domingo, 27 de abril de 2014

EN VÍSPERAS DE LAS FALSAS CANONIZACIONES

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26/04/2014 Recemos en desagravio, pues estamos en las vísperas de otro gran acto de traición a la Iglesia Católica: la “iglesia” conciliar va a “canonizar” dos hombres que tuvieron participación fundamental en la destrucción de la religión perpetrada en la última mitad de siglo. Uno de ellos, Juan XXIII, ha sido quien, despreciando el mensaje de Nuestra Señora de Fátima y llamando de “profetas de desgracia” a los que preveían el mal que se haría a la Iglesia, convocó el latrocinio Vaticano II. El otro, Juan Pablo II, ha sido quien más lejos ha llevado la aplicación del maldito conciliábulo, sea persiguiendo a los verdaderos católicos, sea practicando los más absurdos actos de sincretismo religioso, rebajando la única verdadera religión al nivel de las falsas.

¿Santos? ¿Cómo puede uno ser santo si ha pasado su vida haciendo el mal y, por lo menos publicamente, jamás ha demostrado cualquier arrepentimiento? ¿Cómo puede ser santo, o sea amigo de Dios en la eternidad, alguien que ha pasado la vida siendo amigo de los enemigos de Dios? ¿Cómo puede ser santo, o sea modelo de acción para las gentes, alguien que ha dado ejemplos horribles de indiferentismo religioso? ¿Cómo puede ser santo, o sea seguidor irreprensible de la doctrina de Cristo, alguien que era hereje público, manifiesto y contumaz?

¿Cómo puede un católico quedarse callado delante de tan manifiesta iniquidad, que es la “canonización” de dos destructores de la religión? Todo católico tiene el deber de hablar, pero la mayoría se calla. A los pocos que hablan, hay siempre un traidor para intentar callarlos. Pero las Escrituras dicen que “las piedras hablarán”. Y la naturaleza está hablando. Cuando las “reliquias” de Juan Pablo II fueron llevadas para el santuario de Lourdes, en Octubre de 2012, hubo tal inundación en la ciudad, debido a la subida de las aguas del río, que impidió la “veneración”. En Junio de 2013, algunas horas después que fue anunciada la “canonización” de Wojtyla, otra inundación semejante se produjo. Coincidencia? Es difícil creer. El último jueves, tres días antes de las “canonizaciones”, un enorme crucifijo blasfemo, curvado, con el Cristo colgado en la horizontal, se quebró y cayo sobre un hombre, matándolo. La “obra de arte” de pésimo gusto era dedicada a Juan Pablo II, y el hombre que ha muerto moraba en una calle llamada Juan XXIII¿Más coincidencias?

Pero, ¿para que necesitamos señales? Tal vez los más simples puedan ser llamados por ellos a una reflexión y a un estudio más profundos. Pero a aquellos que tienen un cierto conocimiento de lo que es la verdadera doctrina de la Iglesia, nada más les hace falta sino utilizar la razón que se les ha dado Dios. ¿Y quien puede aceptar como legítima la “canonización” de uno que solo ha dado demostraciones públicas de apostasía? ¿Cómo puede un católico instruido aceptar la mentira de que hubo santidad en la vida privada, cuando en la vida pública solo se ha visto atentados en contra de la Fe? Otro raciocinio que tenemos el deber de hacer: tiendo en vista que la canonización es una declaración de ejercicios de virtudes en nivel heroico, de modo que el santo es un ejemplo a ser seguido, entonces un Wojtyla “canonizado” sería también un ejemplo a ser seguido. Esto nos llevaría a aceptar como buenos sus actos que han sido, en  realidad, verdaderas traiciones a Cristo y a Su Iglesia. Y, por consecuencia, los verdaderos santos de la Iglesia serían malos, porque hicieron lo contrario de lo que hizo Wojtyla, Absurdo!

Pruebas de las herejías y de los actos de traición de estos pseudo-santos no faltan. Don Luigi Villa, por ejemplo, ha mostrado lo cuanto todos los jefes de la “iglesia” conciliar han sido o son, en ideias y actos, enemigos aguerridos de la Iglesia Católica y amigos de los enemigos de Cristo. Y él no es el único. No faltan, en Internet, largas listas de las traiciones promovidas desde Roncalli hasta Bergoglio. No ha sido sin razón que Monseñor Marcel Lefebvre cualificaba Wojtyla, por ejemplo, de “anticristo” y “inspirado por el diablo a servicio de la masonería”. Pero el Iscariote suizo dijo, en 2002, que “si el papa me llama, voy corriendo”…

Y tenemos todavía más desgracia llegando, pues yá están hablando en “canonizar” Pablo VI en octubre de este año. Con esto, casi todos los fallecidos jefes de la “iglesia” conciliar estarían “canonizados”, con excepción solo de Juan Pablo I. En esta falsa iglesia no existe ninguna seriedad, y estas “canonizaciones” en serie son un ultraje a la memoria de los verdaderos santos. Las “canonizaciones” modernas no pasan de mera publicidad, pues, en realidad, lo que está siendo “canonizada” es la anti-religión, la religión del hombre, promovida desde el latrocinio Vaticano II. El proceso de canonización, extremamente rígido, ha sido ignorado, porque las “canonizaciones” de los líderes modernistas no es más que un programa de promoción de la própia herejía modernista. Todo es propaganda de la secta que se hace pasar por Iglesia Católica.

Lo peor es que la multitud va siguiendo como boyada…

Y van a venerar como santos a hombres que deberían, en realidad, ser excomulgados.

sábado, 26 de abril de 2014

PREDICCIÓN DEL PAPA SAN PÍO X SOBRE FRANCIA


San Pío X, cuando iba a beatificar a Santa Juana de Arco, encargaba al obispo de Orleans: «Decid a los franceses que hagan su tesoro de los testamentos de San Remigio, de Carlomagno, de San Luis, que se resumen en estas palabras tan repetidas por la heroína de Orleáns: Viva Cristo que es el Rey de Francia.» 

