar la pureza del alma.
A los muchachos inculca huir de las malas compañías y evitar toda conversación lasciva o peligrosa.
A las jóvenes y señoras exhorta vivamente a vestir según las normas de la modestia cristiana.
—Si no vais modestas —les dice— os haréis responsables ante Dios de los graves daños que causéis a las almas con vuestras inmodestias.
Los consejos del Santo producen su efecto. Toda joven o señora que con él se dirige, se distingue por su honestidad y recato en el vestir. Los soldados de la guarnición de Orbetello, al verlas, suelen decir:
—Estas son las penitentes del P. Pablo.
Si alguna se presenta no muy recatada, con los brazos al aire, o con escote, aunque no muy exagerado, ante el siervo de Dios, éste adopta un semblante severo y clava sus ojos en tierra para demostrar el disgusto que le produce la ofensa inferida a la honestidad cristiana.
Puro como un ángel, Pablo quiere que todos lo sean también y que todo, en su derredor, respire pureza y aromas de cielo. El vicio deshonesto le repugna tanto, que llega a sentir hasta hedor insoportable cuando topa o se encuentra ante almas manchadas con tal vicio.
En cambio, su persona, su hábito, y los objetos de su uso exhalan con frecuencia aromas celestiales. La misma habitación que ocupa en la casa de los bienhechores, o la celda de su convento quedan, no pocas veces, impregnadas de una fragancia suavísima.
Es el perfume de su castidad, la fragancia de su virginidad que, milagrosamente, trascienden de su persona y se comunican a los objetos como señal prodigiosa de su virtud angélica.
P. Juan de la Cruz, C.P.