FRANQUISTAS, FRANCÓFOBOS Y FRANCÓFILOS
Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España y Generalísimo de sus Ejércitos —a perpetuidad, y según Real Decreto—, murió el día 20 de noviembre de 1975 y éste, desgraciadamente, es un hecho indiscutible e irreversible. Pero contemplando el panorama político, social y religioso de España, tomando el arrítmico pulso popular y escuchando la espontánea opinión callejera, por fuerza hay que preguntarse: ¿Cuánto tiempo hace que murió Franco? ¿Diez años, diez siglos, diez meses, diez días o diez horas?
Franco, en vida, bipolarizó sentimientos: con su muerte los tridimensionó. Por eso no puede extrañarnos que para muchas personas —españolas o extranjeras— ni tan siquiera haya muerto y en este apartado se incluyen dos bandos perfectamente definidos: Aquéllos para quienes la supervivencia espiritual del gran hombre está muy por encima de la muerte física y aquellos otros que dejan de creer en la muerte espiritual del mismo hombre cuando ésta no conlleva la pervivencia material de sus ambiciones. Es decir: que Franco, con su muerte, establece una corriente continua de opiniones y sentimientos, un polo positivo y un polo negativo que lo mantienen vivo en los extremos del amor y del odio. Pero, sin duda alguna, entre ambos extremos existe una parcela intermedia y muy importante: un terreno de nadie por ser de muchos, en el que se ha ido sembrando la duda, la incertidumbre y el miedo a lo por venir, la nostalgia y la querencia por lo que se fue y, naturalmente, la semilla ha hecho explosión para que florezca con toda pujanza esa pregunta tan difícilmente contestable: ¿Cuánto tiempo hace que murió Franco?
Comunistas, separatistas, ciertos republicanos y algún otro socialista opinan que Franco no ha muerto porque, según ellos, todo está igual. La forma de Estado no es otra que la que implantó Franco —con “pequeñas” variantes— y la persona que ostenta la Jefatura de ese Estado no es otra que la que Franco entronizó. La política seguida —siempre según ellos— continúa siendo imperialista-capitalista, ya que persisten el latifundio, la banca privada, el veto al independentismo, la convivencia con la Iglesia —aunque con una Iglesia distinta y distante—, y la concomitancia de los antes descorbatados con una aristocracia ricachona y desvergonzada que no solamente no ha claudicado ante el choque con la fuerza “proletaria”, sino que ha sabido frenarla con sus exquisiteces y ha conseguido aristocratizar a la plebeyez socialista, si por aristocratizar se entiende enseñarles a comer caviar y langostinos y hacer posible que marquesas y políticos intercambien amores y negocios; imprescindibles los segundos para otorgar los primeros. Para los que así opinan, el Caudillo no ha muerto. La lucecita de El Pardo sigue encendida y el motorista de Franco en pleno ejercicio.
Aquellos que no han cerrado los ojos y han visto desaparecer de España el orden, la autoridad, el bienestar, el respeto y el derecho sacrosanto a la vida, el orgullo de ser español, la veneración por la vejez, la solicitud por la infancia y el amor por la familia no solamente están seguros de que Franco ha muerto, sino de que murió mucho antes de 1975 porque en tan poco tiempo es imposible que una nación como España haya podido caer en este pozo de inmundicias.
Los padres de familia que perdieron sus puestos de trabajo hace años; los jóvenes que no consiguieron encontrarlo en ese mismo tiempo; los que cayeron en la miseria más absoluta; los que sobreviven con el denigrante producto de la recogida de cartones y de botellas vacías en las frías madrugadas, de la vergonzante limosna o del obligado hurto; los que rebuscan en las bolsas de basura para llevarles a sus hijos un mendrugo de pan o un muslo de pollo a medio consumir ¿cómo contarán el tiempo transcurrido desde que murió Franco? El hambre, el frío, las enfermedades y la impotencia, la pobreza en suma, son como un reloj que camina con manecillas de plomo. Los minutos se convierten en horas, las horas en días, los días en años y los años en siglos. Por eso la España obrera se ha vuelto vieja. Porque hace siglos que le quitaron la dignidad, la ilusión y el bienestar.