En la beatificación del Cura de Ars (1905) había dicho: ésto «prueba que Dios mantiene su predilección por Francia; muy pronto obrará prodigios que nos darán la alegría de constatarlo por los hechos». 

Y el 27 de noviembre de 1911: «El pueblo que hizo alianza con Dios en las fuentes bautismales de Reims se arrepentirá y volverá a su primitiva vocación.., y el Señor le dirá: Hija primogénita de la Iglesia, nación predestinada, vaso de elección, ve a llevar mi nombre a todos los pueblos y a todos los reyes de la tierra.»

EL TIEMPO QUE SE APROXIMA
P. José Luis Urrutia, S.J.

viernes, 25 de abril de 2014

UN HOMBRE MUERE APLASTADO POR UN CRUCIFIJO GIGANTE DEDICADO A JUAN PABLO II

¿ALGUIEN EN EL VATICANO ESTÁ ATENTO A LAS SEÑALES DEL CIELO?
Un hombre de 21 años murió aplastado ayer jueves por un crucifijo gigante de 30 metros de altura dedicado a Juan Pablo II en la localidad de Cevo, norte de Italia. Muchos ya interpretan este trágico suceso como un mal augurio para las canonizaciones del domingo 27, cuando los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II serán canonizados. Lo que parece más que una coincidencia es que el fallecido, Marco Gusmini, vivía en una calle llamada Juan XXIII.

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domingo, 20 de abril de 2014

¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!


Apostolado Eucarístico les desea a todos sus lectores y 
amigos una Santa y Feliz Pascua de Resurrección.

sábado, 19 de abril de 2014

REFLEXIONES SOBRE LA PASIÓN DE JESUCRISTO VII - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO


CAPITULO VII 

REFLEXIONES SOBRE LOS PRODIGIOS 
ACONTECIDOS EN LA MUERTE DE JESUCRISTO 

I. Duelo general de la naturaleza. La tinieblas 

Cuentan, como refiere Cornelio Alápide, que, hallándose San Dionisio Areopagita en Heliópolis de Egipto, exclamó en el tiempo en que expiraba Jesucristo: «O padece Dios, autor del universo, o se descompone la máquina del mundo». Otros autores, como Miguel Syngelo y Suidas, lo refieren de otra manera, pues cuentan que dijo: «El Dios desconocido padece en su cuerpo, por lo que el universo se obscurece con estas tinieblas». Y Eusebio escribe, tomándolo de Plutarco, que en la isla de Praxas se oyó una voz potente que decía: «El Gran Todo ha muerto». Y luego oyeron gran estruendo y vocerío, como de gentes que se lamentaban. Eusebio interpretó la palabra Pan por Lucifer, que quedó muerto con la muerte de Cristo, al verse despojado del imperio que ejercía sobre los hombres, si bien Barradas la toma por el mismo Cristo, ya que la palabra Pan en griego significa Todo, y se aplica a Jesucristo, Hijo de Dios, que es el Todo, es decir, toda clase de bienes. 

Lo cierto es lo que nos dice el Evangelio, que en el día de la muerte del Salvador, desde la hora de sexta a la de nona, permaneció obscurecida la tierra, y que, en el momento de expirar el Señor, el velo del templo se desgarró por medio y sobrevino universal terremoto, que rasó los peñascos. 

Hablando de las tinieblas, observa San Jerónimo que fueron ya predichas por el profeta Amós con estas palabras: Y en aquel día acaecerá, dice el Señor, Yahveh, que haré ponerse el sol al mediodía. Comentando a continuación el texto San Jerónimo, dice que entonces el sol, al parecer, recogió su luz, para que no gozasen de ella los discípulos de Jesucristo. Y en el mismo lugar añade que el sol se escondió, como si no se atreviese a mirar al Señor, pendiente de la cruz. Y con más propiedad añade aún San León que a la sazón quisieron todas las criaturas demostrar a su modo el dolor que las embargaba en la muerte de su Creador. De igual parecer es Tertuliano, quien, hablando especialmente de las tinieblas, dice que el mundo con aquella obscuridad quiso como celebrar las exequias del Redentor. 

San Atanasio, San Crisóstomo y Santo Tomás nos advierten que esta obscuridad fue en extremo prodigiosa, ya que el eclipse total de sol no puede tener lugar más que en el novilunio y no en el plenilunio, en que acaeció la muerte del Salvador. Además, siendo el sol mucho mayor que la luna, no podía ésta ocultar toda la luz del sol, y, sin embargo, el evangelista asegura que las tinieblas cubrieron toda la tierra. Añádase a esto que, aunque el eclipse de sol hubiera sido total, la obscuridad hubiese durado contados minutos, en contra de lo que afirma el Evangelio, que duró por espacio de tres horas consecutivas, de la hora sexta a la nona. De este estupendo prodigio de las tinieblas habla Tertuliano en su Apologético, diciendo a los gentiles que en los documentos de sus archivos hallarán consignado el gran prodigio del obscurecimiento del sol en la muerte de Jesucristo. Eusebio confirma este hecho en su crónica, aduciendo el testimonio de Flegón, liberto de Augusto, escritor contemporáneo, quien dice: «En el cuarto año de la olimpíada 202.ª hubo un eclipse de sol mayor que todos los conocidos hasta entonces; al mediodía se hizo de noche, de suerte que las estrellas brillaban en el firmamento». 

II. Rásgase el velo del templo 

Cuéntase, además, en el Evangelio de San Mateo que el velo del santuario se rasgó en dos de arriba abajo. Describe también el Apóstol el tabernáculo y el templo, en que se hallaba el lugar santísimo, con el arca del testamento, que contenía el maná, la vara de Aarón y las tablas de la ley; el arca constituía el propiciatorio. El primer tabernáculo, que estaba ante el lugar santísimo, estaba cubierto con un primer velo, y en él entraban tan sólo los sacerdotes a ofrecer sus sacrificios, y el sacerdote sacrificante mojaba el dedo en la sangre de la víctima, haciendo siete aspersiones hacia el velo. En el segundo tabernáculo del lugar santísimo, que siempre se hallaba cerrado y cubierto por un segundo velo, entraba solamente el sumo sacerdote, únicamente una vez al año, llevando la sangre de la víctima, que por sí mismo ofrecía. 

