viernes, 27 de enero de 2012

LOS MALOS HÁBITOS - SAN ALFONSO Mª LIGORIO


El impío, después de haber llegado
a lo profundo de los pecados, no hace caso.
Pr. 18, 3.



PUNTO 1

Una de las mayores desventuras que nos acarreó la culpa de Adán es nuestra propensión al pecado. De ello se lamentaba el Apóstol, viéndose movido por la concupiscencia hacia el mismo mal que él aborrecía: “Veo otra ley en mis miembros que... me lleva cautivo a la ley del pecado” (Ro. 7, 23). De aquí procede que para nosotros, infectos de tal concupiscencia y rodeados de tantos enemigos que nos mueven al mal, sea difícil llegar sin culpa a la gloria.

Reconocida esta fragilidad que tenemos, pregunto yo ahora: ¿Qué diríais de un viajero que debiendo atravesar el mar durante una tempestad espantosa y en un barco medio deshecho, quisiera cargarle con tal peso, que, aun sin tempestades y aunque la nave fuese fortísima, bastaría para sumergirla?... ¿Qué pronóstico formarías sobre la vida de aquel viajero? Pues pensad eso mismo acerca del hombre de malos hábitos y costumbres, el cual ha de cruzar el mar tempestuoso de esta vida, en que tantos se pierden, y ha de usar de frágil y ruinosa nave, como es nuestro cuerpo, a quien el alma va unida.

¿Qué ha de suceder si la cargamos todavía con el peso irresistible de los pecados habituales? Difícil es que tales pecadores se salven, porque los malos hábitos ciegan el espíritu, endurecen el corazón y ocasionan probablemente la obstinación completa en la hora de la muerte.

Primeramente, el mal hábito nos ciega. ¿Por qué motivo los Santos pidieron siempre a Dios que los iluminara, y temían convertirse en los más abominables pecadores del mundo? Porque sabían que si llegaban a perder la divina luz podrían cometer horrendas culpas.

¿Y cómo tantos cristianos viven obstinadamente en pecado, hasta que sin remedio se condenan? Porque el pecado los ciega, y por eso se pierden (Sb. 2, 21). Toda la culpa lleva consigo ceguedad, y acrecentándose los pecados, se aumenta la ceguera del pecador. Dios es nuestra luz, y cuanto más se aleja el alma de Dios, tanto más ciega queda. Sus huesos se llenarán de vicios (Jb. 20, 11).

Así como en un vaso lleno de tierra no puede entrar la luz del sol, así no puede penetrar la luz divina en un corazón lleno de vicios. Por eso vemos con frecuencia que ciertos pecadores, sin luz que los guíe, andan de pecado en pecado, y no piensan siquiera en corregirse. Caídos esos infelices en oscura fosa, sólo saben cometer pecados y hablar de pecados; ni piensan más que en pecar, ni apenas conocen cuán grave mal es el pecado.

“La misma costumbre de pecar –dice San Agustín– no deja ver al pecador el mal que hace”. De suerte que viven como si no creyesen que existen Dios, la gloria, el infierno y la eternidad.

Y acaece que aquel pecado que al principio causaba horror, por efecto del mal hábito no horroriza luego. “Ponlos como rueda y como paja delante del viento” (Sal. 82, 14). Ved, dijo san Juan, con qué facilidad se mueve una paja por cualquier suave brisa; pues también veremos a muchos que antes de caer resistían, a lo menos por algún tiempo, y combatían contra las tentaciones; mas luego, contraído el mal hábito, caen al instante en cualquier tentación, en toda ocasión de pecar que se les ofrece. ¿Y por qué? Porque el mal hábito los privó de la luz.

Dice San Anselmo que el demonio procede con ciertos pecadores como el que tiene un pajarillo aprisionado con una cinta. Le deja volar, pero cuando quiere lo derriba otra vez en tierra. Tales son, afirma el Santo, los que el mal hábito domina.

Y algunos, añade San Bernardino de Siena, pecan sin que la ocasión les solicite. Son, como dice este gran Santo (T. 4, serm. 15), semejantes a los molinos de viento, que cualquier aire los hace girar, y siguen volteando, aunque no haya grano que moler, y aun a veces cuando el molinero no quisiera que se moviesen. Estos pecadores –observa San Juan Crisóstomo– van forjando malos pensamientos sin ocasión, sin placer, casi contra su voluntad, tiranizados por la fuerza de la mala costumbre.

Porque, como dice San Agustín, el mal hábito se convierte luego en necesidad. La costumbre, según nota San Bernardo, se muda en naturaleza. De suerte que, así como al hombre le es necesario respirar, así a los que habitualmente pecan y se hacen esclavos del demonio, no parece sino que les es necesario el pecar.

He dicho esclavos, porque los sirvientes trabajan por su salario; mas los esclavos sirven a la fuerza, sin paga alguna. Y a esto llegan algunos desdichados: a pecar sin placer ni deseo.

“El impío, después de haber llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso” (Pr. 18, 3). San Juan Crisóstomo explica estas palabras refiriéndolas al pecador obstinado en los malos hábitos, que, hundido en aquella sima tenebrosa, desprecia la corrección, los sermones, las censuras, el infierno y hasta a Dios: lo menosprecia todo, y se hace semejante al buitre voraz, que por no dejar el cadáver en que se ceba, prefiere que los cazadores le maten.

Refiere el P. Recúpito que un condenado a muerte, yendo hacia la horca, alzó los ojos, y por haber mirado a una joven consintió en un mal pensamiento. Y el P. Gisolfo cuenta que un blasfemo, también condenado a muerte, profirió una blasfemia en el mismo instante en que el verdugo lo arrojaba de la escalera para ahorcarle.

Con razón, pues, nos dice San Bernardo que de nada suele servir el rogar por los pecadores de costumbre, sino que más bien es menester compadecerlos como a condenados. ¿Querrán salir del precipicio en que están, si no le miran ni le ven? Se necesitaría un milagro de la gracia. Abrirán los ojos en el infierno, cuando el conocimiento de su desdicha sólo ha de servirles para llorar más amargamente su locura.


PUNTO 2

Además, los malos hábitos endurecen el corazón, permitiéndolo Dios justamente como castigo de la resistencia que se opone a sus llamamientos. Dice el Apóstol (Ro. 9, 18) que el Señor “tiene misericordia de quien quiere, y al que quiere, endurece”. San Agustín explica este texto, diciendo que Dios no endurece de un modo inmediato el corazón del que peca habitualmente, sino que le priva de la gracia como pena de la ingratitud y obstinación con que rechazó la que antes le había concedido; y en tal estado el corazón del pecador se endurece como si fuera de piedra.

“Su corazón se endurecerá como piedra, y se apretará como yunque de martillador” (Jb. 41, 15). De este modo sucede que mientras unos se enternecen y lloran al oír predicar el rigor del juicio divino, las penas de los condenados o la Pasión de Cristo, los pecadores de ese linaje ni siquiera se conmueven. Hablan y oyen hablar de ello con indiferencia, como si se tratara de cosas que no les importasen; y con este golpear de la mala costumbre, la conciencia se endurece cada vez más (Jb. 41, 15).

De suerte que ni las muertes repentinas, ni los terremotos, truenos y rayos, lograrán atemorizarlos y hacerles volver en sí; antes les conciliarán el sueño de la muerte, en que, perdidos, reposan. El mal hábito destruye poco a poco los remordimientos de conciencia, de tal modo, que, a los que habitualmente pecan, los más enormes pecados les parecen nada. Pierden, pecando, como dice San Jerónimo, hasta ese cierto rubor que el pecado lleva naturalmente consigo.

San Pedro los compara al cerdo que se revuelca en el fango (2 P. 2, 22), pues así como ese inmundo animal no percibe el hedor del cieno en que se revuelve, así aquellos pecadores son los únicos que no conocen la hediondez de sus culpas, que todos los demás hombres perciben y aborrecen. Y puesto que el fango les quitó hasta la facultad de ver, ¿qué maravilla es, dice San Bernardino, que no vuelvan en sí, ni aun cuando los azota la mano de Dios? De eso procede que, en vez de entristecerse por sus pecados, se regocijan, se ríen y alardean de ellos (Pr. 2, 14).

¿Qué significan estas señales de tan diabólica dureza?, pregunta Santo Tomás de Villanueva. Señales son todas de eterna condenación. Teme, pues, hermano mío, que no te acaezca lo propio. Si tienes alguna mala costumbre, procura librarte de ella ahora que Dios te llama. Y mientras te remuerda la conciencia, regocíjate, porque es indicio de que Dios no te ha abandonado todavía. Pero enmiéndate y sal presto de ese estado, porque si no lo haces, la llaga se gangrenará y te verás perdido.


PUNTO 3

Perdida la luz que nos guía, y endurecido el corazón, ¿qué mucho que el pecador tenga mal fin y muera obstinado en sus culpas? (Ecl. 3, 27). Los justos andan por el camino recto (Is. 26, 7), y, al contrario, los que pecan habitualmente caminan siempre por extraviados senderos. Si se apartan del pecado por un poco de tiempo, vuelven presto a recaer; por lo cual San Bernardo les anuncia la condenación.

Querrá tal vez alguno de ellos enmendarse antes que le llegue la muerte. Pero en ese se cifra precisamente la dificultad: en que el habituado a pecar se enmiende aun cuando llegue a la vejez. “El mancebo, según tomó su camino –dice el Espíritu Santo (Pr. 22, 6)–, aun cuando se envejeciere, no se apartará de él”. Y la razón de esto –dice Santo Tomás de Villanueva– consiste en que nuestras fuerzas son harto débiles, y, por tanto, el alma privada de la gracia puede permanecer sin cometer nuevos pecados.

Y, además, ¿no sería enorme locura que nos propusiéramos jugar y perder voluntariamente cuanto poseemos, esperando que nos desquitaríamos en la última partida? Pues no es menos necedad la de quien vive en pecado y espera que en el postrer instante de la vida lo remediará todo. ¿Puede el etíope mudar el color de su piel, o el leopardo sus manchas? Pues tampoco podrá llevar vida virtuosa el que tiene perversos e inveterados hábitos (Jer. 13, 23), sino que al fin se entregará a la desesperación y acabará desastrosamente sus días (Pr. 28, 14).

