CAPÍTULO 24
Confirmarse lo dicho con algunos ejemplos.
Cuenta Pedro Cluniacense que hubo en la Orden de la Cartuja un
religioso de santa y probada vida en quien nuestro Señor conservó tan
casto, puro y entero, que ni aun entre sueños tuvo jamás alguna ilusión.
Llegándose la hora de su muerte, como asistiesen a su cabecera todos los
religiosos, el prior, que, también estaba allí, le mandó que les dijese cuál
era la cosa en que entendía haber agradado más a nuestro Señor en esta
vida. El respondió: «Padre, dificultosa cosa es la que me mandas, y que en
ninguna manera la dijera, si la obediencia no me obligara a ello. Yo desde
mi niñez he sido muy afligido y perseguido del demonio; pero según la
muchedumbre de los dolores y tribulaciones que padecía mi corazón así
era recreada mi anima con las muchas consolaciones que Cristo y la
Virgen María, su Madre, me enviaban. Estando, pues, yo un día muy
afligido y fatigado con graves tentaciones del demonio, se me apareció la
soberana Virgen, y con su presencia huyeron los demonios y cesaron todas
sus tentaciones, y después de haberme consolado y animado a perseverar y
a ir adelante en la virtud y perfección, me dijo: «Y para que mejor puedas
hacer esto, te quiero decir en particular de los tesoros de mi Hijo, tres
maneras o ejercicios de humildad, en los cuales ejercitándote agradarás
mucho a Dios y vencerás a tu enemigo, y son: que te humilles siempre en
esas tres cosas: en la comida, en el vestido y en los oficios que hicieres; de
manera que en el comer desees y procures los manjares más viles; y en el
vestido, el más pobre y grosero; y cuanto a los oficios, procures siempre
los más bajos y humildes, teniendo por grande honra y ganancia ocuparte
en los oficios más abatidos y despreciados de que otros se desdeñan y
huyen». Y en diciendo esto, desapareció, y yo imprimí en mi corazón la
virtud y eficacia de aquellas sus palabras, para hacer de allí en adelante
según Ella me había enseñado, y con esto ha sentido mi ánima gran provecho.»
Casiano cuenta del abad Pafnufio que, siendo monje en Egipto
y abad de un monasterio, por sus venerables canas y admirable vida
estimado y honrado de los monjes como padre y maestro, llevando mal
tanta honra y deseando verse humillado y olvidado y tenido en poco, una
noche salió secretamente de su monasterio, y vistiéndose un hábito de
seglar, se partió para el monasterio de Pacomio, que estaba muy lejos del
suyo y florecía entonces mucho en rigor y fervor de santidad, para que allí,
no siendo conocido, le instasen como a un novicio y le tuviesen en poco. Y
estuvo a la puerta muchos días pidiendo el hábito humildemente,
postrándose y arrodillándose delante de todos los monjes; allí de propósito
le despreciaban y daban en rostro, que después de estar harto de gozar del
mundo, a la vejez, venía a servir a Dios, cuando parece que venía más por
necesidad y porque le diesen de comer y sirviesen, que no para servir él.
Al fin le recibieron, dándole cargo de la huerta del monasterio, poniéndole
otro por superior a quien en todo obedeciese. Haciendo su oficio con gran
exacción y humildad, procuraba hacer todo lo que otros rehusaban, que era
lo más molesto de la casa, y no contentándose con lo que hacía de día, se
levantaba de noche secretamente y aderezaba las cosas que podía en casa
sin que pudiese ser visto, maravillándose todos por la mañana por no saber
quién lo hacía.
Estuvo así tres años muy contento, de la buena ocasión que tenía
entre manos de trabajar y ser tenido en poco, que era lo que tanto había
deseado. Y como los monjes sintiesen mucho la ausencia de tal Padre,
salieron algunos de ellos a buscarle por diversas partes; y ya desconfiados
de hallarle, al cabo de tres años, como pasase por el monasterio de
Pacomio uno de los monjes de Pafnufio, bien descuidado de hallarle, al fin
le reconoció estando el Santo estercolando la tierra. Se le echó a sus pies:
los que le vieron no poco se espantaron de esto, y más cuando supieron
quién era, por la fama que de él y de sus cosas tenían, pidiéndole perdón.