Todo esto encerraba grandes misterios: el santuario siempre cerrado era emblema de la separación que mediaba entre los hombres y la divina gracia, la cual no podrían recibir sino mediante el gran sacrificio que un día Jesucristo ofrecería por sí mismo, figurado ya en todos los sacrificios antiguos, que por eso San Pablo lo llamaba Pontífice de los bienes venideros, quien por medio de un tabernáculo más perfecto, es decir, mediante su sacratísima humanidad había de entrar en el lugar santísimo, es decir, en la presencia de Dios, cual mediador entre El y los hombres, ofreciendo la sangre, no ya de becerros y machos cabríos, sino su propia sangre, con la que había de consumar la obra de la redención humana, abriéndonos así las puertas del cielo. 

Pero oigamos las palabras del mismo Apóstol: Mas Cristo, habiéndose presentado como Pontífice de los bienes venideros, penetrando en el tabernáculo más amplio y más perfecto, no hecho de manos, esto es, no de esta creación, y no mediante sangre de machos cabríos y de becerros, sino mediante su propia sangre, entró de una vez para siempre en el santuario, consiguiendo una redención eterna. Léese Pontífice de los bienes venideros para diferenciarlo del pontificado de Aaron que sólo impetraba del cielo bienes terrenos de la presente vida; en cambio, Jesucristo nos había de alcanzar los bienes venideros, que son celestiales y eternos. Añádase en el tabernáculo más amplio y más perfecto, cual fue la santa humanidad del Salvador, verdadero tabernáculo del Verbo divino, no hecho de manos, porque el cuerpo de Jesús no fue formado por obra de hombre, sino del Espíritu Santo. Sigue diciendo: no mediante sangre de machos cabríos y de becerros, sino mediante su propia sangre, porque la de estos animales sólo servía para purificar la carne, en tanto que la sangre de Jesucristo purifica el alma con la remisión de los pecados. Acaba diciendo: entró de una vez para siempre en el santuario, consiguiendo una redención eterna. Esta palabra, consiguiendo, denota que tal redención no podíamos pretenderla ni esperarla antes que el Señor nos la hubiese prometido, sino que tan sólo pudo encontrarla la divina bondad. Llámase eterna porque el sumo sacerdote de la antigua alianza sólo una vez al año podía entrar en el santuario, en tanto que Jesucristo, consumando una vez el sacrificio con su muerte, nos mereció una redención eterna, que bastará para expiar siempre todos nuestros pecados, como escribe el propio Apóstol: Porque con una sola oblación ha consumado para siempre a los que son santificados. 

Añade el Apóstol: Y por esto es mediador de un Nuevo Testamento. Moisés fue mediador del Antiguo Testamento, es decir, de la antigua alianza, que no tenía virtud de reconciliar a los hombres con Dios, porque, como explica San Pablo en otro lugar, nada llevó la ley a la perfección. En cambio, Jesucristo, en la nueva alianza, llegó a satisfacer cumplidamente la justicia divina por los pecados de los hombres, y por sus merecimientos les alcanzó el perdón y la divina gracia. Escandalizábanse los judíos al oír que el Mesías había redimido a la humanidad con la muerte tan ignominiosa, y se amparaban para ello en la ley, diciendo: Nosotros hemos oído de la ley que el Mesías permanece eternamente. Pero se equivocaban de plano, porque la muerte fue ,el medio por el que Jesucristo se hizo mediador y salvador de los hombres, ya que, en atención a su muerte, se prometió a los predestinados la herencia del cielo: Y por esto es mediador de un Nuevo Testamento, a fin de que, habiendo intervenido muerte para rescate de las transgresiones ocurridas durante la primera alianza, reciban los que han sido llamados la promesa de la herencia eterna. Por eso San Pablo nos alienta a poner todas nuestras esperanzas en los merecimientos de la muerte de Jesucristo: Teniendo, pues, hermanos, segura confianza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesucristo, entrada que El inauguró para nosotros como camino, nuevo y viviente a través del velo, esto es, de su propia sangre. Tenemos, dice, gran fundamento para esperar la vida eterna en la sangre de Jesucristo, que nos ha abierto el nuevo camino del paraíso. Dice nueva porque antes nadie lo había pisado, y Cristo lo allanó, sacrificando en la cruz su carne sagrada, de la cual fue figura el velo del templo, porque así como el velo se rasgó en la pasión del Señor, dice San Juan Crisostomo, así, al ser desgarrada la carne de Cristo en su pasión, nos abrió las puertas del cielo, hasta entonces cerrado. Por eso nos exhorta el Apóstol a ir confiadamente al trono de la gracia en busca de la divina misericordia. Este trono de la gracia es puntualmente Jesucristo; si a El recurrimos en los peligros que nos acosan para perdernos, hallaremos la misericordia de que nos habíamos hecho indignos. 

Volvamos ya al citado texto de San Mateo: Mas Jesús, habiendo clamado con gran voz, exhaló el espíritu; y he aquí que el velo del santuario se rasgó en dos de arriba abajo. El desgarrarse el velo del templo de arriba abajo, presenciado por todos los sacerdotes y el pueblo, acontecido en el mismo momento de la muerte de Jesucristo, no pudo acontecer sin un prodigio sobrenatural, porque el temblor de tierra no hubiera podido rasgar de tal manera el velo. Aconteció para darnos Dios a entender que no quería el templo cerrado, como lo ordenaba la ley, sino que en adelante El mismo sería el santuario abierto a todos por medio de Jesucristo. 