Para los que llegaron al poder de forma precipitada aunque convenida; para los que se mantuvieron en él o se acomodaron junto a él para seguir medrando, Franco murió hace diez días, quizá diez horas o tal vez diez minutos, porque su ambición y desvergüenza no pueden admitir que en tan largo tiempo se hayan podido rapiñar tantos bienes. La riqueza, el poder, los amoríos, las francachelas y el disfrute adquirido por las trapisondas de unos y la memez de los demás, y no por el talento propio, al contrario que la pobreza es un reloj enloquecido que gira y gira a velocidad vertiginosa y cuyo “Cucú”, en vez de cantar las horas, grita con desesperación: ¡Que se acaba! ¡Que se acaba…! Para estos nuevos ricos de la política, para estos depredadores de la riqueza nacional, Franco, como mucho, va todavía camino de “La Paz”.
Aparte de estos grupos, que por una u otra causa están sumergidos en el túnel del tiempo, existimos otros cuantos españoles, quizá no muchos, que tenemos clara conciencia del tiempo transcurrido desde la muerte de Franco, de todo lo acaecido antes y después de su muerte y me atrevo a asegurar que casi, casi, sabemos lo que puede ocurrir a partir de ahora. Y no es que seamos más listos o estemos acorazados para el desencanto o la nostalgia, es, sencillamente, que por nuestra profesión nos hemos convertido en cronistas de nuestro tiempo, en estudiosos de sus avatares y no podemos caer en la tentación de las fantasías. Eso sí: llegado el 20 de noviembre conmemoramos con respeto y gratitud los aniversarios de su muerte y nos unimos a todos los españoles de bien que con alegría y sin nostalgias quieren demostrar que treinta y cinco años son muy pocos para olvidarse de un hombre que, por historial, tendrán que recordar, cada vez más, las generaciones venideras. Unas generaciones que recordarán y admirarán a Franco desde la distancia y que, por lo mismo, ya no podrán ser tachadas de “franquistas”.
A mí me hace mucha gracia este calificativo porque, hasta ahora, todavía no he visto ni un “franquista” en las manifestaciones de homenaje a Franco. Trataré de aclarar lo que parece una incongruencia. Yo, que asisto a todas las conmemoraciones y homenajes, desde mi más tierna infancia he sido francófilo, o lo que es lo mismo, admirador ferviente de la figura de Franco, que equidista mucho de ser “franquista”. Para que nos entendamos mejor pasaremos al empleo de los ejemplos: Un taxista es aquel que vive del taxi; un futbolista el que vive del fútbol; un pianista aquel que vive del piano; un economista aquel que vive con Isabel Preysler y así, sucesivamente, todo el que vive de la utilización de un medio o de un oficio. Ni yo, ni nadie de los que acudimos a lasa conmemoraciones hemos vivido del “franquismo”, aunque hemos vivido en él y muy a gusto, por cierto. Por tanto, “franquistas” son sólo aquellos que del “franquismo” vivieron: caso Suárez, Fraga, Rosón, Calvo Bustelo, Martín Villa, Areilza, Garrigues, Fernández Ordóñez, Barrionuevo, Ruiz-Giménez, los Arias Salgado y una lista interminable que todos conocemos. De “franquistas” deben ser tachados Buero Vallejo, Marsillac, Francisco Rabal, Conchita Velasco, las Gutiérrez Caba, Conchita Montes y cuantos escritores y artistas fueron contratados y galardonados en los Teatros Nacionales del “franquismo” y que, por tanto, del “franquismo” vivieron.
Para definirnos a todos correctamente hay que emplear los tres calificativos pertinentes:
• Franquista: los que vivieron del franquismo.
• Francófobos: los que odiaron y siguen odiando a Franco.
• Francófilos: los que admiramos y respetamos la figura y la memoria de Franco.
