UN TARCISIO EN EL SIGLO XX
Año 1939, Tschuen-tao-tse (China)
«Encerradme a ese bribón en el calabozo junto al
almacén. Si se os escapa, lo pagarán vuestras cabezas».
Quien daba esta orden era el general Hou-lou, jefe de
un ejército de salteadores. Aquel a quien llamaba
bribón era un niño de trece años, León, que estudiaba
en el Seminario menor de Tschuen.
A rastras fue llevado el muchacho a un recinto
oscurisimo. A los pocos minutos, le pareció percibir
la sombra de alguien que estaba tendido. Oyó unos
gemidos.
—¿Quién está ahí?—preguntó.
—¡Un desgraciado!
—¡Dios mio!—exclamó León al reconocer la voz de
su hermano.—¡Benito! ¿Eres tú, hermano mio? Y
diciendo esto, se echó a llorar.
Quiso, luego, consolar a su hermano:
—Dios es bueno, Benito, y nos librará de estos
malvados.
—No, hermanito, yo no lograré esa libertad. Mis
verdugos me han atormentado de un modo espantoso:
mira mis manos traspasadas, y los riñones los tengo
hechos una llaga de tantos latigazos. Y añadió:
—¡Dios mio!, os ofrezco mis dolores en expiación de
mis pecados.
En el almacén contiguo han penetrado dos bandidos.
Unos rayos de luz pasan a través de las tablas mal
unidas.
—¡Vaya un botín!— exclama uno de los ladrones,
mostrando al otro un pequeño copón de plata. —Lo
he cogido—le dice—en la pagoda del bonzo blanco.
—¡Por Buda! ¿Qué son esas pastillas redondas de
sustancia blanca?
León se aproximó a las tablas; miró a través de una
rendija y cayó de rodillas. ¡Aquel desventurado tenía
en sus manos la Santísima Eucaristía! Los dos
hermanos convirtieron el calabozo en lugar de adoración a Jesús Sacramentado.
Al día siguiente, son presentados ante el general.
Hou-lou dirige una mirada feroz a Benito. Luego
dice a sus hombre: «Le daréis cuarenta bastonazos, y
si persiste en no declarar el escondite de su hermana,
cortadle la mano derecha».
En vano se postró León ante el forajido en favor de
su hermano. Se abren otra vez las llagas, brota de
nuevo la sangre que salpicó los vestidos de los mismos
verdugos.
Llegados a la prisión, Benito, tendido en la tierra
arcillosa, dijo a su hermano: «León, yo me muero...
Quiero recibir a mi Dios».
León se dirige con sigilo al tabique que separa el
calabozo del almacén. Quita una tabla, luego otra.
Ahí, en el suelo, está el copón. Se arrodilla, lo toma
con manos temblorosas... Saca una Forma, y la
deposita en la lengua de su hermano.
Cuando, al atardecer, entró un criado para darles un
poco de alimento, encontró a León, sollozando, junto
al cadáver de Benito.
Todos descansan en el cuartel general de Hou-lou.
León se encomienda a Jesús. Toma del almacén una
bolsa de cuero con que cubre el copón y lo suspende
del cuello. Abre la puerta y de puntillas llega al muro
exterior; calcula: ¡cuatro metros de altura! Ve una
viga apoyada en el muro...
De pronto se oye un silbido estridente. Es la señal de
alarma. La viga resbala y se viene al suelo con
estrépito.
¿Qué hacer? Allí mismo hay un tonel vacío En un
abrir y cerrar de ojos lo vuelca y se oculta debajo.
Acuden precipitadamente los soldados: unos montan
a caballo y se lanzan a galope tendido por el campo;
otros, provistos de antorchas, van de acá para allá
buscando por todas partes. Desde su escondite oye
León los juramentos y maldiciones. El mismo Hou-
lou llega a apoyarse en el tonel lleno de furor.
Cansado de la inutilidad de sus pesquisas, amenaza
a su gente y se retira.
El patio queda desierto. El jovencito toma una
resolución extrema:
«Ahora, o nunca», se dice. Sale de su escondrijo. Ve
dos caballos atados. Corta las riendas de uno, salta
sobre la montura y huye. El es buen jinete. «Señor,
ayúdame, sálvame», exclama. Sujetó bien el sagrado
Tesoro y echó a correr.
Después de varias horas de carrera sin rumbo fijo,
apareció la luna, que hasta entonces había estado
oculta por densas nubes, miró a su alrededor y se dio cuenta de un grupo de jinetes que iban en su seguimiento. Apresuró la carrera y llegó a orillas del río Nonni,
que estaba helado.
¿Qué hacer? Los bandidos iban a caer sobre él
irremisiblemente. ¿Podría el hielo resistir su peso?
No hay tiempo para reflexionar: los perseguidores
no distan doscientos metros. Baja del caballo, aprieta
a Jesús contra su pecho y se lanza al río. Cede el hielo
por algunas partes; mas él no se preocupa: avanza con
audacia con el pensamiento fijo solamente en librar al
Señor de las profanaciones de los bandidos.
El ruido de los cascos resuena en el hielo.
«¡Señor, sálvame!», clama, aterrado.
En aquel momento oye un crujido espantoso, gritos
desesperados, maldiciones: ha cedido el hielo... bandidos y caballos son sepultados en las aguas.
Ganada la orilla, León se vuelve. Sus perseguidores
han desaparecido. Ni uno solo ha quedado. Acciones
de gracias a Jesús Sacramentado, sentimientos parecidos a los de Moisés y su pueblo después de pasado el
mar rojo.
Apenas amaneció, divisó allá lejos el campanario de
una iglesia católica. Al llegar a la puerta, cayó
extenuado. Ahí le encontró el misionero. Le entrego el sagrado Depósito, y pudo decirle con débil voz:
«Es el buen Jesús».
El jovencito fue presa de subida fiebre durante
varios días. En los accesos de delirio le veían cruzar
nerviosamente los brazos sobre el pecho como quien
protege algún tesoro.
Pocas semanas después, León volvía al Seminario
menor de Tschuen-tao-tse.
(De El Siglo de las Misiones, Marzo 1940).
P. Manuel Traval y Roset