Opina San León que el Señor, al permitir se desgarrara el velo, demostró patentemente que acababa el antiguo sacerdocio y comenzaba el sacerdocio eterno de Jesucristo y que quedaban abolidos los antiguos sacrificios, para dar paso a una nueva ley, como escribe el Apóstol: Porque, transferido el sacerdocio, fuerza es que se produzca también la transferencia de la ley. Por aquí llegamos a convencernos de que Jesucristo es el fundador tanto de la ley primera como de la segunda, y de que la antigua, con su tabernáculo, sacerdocio y sacrificios, era figura del sacrificio de la cruz, en la cual debía llevarse a cabo la obra de la redención humana, por manera que todo cuanto había de obscuro y misterioso en la antigua ley, sacrificios, fiestas y promesas, tornóse claro en la muerte del Salvador. Finalmente, dice Eutiquio que el velo rasgado denotaba que estaba roto el muro que separaba el cielo de la tierra, de manera que quedaba abierto a los hombres el camino para ir arriba sin impedimento alguno. 

III. El temblor de la tierra 

Dícese, además, en el Evangelio que la tierra tembló y las peñas se hendieron. Es un hecho notorio que en la muerte de Jesucristo hubo un grande y universal terremoto, de modo que todo el orbe terráqueo recibió fuerte sacudida, como escribe Orosio. Y Dídimo añade que la tierra tembló hasta sus cimientos. Flegón, liberto del emperador Adriano, citado por Orígenes y por Eusebio en el año 33 de Cristo, afirmando que con este terremoto sobrevino gran ruina en los edificios de Nicea de Bitinia. Más aún, Plinio, que vivió en tiempo de Tiberio, en cuyo reinado fue Cristo crucificado, y Suetonio aseguran que por aquel tiempo un gran terremoto derribó doce ciudades del Asia; los sabios atestiguan que con este suceso se verificó la profecía de Ageo: Dentro de un poco yo haré estremecerse los cielos y la tierra. De ahí que escriba San Paulino de Nola que Jesucristo, aun cuando estaba enclavado en la cruz, para demostrar quién era, aterró desde ella al mundo. 

Agricomio observa que aun se guardan vestigios hasta el presente de aquel terremoto, percibiéndose aún sus señales en el Calvario, pues a la parte izquierda hay una gran hendidura, por la que cabe holgadamente un hombre y tan profunda, que no se ha podido investigar su fondo. Según Baronio, en mu-chas otras partes se vieron también rasgados los montes. En el promontorio de Gaeta se ve aún hoy cierta montaña de piedra viva, que, según es fama, se rasgó de arriba abajo en la muerte del Señor, manifestándose a las claras ser aquello obra prodigiosa, ya que por la hendida peña pasa un brazo de mar y las desigualdades de entrambas partes se completan proporcionalmente entre sí. Idénticas tradiciones existen en el monte Colombo, cercano a Rieti, y en Montserrat, de España, y en varias montañas tajadas cercanas a Cagliari, en la isla de Cerdeña. Más admirable es todavía lo que se contempla en el monte Alvernia, en la Toscana, donde San Francisco recibió el don de las sagradas llagas y donde se ven en revuelta confusión masas enormes de peñascos, y según el testimonio de Wadingo, el ángel reveló a San Francisco que aquél fue uno de los montes que se quebraron en la muerte de Jesucristo. 

«¡0h pechos de los judíos, exclama San Ambrosio, más duros que las peñas, pues éstas se quiebran y sus corazones se endurecen!» 

IV. Resurrecciones y conversiones 

Prosigue San Mateo describiendo los prodigios acaecidos en la muerte de Cristo, y dice: Y los monumentos se abrieron, y muchos cuerpos de los santos que descansaban resucitaron, y saliendo de los monumentos después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. Este abrirse los monumentos, opina San Ambrosio, anunciaba la derrota de la muerte y la restitución de la vida a los hombres mediante la resurrección. 

San Jerónimo, San Beda el Venerable y Santo Tomás son de opinión que aun cuando a la muerte de Cristo se abrieron los sepulcros, con todo, los muertos no resucitaron antes de la resurrección del Señor, como categóricamente afirma San Jerónimo. Lo que concuerda con lo que dice el Apóstol al llamar a Jesucristo primogénito de los muertos, para que en todas las cosas obtenga El la primacía, pues no convenía que, habiendo triunfado de, la muerte, resucitase otro antes que Cristo. 

Dice también San Mateo que resucitaron varios santos y que, saliendo de las tumbas, se aparecieron a muchos: no fueron otros sino quienes creyeron y es-peraron en el Redentor, cuya fe y confianza en el Mesías quiso Dios premiar, según la predicción de Zacarías, en que, hablando con el futuro Mesías, le dice: También tú, en razón de la sangre de tu alianza (conmigo), yo soltaré a tus cautivos de la fosa sin agua; es decir: Y tú, ¡oh Cristo!, por los méritos de tu sangre bajaste a la prisión o lago subterráneo —al limbo, donde estaban detenidas las almas de los santos patriarcas, privadas del agua del consuelo— y las libraste de aquella cárcel para llevarlas a la eterna gloria. 

San Mateo continúa diciendo que el centurión y sus subordinados, que fueron los encargados de la ejecución de la sentencia de muerte contra el Salvador, no obstante la ceguedad y obstinación de los judíos, que proseguían aplaudiendo la injusta muerte, con todo, movidos por los prodigios de las tinieblas y el terremoto, fueron los primeros en reconocerlo como verdadero Hijo de Dios. Estos soldados fueron las dichosas primicias de los gentiles que abrazaron la fe de Jesucristo después de su muerte, puesto que, apoyados en los méritos de Jesús, tuvieron la gran ventura de reconocer sus pecados y de esperar el perdón. Añade San Lucas que todos los demás que presenciaron la muerte de Jesucristo y los prodigios referidos volvieron dándose golpes de pecho en señal de arrepentimiento por haber cooperado o al menos aplaudido la muerte del Salvador. También en los Actos de los Apóstoles vemos que muchos judíos, al oír la predicación de San Pedro, se arrepintieron y le preguntaron qué debían hacer para salvarse, y San Pedro les respondió que hicieran penitencia y se bautizaran, cosa que al punto hicieron sobre tres mil personas. 