Yo, que nunca pedí nada en vida de Franco; yo, que nunca pasé factura por los servicios prestados; yo, que, viviendo el Caudillo, fui tan modesto que solamente me atreví a pedirle una fotografía dedicada, ahora que está muerto, que lleva treinta y cinco años muerto, voy a ser egoísta y le voy a pedir algo muy importante:
Franco, en vida, bipolarizó sentimientos: con su muerte los tridimensionó. Por eso no puede extrañarnos que para muchas personas —españolas o extranjeras— ni tan siquiera haya muerto y en este apartado se incluyen dos bandos perfectamente definidos: Aquéllos para quienes la supervivencia espiritual del gran hombre está muy por encima de la muerte física y aquellos otros que dejan de creer en la muerte espiritual del mismo hombre cuando ésta no conlleva la pervivencia material de sus ambiciones. Es decir: que Franco, con su muerte, establece una corriente continua de opiniones y sentimientos, un polo positivo y un polo negativo que lo mantienen vivo en los extremos del amor y del odio. Pero, sin duda alguna, entre ambos extremos existe una parcela intermedia y muy importante: un terreno de nadie por ser de muchos, en el que se ha ido sembrando la duda, la incertidumbre y el miedo a lo por venir, la nostalgia y la querencia por lo que se fue y, naturalmente, la semilla ha hecho explosión para que florezca con toda pujanza esa pregunta tan difícilmente contestable: ¿Cuánto tiempo hace que murió Franco?
Comunistas, separatistas, ciertos republicanos y algún otro socialista opinan que Franco no ha muerto porque, según ellos, todo está igual. La forma de Estado no es otra que la que implantó Franco —con “pequeñas” variantes— y la persona que ostenta la Jefatura de ese Estado no es otra que la que Franco entronizó. La política seguida —siempre según ellos— continúa siendo imperialista-capitalista, ya que persisten el latifundio, la banca privada, el veto al independentismo, la convivencia con la Iglesia —aunque con una Iglesia distinta y distante—, y la concomitancia de los antes descorbatados con una aristocracia ricachona y desvergonzada que no solamente no ha claudicado ante el choque con la fuerza “proletaria”, sino que ha sabido frenarla con sus exquisiteces y ha conseguido aristocratizar a la plebeyez socialista, si por aristocratizar se entiende enseñarles a comer caviar y langostinos y hacer posible que marquesas y políticos intercambien amores y negocios; imprescindibles los segundos para otorgar los primeros. Para los que así opinan, el Caudillo no ha muerto. La lucecita de El Pardo sigue encendida y el motorista de Franco en pleno ejercicio.
Aquellos que no han cerrado los ojos y han visto desaparecer de España el orden, la autoridad, el bienestar, el respeto y el derecho sacrosanto a la vida, el orgullo de ser español, la veneración por la vejez, la solicitud por la infancia y el amor por la familia no solamente están seguros de que Franco ha muerto, sino de que murió mucho antes de 1975 porque en tan poco tiempo es imposible que una nación como España haya podido caer en este pozo de inmundicias.
Los padres de familia que perdieron sus puestos de trabajo hace años; los jóvenes que no consiguieron encontrarlo en ese mismo tiempo; los que cayeron en la miseria más absoluta; los que sobreviven con el denigrante producto de la recogida de cartones y de botellas vacías en las frías madrugadas, de la vergonzante limosna o del obligado hurto; los que rebuscan en las bolsas de basura para llevarles a sus hijos un mendrugo de pan o un muslo de pollo a medio consumir ¿cómo contarán el tiempo transcurrido desde que murió Franco? El hambre, el frío, las enfermedades y la impotencia, la pobreza en suma, son como un reloj que camina con manecillas de plomo. Los minutos se convierten en horas, las horas en días, los días en años y los años en siglos. Por eso la España obrera se ha vuelto vieja. Porque hace siglos que le quitaron la dignidad, la ilusión y el bienestar.
