sábado, 20 de noviembre de 2010

CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS (XV)

CASAR LA IGLESIA Y
LA REVOLUCIÓN

En el origen de la revolución, que es "el odio a todo orden que el hombre no haya establecido y en el que el hombre no sea rey y Dios al propio tiempo", encontramos el orgullo que ya había sido la causa del pecado de Adán. La revolución en la Iglesia se explica por el orgullo de nuestros tiempos modernos, que se creen tiempos nuevos, tiempos en los que el hombre por fin "comprendió por sí mismo su dignidad", en los que el hombre cobró mayor conciencia de sí mismo "hasta el punto de que se puede hablar de metamorfosis social y cultural cuyos efectos repercuten en la vida religiosa... El movimiento mismo de la historia se ha hecho tan rápido que apenas se lo puede seguir... En suma, el género humano pasa de una noción estática del orden de las cosas a una concepción más dinámica y evolutiva: de allí nace, inmensa, una problemática nueva que provoca nuevos análisis y nuevas síntesis". Estas frases maravilladas que figuran con muchas otras parecidas en la exposición preliminar de la constitución apostólica "La Iglesia en el mundo de hoy" no auguran nada bueno acerca del retorno del espíritu evangélico; se lo ve difícilmente sobrevivir a tanto movimiento y a tantas transformaciones.

¿Y cómo comprender esto: "Una sociedad de tipo industrial se extiende poco a poco y transforma radicalmente las concepciones de la vida en sociedad" sino como una actitud en la que se da por seguro que lo que se desea se produce? Es ésta una concepción de la sociedad que nada tiene que ver con la concepción cristiana según la doctrina social de la iglesia. Semejante premisa no puede sino conducir a un nuevo Evangelio, a una nueva religión que es ésta:

"Que vivan pues (los creyentes) en unión muy estrecha con los otros hombres de su tiempo y se esfuercen por comprender a fondo sus maneras de pensar y de sentir tales como están expresadas en la cultura. Que unan el conocimiento de la ciencias y de las teorías nuevas, así como de los descubrimientos más recientes, con los usos y las enseñanzas de la doctrina cristiana, a fin de que el sentido religioso y la rectitud moral corran parejas en ellos con el conocimiento científico y los incesantes progresos técnicos; así podrán apreciar e interpretar todas las cosas con una sensibilidad auténticamente cristiana" (Gaudium et Spes, 62-6). ¡Singulares consejos, siendo así que el Evangelio nos pide que evitemos las doctrinas perversas! Y que no se diga que ellas se pueden entender de dos maneras: la catequesis actual las entiende como quería Schillebeeckx: aconseja a los niños que se pongan en contacto con ateos porque éstos tienen mucho que enseñarles y porque, por lo demás, para no creer en Dios tienen sus razones, que es provechoso conocer.

También se puede decir que la afirmación del capítulo primero: "Creyentes e incrédulos están generalmente de acuerdo sobre el hecho de que todo sobre la tierra debe estar subordinado al hombre como a su centro y a su cúspide " se explica en el sentido cristiano por lo que sigue. Pero esa afirmación no deja de tener una significación en sí misma, que es la que precisamente se ve poner por obra en todas partes de la Iglesia postconciliar en la forma de un bien reducido al crecimiento económico y social de la humanidad.

Por mi parte, creo que los creyentes que admitan esta proposición como base común en un diálogo con los incrédulos y que casen las teorías nuevas con la doctrina cristiana perderán la fe, ni más ni menos. La regla de oro de la Iglesia ha sido invertida por el orgullo de los hombres de nuestro tiempo; ya no se escucha la palabra siempre viva y fecunda de Cristo sino que se escucha la palabra del mundo. Este aggiornamento se condena a sí mismo. La raíz del desorden actual está en ese espíritu moderno o, mejor dicho, modernista que se niega a reconocer el Credo, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, los sacramentos, la moral cristiana, como única fuente de renovación para todos los tiempos Hasta el fin del mundo. Deslumbrados por "los progresos de la técnica que llegan hasta a transformar la faz de la tierra y ya se lanzan a la conquista del espacio" (Gadlum et Spes, 5-1), los hombres de iglesia, que no hay que confundir con la Iglesia, parecen considerar que Nuestro Señor no podía prever la evolución tecnológica de nuestra época y que, por consiguiente, su mensaje ya no se adapta a ella.