V. Abren el costado de Cristo 

Vinieron después los soldados y quebraron las piernas de los dos ladrones; mas al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le trataron de la misma manera, sino que uno de ellos, con la lanza, le abrió el costado, del que salió al instante sangre y agua. 


Dice San Cipriano que la lanza fue directa a atravesar el corazón de Jesús, lo que también fue revelado a Santa Brígida. Del costado brotó sangre y agua, y esto se explica porque la lanza, antes de llegar al corazón, tuvo que atravesar el pericardio, que está cargado de humor acuoso. San Agustín hace notar que el evangelista emplea la palabra abrir porque entonces se abrió en el corazón del Señor la puerta de la vida, de la que salieron los sacramentos, por los que se entra en la vida eterna. Por eso se dice que en la sangre y el agua que brotaron del costado de Jesucristo estuvieron figurados los sacramentos, pues el agua es símbolo del bautismo, primero de los sacramentos; y el más excelente de todos ellos, que es la Eucaristía, está simbolizado en la sangre de Jesús. 

San Bernardo añade que Jesucristo quiso recibir la herida para que por la llaga exterior viniésemos en conocimiento de la invisible herida que el amor había abierto en su pecho. ¿Quién, pues, no amará a este Corazón, llagado por nuestro amor? 

San Agustín, hablando de la Eucaristía, dice que el santo sacrificio de la misa no es hoy menos eficaz ante Dios de lo que fueron la sangre y el agua que brotaron en aquel día del costado herido de Jesucristo. 

VI. Sepultura y resurrección de Jesucristo 

Terminemos este capítulo haciendo algunas reflexiones acerca de la sepultura de Jesucristo. Jesús vino al mundo no sólo para redimirnos, sino también para enseñarnos con su ejemplo toda suerte de virtudes, y especialmente la humildad y la santa pobreza, compañera inseparable de la humanidad. De ahí que quisiera nacer pobre en una gruta, vivir pobre en un taller por espacio de treinta años y, finalmente, morir pobre y desnudo en una cruz, hasta el punto de ver con sus propios ojos, antes de expirar, que los soldados dividían sus vestiduras; al morir tuvo necesidad de recibir una mortaja de limosna. 



Consuélense los pobres mirando a Jesucristo, rey del cielo y de la tierra, viviendo y muriendo tan pobre para enriquecernos con sus merecimientos y bienes, como escribe el Apóstol: Por vosotros, siendo rico, se empobreció, para que vosotros con su pobreza os enriquecieseis. Con este fin de imitar la pobreza de Jesucristo despreciaron los santos todas las riquezas y honores de la tierra, para llegar un día a gozar con Cristo de las riquezas y honores celestiales que tiene preparados para quienes le aman. De estos bienes hablaba el Apóstol cuando decía: Lo que ojo no vió, ni oído oyó, ni a corazón de hombre se antojó, tal preparó Dios a los que le aman. 

Jesucristo resucitó con la gloria de poseer, no sólo como Dios, sino también como hombre, todo poder en el cielo y en la tierra, por manera que todos los ángeles y todos los hombres le rinden vasallaje. Regocijémonos, pues, al ver glorificado a nuestro Salvador, nuestro padre y nuestro mejor amigo; alegrémonos, porque la resurrección de Jesucristo es prenda segura de la nuestra y de la gloria que un día hemos de gozar en el cielo en cuerpo y alma. 


Apoyados en esta esperanza, padecieron los santos mártires con alegría todas las penalidades de la vida y los más crueles tormentos de los tiranos. Pero convenzámonos de que no gozará con Cristo quien no quiera padecer ahora con Cristo ni alcanzará la corona de la inmortalidad quien no combata varonilmente para alcanzarla. Que nos sirva de aliento el consejo del mismo Apóstol, que asegura que todos los sufrimientos de esta vida son nonada y pasajeros en cotejo de los bienes inmensos y eternos que esperamos disfrutar en el paraíso. Esforcémonos, pues, por conservar siempre la gracia de Dios y pedirle la perseverancia de su amor, porque sin oración, y continua oración, no lograremos la perseverancia ni alcanzaremos la salvación. 

¡Oh dulce y amable Jesús mío!, ¿cómo habéis podido amar tanto a los hombres, que, para demostrarles vuestro amor, no rehusasteis morir desangrado y afrentado en tan infame leño? ¡Oh Dios!, y ¿cómo son tan pocos los hombres que os amen de todo corazón? ¡Ah, querido Redentor mío, entre estos poquitos quiero contarme yo, pobrecito que en lo pasado me olvidé de vuestro amor y troqué vuestra gracia por míseros deleites! Conozco el mal hecho, me arrepiento de todo corazón y quisiera morir de dolor. Ahora, amado Redentor mío, os amo más que a mí mismo y estoy presto a morir mil veces antes que perder vuestra amistad. Os agradezco las luces que me habéis dado; Jesús mío, esperanza mía, no me abandonéis y continuad prestándome vuestra ayuda hasta la muerte.

San Alfonso María de Ligorio

REFLEXIONES SOBRE LA PASIÓN DE JESUCRISTO VI - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO


CAPÍTULO VI 

REFLEXIONES SOBRE LA MUERTE DE JESUCRISTO 
Y LA NUESTRA 

I. Jesús triunfa de la muerte 

Escribe San Juan que nuestro Redentor, antes de expirar, inclinando la cabeza entregó el espíritu, queriendo con ello darnos a entender que aceptaba la muerte con plena sumisión, de mano del Padre, llegando su obediencia hasta el extremo, pues como dice San Pablo: Se abatió a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Estando Jesús en la cruz, clavado de pies y manos, no podía mover libremente otra parte del cuerpo que la cabeza. Dice San Atanasio que la muerte no se atrevía a acercarse a quitar la vida a su autor, por lo que necesitó que el Señor inclinara la cabeza para invitarla a que llegase a acabarlo. San Ambrosio nota que San Mateo escribe, hablando de la muerte de Jesús: Mas Jesús, habiendo clamado con gran voz, exhaló el espíritu; y dice exhaló para denotar que Jesús no murió por necesidad ni por la violencia de los verdugos, sino porque quiso morir voluntariamente para salvar al hombre de la muerte eterna a que se hallaba condenado. 