Para los que llegaron al poder de forma precipitada aunque convenida; para los que se mantuvieron en él o se acomodaron junto a él para seguir medrando, Franco murió hace diez días, quizá diez horas o tal vez diez minutos, porque su ambición y desvergüenza no pueden admitir que en tan largo tiempo se hayan podido rapiñar tantos bienes. La riqueza, el poder, los amoríos, las francachelas y el disfrute adquirido por las trapisondas de unos y la memez de los demás, y no por el talento propio, al contrario que la pobreza es un reloj enloquecido que gira y gira a velocidad vertiginosa y cuyo “Cucú”, en vez de cantar las horas, grita con desesperación: ¡Que se acaba! ¡Que se acaba…! Para estos nuevos ricos de la política, para estos depredadores de la riqueza nacional, Franco, como mucho, va todavía camino de “La Paz”.
Aparte de estos grupos, que por una u otra causa están sumergidos en el túnel del tiempo, existimos otros cuantos españoles, quizá no muchos, que tenemos clara conciencia del tiempo transcurrido desde la muerte de Franco, de todo lo acaecido antes y después de su muerte y me atrevo a asegurar que casi, casi, sabemos lo que puede ocurrir a partir de ahora. Y no es que seamos más listos o estemos acorazados para el desencanto o la nostalgia, es, sencillamente, que por nuestra profesión nos hemos convertido en cronistas de nuestro tiempo, en estudiosos de sus avatares y no podemos caer en la tentación de las fantasías. Eso sí: llegado el 20 de noviembre conmemoramos con respeto y gratitud los aniversarios de su muerte y nos unimos a todos los españoles de bien que con alegría y sin nostalgias quieren demostrar que treinta y cinco años son muy pocos para olvidarse de un hombre que, por historial, tendrán que recordar, cada vez más, las generaciones venideras. Unas generaciones que recordarán y admirarán a Franco desde la distancia y que, por lo mismo, ya no podrán ser tachadas de “franquistas”.
A mí me hace mucha gracia este calificativo porque, hasta ahora, todavía no he visto ni un “franquista” en las manifestaciones de homenaje a Franco. Trataré de aclarar lo que parece una incongruencia. Yo, que asisto a todas las conmemoraciones y homenajes, desde mi más tierna infancia he sido francófilo, o lo que es lo mismo, admirador ferviente de la figura de Franco, que equidista mucho de ser “franquista”. Para que nos entendamos mejor pasaremos al empleo de los ejemplos: Un taxista es aquel que vive del taxi; un futbolista el que vive del fútbol; un pianista aquel que vive del piano; un economista aquel que vive con Isabel Preysler y así, sucesivamente, todo el que vive de la utilización de un medio o de un oficio. Ni yo, ni nadie de los que acudimos a lasa conmemoraciones hemos vivido del “franquismo”, aunque hemos vivido en él y muy a gusto, por cierto. Por tanto, “franquistas” son sólo aquellos que del “franquismo” vivieron: caso Suárez, Fraga, Rosón, Calvo Bustelo, Martín Villa, Areilza, Garrigues, Fernández Ordóñez, Barrionuevo, Ruiz-Giménez, los Arias Salgado y una lista interminable que todos conocemos. De “franquistas” deben ser tachados Buero Vallejo, Marsillac, Francisco Rabal, Conchita Velasco, las Gutiérrez Caba, Conchita Montes y cuantos escritores y artistas fueron contratados y galardonados en los Teatros Nacionales del “franquismo” y que, por tanto, del “franquismo” vivieron.
Para definirnos a todos correctamente hay que emplear los tres calificativos pertinentes:
• Franquista: los que vivieron del franquismo.
• Francófobos: los que odiaron y siguen odiando a Franco.
• Francófilos: los que admiramos y respetamos la figura y la memoria de Franco.
Yo, que nunca pedí nada en vida de Franco; yo, que nunca pasé factura por los servicios prestados; yo, que, viviendo el Caudillo, fui tan modesto que solamente me atreví a pedirle una fotografía dedicada, ahora que está muerto, que lleva treinta y cinco años muerto, voy a ser egoísta y le voy a pedir algo muy importante:
Mi General: ruega por nosotros, que falta nos hace.
Eloy Herrera Santos
Fuente: Cabildo