Comentando San Gregorio aquel texto del libro de Job (16, 15): “Me laceró con herida sobre herida; se arrojó sobre mí como gigante”, dice: Si alguno se ve asaltado por enemigos, aunque reciba una herida, suele quedarle quizá aptitud para defenderse; pero si otra y más veces le hieren, va perdiendo las fuerzas, hasta que, finalmente, queda muerto. Así obra el pecado. En la primera, en la segunda vez, deja alguna fuerza al pecador (siempre por medio de la gracia que le asiste); pero si continúa pecando, el pecado se convierte en gigante; mientras que el pecador, al contrario, cada vez más débil y con tantas heridas, no puede evitar la muerte.

Compara Jeremías (Lm. 33, 53) el pecado con una gran piedra que oprime el espíritu; y tan difícil –añade San Bernardo– es convertirse a quien tiene hábito de pecar, como al hombre sepultado bajo rocas ingentes y falto de fuerzas para moverlas, el verse libre del peso que le abruma.

¿Estoy, pues, condenado y sin esperanza?..., preguntará tal vez alguno de estos infelices pecadores. No, todavía no, si de veras quieres enmendarte. Pero los males gravísimo requieren heroicos remedios. Hállase un enfermo en peligro de muerte, y si no quiere tomar medicamentos, porque ignora la gravedad del mal, el médico le dice que, de no usar el remedio que se le ordena, ha de morir indudablemente. ¿Qué replicará el enfermo? “Dispuesto me hallo a obedecer en todo... ¡Se trata de la vida!” Pues lo mismo, hermano mío, has de hacer tú. Si incurres habitualmente en cualquier pecado, enfermo estás, y de aquel mal que, como dice Santo Tomás de Villanueva, rara vez se cura. En gran peligro te hallas de condenarte.

Si quieres, sin embargo, sanar, he aquí el remedio. No has de esperar un milagro de la gracia. Debes resueltamente esforzarte en dejar las ocasiones peligrosas, huir de las malas compañías y resistir a las tentaciones, encomendándote a Dios.

Acude a los medios de confesarte a menudo, tener cada día lectura espiritual y entregarte a la devoción de la Virgen Santísima, rogándole continuamente que te alcance fuerzas para no recaer. Es necesario que te domines y violentes. De lo contrario, te comprenderá la amenaza del Señor: Moriréis en vuestro pecado (Jn. 8, 21). Y si no pones remedio ahora, cuando Dios te ilumina, difícilmente podrás remediarlo más tarde.

Escucha al Señor, que te dice como a Lázaro: Sal afuera. ¡Pobre pecador ya muerto! Sal del sepulcro de tu mala vida. Responde presto y entrégate a Dios, y teme que no sea éste su último llamamiento.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio

jueves, 26 de enero de 2012

IMPRESENTABLES

ENCUENTRO DE RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
(MÉXICO, FEBRERO 2010)







Fuente: Catapulta

sábado, 21 de enero de 2012

EL INFIERNO DE SAN ALFONSO Mª LIGORIO


DE LAS PENAS DEL INFIERNO

E irán éstos al suplicio eterno.

Mt. 25, 46


PUNTO 1

Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden contener las aguas (Jer. 2, 13). Y porque el pecador se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente será luego atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la maldad del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.

Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios.

¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lucas 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb. 11, 17; Ap. 18, 7). La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Jb. 10, 21).

Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Salmo 48, 20).

El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. “Voz del Señor, que corta llama de fuego” (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar. O como más brevemente dice San Alberto Magno: “Apartará del calor el resplandor”. Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y del horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.

El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34, 3).

Dice San Buenaventura que si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo... Y aún dice algún insensato: “Si voy al infierno, no iré solo...” ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos.

“Allí –dice Santo Tomás– la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura”. Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios (Ap. 19, 15).

Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.

Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb. 15, 21). Huye a menudo de nosotros el sueño cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladrido de algún perro... ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!...

La gula será castigada con el hambre devoradora... (Sal. 58, 15). Mas no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua nomás pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.


PUNTO 2

La pena de sentido que más atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7, 19). El Señor le mencionará especialmente en el día del juicio: Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mateo 25, 41).

Aun en este mundo el suplicio del fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de la tierra y las del infierno, que, según dice San Agustín, en comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas; o como si fueran de hielo, añade San Vicente Ferrer. Y la razón de esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue formado. “Muy diferentes son –dice Tertuliano– el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que sirve para la justicia de Dios”. La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías (4, 4) llama espíritu de ardor al fuego del infierno.

El réprobo estará dentro de las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y alrededor de sí. Cuanto vea, toque o respire, fuego ha de respirar, tocar y ver. Sumergido estará en fuego como el pez en el agua. Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para atormentarle.

El cuerpo será pura llama; arderá el corazón en el pecho, las vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Salmo 20, 10).

Hay personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, o estar junto a un brasero encendido, en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen aquel fuego que devora, como dice Isaías (33, 14). Así como una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán al condenado. Le devorarán sin darle muerte.

“Sigue, pues, insensato –dice San Pedro Damian hablando del voluptuoso–; sigue satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas y harán más intensa y abrasadora la llama infernal en que has de arder”.

Y añade San Jerónimo que aquel fuego llevará consigo todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan; hasta el tormento del hielo se padecerá allí (Jb. 24, 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, los padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del infierno.

Las potencias del alma recibirán también su adecuado castigo. Tormento de la memoria será el vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y lo gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y fueron menospreciadas. El entendimiento padecerá considerando el gran bien que ha perdido perdiendo a Dios y el Cielo, y ponderando que esa pérdida es ya irremediable. La voluntad verá que se le niega todo cuanto desea (Sal. 140, 10).

El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, jamás hallará momento de reposo.


PUNTO 3

Todas las penas referidas nada son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios.

Decía San Bruno: “Multiplíquense los tormentos, con tal que no se nos prive de Dios”. Y San Juan Crisóstomo: “Si dijeres mil infiernos de fuego, nada dirás comparable al dolor aquél”. Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de Dios, “no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso”.

Para comprender algo de esta pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos.

En suma: cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el haberlo perdido... Y puesto que los réprobos pierden el bien infinito, que es Dios, sienten –como dice Santo Tomás– una pena en cierto modo infinita.

En este mundo solamente los justos temen esa pena, dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: “Señor, todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos”. Los pecadores no sienten temor ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que han perdido.

El alma, al salir de este mundo –dice San Antonino–, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el Sumo Bien; mas si está en pecado, Dios la rechaza.

Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios. Pero el pecado la aparta y arroja lejos de Él (Is. 1, 2).

Todo el infierno, pues, se cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: Apartaos de Mí, malditos (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. “Ni aun imaginando mil infiernos podrá nadie concebir lo que es la pena de ser aborrecido de Cristo”.

Cuando David impuso a Absalón el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte (2 Rg. 14, 32).

Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: “No volváis a presentaros ante mí”; y tal fue la confusión y dolor de aquel hombre, que al llegar a su casa murió... ¿Qué será cuando Dios despida al réprobo para siempre?... “Esconderé de él mi rostro, y hallarán todos los males y aflicciones” (Dt. 31, 17). No sois ya míos, ni Yo vuestro, dirá Cristo (Os. 1, 9) a los condenados en el día del juicio.

Aflige dolor inmenso a un hijo o a una esposa cuando piensan que nunca volverán a ver a su padre o esposo, que acaban de morir... Pues si al oír los lamentos del alma de un réprobo le preguntásemos la causa de tanto dolor, ¿qué sentiría ella cuando nos dijese: “Lloro porque he perdido a Dios, y ya no le veré jamás”? ¡Y si, a lo sumo, pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento: conocer que Dios es el Sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre. “Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios”, así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.

El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y maldiciéndole maldecirá los beneficios que de Él recibió: la creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los ángeles y Santos, y con odio implacable a su ángel custodio, a sus santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.


DE LA ETERNIDAD DEL INFIERNO

E irán éstos al suplicio eterno.
MT. 25, 46


PUNTO 1

Si el infierno tuviese fin no sería infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo se le saja un tumor o se le quema una llaga, no dejará de sentir vivísimo dolor; pero como este dolor se acaba en breve, no se le puede tener por tormento muy grave. Mas sería grandísima tribulación que al cortar o quemar continuara sin treguas semanas o meses. Cuando el dolor dura mucho, aunque sea muy leve, se hace insoportable. Y no ya los dolores, sino aun los placeres y diversiones duraderos en demasía, una comedia, un concierto continuado sin interrupción por muchas horas, nos ocasionarían insufrible tedio. ¿Y si durasen un mes, un año?

¿Qué sucederá, pues, en el infierno, donde no es música ni comedia lo que siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida o breve quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el conjunto de todos los males, de todos los dolores, no en tiempo limitado, sino por toda la eternidad? (Ap. 20, 10).

Esta duración eterna es de fe, no una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos lugares de la Escritura. “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mt. 25, 41). E irán éstos al suplicio eterno (Mt. 25, 46). Pagarán la pena de eterna perdición (2 Tes. 19). Todos serán con fuego asolados (Mc. 9, 48)”. Así como la sal conserva los manjares, el fuego del infierno atormenta a los condenados y al mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida. “Allí el fuego consume de tal modo –dice San Bernardo (Med., c. 3)–, que conserva siempre”.

¡Insensato sería el que, por disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego veinte o treinta años encerrado en una fosa! Si el infierno durase, no ya cien años, sino dos o tres nomás, todavía fuera locura incomprensible que por un instante de placer nos condenásemos a esos dos o tres años de tormento gravísimo. Pero no se trata de treinta, ni de ciento, ni de mil, ni de cien mil años; se trata de padecer para siempre terribles penas, dolores sin fin, males espantosos, sin alivio alguno.

Con razón, pues, aun los Santos gemían y temblaban mientras subsistía con la vida temporal el peligro de condenarse. El bienaventurado Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto, y se lamentaba, exclamando: “¡Ah infeliz de mí, que aún no estoy libre de las llamas infernales!”.


PUNTO 2

El que entra en el infierno jamás saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el rey David cuando decía (Sal. 68, 16): Ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca. Apenas se hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se cerrará la entrada y no se abrirá nunca.

