sábado, 15 de julio de 2017

MILAGROS EUCARISTICOS - 50


UN TARCISIO EN EL SIGLO XX 
Año 1939, Tschuen-tao-tse (China) 

«Encerradme a ese bribón en el calabozo junto al almacén. Si se os escapa, lo pagarán vuestras cabezas». 

Quien daba esta orden era el general Hou-lou, jefe de un ejército de salteadores. Aquel a quien llamaba bribón era un niño de trece años, León, que estudiaba en el Seminario menor de Tschuen. 

A rastras fue llevado el muchacho a un recinto oscurisimo. A los pocos minutos, le pareció percibir la sombra de alguien que estaba tendido. Oyó unos gemidos. 

¿Quién está ahí?—preguntó. 

¡Un desgraciado! 

¡Dios mio!—exclamó León al reconocer la voz de su hermano.—¡Benito! ¿Eres tú, hermano mio? Y diciendo esto, se echó a llorar. 

Quiso, luego, consolar a su hermano: 

Dios es bueno, Benito, y nos librará de estos malvados. 

No, hermanito, yo no lograré esa libertad. Mis verdugos me han atormentado de un modo espantoso: mira mis manos traspasadas, y los riñones los tengo hechos una llaga de tantos latigazos. Y añadió: 

¡Dios mio!, os ofrezco mis dolores en expiación de mis pecados. 

En el almacén contiguo han penetrado dos bandidos. Unos rayos de luz pasan a través de las tablas mal unidas. 

¡Vaya un botín!— exclama uno de los ladrones, mostrando al otro un pequeño copón de plata. —Lo he cogido—le dice—en la pagoda del bonzo blanco. 

¡Por Buda! ¿Qué son esas pastillas redondas de sustancia blanca? 

León se aproximó a las tablas; miró a través de una rendija y cayó de rodillas. ¡Aquel desventurado tenía en sus manos la Santísima Eucaristía! Los dos hermanos convirtieron el calabozo en lugar de adoración a Jesús Sacramentado. 

Al día siguiente, son presentados ante el general. Hou-lou dirige una mirada feroz a Benito. Luego dice a sus hombre: «Le daréis cuarenta bastonazos, y si persiste en no declarar el escondite de su hermana, cortadle la mano derecha». 

En vano se postró León ante el forajido en favor de su hermano. Se abren otra vez las llagas, brota de nuevo la sangre que salpicó los vestidos de los mismos verdugos. 

Llegados a la prisión, Benito, tendido en la tierra arcillosa, dijo a su hermano: «León, yo me muero... Quiero recibir a mi Dios». 

León se dirige con sigilo al tabique que separa el calabozo del almacén. Quita una tabla, luego otra. Ahí, en el suelo, está el copón. Se arrodilla, lo toma con manos temblorosas... Saca una Forma, y la deposita en la lengua de su hermano. 

Cuando, al atardecer, entró un criado para darles un poco de alimento, encontró a León, sollozando, junto al cadáver de Benito. 

Todos descansan en el cuartel general de Hou-lou. 

León se encomienda a Jesús. Toma del almacén una bolsa de cuero con que cubre el copón y lo suspende del cuello. Abre la puerta y de puntillas llega al muro exterior; calcula: ¡cuatro metros de altura! Ve una viga apoyada en el muro... 

De pronto se oye un silbido estridente. Es la señal de alarma. La viga resbala y se viene al suelo con estrépito. 

¿Qué hacer? Allí mismo hay un tonel vacío En un abrir y cerrar de ojos lo vuelca y se oculta debajo. 

Acuden precipitadamente los soldados: unos montan a caballo y se lanzan a galope tendido por el campo; otros, provistos de antorchas, van de acá para allá buscando por todas partes. Desde su escondite oye León los juramentos y maldiciones. El mismo Hou- lou llega a apoyarse en el tonel lleno de furor. 

Cansado de la inutilidad de sus pesquisas, amenaza a su gente y se retira. 

El patio queda desierto. El jovencito toma una resolución extrema: 

«Ahora, o nunca», se dice. Sale de su escondrijo. Ve dos caballos atados. Corta las riendas de uno, salta sobre la montura y huye. El es buen jinete. «Señor, ayúdame, sálvame», exclama. Sujetó bien el sagrado Tesoro y echó a correr. 

Después de varias horas de carrera sin rumbo fijo, apareció la luna, que hasta entonces había estado oculta por densas nubes, miró a su alrededor y se dio cuenta de un grupo de jinetes que iban en su seguimiento. Apresuró la carrera y llegó a orillas del río Nonni, que estaba helado. 

¿Qué hacer? Los bandidos iban a caer sobre él irremisiblemente. ¿Podría el hielo resistir su peso? 

No hay tiempo para reflexionar: los perseguidores no distan doscientos metros. Baja del caballo, aprieta a Jesús contra su pecho y se lanza al río. Cede el hielo por algunas partes; mas él no se preocupa: avanza con audacia con el pensamiento fijo solamente en librar al Señor de las profanaciones de los bandidos. 

El ruido de los cascos resuena en el hielo. 

«¡Señor, sálvame!», clama, aterrado. 

En aquel momento oye un crujido espantoso, gritos desesperados, maldiciones: ha cedido el hielo... bandidos y caballos son sepultados en las aguas. 

Ganada la orilla, León se vuelve. Sus perseguidores han desaparecido. Ni uno solo ha quedado. Acciones de gracias a Jesús Sacramentado, sentimientos parecidos a los de Moisés y su pueblo después de pasado el mar rojo. 

Apenas amaneció, divisó allá lejos el campanario de una iglesia católica. Al llegar a la puerta, cayó extenuado. Ahí le encontró el misionero. Le entrego el sagrado Depósito, y pudo decirle con débil voz: «Es el buen Jesús». 

El jovencito fue presa de subida fiebre durante varios días. En los accesos de delirio le veían cruzar nerviosamente los brazos sobre el pecho como quien protege algún tesoro. 

Pocas semanas después, León volvía al Seminario menor de Tschuen-tao-tse. 

(De El Siglo de las Misiones, Marzo 1940). 

P. Manuel Traval y Roset