El sueño de los libérales desde hace un siglo y medio consiste en casar la Iglesia con la revolución. Durante un siglo y medio también los papas condenaron ese catolicismo liberal; citemos, entre los documentos más importantes, la bula Auctorem fidei de Pío VI contra el concilio de Pistoya, la encíclica Mirari vos de Gregorio XVI contra Lamennais, la encíclica Quanta cura y el Syllabus de Pío IX, la encíclica Immortale Dei de León XIII contra el derecho nuevo, las Actas de san Pío X contra el sillonismo y el modernismo y especialmente el decreto Lamentabili, la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI contra el comunismo, la encíclica Humaní Generis del papa Pío XII.

Todos los papas repudiaron el casamiento de la Iglesia con la revolución que sería una unión adúltera, y de una unión adúltera no pueden nacer sino bastardos. El rito de la misa nueva es un rito bastardo, los sacramentos son sacramentos bastardos, ya no sabemos si son sacramentos que dan la gracia o que no la dan. Los sacerdotes que salen de los seminarios son sacerdotes bastardos pues no saben lo que son; no saben que están hechos para subir al altar, ofrecer el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo y dar a Jesucristo las almas.

En nombre de la revolución muchos sacerdotes fueron enviados al cadalso y muchas religiosas fueron perseguidas y asesinadas, Recuerde, el lector los pontones de Nantes que eran hundidos en el mar después de haber amontonado dentro de, ellos a todos los sacerdotes fieles. Pues bien, lo que hizo la Revolución Francesa no es nada comparado con la obra del concilio Vaticano II, pues hubiera valido más que los veinte o treinta mil sacerdotes que abandonaron el sacerdocio y quebrantaron el juramento que hicieron ante Dios, hubieran sido martirizados, hubieran subido al cadalso; por lo menos habrían salvado su alma y ahora corren el gran peligro de perderla.

Nos han dicho que entre ésos pobres sacerdotes casados, muchos están divorciados, muchos han presentado solicitudes de nulidad del matrimonio en Roma. ¿Se dirá que éstos son buenos frutos del concilio? Veinte mil religiosas en los Estados Unidos (¿y cuántas más en los otros países?) quebrantaron los votos perpetuos que las unían a Jesucristo para contraer ellas también matrimonio. Si hubieran subido al cadalso, por lo menos habrían dado testimonio de su fe. La sangre de los mártires es semilla de cristianos, pero los sacerdotes o los simples fieles que se adhieren al espíritu del mundo no producen ninguna cosecha. La mayor victoria del diablo consiste en haber emprendido la destrucción de la Iglesia sin hacer mártires.

La unión adúltera de la Iglesia y de la revolución se concreta en el diálogo. Nuestro Señor dijo: "Id, enseñad a las naciones y convertidlas", pero no dijo "Dialogad con ellas sin
tratar de convertirlas". El error y la verdad no son compatibles, dialogar con el error supone colocar a Dios y al demonio en el mismo plano. Eso es lo que siempre repitieron los papas y lo que comprendían fácilmente los cristianos, pues es también una cuestión de sentido común. Para imponer una actitud y reflejos diferentes, fue necesario obrar sobre los cerebros a fin de convertir en modernistas a los clérigos llamados a difundir la nueva doctrina. Eso es lo que se llama reciclaje, un procedimiento de "reacondicionamiento" destinado a remodelar el instrumento mismo que Dios dio al hombre para ejercer su juicio.