Puerta para entrar hay en el infierno, mas no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras del Salmista, escribe: “No cierra su boca el pozo, porque se cerrará en lo alto y se abrirá en lo profundo cuando recibe a los réprobos”.
Mientras vive, el pecador puede conservar alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le sorprende en pecado, acabará para él toda esperanza (Pr. 11, 7). ¡Y si, a lo menos, pudiesen los condenados forjarse alguna engañosa ilusión que aliviara su desesperación horrenda!...

El pobre enfermo, llagado e impedido, postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez se ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún doctor o nuevo remedio que le cure. El infeliz criminal condenado a perpetua cadena busca también alivio a su pesar en la remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera el condenado engañarse así, pensando que algún día podría salir de su prisión!... Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni cierta ni engañosa; no hay allí un ¿quién sabe? consolador.

El desventurado verá siempre ante sí escrita su sentencia, que le obliga a estar perpetuamente lamentándose en aquella cárcel de dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio, para que lo vean siempre (Dn. 12, 2).
El réprobo no sólo padece lo que ha de padecer en cada instante, sino en todo momento, la pena de la eternidad. “Lo que ahora padezco –dirá– he de padecerlo siempre”. “Sostienen –dice Tertuliano– el peso de la eternidad”.

Roguemos, pues, al Señor, como rogaba San Agustín: “Quema y corta y no perdones aquí, para que perdones en la eternidad”. Los castigos de esta vida, transitorios son: “Tus saetas pasan. La voz del trueno va en rueda por el aire” (Sal. 76, 19). Pero los castigos de la otra vida no acaban jamás.

Temámoslos, pues. Temamos la voz de trueno con que el supremo Juez pronunciará en el día del juicio su sentencia contra los réprobos: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. Dice la Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo de la eternidad, que no tiene fin. Grande es el castigo del infierno, pero lo más terrible de él es ser irrevocable.

Mas ¿dónde?, dirá el incrédulo; ¿dónde está la justicia de Dios, al castigar con pena eterna un pecado que dura un instante?... ¿Y cómo, responderemos; cómo se atreve el pecador, por el placer de un instante, a ofender a un Dios de Majestad infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo Tomás, la pena se mide, no por la duración, sino por la calidad del delito. “No porque el homicidio de cometa en un momento ha de castigarse con pena momentánea” (1-2, q. 87, a. 4).

Para el pecado mortal, un infierno es poco. A la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito castigo, dice San Bernardino de Siena. Y como la criatura, escribe el Angélico Doctor, no es capaz de recibir pena infinita, justamente hace Dios que esa pena sea infinita en duración.

Además, la pena debe ser necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá jamás satisfacer por su culpa. En este mundo puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le aplican los méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de esos méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a Dios, siendo eterno el pecado, eterno también ha de ser el castigo (Sal. 48, 8-9).

“Allí, la culpa –dice el Belluacense– podrá ser castigada; pero expiada, jamás”; porque, como dice San Agustín, “allí, el pecador no podrá arrepentirse”, y por eso el Señor estará siempre airado contra él (Mal. 1, 4). Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al réprobo, éste no querría el perdón, porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada en odio contra Dios.

Dice Inocencio III: “Los condenados no se humillarán; antes bien, la malignidad del odio crecerá en ellos”. Y San Jerónimo afirma que “en los réprobos el deseo de pecar es insaciable”. La herida de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos se niegan a sanar (Jer. 15, 18).


PUNTO 3

En la vida del infierno, la muerte es lo que más se desea. Buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán. Desearán morir, y la muerte huirá de ellos (Ap. 9, 6). Por lo cual exclama San Jerónimo: “¡Oh muerte, cuán grata serías a los mismos para quienes fuiste tan amarga!”.

Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte se apacentará con los réprobos. Y lo explica San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la raíz, así la muerte devora a los condenados: los mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida para seguir atormentándolos con eterno castigo.

De suerte, dice San Gregorio, que el réprobo muere continuamente, sin morir jamás. Cuando a un hombre le mata el dolor, le compadecen las gentes. Mas el condenado no tendrá quién le compadezca. Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le compadecerá...

El emperador Zenón, sepultado vivo en una fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran de allí, mas no le oyó nadie, y le hallaron después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos él mismo, sin duda se había hecho, patentizaron la horrible desesperación que habría sentido...

Pues los condenados, exclama San Cirilo de Alejandría, gritan en la cárcel del infierno, pero nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece nunca.

¿Y cuánto durará tanta desdicha?... Siempre, siempre. Refiéranse en los Ejercicios Espirituales, del Padre Séñeri, publicados por Muratori, que en Roma se interrogó a un demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le preguntaron cuánto tiempo debía estar en el infierno..., y respondió, dando señales de rabiosa desesperación: ¡Siempre, siempre!...

Fue tal el terror de los circunstantes, que muchos jóvenes del Seminario Romano, allí presentes, hicieron confesión general, y sinceramente mudaron de vida, convertidos por aquel breve sermón de dos palabras solas...

¡Infeliz Judas!... ¡Más de mil novecientos años han pasado desde que está en el infierno, y, sin embargo, diríase que ahora acaba de empezar su castigo!... ¡Desdichado Caín!... ¡Cerca de seis mil años lleva en el suplicio infernal, y puede decirse que aún se halla en el principio de su pena!

Un demonio a quien fue preguntado cuánto tiempo hacía que estaba en el infierno, respondió: Desde ayer. Y como se le replicó que no podía ser así, porque habían transcurrido ya más de cinco mil años desde su condenación, exclamó: “Si supierais lo que es eternidad, comprenderíais que, en comparación de ella, cincuenta siglos no son ni un instante”.

Si algún ángel dijese a un réprobo: “Saldrás del infierno cuando hayan pasado tantos siglos como gotas hay en las aguas de la tierra, hojas en los árboles y arena en el mar”, el réprobo se regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva de que iba a ser rey. Porque pasarán todos esos millones de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el tiempo de duración del infierno estará comenzando...

Los réprobos desearían recabar de Dios que les acrecentaran en extremo la intensidad de sus penas, y que las dilatase cuanto quisiera, con tal que les pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y límite no existen ni existirán. La voz de la divina justicia sólo repite en el infierno las palabras siempre, jamás.

Por burla preguntarán a los réprobos los demonios: “¿Va muy avanzada la noche? (Is. 21, 11). ¿Cuándo amanecerá? ¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y el hedor, los tormentos y las llamas?...” Y los infelices responderán: ¡Nunca, jamás!... Pues ¿cuánto ha de durar?... ¡Siempre, siempre!...

¡Ah Señor! Ilumina a tantos ciegos que cuando se les insta para que no se condenen, responden: “Dejadnos. Si vamos al infierno, ¿qué le hemos de hacer? ¡Paciencia!...”

¡Oh Dios mío!, no tienen paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del frío, ni sufrir un leve golpe, ¿y la tendrán después para padecer las llamas de un mar de fuego, los tormentos diabólicos, el abandono absoluto de Dios y de todos, por toda la eternidad?


REMORDIMIENTOS DEL CONDENADO

El gusano de aquéllos no muere.
Mc. 9, 47
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PUNTO 1

Este gusano que no muere nunca significa, según Santo Tomás, el remordimiento de conciencia de los réprobos, que eternamente ha de atormentarlos en el infierno. Muchos serán los remordimientos con que la conciencia roerá el corazón de los condenados. Pero tres de ellos llevarán consigo más vehemente dolor: el considerar la nada de las cosas por que el réprobo se ha condenado, lo poco que tenía que hacer para salvarse y el gran bien que ha perdido.

Cuando Esaú hubo tomado aquel plato de lentejas por el cual vendió su derecho de primogenitura, apenóse tanto por haber consentido en tal pérdida, que, como dice la Escritura (Gn. 27, 34), se lamentó con grandes alaridos...

¡Oh, con qué gemidos y clamores se quejarán los réprobos al ponderar que por breves, momentáneos y envenenados placeres han perdido un reino eterno de felicidad y se ven por siempre condenados a continua e interminable muerte! Más amargamente llorarán que Jonatás, sentenciado a morir por orden de su padre, Saúl, sin otro delito que el haber probado un poco de miel (1 S. 14, 43).

¡Cuán honda pena traerá al condenado el recuerdo de la causa que le acarreó tanto mal!... Sueño de un instante nos parece nuestra vida pasada. ¿Qué le parecerán al réprobo los cincuenta o sesenta años de su vida terrena cuando se halle en la eternidad y pasen cien o mil millones de años, y vea que entonces aquella su eterna vida terrena está comenzando? Y, además, los cincuenta años de la vida en la tierra, ¿son acaso cincuenta años de placer?...

El pecador que vive sin Dios, ¿goza siempre en su pecado? Un momento dura el placer culpable; lo demás, para quien existe apartado de Dios, es tiempo de penas y aflicciones... ¿Qué le parecerán, pues, al réprobo infeliz esos breves momentos de deleite? ¿Qué le parecerá, sobre todo, el último pecado por el cual se condenó?... “¡Por un vil placer, que duró un instante, y que como el humo se disipó –exclamará–, he de arder en estas llamas, desesperado y abandonado, mientras Dios sea Dios, por toda la eternidad!”.


PUNTO 2

Dice Santo Tomás que ha de ser singular tormento de los condenados el considerar que se han perdido por verdaderas naderías, y que pudieran, si hubiesen querido, alcanzar fácilmente el premio de la gloria. El segundo remordimiento de su conciencia consistirá, pues, en pensar lo poco que debían haber hecho para salvarse.

Apareciose un condenado a San Humberto, y le reveló que su aflicción mayor en el infierno era el conocimiento del vil motivo que le había ocasionado la condenación, y de la facilidad con que hubiera podido evitarla.

Dirá, pues, el réprobo: “Si me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad, no me hubiese condenado... Si me hubiese confesado todas las semanas, y frecuentado las piadosas Congregaciones, y leído cada día en aquel libro espiritual, y me hubiera encomendado a Jesús y a María, no habría recaído en mis culpas... Propuse muchas veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a practicarlo, y lo dejaba luego. Por eso me perdí”.