Esto predijo el profeta Oseas en aquellas palabras: ¿Los rescataré de las puertas del seol!? ¿Los redimiré de la muerte? ¿Dónde están tus epidemias, oh muerte? ¿Dónde tu peste, oh seol!? Este texto lo aplican los Santos Padres San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio, como asimismo San Pablo, según luego apuntaremos, literalmente a Jesucristo, que con su muerte nos libró de las garras de la muerte, es decir, del infierno, en que se padece muerte eterna; y con toda verdad, pues, según explican los intérpretes, en el texto hebreo, en vez de la palabra muerte se lee seol!, que significa infierno. ¿Cómo se explica, por lo tanto, que Jesucristo fuese muerte de la muerte? Porque nuestro Salvador, con su muerte, venció y destruyó la muerte que nos había ocasionado el pecado. Por eso escribe San Pablo: Sumióse la muerte en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado. Jesús, Cordero divino, con su muerte, destruyó el pecado, causa de nuestra muerte; y ésta fue la victoria de Jesús, que muriendo desterró el pecado del mundo, librándonos así de la muerte eterna, a que desde el principio estaba sujeto el género humano. Esto confirma el otro texto del Apóstol que dice: Para destruir por medio de la muerte al que tenía el señorío de la muerte, esto es, al diablo. Jesús destruyó al demonio, esto es, destruyó su poderío, que se adueñaba de la muerte a causa del pecado, esto es, que tenía potestad para dar la muerte temporal y eterna a todos los hijos de Adán inficionados por el pecado. Y ésta fue la victoria de la cruz, en que muriendo Jesús, autor de la vida, con su muerte nos alcanzó la vida, que es lo que canta la Iglesia: 

La enseña se enarbola del Rey fuerte; brilla el misterio de la cruz sagrada; en ella padeció vida la muerte, y vida con la muerte nos fue dada. 

Todo esto fue obra del amor divino, que, haciendo oficio de sacerdote, sacrificó al Eterno Padre la vida de su unigénito Hijo por la salvación de los hombres, que también canta la Iglesia: 

... Después que ofreció su cuerpo el amor en sacrificio. 

De aquí que exclame San Francisco de Sales: «Miremos a este divino Redentor extendido en la cruz, cual sobre un honroso altar en que murió de amor por nosotros... Y ¿por qué no nos arrojamos nosotros en sus brazos, al menos en espíritu, para morir sobre la cruz con El, que por nuestro amor quiso morir?» Sí, dulce Redentor mío, me abrazo con vuestra cruz y abrazado a ella quiero vivir y morir, besando siempre amorosamente vuestros pies, llagados y traspasados por mi amor. 

II. Jesús muere en la cruz 

Pero antes de pasar adelante detengámonos a contemplar a nuestro Redentor muerto en la cruz. Hablemos primero a su divino Padre: Eterno Padre, en la faz de tu Hijo pon los ojos. Mirad a vuestro Unigénito, quien, para cumplir vuestra voluntad y salvar al hombre perdido, vino al mundo, tomó carne humana y con ella todas nuestras miserias, excepto el pecado. Hízose hombre y quiso vivir durante toda su vida entre los hombres, pero el más pobre de todos y el más despreciado y atribulado. Mirad cómo vino a terminar vida tan penosa: después que los hombres le rasgaron las carnes con azotes, y le clavaron las espinas en la cabeza, y le atravesaron con clavos manos y pies, muere en el madero de la cruz agobiado de dolores, despreciado cual el más vil de los hombres, burlado como falso profeta, blasfemado como falso impostor por el crimen de afirmar que era vuestro Hijo, maltratado, en fin, de tantas maneras y condenado a morir ajusticiado como el más criminal de los malhechores. Vos mismo le tornasteis la muerte tan amarga y desolada al privarle de todo consuelo. ¿Qué falta, decidme, cometió este vuestro amado Hijo para merecer tan horrendo castigo? Vos, que conocéis su inocencia y santidad, ¿por qué lo tratasteis así? Mas ya sé que me respondéis diciendo: Por el crimen de mi pueblo fue herido de muerte. Bien sé que no merecía ni podía merecer castigo alguno, siendo, como era, la misma inocencia y santidad; el castigo lo merecíais vosotros por vuestras culpas, merecedoras de la muerte eterna, y yo, para no veros a vosotras, mis amadas criaturas, perdidas para toda la eternidad y para libraros de tamaña ruina, abandoné a este Hijo mío a vida tan atribulada y a muerte tan acerba. Pensad, ¡oh hombres!, hasta qué extremo os amé. Porque así amó Dios al mundo —nos asegura San Juan—, que entregó su Hijo unigénito. 

Permitidme, pues, que ahora me dirija a vos, Jesús, Redentor mío. Os miro en esa cruz pálido y abandonado de todos, sin hablar ni respirar, porque ya carecéis de vida y de la sangre que derramasteis, según predijisteis: Esta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos. Carecéis de vida porque la disteis para dar vida a mi alma, muerta por sus pecados. Y ¿por qué perdisteis la vida y derramasteis la sangre por nosotros, miserables pecadores? Lo explica San Pablo, diciendo: Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros. 

III. Frutos de la muerte del Redentor 

Mira cómo este divino Redentor, sacerdote a la vez y víctima, sacrificando la vida por la salvación de los hombres, a quienes amaba, consumó el sacrificio de la cruz y acabó la obra de la redención del género humano. Jesucristo, con su muerte, despojó la nuestra de su natural espanto; hasta entonces era un suplicio reservado a los rebeldes, mas por la gracia y méritos de nuestro Salvador se trocó en holocausto tan grato a Dios, que, uniéndole al de Jesucristo, nos hace dignos de gozar de la misma gloria que Dios tiene y de oír un día, como esperamos, estas palabras: Entra en el gozo de tu Señor. 