El santo viejo lloraba su desdicha en haber sido descubierto por envidia del
demonio y perdido el tesoro que allí tenía. Le llevaron, aunque por fuerza,
a su monasterio; le recibieron con incomparable alegría, y le guardaban
desde entonces con mucha diligencia. Pero no fue parte esto para que él
(con el deseo grande que tenía de ser menospreciado y desconocido, y con
el sabor y gusto de aquella vida humilde que en el otro monasterio había
tenido) dejase de salirse otra noche. Teniendo antes concertado de partirse
en una nao a Palestina que era muy lejos; se hizo así, aportando al
monasterio de Casiano. Pero nuestro Señor, que tiene cuidado de levantar
los humildes, ordenó cómo allí fuese descubierto de unos monjes suyos que allí habían venido a visitar aquellos Santos Lugares; siendo el santo
viejo por estas cosas más estimado.
En las Vidas de los Padres se cuenta de un monje que habiendo
vivido mucho tiempo en el Yermo en soledad, en gran penitencia y oración,
le vino una vez al pensamiento que ya debía de ser perfecto, y se puso en
oración, y pidió a Dios: Señor, muéstrame lo que me falta para la
perfección. Y queriendo Dios humillar sus pensamientos, oyó una voz que le
dijo: Ve a tal persona (que era un hombre que guardaba puercos) y haz lo
que él te dijere. Y en el mismo tiempo le fue revelado al otro cómo iba a
hablarle aquel solitario, y que le dijese que tomase el azote y guardase los
puercos. Llegado el viejo solitario, después de haberle saludado, le dijo:
«Yo deseo servir mucho a Dios. Dime por caridad lo que me conviene
hacer para esto». Le preguntó: «¿Harás tú lo que yo te dijere?» Respondió
el viejo que sí. Entonces, le dijo: «Toma este azote y vete a guardar los
puercos». Él obedeció, porque deseaba servir a Dios y alcanzar lo que le
faltaba para la perfección. Y andaba el buen viejo con su azote guardando
puercos, y los que le conocían, que eran muchos, por ser grande la fama de
su santidad en aquella tierra, viéndole guardar puercos, decían: «¿Habéis
visto cómo aquel viejo solitario, del cual oíamos decir tan grandes cosas,
se ha tornado loco y anda guardando puercos? Los muchos ayunos y la
mucha penitencia le debieron de secar el cerebro y ha enloquecido». Y el
buen viejo, que oía decir estas cosas, lo llevaba con mucha paciencia y humildad, y
perseveró así algunos días. Y viendo Dios su humildad, y que llevaba de
buena gana aquellas afrentas y vituperios, le mando que de nuevo se
tornase a su lugar.
En el Prado Espiritual se cuenta de un santo obispo que, dejado el
obispado y su honra, se vino solo a la ciudad santa de Jerusalén, con deseo
de ser tenido en poco, porque no era de nadie allí conocido; vistiéndose
pobremente, asentó por peón en las obras públicas, sustentándose de su
trabajo. Había allí un conde llamado Efremio, hombre piadoso y prudente,
el cual tenía a su cargo reparar los edificios públicos de la ciudad; éste vio
diversas veces al santo obispo dormir en el suelo, y veía una columna de
fuego que salía de él, que llegaba al Cielo, lo cual le tenía muy
maravillado, por verle un hombre tan pobre y sucio con la tierra de los
edificios, crecidos el cabello y barba, y que vivía en un oficio tan vil y
despreciado. Finalmente, un día no se pudo contener, sin que le llamase
aparte, y le preguntase quién era. El santo respondió que era uno de los
pobres de la ciudad, y que pasaba su vida en aquel trabajo por no tener con
qué sustentarse. Al conde no le quietó esta respuesta, queriéndolo así Dios para honrar a su siervo, descubriendo su humildad; y así le volvió a
preguntar una y muchas veces quién era, con tan grande instancia, que le
constriñó a descubrírselo, así le dijo que con dos condiciones se lo
descubriría: la una, que mientras viviese no había de descubrir nada de
todo lo que le dijese; la otra, que no le había de preguntar su nombre. Se lo
concedió, y él le descubrió cómo era obispo, y que por huir la honra y
estimación había venido huido.