Aumentará la pena causada por tal remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos compañeros y amigos del condenado, los dones que Dios le concedió para que se salvara; unos, de naturaleza, como buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios quería, hubieran servido para procurar la santificación; otros, dones de gracia, luces, inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el mal que hizo.

Pero el réprobo verá que en el estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la voz del ángel del Señor que exclama y jura: Por el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá ya más tiempo... (Ap. 10, 5-6).

Como agudas espadas serán para el corazón del condenado los recuerdos de todas esas gracias que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la ruina perdurable. Exclamará con sus otros desesperados compañeros: Pasó la siega, acabó el estío, y nosotros no hemos sido libertados (Jer. 8, 20). ¡Oh si el trabajo y tiempo que empleé en condenarme los hubiese invertido en servicio de Dios, hubiera sido un santo!... ¿Y ahora qué hallo, sino remordimientos y penas sin fin?”

Sin duda el pensar que podría ser eternamente dichoso, y que será siempre desgraciado, atormentará más al réprobo que todos los demás castigos infernales.


PUNTO 3

Considerar el alto bien que han perdido, será el tercer remordimiento de los condenados, cuya pena, como dice San Juan Crisóstomo, será más grave por la privación de la gloria que por los mismos dolores del infierno.

“Déme Dios cuarenta años de reinado, y renuncio gustosa al paraíso”, decía la infeliz princesa Isabel de Inglaterra... Obtuvo los cuarenta años de reinado. Mas, ahora, su alma en la otra vida, ¿qué dirá? Seguramente no pensará lo mismo. ¡Cuán afligida y desesperada se hallará viendo que, por reinar cuarenta años entre angustias y temores, disfrutando un trono temporal, perdió para siempre el reino de los Cielos!

Mayor aflicción todavía ha de tener el réprobo al conocer que perdió la gloria y el Sumo Bien, que es Dios, no por azares de mala fortuna ni por malevolencia de otros, sino por su propia culpa. Verá que fue creado para el Cielo, y que Dios le permitió elegir libremente entre la vida y la muerte eternas. Verá que en su mano tuvo el ser para siempre dichoso, y que, a pesar de ello, quiso hundirse por sí propio en aquel abismo de males, de donde nunca podrá salir, y del cual nadie le librará.

Verá cómo se salvaron muchos de sus compañeros, que, aunque se hallaron entre idénticos o mayores peligros de pecar, supieron vencerlos encomendándose a Dios, o si cayeron, no tardaron en levantarse y se consagraron nuevamente al servicio del Señor. Mas él no quiso imitarlos, y fue desastrosamente a caer en el infierno, mar de dolores donde no existe la esperanza.

¡Oh hermano mío! Si hasta aquí has sido tan insensato que por no renunciar a un mísero deleite preferiste perder el reino de los Cielos, procura a tiempo remediar el daño. No permanezcas en tu locura, y teme ir a llorarla en el infierno.

Quizá estas consideraciones que lees son los postreros llamamientos de Dios. Tal vez, si no mudas de vida y cometes otro pecado mortal, te abandonará el Señor y te enviará a padecer eternamente entre aquellas muchedumbres de insensatos que ahora reconocen su error (Sb. 5, 6), aunque le confiesan desesperados, porque no ignoran que es irremediable.

Cuando el enemigo te induzca a pecar, piensa en el infierno y acude a Dios y a la Virgen Santísima. La idea del infierno podrá librarte del infierno mismo. Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás (Ecl. 7, 40), porque ese pensamiento te hará recurrir a Dios.


AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Soberano Bien! ¡Cuántas veces os perdí por nada, y cuántas merecía perderos para siempre! Pero me reaniman y consuelan aquellas palabras del profeta (Sal. 104, 3): Alégrese el corazón de los que buscan al Señor. No debo, pues, desconfiar de recuperar vuestra gracia y amistad, si de veras os busco.

Sí, Señor mío; ahora suspiro por vuestra gracia más que por ningún otro bien. Prefiero verme privado de todo, hasta de la vida, antes que perder vuestro amor. Os amo, Creador mío, sobre todas las cosas; y porque os amo, me pesa de haberos ofendido...

¡Oh Dios mío!, a quien menosprecié y perdí, perdonadme y haced que os halle, porque no quiero perderos más. Admitidme de nuevo en vuestra amistad y lo abandonaré todo para amar únicamente a Vos. Así lo espero de vuestra misericordia...

Eterno Padre, oídme: por amor de Jesucristo, perdonadme y concededme la gracia de que nunca me aparte de Vos, que si de nuevo y voluntariamente os ofendiese, con harta causa temería que me abandonaseis...

¡Oh María, esperanza de pecadores, reconciliadme con Dios y amparadme bajo vuestro manto, a fin de que jamás me separe de mi Redentor!

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio

EL MÁRTIR MODERNO


G.K.CHESTERTON

Título original: «The modern martyr»,en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón


El incidente de las sufragistas que se encadenaron a la verja de Downing Street constituye una buena alegoría irónica de lo que es el martirio moderno, el cual suele consistir en encadenarnos para quejarnos de que no somos libres. Unos dicen que estos numeritos retardan la causa del sufragio femenino, otros que son lo único que la hace avanzar. Hablando en puridad, no creo que tengan el menor efecto ni en un sentido ni en el otro.

La idea moderna de llamar la atención con simples demostraciones de impopularidad, como hacer que nos echen de un mitin o una asamblea o nos metan en la cárcel, es un gran error. Se funda en una falacia que tiene que ver con el verdadero sentido popular del martirio. La gente mira a la historia y ve que muchas veces las persecuciones no solo han dado publicidad a una creencia perseguida sino que hasta la han hecho progresar, dando de su validez el horrible y público testimonio de hombres moribundos. Esta paradoja supo expresarla pictóricamente el arte cristiano, representando a los santos que blanden como armas los instrumentos con los que fueron martirizados. Y como su martirio es arma para el mártir, hoy día pensamos que cualquiera que cause alguna que otra molestia en público se volverá al instante clamorosamente popular. Este tipo de martirio mal entendido no es exclusivo de las sufragistas; lo practican muchos movimientos que respeto y algunos que apruebo. Existió, por ejemplo, en el de los Resistentes Pasivos, parte de cuyos bienes fueron puestos en venta. La idea es que si uno muestra sus ideas (o incluso sus ambiciones políticas) siendo una molestia para sí mismo y para el prójimo, adquirirá la fuerza de los grandes santos que murieron en el rogo. Cualquiera al que empujen cinco minutos en un vestíbulo o pase cinco días en la cárcel habrá realizado lo que se entiende por martirio y se habrá ganado la aureola en el arte cristiano del futuro. La señora Pankhurst será representada con un policía en cada mano, los instrumentos de su martirio. El resistente pasivo será representado cargando con la tetera que le arrebataron unos subastadores tiránicos.

Pero hay una falacia en esta analogía del martirio, pues el especial carisma que confiere el ser perseguido solo se da en caso de persecución extrema. Lo único que demuestra el entusiasta moderno que pasa alguna incomodidad por sus creencias o ideas es que las tiene, de lo cual nadie dudaba. Nadie duda de que al apóstol del inconformismo le importa más el inconformismo que su tetera. Nadie duda de que la señora Pankhurst desea más poder votar que pasar una tarde tranquila sentada en un sillón. Todas nuestras opiniones merecen que nos peleemos un poco por ellas: recuerdo que durante la guerra de los bóers, un día, a la salida de Queen’s Hall, reñí con un oficinista partidario del imperio, y le reventé y me reventó la nariz; pero dudo de que este incidente pueda causar el mismo efecto psicológico que el que causaba el anfiteatro romano o la hoguera. Porque lo que de verdad impresiona no es el hecho de que un hombre sacrifique su tiempo y su comodidad por defender lo que piensa.

El martirio de los cristianos no impresionaba a los paganos simplemente porque demostraba lo convencidos que estaban de sus creencias. El caso del martirio extremo es mucho más sutil. Es que da la impresión de que al mártir lo respalda algo especialmente fuerte, de que está poseído por algún poder. Más esto solo ocurre cuando su integridad física es destruida, cuando todas las fibras de su cuerpo se retuercen de dolor. Si vemos a un hombre tronchándose de risa mientras lo despellejan vivo, con buen acuerdo podremos deducir que en algún rincón de su mente está pensando en algún buen chiste. Análogamente, los espectadores que veían reír y cantar (como reían y cantaban) a unos hombres a los que estaban escaldando o despedazando, creían en la existencia de algo que no era simple honestidad intelectual: creían en la existencia de un placer nuevo e ininteligible que, era de presumir, venía de algún sitio. Podía ser la fuerza de la locura, o un falso espíritu infernal, pero era algo efectivo y extraordinario, tan efectivo como el brandy y tan extraordinario como la prestidigitación.

El pagano se decía: «Si el cristianismo hace feliz a un hombre al que un león come las piernas, ¿no podría hacerme feliz a mí, que me paseo tranquilamente con mis dos piernas intactas?». Los laicistas se empeñan en explicar que el martirio no prueba la verdad de una fe, como si hubiera alguien tan necio que lo pensara. Lo que el martirio probaba o, mejor dicho, daba a entender poderosamente, era que en la psicología humana había entrado algo más fuerte que el más fuerte de los dolores. Cuando lo único que veía una joven a la que azotaban hasta matarla era una corona que descendía del cielo hacia ella, lo primero que se pensaba no era que sus creencias fuesen verdaderas, sino que de algún sitio sacaba su fuerza. Esta es la impresión psicológica que no inspiran ni de lejos los actuales casos de incomodidad o molestia públicamente exhibidas. La alegría de la señora Pankhurst no requiere explicaciones místicas. Si estuvieran quemándola viva como a una bruja y, en puro éxtasis, alzase la vista al cielo y viese descender una urna, entonces diría que el incidente, si no concluyente, sí sería tremendamente impresionante. No demostraría su derecho a votar, ni el derecho a votar de nadie, pero sería prueba de que en el voto había algo sacramental, algo de lo que el alma podía sacar una fuerza y un placer efectivos e intensos, capaces de oponerse al dolor efectivo y abrumador.