Tuve la oportunidad de ser testigo de una operación de este tipo en mi congregación, de la cual fui superior general durante un tiempo. Lo que primero se exige al sujeto es que "confiese el cambio": el concilio ha determinado cambios, por lo tanto es menester que también nosotros mismos cambiemos. Y se trata de, un cambio en profundidad, puesto que hay que adaptar las facultades de razonamiento a fin de que coincidan con ideas fabricadas arbitrariamente. Podemos leer en un fascículo editado por la oficina del arzobispado de París, La Fot mot á mot: "La segunda operación, más delicada, consiste en discernir las diferentes maneras que tienen los cristianos de apreciar el hecho mismo del cambio dentro de estos diversos cambios. Discernir, esto importa mucho, porque las oposiciones actuales se refieren mucho más a las actitudes espontáneas e inconscientes ante el cambio que a lo que está en juego en cada cambio.

"Parece que se dibujan dos actitudes típicas, pero no hay que pasar por eso por alto, todas las actitudes intermedias posibles. De conformidad con la primera, se acepta un cierto número de novedades después de haber verificado que éstas se imponen una después de la otra. Éste es el caso de muchos cristianos, de muchos católicos, que ceden paulatinamente por grados.

"De conformidad con la segunda, se acepta una renovación del conjunto de las formas de la fe cristiana a impulsos de una edad cultural inédita, con la condición de estar permanentemente seguros de la fidelidad a la fe de los apóstoles."

Esta precaución oratoria es típica en la tradición de los modernistas: siempre protestan de sus sentimientos ortodoxos y mediante una frasecilla tranquilizan a las almas que se sentirían espantadas por perspectivas como "la renovación del conjunto de las formas de la fe cristiana a impulsos de una edad cultural inédita' Pero cuando uno se ha prestado a estas manipulaciones ya es tarde. ¡Una vez que se ha demolido por completo la fe será hora de ocuparse de la fe de los apóstoles!

Una tercera operación se hace necesaria en el caso de haber alcanzado la segunda actitud: "El cristiano no puede dejar de presentir un temible riesgo para la fe. ¿No desaparecerá lisa y llanamente la fe al mismo tiempo que la problemática que la había llevado hasta ese punto? El cristiano pide pues una seguridad fundamental que le permita superar las primeras actitudes estériles".

De manera que están previstos todos los grados de resistencia. ¿Qué "seguridad fundamental" se le da en definitiva al neófito? El Espíritu Santo. "El Espíritu Santo es precisamente quien asiste a los creyentes en el movimiento de la historia." El objetivo se ha alcanzado: ya no hay magisterio, ya no hay dogma, ya no hay jerarquía, ya no hay Sagradas Escrituras siquiera, como texto inspirado e históricamente cierto: ahora los cristianos están directamente inspirados por el Espíritu Santo.

Entonces la Iglesia se desmorona, el cristiano "reciclado" está entregado a todas las influencias, es dócil a todos los lemas, se lo puede llevar a donde se quiera, pues si busca una seguridad se aferrará a esta afirmación: "El concilio Vaticano II presenta seguramente numerosos indicios de un cambio de problemática".


"La causa próxima e inmediata (del modernismo), escribe San Pío X en la encíclica Pascendi, está en una perversión del espíritu".
El reciclaje determina esa perversión en quienes no la tenían antes. Y el Santo Pontífice cita esta observación de su predecesor Gregorio XVI: "Es un espectáculo lamentable ver hasta dónde llegan las divagaciones de la razón humana cuando se cede al espíritu de novedad, que, contrariamente a la advertencia del apóstol, se pretenda saber más de lo que es necesario saber y que con harta confianza en sí mismo se piense que es posible buscar la verdad fuera de la Iglesia, verdad que se encuentra en ella sin la sombra de las más ligera duda". (Singulari Nos,1834)

Mons. Marcel Lefebvre

(Continuará)