Merced a la muerte de Jesucristo, ha dejado de ser nuestra muerte tan terrible y espantosa, porque el peligro de eterna ruina se ha trocado en seguridad de eterna felicidad y en paso franco de las miserias de esta vida a las inmensas delicias del paraíso. De ahí que los santos miraran a la muerte no ya con temor, sino con alegría y hasta con deseo. Dice San Agustín que los amadores del Crucifijo viven en paz y mueren con alegría. Y la experiencia es testigo de que las personas virtuosas, que mientras vivieron fueron probadas con tentaciones, persecuciones, escrúpulos y otros mil géneros de tribulaciones, en la hora de la muerte recibieron grandes consuelos del Crucifijo, soportando con gran paz todos los temores y angustias de la muerte. Si ha habido santos, como en sus vidas se lee, que murieron entre grandes temores, el Señor lo permitió para mayor mérito de ellos, porque cuanto más duro ofrecieron su sacrificio, tanto más grato fue a los ojos de Dios y más provechoso para la vida eterna. 

¡Cuánto más dura era la muerte para los antiguos fieles antes de la muerte de Cristo! Aun no había venido a la tierra el Salvador, se suspiraba por su venida al mundo, la esperaban apoyados en las profecías, pero ignoraban cuándo había de ser; el demonio tenía gran dominio sobre la tierra, y el cielo estaba cerrado para los hombres. Mas, después de la muerte del Redentor, el infierno quedó vencido, la divina gracia se dispensó a las almas, Dios se reconcilió con los hombres y se abrió la patria del paraíso a cuantos mueran en la inocencia o hayan expiado con la penitencia sus culpas. Si algunas almas, a pesar de morir en gracia, no entran luego en el cielo, es debido a los defectos no purgados aún en el purgatorio; la muerte no hace más que romper los lazos para que puedan ir a unirse perfectamente con Dios, de quien se hallan alejadas en esta tierra de destierro. 

Procuremos, pues, almas piadosas, mientras vivimos en el destierro, mirar a la muerte no como una desgracia, sino como fin de nuestro peregrinar, tan lleno de angustias y de peligros, y como principio de eterna felicidad, que esperamos alcanzar un día por los méritos de Jesucristo. Y, con este pensamiento del cielo, desprendámonos de las cosas de la tierra que pueden hacernos perder el cielo y lanzarnos a los tormentos eternos. Pongámonos en manos de Dios, protestando querer morir cuando a El pluguiere y aceptando la muerte en el modo y tiempo que El designare. Pidámosle siempre que, por los méritos de Jesucristo, nos haga salir de esta tierra en estado de gracia. 

Jesús mío y Salvador mío, que para obtenerme una buena muerte os abrazasteis con muerte tan penosa y desolada, me arrojo por entero en brazos de vuestra misericordia. Años ha que debía estar sepultado en el infierno por las ofensas que os hice, separado siempre de vos; y, en vez de castigarme como lo merecía, me llamasteis a penitencia y espero que me habréis ya perdonado; si aun no lo habéis hecho por culpa mía, perdonadme ahora que, arrepentido, a vuestro pies pido clemencia; quisiera, Jesús mío, morir de dolor, pensando en las injurias que os he hecho. ¡Oh sangre inocente!, lava las manchas de un corazón penitente. Perdonadme y dadme la gracia de amaros con todas mis fuerzas hasta la muerte, y, cuando llegue el término de mi carrera, haced que expire inflamado en vuestro amor, para continuar amándoos por toda la eternidad. Desde ahora uno mi muerte a la vuestra, por la santidad de cuyos méritos espero salvarme. En ti, Señor, esperé; no seré confundido eternamente. 

¡Oh excelsa Madre de Dios!, vos, después de Jesús, sois mi esperanza. «En ti, Señora, esperé; no seré confundido eternamente».

San Alfonso María de Ligorio

REFLEXIONES SOBRE LA PASIÓN DE JESUCRISTO V - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO


CAPÍTULO V

REFLEXIONES SOBRE LAS SIETE PALABRAS
DE JESUCRISTO EN LA CRUZ 

I. «Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt» 
(Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen) 

¡Oh ternura del amor de Jesucristo hacia los hombres! Dice San Agustín que el Salvador pedía perdón, al mismo tiempo que le injuriaban sus enemigos, ya que entonces no miraba tanto las injurias y la muerte que de ellos recibía, cuanto al amor con que por ellos moría. Mas dirá alguien: Y ¿por qué Jesús rogó al Padre que los perdonara, pudiendo El mismo perdonar las injurias que recibía? Responde San Bernardo que rogó al Padre no porque le faltara poder para perdonar, sino para enseñarnos a orar por quienes nos persiguen. Y añade el santo Abad en otro pasaje: «¡Cosa digna de admiración! Jesucristo exclama: Perdónalos, y los judíos vociferan: ¡Crucificalo!» Mientras que Jesucristo, añade Arnoldo de Chartres, se esforzaba por salvar a los judíos, éstos se esforzaban por condenarse; pero ante Dios podía más la caridad del Hijo que la ceguera del pueblo ingrato. Y San Cipriano añade: «La sangre de Cristo da la vida hasta a quienes la derraman». Tanto fue el deseo que tuvo Jesucristo de salvar a todos, que no negó participación en sus méritos ni aun a sus mismos enemigos, que derramaban su sangre a fuerza de tormentos. Mira, dice San Agustín, a tu Dios clavado en la cruz, oye la plegaria que dirige por sus verdugos, y después niega la paz al hermano que te ofende. 