Aconsejo, pues, a los agitadores modernos que abandonen este método: el método de hacer grandísimos esfuerzos para ganarse pequeñísimos castigos. Así no pasarán a la historia, se lo aseguro; el castigo es demasiado leve, los esfuerzos son demasiado obvios. Sus sacrificios no tienen la efectividad de los crueles martirios antiguos, porque no dejan a la víctima absolutamente sola con su causa, de manera que esta sea lo único que la sostiene. Al mismo tiempo tienen ese elemento de pantomima y absurdo que fue lo más cruel en la muerte y escarnio de los verdaderos profetas. San Pedro fue crucificado boca abajo por una broma inhumana; pero su humana seriedad sobrevivió a la inhumana befa, porque en cualquier postura habría muerto por su fe. Los mártires modernos como la señora Pankhurst se exponen a caer en el absurdo sin sufrir lo bastante para eclipsar la absurdidad. Son como san Pedros que se pusieran cabeza abajo diez segundos y esperaran luego que los canonizasen.

También podemos plantear la cuestión así: los martirios modernos fracasan incluso como demostración, porque ni siquiera demuestran que los mártires sean completamente serios. Yo pienso que los mártires modernos sí son por lo general serios, incluso demasiado serios, pero que su martirio no lo demuestra, y el público no siempre los cree. No cabe duda de que el doctor Clifford está muy sinceramente indignado por lo que él considera clericalismo, pero no lo demuestra haciendo que le subasten la tetera; porque uno puede querer que le subasten la tetera como una actriz que le roben los diamantes: por propaganda personal. Es verdad que la señora Pankhurst se toma muy en serio la cuestión del voto femenino; pero no lo demuestra haciendo que la echen de los mítines y reuniones. A una persona pueden expulsarla de un mitin por lo mismo que expulsan a los jóvenes de un music-hall: porque se divierten. Pero nadie se ha arrojado a los leones por llamar la atención. Ninguna mujer se ha dejado asar en una parrilla por diversión. A Santa Perpetua y a santa Fe pongo por testigos. Claro es que estos entusiastas no tienen la culpa de no ser sometidos a los contundentes castigos de antaño; seguro que pasarían por ellos tan triunfalmente como santa Águeda. Simplemente estoy dándoles un consejo político, dadas las circunstancias. Y les digo que sus sacrificios no impresionan a nadie porque no son ni pueden ser más decisivos que los sacrificios que la gente hace por divertirse cuando ha bebido. Los borrachos interrumpen mítines y pagan las consecuencias. En cuanto a que subasten teteras, supongo que es algo que daría grandísimo placer a todo borracho que se precie. La propaganda no basta; no dice nada. Si a mí tuvieran que martirizarme por una opinión (lo cual es más difícil que decirlo), sería sin duda por una o dos de mis opiniones más sagradas. Quizá me dejaría matar por Inglaterra, pero ciertamente no por el imperio británico. Es posible que diese mi vida por la libertad política, pero ciertamente no por el librecambio. Pero el alboroto que arman las sufragistas yo estaría dispuesto a armarlo tanto por mi opinión más superficial como por mi opinión más profunda. Nunca sería nada peor que una molestia, ni nada mejor que una juerga. Por eso el ciudadano británico, sobre todo de las clases trabajadoras, mira estas manifestaciones con indiferencia; porque, aunque respondan a los más fanáticos motivos, también pueden responder a los más frívolos.

jueves, 19 de enero de 2012

SÍ, QUEREMOS QUE REINE


El reinado social de Nuestro Señor Jesucristo ha sufrido menoscabo, marginación y olvido en estos tiempos postconcialires. Tiempos postconciliares que ya van para medio siglo. La fiesta de Cristo Rey fue trasladada del último domingo de octubre, según lo establecido por su santidad Pío XI, al último domingo del año litúrgico, que en la liturgia renovada del Vaticano II se denomina el último domingo del Tiempo Ordinario. Y esta innovación, este cambio de fechas no ha sido caprichoso ni secundario. Es nada más ni nada menos que un cambio de significado y de contenido en lo que esta fiesta debe representar en el aspecto doctrinal, teológico y litúrgico.

Sí, Jesucristo reinará con poder y majestad al final de los tiempos, como Rey del universo y Señor de señores, pero esta verdad no debe empañar la hermosa y crucial realidad del Reino social de nuestro Señor. Cristo Rey, el Verbo encarnado, Rey de las naciones y de los estados, rey y señor de las instituciones y organismos que conforman todo el tejido social, Rey en las aulas, en las cátedras, en cualquier actividad intelectual o manual de los hombres y Rey, por supuesto, de nuestros corazones, de nuestras almas, de toda nuestra vida.

Jesucristo debe reinar y queremos que reine en nuestra patria, en todas las naciones. Basta una mirada sobre la situación de nuestra juventud, la nefasta educación que muchos de los padres de hoy en día, sálvense los que deban salvarse, imparten a sus hijos, la cascada de corrupción y tergiversación de la verdad que brota de los medios de comunicación social, y así tantos y tantos aspectos de nuestro entorno. Sólo una sociedad cimentada en la verdad de Nuestro Señor fiel a sus mandatos y obediente a los preceptos de la Iglesia, Esposa de Cristo, puede desarrollar los fines que le son propios de forma coherente y eficaz. En una palabra puede llegar al feliz resultado del cometido para el cual dicha sociedad o el Estado han sido constituidos.

Queremos que reine en nuestra Patria porque nos sentimos heridos en lo más profundo de nuestra alma cual vemos y oímos que toda la grandeza histórica de siglos pasados es vilipendiada de forma cruel y mezquina. Queremos que nuestro Señor reine para que la Cruz salvadora no sea blasfemada y deshonrada, esa cruz que fue el amanecer nuevo y esperanzador para todos esos pueblos que estaban apresados en tinieblas y sombras de muerte.

Pedimos a Jesucristo, Salvador y Redentor, que ilumine las mentes y los corazones de aquellos que tienen en sus manos los destinos de nuestra Nación y que en su ceguera implantan las leyes de muerte en lugar de defender la vida como don preciosísimo de Nuestro Creador. Queremos con ardiente celo que el Amor sea amado y no escarnecido, que no se esclavice el alma de los niños con mensajes y enseñanzas provenientes de cloacas inmundas, que no se oculte a la inteligencia de jóvenes o ancianos, niños o adultos, que todos somos portadores de un alma capaz de salvarse o de condenarse.

Sin Jesús. Nuestro Salvador y Maestro, no es posible vivir en dignidad y justicia. Él mismo nos ha dicho y nos sigue diciendo, que sin El nada podemos hacer. Por eso en ese comportamiento demencial que es excluir a Jesús de la sociedad y de la vida pública está nuestro propio castigo. La paz, la verdadera paz no es posible sin El. No hay justicia fuera del temor de Dios y del acatamiento a sus mandatos y preceptos. El torrente de noticias que todos los días se vierte sobre nosotros es prueba fehaciente de la carencia sobrenatural que nos afecta. La familia, célula básica de la sociedad, encuentra su armonía y desarrollo en los principios evangélicos. El amor de los padres por su hijos y el respeto la sumisión y el amor de los hijos hacia sus padres es una bellísima obra de arte que únicamente teniendo a Jesucristo como Señor y Maestro, Rey y centro de los corazones, puede llevarse a cabo.

Las turbas en la sagrada Pasión gritaron, con grito blasfemo, que cayese la Sangre de Jesús sobre ellos y sus hijos. Nosotros también gritamos con fuerza que su sangre caiga sobre nosotros pero porque creemos y sabemos, sin duda alguna, que esa sangre es nuestra purificación y nuestra redención, nuestra salvación y nuestra beatitud eterna. Porque creemos con fe inquebrantable que la grandeza y bien de nuestra Nación, de nuestras Patrias, está en Aquel que sin tener dónde reclinar su cabeza nos dijo con voz divina: Yo soy el camino, la verdad y la vida, el que no recoge conmigo desparrama. Oh Jesús, abismo de la sabiduría y de la ciencia, Rey y centro de todos los corazones, tú eres el único que tienes palabras de vida eterna. Queremos que reines por doquier porque sin Ti nos cubren las tinieblas y la noche es eterna.


Fuente: Revista Tradición Católica nº 234 Octubre-diciembre 2011

CIENCIA Y RELIGIÓN


G.K.CHESTERTON

Título original: «Science and religion»,en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón.

Estos días nos acusan de atacar a la ciencia porque queremos que sea científica. Seguro que no es faltar al respeto a nuestro médico decir que es nuestro médico, no nuestro cura, nuestra esposa o nosotros mismos. No incumbe al médico decir si debemos o no debemos tomar las aguas; lo que le incumbe decir es qué efectos tiene en la salud tomar las aguas. Tras lo cual, claro es, toca a nosotros decidir. La ciencia es como una suma: o es exacta o es falsa. Mezclar ciencia y filosofía no produce más que una filosofía sin valor ideal y una ciencia sin valor práctico. Quiero que mi médico de cabecera me diga si esta o aquella comida me matará. Corresponde a mi filósofo de cabecera decirme si debo morir. Pido perdón por todas estas perogrulladas, pero es que acabo de leer un folleto cuyos autores, hombres sumamente inteligentes, no parecen haber oído ni una sola de estas perogrulladas en su vida.

Los que detestan al inofensivo autor de esta columna se limitan (en el paroxismo de su abominación) a llamarlo «brillante», lo que en nuestro periodismo hace tiempo que es una expresión despreciativa. Pero me temo que incluso este desdeñoso calificativo me honra en exceso. Cada vez estoy más convencido de que padezco, no una impertinencia relumbrante y llamativa, sino una simpleza que raya en la estupidez. Cada vez estoy más persuadido de que soy tonto de remate, y de que todos los demás son la mar de listos. Acabo de leer esta importante recopilación de escritos, que me han enviado en nombre de una serie de personas a las que tengo en gran estima, y que se titula La nueva teología y la religión aplicada, y juro que he leído párrafos y párrafo sin saber de qué hablaban sus autores. O hablan de una religión oscura y salvaje en la que se educaron y de la que yo no sé nada, o hablan de una visión de Dios radiante y cegadora que ellos han tenido, que yo nunca he tenido y cuyo resplandor les confunde la razón y la palabra. El mejor ejemplo que puedo citar tiene que ver con la cuestión de la ciencia que acabo de mencionar. Las siguientes palabras las firma un señor cuya inteligencia respeto, pero no les encuentro ni pies ni cabeza:

Cuando la ciencia moderna declaró que en la evolución del cosmos no hubo ningún acontecimiento histórico que se correspondiese con el pecado original, sino que, al contrario, ha sido un ascenso incesante en la escala del ser, es evidente que el planteamiento paulino –esto es, el polémico planteamiento paulino de la salvación– perdió todo su fundamento, pues ¿no consistía dicho fundamento en la total depravación del género humano heredada de sus primeros padres? ... Pero si no hubo pecado original, no hay depravación ni peligro inminente de perdición eterna. Y, caída la base, cae el edificio que en ella se sustentaba.

