EN LA CIUDAD CONDAL
Año 1651, Barcelona (España)
Corría el año 1651; cuando se declaró en Barcelona la peste bubónica, que en breve tiempo llenó los hospitales de enfermos y los cementerios de muertos.
Recrudeció tanto el mal, que en febrero fue preciso tomar el grandioso convento de Jesús, sito en el solar que hoy ocupa la Enseñanza, porque iba creciendo por instantes el número de enfermos. Más tarde era ya poco menos que imposible la asistencia de los apestados, y muchos en el frenesí de la agonía morían en el más completo desamparo.
En tan lastimosa situación, hiciéronse devotas rogativas y procesiones de penitencia en que multitud de inocentes niños, vestidos de blanco clamaban al cielo: “¡Piedad!… ¡Misericordia!”… Era conmovedor el espectáculo y grande la compunción de todos manifestada en la abundancia de lágrimas que derramaban.
Se satisfizo el Cielo de tanto fervor religioso; pero dilató el remedio para el mes de agosto, que era precisamente el más temido por los excesivos calores propios de la temporada.
En el mes de mayo no quedaban sacerdotes para la administración de los Santos Sacramentos, y a fin de remediar tanta necesidad, se repartieron los Religiosos de diferentes Órdenes por las parroquias.
Fallecieron muchísimos en este santo ejercicio, pero jamás faltaba quien con celo y cariad se dedicase y expusiese a este voluntario martirio por el bien de las pobrecitas almas redimidas con la sangre preciosísimas de Nuestro Señor Jesucristo.
La parroquia de Santa María del Mar se confió a los Padres Carmelitas Descalzos, y después de haber sacrificado sus vidas cuatro de ellos, ocupó el quinto lugar el P. Fr. Antonio de San Mateo. Tres veces fue herido del contagio, y en las tres le preservó el Altísimo maravillosamente la vida.
Iba el celoso Carmelita con un santo Crucifijo colgado en el cuello, los hábitos cortos y una campanilla en la mano.
El primer día que salió de la iglesia llevando consigo el Santísimo Sacramento para empezar su sagrado misterio, halló a la puerta dos gallardos jóvenes en traje de caballeros con hachas en las manos, los cuales le acompañaron con gran compostura por las calles y casas en que entró, sin dejarle un punto hasta que vueltos a la iglesia y puestos de rodillas en la capilla del Santísimo Sacramento, se hubo reservado el Señor en el Sagrario.
Entonces le dijeron: “Váyase, Padre, a descansar, que bien lo ha menester”, y al instante desaparecieron.
Cosa fue, está, maravillosa; pero aún lo fue más el haber continuado este obsequio todos los días, siempre que salía llevando el santo Viático consigo durante los siete meses que ejercitó tan santo ministerio.
Ni antes, ni después, parecieron dichos caballeros de ella, lo que dijo lugar a creer que no eran cortesanos de la tierra, sino ángeles del cielo, encargados de honrar a Jesús Sacramentado en su visita a los enfermos apestados.
(P. Fray Juan de San José. Anales de la Provincia de Carmelitas Descalzos de Cataluña, M.S., lib. 6, cap. 43.- Pedro Serra y Postius, Epitome histórico del portentoso Santuario y real Monasterio de Nuestra señora de Montserrat, parte 3.ª pág. 379)
P. Manuel Traval y Roset
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