Cuenta San Juan Climaco de un hombre principal de Alejandría, que
vino a ser recibido en un monasterio; al cual el abad, como le pareciese por
su aspecto y otras señales hombre áspero, altivo e hinchado con la vanidad
del siglo, quiso llevarle por el seguro camino de la humildad; y así le dijo:
«Si verdaderamente has determinado de tomar sobre ti el yugo de Cristo,
te has de dejar ejercitar con los trabajos de la obediencia». Él respondió:
«Así como el hierro está en las manos del herrero sujeto a todo lo que
quiera hacer de él, así yo, Padre, me sujeto a todo lo que me mandares». Pues quiero, dijo él, que estés a la puerta del monasterio y te derribes a los
pies de todos cuando entran y salen, y les digas que rueguen a Dios por ti,
porque eres gran pecador. El obedeció muy bien a esto; y después de haber
estado siete años en este ejercicio y alcanzado por este medio una gran
humildad, quiso el abad recibirle en el monasterio en compañía de los
otros, y ordenarle cómo merecedor de esta honra. Mas él, echando muchos
rogadores, y entre ellos al mismo San Juan Climaco, acabó con el superior
que le dejase en el mismo lugar y ejercicio que hasta entonces había
tenido, hasta que acabase su carrera, como significando o conjeturando que
ya el día de su fin se llegaba. Y así fue, porque diez días después de esto,
nuestro Señor le llevó para Sí. Y siete días después llevó consigo al portero
del mismo monasterio, a quien había prometido en su vida que, si después
de su muerte tenía alguna cabida con Dios, le negociaría que fuese su
compañero muy presto, y así fue. Dice más el mismo Santo: que cuando
estaba vivo y se ejercitaba en aquel ejercicio de humildad, le preguntó en
qué se ocupaba o pensaba en aquel tiempo, y respondió que su ejercicio
era tenerse por indigno de la conversación del monasterio y de la compañía
y vista de los Padres, y de levantar los ojos para mirarlos.
Se cuenta en las Vidas de los Padres, que contaba el abad Juan que
un filósofo tuvo un discípulo que cometió una culpa, y le dijo: «No te
perdonaré si no sufres las injurias de otros por tres años». Lo hizo así, y
vino por el perdón, y volvió a decir el filósofo: «No te perdono si no das
premios otros tres años porque te injurien». Lo hizo así, y entonces le
perdonó y le dijo: «Ya podrás ir a Atenas a defender la sabiduría»; con lo cual fue a Atenas, y un filósofo injuriaba a los que entraban a oírle de
nuevo, por ver si tenían paciencia; y como le hiciese una injuria y él se
riese, le dijo: «¿Cómo te ríes injuriándote yo?» Respondió: «Tres años di
dones porque me injuriasen, y ahora hallando quien me injurie de balde,
¿no quieres que me ría?» Entonces le dijo el filósofo: «Entra, que tú eres
bueno para la sabiduría». De lo cual concluía el abad Juan que le paciencia
era la puerta de la sabiduría.
El Padre Mateo, en la Vida que escribe de nuestro bienaventurado
Padre San Ignacio, cuenta que yendo una vez nuestro Padre en
peregrinación de Venecia a Padua con el Padre Diego Lainez, con unos
vestidos muy viejos y remendados, viéndolos un pastorcillo, se llegó cerca
de ellos y se comenzó a reír y burlar de ellos. Se paró nuestro Padre con
mucha alegría; y diciéndole el compañero que por qué no andaba y dejaba
a aquel muchacho, respondió: «¿Por qué hemos de privar a este niño de
este contento y alegría que se le ha ofrecido?» Y así estuvo parado para
que el muchacho se hartase de mirarlo y de reír y burlar de él, recibiendo
él mayor contento con este desprecio que los del mundo reciben con las
honras y estima.
De nuestro Padre San Francisco de Borja se cuenta en su Vida, que
yendo una vez de camino con el Padre Bustamante, que era su compañero,
llegaron a una posada, donde no hubo para dormir sino un aposentillo
estrecho con sendos jergones de paja; se acostaron los Padres, y el Padre
Bustamante, por su vejez y ser fatigado de asma, no hizo en toda la noche
sino toser y escupir, y pensando que escupía hacia la pared, acertó acaso a
escupir en el Padre Francisco, y muchas veces en el rostro. El padre no
habló palabra, ni se mudó ni desvió por ello. A la mañana, cuando el Padre
Bustamante vio de día lo que había hecho de noche, quedó en gran manera
corrido y confuso; y el Padre Francisco, no menos alegre y contento, para
consolarle le decía: «No tenga pena de eso, Padre, que yo le certifico que
no había en el aposento lugar más digno de ser escupido que yo».
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.