Son palabras sesudas y están bien dichas; algo deben de significar. Pero ¿qué? ¿Cómo puede la ciencia demostrar que el ser humano no está depravado? No se abre a un hombre en canal para verle los pecados, ni se lo hierve hasta que echa el inconfundible humo verde de la depravación. ¿Cómo iba a encontrar la ciencia rastro alguno de depravación moral? ¿Qué rastros esperaba encontrar el autor de las citadas líneas? ¿Esperaba encontrar el fósil de Eva con el fósil de una manzana en su interior? ¿Suponía que el tiempo le conservaría el esqueleto completo de Adán, con una hoja de parra algo descolorida pegada a él?
El párrafo citado no es más que una sarta de frases incoherentes, falsas en sí mismas e ilógicas entre sí. La ciencia nunca ha dicho que no hubo pecado original. Podría haber habido diez pecados originales, uno tras otro, sin que ello supusiese incoherencia alguna con todo lo que las ciencias nos enseñan. La humanidad podría haber evolucionado moralmente a peor durante millones de siglos sin que ello contradiga el principio de la evolución.

Los hombres de ciencia (no locos de atar) nunca han dicho que hubiera «un ascenso incesante en la escala del ser», pues un ascenso incesante significa un ascenso sin caídas ni retrocesos, y la evolución física está llena de caídas y retrocesos. Hubo sin duda caídas en la evolución física; puede haber habido caídas en la evolución moral. Por eso me llenan de perplejidad, como digo, pasajes como el citado, en los que personas instruidas afirman que, puesto que los geólogos no han hallado pruebas del pecado original, toda creencia en la depravación del hombre es falsa. Como la ciencia no ha encontrado lo que obviamente no puede encontrar, algo que es del todo diferente, el sentido psicológico del mal, es falso. Podemos resumir los argumentos del autor en la abrupta, pero fiel, forma siguiente: «En ninguna excavación han aparecido los huesos del arcángel Gabriel, quien presumiblemente no tenía huesos, luego los niños, abandonados a sí mismos, no serán egoístas». A mí esto me parece disparatado; es como si alguien dijera: «El fontanero no ha encontrado nada mal en el piano, luego supongo que mi esposa me quiere».

No voy a entrar ahora en la cuestión de qué sea realmente el pecado original, ni a discutir la probablemente falsa versión de él que el autor de la nueva teología llama la doctrina de la depravación. Pero sea lo que sea esta o cualquier otra doctrina de la depravación, es siempre fruto de una convicción de orden espiritual. El hombre piensa que la humanidad es mala porque él mismo se sabe malo. Si un hombre se siente malo, no veo por qué habría de sentirse bueno porque alguien le diga que sus antepasados tenían rabo. Por lo que sabemos, el hombre puede haber perdido la pureza e inocencia originales junto con el rabo. Lo único que de la pureza e inocencia originales sí sabemos a ciencia cierta, es que no las tenemos. Nada resulta más ridículo, en el estricto sentido de la palabra, que oponer cosas tan oscuras como las vagas conjeturas que los antropólogos hacen sobre el hombre primitivo a algo tan sólido como es el sentido del pecado. Por naturaleza, la prueba del Edén es imposible de encontrar. Pero la del pecado, por naturaleza, es imposible de no encontrar.

Hay algunas afirmaciones con las que no estoy de acuerdo; otras no las entiendo. Si alguien dice: «Creo que el ser humano sería mejor si se abstuviera por completo de las bebidas fermentadas», entiendo lo que quiere decir y sé cómo puede defenderse su opinión. Si alguien dice: «Quiero abolir la cerveza porque soy abstemio», no entiendo lo que quiere decir. Es como decir: «Deseo abolir las carreteras porque me gusta caminar». Si alguien dice: «No creo en la Trinidad», entiendo. Pero si dice (como una señora me dijo una vez): «Creo en el Espíritu Santo en el sentido espiritual», me deja turulato. ¿En qué otro sentido se puede creer en el Espíritu Santo? Pues siento decir que este librito de pensamiento religioso progresista está lleno de pasmosas observaciones por el estilo. ¿Qué quiere decir la gente cuando dice que la ciencia ha cambiado su concepto del pecado? ¿Qué concepto del pecado tenía antes de que la ciencia se lo cambiara? ¿Pensaba que era algo que se comía? Cuando la gente dice que la ciencia ha hecho vacilar su fe en la inmortalidad, ¿qué quiere decir? ¿Pensaba que la inmortalidad era un gas?

Lo cierto es, desde luego, que la ciencia no ha introducido ningún nuevo factor en la cuestión de la fe. Un hombre puede ser cristiano hasta el final del mundo por la misma razón que otro puede haber sido ateo desde el principio. El materialismo de las cosas está a la vista; descubrirlo no requiere ciencia alguna. Un hombre que ha vivido y ha amado muere y se lo comen los gusanos. Esto es materialismo. Esto es ateísmo. Si la humanidad ha creído pese a ello, puede creer pese a todo. Pero el porqué de que nuestro destino sea más desesperado por saber el nombre de los gusanos que nos comen o de las partes de nuestro cuerpo que se comen, es algo que cuesta descubrir a una mente inquiridora. Mi principal objeción a estos revolucionarios pseudo científicos es que no son revolucionarios. Son los defensores del lugar común. No hacen vacilar la religión: más bien es la religión la que parece hacerlos vacilar a ellos. Su única respuesta a la gran paradoja es repetir la obviedad.

sábado, 14 de enero de 2012

SOR PATROCINIO, LA "MONJA DE LAS LLAGAS"


Autor: Julio Melones Espolio

Si hay una figura histórica del siglo XIX que alcanzara gran notoriedad en su época y que, sin embargo, hoy pasa prácticamente desapercibida, ésta es precisamente la de Mª dolores de Quiroga y Capodardo, más comúnmente conocida por su nombre de religión, Sor Patrocinio, o también como la “Monja de las Llagas”. Su notoriedad de antaño y el silencio de hogaño son el resultado de la guerra sin cuartel que el mundo moderno desarrolla contra Dios y su obra de redención del género humano. Al principio, esta modernidad impía y antirreligiosa combatió abierta y ferozmente contra la realidad sobrenatural que siempre rodeó la vida religiosa de Sor Patrocinio, pero como no pudo conseguir acabar con dicha realidad sobrenatural, lo mejor que el enemigo ha podido hacer en la hora presente, en orden a sus perversos fines, es el silenciar al máximo la vida y obras de sor Patrocinio. Por estas razones y aprovechando la ocasión del bicentenario de su nacimiento, hemos querido efectuar una breve semblanza biográfica de esta sierva de Dios, a fin de rendirle el homenaje de admiración, devoción y respeto que muy bien merece.

1.-Como lirio entre espinas

“Vino a la vida como rosada flor entre blanca nieve”, así nos la presenta D. Narciso Esténaga, obispo que fuera de Ciudad Real y que dio testimonio de la fe con su sangre martirial en la revolución de 1936. Efectivamente Mª Dolores de Quiroga y Capodardo nació en el campo, junto a la Venta del Pinar en San Clemente de la Mancha (Cuenca) el 27 de abril de 1811, en medio de los avatares de la lucha del pueblo español contra la usurpación bonapartista. Su padre era D. Diego de Quiroga y Valcárcel, natural de la provincia de Lugo, funcionario real de la familia hidalga y a la sazón fugitivo por poner a salvo intereses del real Palacio; su madre se llamaba Dolores Capodardo del Castillo, natural de san Clemente de la Mancha, la cual, encontrándose en una fase muy avanzada de gestación, tuvo que dar a luz apresuradamente, antes de llegar a su localidad natal. Y aquí comienza un fenómeno que sería prácticamente una constante en la vida de la que más tarde llegaría a ser Sor Patrocinio: la persecución y el destierro. La madre, presa de una extraña conducta, dejó abandonada a la recién nacida. Sin embargo, Dios se mostró admirable con su sierva desde aquella hora, ya que su padre acertó a pasar a los tres días por el lugar y oyó con toda claridad una ternísima voz infantil que le llamó “padre” y, hallando a la criatura sobre el suelo, comprendió de inmediato que era su propia hija. Llevó a la niña junto a su abuela materna. Dª Ramona del Castillo, bajo cuya custodia la puso. El día 5 de mayo fue regenerada bautismalmente, imponiéndosele los nombres de María de los Dolores, Josefa y Anastasia.

Al mejorar la suerte de las armas españolas, el matrimonio pudo reunirse y fijó su residencia en San Clemente, donde la pequeña Mª Dolores pasó los años de su infancia, una infancia algo difícil por el rechazo permanente de su madre hacia ella, si bien supo capitalizarlo sobrenaturalmente. A los dos años de edad, visitando la iglesia, parose delante de una imagen de la Virgen María, a quien solicitó infantilmente que se dignase recibirla por hija suya; la Virgen respondió: “Monja serás y madre de muchas monjas”. Durante esta época la Madre del Cielo sustituyó a su madre terrenal, enseñándole materialmente a leer, escribir, coser y bordar.

Con la restauración de Fernando VII, la familia Quiroga se traslada a Valencia, siguiendo el destino del padre, y allí tuvo Mª Dolores la visión del Niño Jesús con dos coronas: una de espinas y otra de rosas; ella escoge la corona de espinas porque era más del agrado del Señor. Y no tardó en probar las espinas. Pues su madre y su hermana Ramona fueron sus verdugos, complaciéndose en perseguirla y atormentarla inhumanamente. En 1821, muere el padre y la familia Quiroga se desplaza a Madrid; Mª Dolores cuenta con diez años y queda sola frente al odio de su madre.

2.-Su ingreso en religión

La madre quiso llevarla por la amplia senda de la mundanidad, ruina por lo común de las almas, proponiéndole el matrimonio con un joven abogado y brillante orador, de ideas liberales y que, andando el tiempo, fundaría el partido progresista, a saber, Salustiano Olózaga. Sin embargo, nuestra protagonista, amparada y apoyada por su tía la marquesa de Santa Coloma, la cual vivía como señora de piso con las Comendadoras de Santiago, ingresó como educanda en su convento, a los quince años de edad, llevando una vida edificante y ejemplar. Las Comendadoras, convencidas de la vocación de la joven, instaron a la madre para que accediese, ofreciendo a su hija dote y renta suficiente de parte de los Caballeros de Santiago, a fin de ingresar como Comendadora. Cuando obtuvo el permiso de su madre, la joven dio su asentimiento a la vida religiosa, pero manifestando que quería llevar esa vida religiosa en una orden más estrecha, señalando su deseo de ingresar en el convento de Jesús, María y José de Caballero de Gracia de Madrid, de la Orden de la Inmaculada Concepción de María Santísima, fundada en el siglo XV por santa Beatriz de Silva. La acabaron apadrinando la duquesa de Benavente y el marqués de Alcañices, y su toma de hábito de novicia se produjo el 19 de enero de 1829 al nombre de Dolores le fue sobrepuesto el de Rafaela.

La nueva hija de la Inmaculada dio rienda suelta a su devoción en la tranquilidad del claustro y a tanto llegaron las inflamaciones de amor de su alma, que nuestro Divino Redentor se le apareció el 30 de julio de 1829, precedido de una cruz, y le imprimió en su costado una llaga. La Sierva de Dios mantuvo en secreto tan señalado favor y el 20 de enero de 1830, tras cumplir el año de postulantado, pudo finalmente emitir sus votos solemnes.

3.-La impresión de las llagas

No habían pasado aún dos meses desde su profesión solemne, cuando Sor Mª de los Dolores Rafaela se tropezó accidentalmente con la Madre Pilar, a la sazón Abadesa; un movimiento espontáneo de dolor acabó delatando la presencia de la llaga. La prudente Abadesa se ocupó de facilitarle los paños adecuados y de guardar silencio sobre el asunto ante la Comunidad; no así ante los superiores de la Orden a quienes fue informando epistolarmente. Sin embargo, la Comunidad no tardó en enterarse, pues la víspera de la Ascensión de ese mismo año de 1830, le fueron impresas las llagas en manos, pies y cabeza ante la Abadesa y otra monja, sangrado públicamente ante toda la comunidad, días más tarde.

Sobre el fenómeno de las llagas llegó a escribir la Madre Pilar: “Pues ¿Qué diré de la abundancia de sangre que por todas derramaba y de la hermosura de todas ellas? Si las tiene cerradas, se ve como por un cristal, porque brilla la pielecita que las cubre y siempre manifiesta la roseta: si abiertas, es un pasmo, se ven los tendones y nervios, tiene como un agujero y no le quita el manejo para nada; Siempre que echa sangre, sale también por la palma, y, en los pies, por la planta también. Jamás se ha puesto nada absolutamente, más que cabezalitos finos y las vendas. Cuando se abren, es la una mayor que la otra. Cuando se cierran, no queda cicatriz en medio, ni nada más que la pielecita que las cubre; lo mismo de la de los pies (…). Pero todo el tiempo que han sido mis ojos testigos desde el primer día que se abrieron, ya de unas, ya de otras, ya de todas juntas, raro ha sido el día que no ha echado sangre de las llagas; y por esta continuación y lo poquísimo que tomaba de alimento parecía imposible el vivir, si Dios, para ostentar su poder, no la conservara”.

Para que su identificación con la Pasión de nuestro Señor fuera aún mayor, Dios permitió durante este tiempo que fuera atormentada por el demonio. Golpes, ruidos, bofetadas, visiones fantasmagóricas espantosas y un largo etcétera fueron los sinsabores que la inocente joven experimentó, mostrándose invicta con el divino auxilio en tan apurados trances, a fin de purificarse como el oro en el crisol.

4.- Aparición de la Virgen del Olvido, Triunfo y Misericordias

Las persecuciones diabólicas –del “Enemigo”, como lo llamaba la Sierva de Dios- van a cesar, pero comenzarán las de los hombres. El 13 de agosto de 1831, antevíspera de la Asunción de Nuestra Señora, tuvo lugar la aparición de la imagen de la Virgen del Olvido, Triunfo y Misericordias en el convento de Caballero de Gracia mientras oraba en el coro con la Comunidad. Dicha imagen tiene un dragón atado con una cadena sujeta a una mano de la Virgen María, quien sostiene al Niño Jesús con la otra. La Imagen se le apareció teniendo por trono los brazos de San Miguel Arcángel y rodeada de ángeles relucientes. Tuvo la Reina del Cielo diversos coloquios con su Sierva, manifestándole que la Imagen se llamaría del “Olvido” para dar a entender a los españoles que la habían olvidado; del “Triunfo”, por el quebrantamiento que la Santísima Virgen supone sobre Satanás, y de “Misericordias”, por querer poner a la vista de todos los mortales que jamás sus misericordias faltarían a quienes la invocasen. También, la Virgen María le indicó su deseo de que sustituyera su último nombre de religiosa (Rafaela) por el de Patrocinio, con el que pasaría a la historia y cuyo significado es el de amparo, protección y auxilio. Ciertamente, España se encontraba en una situación muy delicada: el virus liberal, desarrollado por la i invasión napoleónica y reprimido por Fernando VII, intentaba levantar cabeza tras el triunfo de la Revolución de julio de 1830 en Francia.

Oración a la Santísima Virgen
del Olvido, Triunfo
y Misericordias

Oh Virgen Sacratísima, que quieres ser venerada con el título del Olvido, Triunfo y Misericordias, con promesas inefables a cuantos te invoquen, alcánzanos de tu Hijo y Señor que jamás nos olvidemos de Ti, ni de Él, que triunfemos constantemente del infernal dragón y que gocemos de las divinas Misericordias en lo próspero y adverso, en la vida y en la muerte, en el tiempo y la eternidad. Amén.

La Abadesa y Sor patrocinio encontraron la Imagen de la visión en una vitrina. Nadie en el convento había visto antes la mencionada Imagen. Para mayor esclarecimiento y tranquilidad suya, la Abadesa requirió la presencia del Padre guardián del Convento de San Francisco el Grande, quien intentó estudiar el caso con seriedad y rigor pero mientras interrogaba a las monjas, la Imagen desapareció de la vista de todos. Confuso el Padre Guardián, se retiró para reflexionar y redactar cartas a los restantes conventos de su provincia, solicitando rogativas en “asunto de mucha gravedad”. Dos días más tarde, el 15 de agosto, festividad de la Asunción, retornó al Convento de Caballero de Gracia para continuar sus indagaciones sobre la Imagen, la cual volvió a aparecer al lado de Sor Patrocinio, con gran sorpresa de los allí reunidos, incluido el propio Padre Guardián. La gran alegría que produce el portento se traduce en oración de acción de gracias. De todo lo acontecido se redactó un informe detallado y se remitió a la Santa Sede para su conocimiento. Gregorio XVI se interesó por este asunto y manifestó gran devoción a la Virgen del Olvido, Triunfo y Misericordias, otorgando la correspondiente Bula relativa a la permisión de su culto. La Imagen acompañó siempre a Sor Patrocinio durante su azarosa vida.

5. Comienza la persecución

El siglo XVIII fue un siglo de transición para España. Paulatinamente, se fueron desmantelando los resortes institucionales de la monarquía católica, dando lugar al sistema liberal y anticatólico del siglo siguiente. El regalismo y el volterianismo de la Corte, unido al jansenismo de muchos eclesiásticos, abonó el terreno para la proclamación de la denominada “Constitución de 1812” en medio de los trastornos ocasionados por la invasión napoleónica. La restauración fernandina frenó los proyectos liberales, pero no supo estar a la altura de las circunstancias como se evidenció durante el Trienio Liberal (1820-1823) y por el mantenimiento de la supresión de la Santa Inquisición tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis. La muerte de Fernando VII da lugar en 1833 al inicio de la Guerra Carlista, en la cual, junto al pleito dinástico, se desarrolla una verdadera guerra religiosa, ya que los liberales supieron ver claramente su oportunidad en el triunfo de la causa de Isabel II, a la sazón una niña, y de la Regencia de su madre Mª Cristina. En Madrid, se empieza a difundir por esos años la fama de Sor Patrocinio a quien ya llaman la “Monja de las Llagas”. Entre los hechos que profetiza se encuentra la noche trágica del 17 de julio de 1834, cuando las turbas, azuzadas por la masonería, se lanzan al asalto de conventos. A los jesuitas los mataron y les quemaron el edificio; los dominicos de Santo Tomás y los franciscanos de San Francisco el Grande fueron cruelmente degollados.

Al año siguiente (1835), Sor Patrocinio está enferma y guarda cama. El día 7 de noviembre, una banda de milicianos armados, gente togada, eclesiásticos liberales, con su juez, su escribano y su médico, así como la madre y la hermana de Sor Patrocinio, irrumpe en el pacífico Convento de Caballero de Gracia y, simulando una legalidad por ellos violada y escarnecida, hicieron comparecer ante el juez a todas y cada una de las religiosas para que declarasen cuanto supiesen sobre un pretendido golpe político fraguado por Sor Patrocinio contra la Regencia a favor de D. Carlos, además de lo referente a las llagas que ellos pretendían fingidas y a cierto rapto diabólico; el instigador de todo este ruidosos proceso era el progresista Olózaga, el cual había conseguido el cargo de Gobernador de Madrid. El juez quiso sacar del Convento a sor Patrocinio, pero la Abadesa no lo permitió sin el consentimiento eclesial. La madre y la hermana se quedaron vigilándola en clausura e intentando convencerla de que todavía podía casarse. A los tres días, volvió el juez y la sacaron del Convento como a un criminal, llevándola entre bayonetas a un piso de la Calle Almudena. Tres médicos tenían la misión de cerrarle las llagas. En esos días, Dios le otorgó la gracia de no necesitar comer, dormir, ni la más mínima necesidad corporal, y en la estrecha vigilancia que padecía, Dios no consintió que le reconociesen la llaga del costado, pues cuando lo intentaban, Sor Patrocinio desaparecía, como también desaparecía la Imagen de la Virgen que consigo llevaba, cuantas veces intentaron quitársela. Lo que sí sufrió fueron golpes de fusil y de espada que le quebrantaron la salud. Le cerraban las llagas, pero cuando se las destapaban, seguían sangrando; los médicos, desesperados, porque el tiempo pasaba y no adelantaban nada, llegaron a firmar una declaración de que las llagas habían cicatrizado, pero al destaparlas al día siguiente, salió tal cantidad de sangre que salpicó a todos los presentes. Contra toda justicia, la ingresaron en las Recogidas de Madrid en enero de 1836, donde su mansedumbre y virtud cautivó a las religiosas que regentaban esta institución. Tantas irregularidades forzaron a sus perseguidores a que en abril de 1837 fuera desterrada al Convento de Concepcionistas de Talavera, en el cual cae gravemente enferma, consecuencia y fruto de tantas penas y trabajos padecidos anteriormente. Viendo lo mal que le sentaba aquel clima a Sor Patrocinio, el Vicario Eclesiástico obtuvo permiso del Gobierno en 1839 para trasladarla al Convento de Concepcionistas de Torrelaguna, donde permaneció cinco años.

Estando Sor Patrocinio en Torrelaguna, enfermó su madre, la cual le pidió perdón por todo antes de morir. Sor Patrocinio no cesó en su penitencia y oración por su madre hasta el punto de que a los nueve años de morir, le fue revelado que su madre ya había entrado en el cielo. También murieron por esa época el juez y uno de los médicos que tan injustamente habían actuado contra ella, pidiéndole antes perdón.

Fuera del Convento, tras el final de la Primera Guerra Carlista (1839), tuvo lugar la Regencia de espartero (1840-1843) y la proclamación de la mayoría de edad de Isabel II. Con el inicio del poder de los liberales moderados, y ante las protestas del pueblo, se levanta el 18 de septiembre de 1844 el destierro de Sor Patrocinio, quien regresa a Madrid al Convento de la Latina, done reencuentra a su querida Madre Pilar con la Comunidad del antiguo Convento del Caballero de Gracia. Cinco años más tarde, muere la Madre Pilar y Sor Patrocinio, a sus treinta y ocho años es elegida Abadesa. No dura mucho aquella calma, pues el general Narváez, dueño a la sazón de los destinos políticos de España, es engañado por los enemigos políticos de Sor patrocinio (conscientes del creciente ascendiente que la Sierva de Dios tiene sobre Isabel II y su esposo D. Francisco de Asís) y la destierra en octubre de 1849 al convento de Santa Ana de Badajoz. Pero al cabo de siete semanas, descubre el engaño y permite su vuelta a Madrid. Sin embargo, el atentado de Merino contra Isabel II constituye otro pretexto y aquella bendita Religiosa sale desterrada para el extranjero el 4 de marzo de 1852, acompañada por agentes de policía.

6.-Regreso a España e inicio de las fundaciones

Traspasada la frontera y por presiones del Gobierno español que la quiere ver en Roma, Sor Patrocinio llega a Montpellier donde muere una de las religiosas que la acompañaban, víctima de los sufrimientos. El obispo de Montpellier, al contemplar el mal estado de salud de Sor Patrocinio y de otra religiosa superviviente que la acompañaba, impide que se dirijan a Roma, coincidiendo con el parecer del embajador español en París (D. Juan Donoso Cortés, marques de Valdegamas). Sor Patrocinio finaliza su viaje en Pau, donde ingresa en el Convento de las ursulinas.

Al final se hace justicia y en octubre de 1853, la Sierva de Dios regresa a España y se i ínstala en Madrid, donde inaugura escuelas gratuitas para niñas necesitadas. El año 1854 es el de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción y como recuerdo de tan importante dogma, Sor Patrocinio obtiene del papa Pío IX el privilegio de poder usar las religiosas de sus comunidades el manto azul en todos los actos de comunidad.

De nuevo la persecución arrecia y en 1855, es desterrada a Baeza de allí a Benavente y, más tarde a Torrelaguna, donde recibe la inesperada visita del general Narváez, quien, comprobando la pobreza y estrechez de las monjas, solicita de Isabel II un convento en Aranjuez para Sor Patrocinio. La comunidad se traslada a Aranjuez en abril de 1857, abriendo junto al nuevo convento un colegio de niñas pobres. La buena formación que reciben estas niñas, impulsa la ampliación de su obra educativa, recibiendo en internado a niñas de familias distinguidas de Madrid. Con la ayuda de la Corte, se fundarán conventos y colegios, durante una década, en los reales sitios de La Granja, El Escorial, El Pardo y Lozoya, así como también en Guadalajara. Además reforma varios conventos como el de Manzanares (Ciudad real). Es una época de apogeo, donde sus conventos se llenan de religiosas, cumpliéndose así la profecía que la Virgen le hiciera a los dos años de edad (“Monja serás y Madre de muchas monjas”) Especialmente, quiso inculcarles siempre a sus religiosas un gran amor al Santísimo Sacramento y al rezo del Oficio divino. Sobre el rezo del Oficio Divino solía decir: “Si supierais, amadas hijas, lo que pasa entre el Cielo y la tierra todo el tiempo que el oficio Divino se está rezando, desearíais que nunca se concluyese”.

7.-Nuevo destierro a Francia

En septiembre de 1868, estalla una nueva Revolución que acaba derrocando a Isabel II. Sor Patrocinio, advertida por el arzobispo de Toledo, consigue huir a Francia por vía férrea a pesar de los intentos de la masonería por evitarlo. A su llegada a Francia, la familia del conde de Garat le deja una casa a las afueras de Bayona.

Con el correspondiente permiso eclesiástico, la sierva de Dios consigue fundar en territorio francés (Bayona, Montmorrency y Bonneuil), aprovechando el impulso devocional a la Inmaculada Concepción que las apariciones de Lourdes habían suscitado. En estas nuevas fundaciones consigue recoger a las concepcionistas españolas expulsadas por los liberales y procedentes de los conventos por ella fundados en España.

En 1870, se produce la guerra franco prusiana y tras la prisión de Napoleón III, tiene lugar la rebelión de la Comuna de París. Sor Patrocinio se encuentra por esas fechas en París y se salva providencialmente del furor revolucionario. Después de la caída de la Comuna, Sor Patrocinio consigue sacar adelante sus fundaciones en Francia a pesar de las dificultades que tuvo que afrontar, entre ellas, la traición de una de sus religiosas.

8.-Regreso definitivo a España

Con la Restauración de Alfonso XII en España (1874) renació poco a poco la calma. El mismo Alfonso XII escribe a Sor Patrocinio invitándola a regresar a España, pero ella remite esta solicitud a las autoridades eclesiásticas. En 1877, el nuevo arzobispo de Toledo, cardenal moreno, le manda regresar a España y Sor Patrocinio llega el 21 de enero de ese año a su querido Convento de Guadalajara, donde permanecería los catorce últimos años de su vida, ocupada en laudabilísimas obras. Entre ellas, destaca la restauración de su santiguas fundaciones en España cuya vida de comunidad se había visto trastornada por la Revolución de 1868, como antes indicamos.

El 27 de enero de 1891, con casi 80 años de edad y más de 62 años de religión, la Sierva de Dios fallece en el mencionado convento de Guadalajara, donde actualmente se encuentran sus restos mortales. Las religiosas que amortajaron su cuerpo pudieron contemplar que aún seguía manteniendo las llagas. En 1921, se inició su proceso de beatificación, el cual está todavía pendiente de resolución.

9.-Epílogo

Dos fechas marcan el inicio y el fin de la civilización cristiana. La primera, es el año 313, cuando el emperador Constantino, bajo el signo de la Cruz, vence a su rival en el puente Milvio y permite el culto católico, favoreciendo además a la Iglesia con numerosas donaciones. Se crea así un ambiente que permitirá años más tarde al emperador Teodosio el Grande el declarar la religión católica como religión oficial del Imperio, cerrando “Manu militari” los templos paganos y suprimiendo los Juegos Olímpicos. De esta manera, el paradigma toma forma histórica concreta y, a pesar de los ataques que el Imperio Romano, ya cristiano, sufrirá, la restauración del estado católico se consolidará finalmente con el Sacro Imperio Románico-Germánico y las diversas Monarquías católicas. La segunda fecha es el año 1789, año e la Revolución Francesa, la cual inaugura sangrientamente la separación de la Iglesia y del Estado, dando lugar a la actual apostasía de las naciones, cuyo devastador impulso ha conseguido dominar no sólo el espacio cívico-social, sino llegar también hasta lo más profundo del santuario, tras el denominado “Vaticano II”. Como faro luminoso y remedio extremo ante tanta confusión y ruina de las almas, surge a la vez majestuosa y consoladora la figura de la Santísima Virgen María con varias apariciones públicas y significativas, siendo la primera de ellas en este sentido la de la Medalla Milagrosa en parís (1830). En este marco simultáneo de tragedia y salvación se desarrolla, con particular protagonismo, la trayectoria vital de Sor Patrocinio. Ella fue blanco del odio del impío sectarismo liberal y masónico, sufriendo numerosas persecuciones, las cuales llevó con resignación y paciencia, conformándose con el divino Maestro hasta el punto de recibir la impresión de sus mismas llagas. Pero además, ella fue elegida para comunicar un mensaje de esperanza y salvación a esa sociedad cristiana que en España se hundía: el de la Virgen del Olvido, Triunfo y Misericordias. He aquí, el gran relieve a la par histórico y sobrenatural de sor Patrocinio, cuya abnegación, paciencia y devoción mariana constituyen para nosotros un modelo a imitar en estos tiempos de apostasía y perdición.

Fuente: Revista Tradición Católica nº 234 Octubre-diciembre 2011

Trascrito por Inmaculada Ruiz