San León atribuye a la oración de Cristo la conversión de tantos millares de judíos como se rindieron a la predicación de San Pedro, según se lee en los Actos de los Apóstoles. Dios no permitió, dice San Jerónimo, que la oración de Jesucristo quedase estéril, y por eso millares de judíos abrazaron la fe. Pero ¿por qué no se convirtieron todos? Porque la oración de Jesucristo fue condicional; se aplicaba a los que no fueran del número de aquellos a quienes se dijo: «Vosotros siempre chocáis contra el Espíritu Santo» 

En la oración de Jesucristo entraron también los pecadores, de suerte que todos podemos decir a Dios: Padre Eterno, oíd la voz de vuestro amado Hijo que os pide nos perdonéis. Cierto que no merecemos tal perdón, pero lo merece Jesucristo, quien con su muerte satisfizo sobreabundantemente por nuestros pecados. No, Dios mío, no quiero obstinarme en el mal como los judíos; me arrepiento, Padre mío, ya sabéis que soy un pobre enfermo, perdido por mis pecados; pero vos cabalmente vinisteis del cielo a la tierra para sanar a los enfermos y salvar a los extraviados que se arrepienten de haberos ofendido, como lo declarasteis por Isaías: Vino el Hijo del hombre a buscar y a salvar lo que había perecido; e igual dijisteis por San Mateo: Porque el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido. 

II. «Amen dico tibi: Hodie mecum eris in paradiso» 
(En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso) 

Enseña San Lucas que, de los dos ladrones crucificados con Jesucristo, uno permaneció en su obstinación, al paso que el otro se convirtió, y al ver que su pérfido compañero blasfemaba del Señor, diciéndole: ¿No eres tú el mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros, lo reprendió, diciéndole que ambos sufrían el merecido castigo, al paso que Jesús era inocente: Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas éste nada inconveniente ha hecho. Y, vuelto después al propio Jesús, le dijo: Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza. Con tales palabras lo reconoció por verdadero Señor suyo y por Rey del cielo, que fue cuando Jesús le prometió el paraíso. Escribe cierto docto autor que el Señor, en virtud de su promesa, se mostró cara a cara al buen ladrón,colmándole de felicidad, aunque no le dio a gustar, antes de entrar en él, todas las delicias del paraíso. 

Arnoldo de Chartes, en su Tratado de siete palabras, enumera los actos de virtud que San Dimas, buen ladrón, ejercitó en su muerte. «Cree —dice—, se arrepiente, se confiesa, predica, ama, confía y ora». Ejercitó la fe, diciendo: Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza, creyendo que Jesucristo después de la muerte entraría victorioso en su gloria. «Lo ve morir —dice San Gregorio— y cree que ha de reinar». 

Se ejercitó en la penitencia con la confesión de sus pecados, al decir: Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos. Nota San Agustín que el buen ladrón no se atrevió a esperar el perdón antes de la confesión de sus delitos, y añade San Atanasio: «¡Feliz ladrón que arrebataste el cielo con esta confesión!» 

Otras hermosas virtudes practicó este santo penitente en aquella hora. Se ejercitó en la predicación, declarando la inocencia de Cristo: Mas éste nada inconveniente ha hecho. Se ejercitó en el amor divino, aceptando con resignación la muerte en pena de sus pecados, cuando dijo: Recibimos el justo pago de lo que hicimos. De ahí que San Cipriano, San Jerónimo y San Agustín no titubeen en llamarle mártir, por¬que, según Sylveira, este feliz ladrón fue verdadero mártir, pues los verdugos, al quebrarle las piernas, se ensañaron más en él porque había proclamado la inocencia de Jesús, tormento que el santo aceptó por amor de su Señor. 

Notemos aquí de paso la bondad de Dios, que siempre da, según San Ambrosio, más de lo que se le pide. Pedía, dice el Santo, que se acordara de El, y Jesucristo le responde: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Y San Juan Crisóstomo añade que nadie antes que el buen ladrón mereció la promesa del paraíso. Entonces tuvo cumplimiento lo que Dios afirmó por Ezequiel: que cuando el pecador se arrepiente de todo corazón, de tal modo se le perdona, que hasta se llegan a olvidar sus culpas. E Isaías nos recuerda que Dios se siente tan inclinado a hacernos bien, que acude presto a nuestras súplicas: «Con certeza obrará gracia contigo, atendiendo a la voz de tu grito de auxilio». Dice San Agustín que Dios está siempre dispuesto a estrechar contra su corazón a los pecadores arrepentidos. y ved cómo la cruz del mal ladrón, llevada con impaciencia, fue su mayor ruina para el infierno, en tanto que, por haberla llevado con paciencia y resignación, el buen ladrón se valió de ella como de escala para el paraíso. ¡Dichoso ladrón, que tuviste la suerte de unir tu muerte a la pasión de tu Salvador! 

¡Oh Jesús mío!, de hoy más os sacrifico mi vida y os pido la gracia de poder, en la hora de la muerte, sumarla al sacrificio de la vuestra en el ara de la cruz; por los merecimientos de vuestra muerte espero morir en gracia y amándoos con todo mi corazón, despojado de todo afecto terreno, para seguir amándoos con todas mis fuerzas por toda la eternidad. 

III. «Mulier, ecce filius tuus... Ecce mater tua» 
(Mujer, he ahí a tu hijo... He ahí a tu madre) 

Dice San Marcos que en el Calvario había varias mujeres mirando a Jesús crucificado, pero de lo lejos. Es de creer que la Madre de Jesús se hallara entre ellas; San Juan dice que la Santísima Virgen se hallaba no lejos, sino cerca, en unión de María Cleofé y María Magdalena. Queriendo Eutimio explicar esta aparente contradicción, dice que la Santísima Virgen, al ver que su Hijo estaba para expirar, se aproximó más que el resto de las mujeres a la cruz, sin temor a los soldados que la rodeaban y llevando pacientemente los insultos y empellones de los que custodiaban a los condenados, para poder hallarse más cerca de su amado Hijo. Lo propio dice un docto autor que escribió la vida de Jesucristo: «Allí estaban los amigos que lo observaban de lejos, pero la Santísima Virgen, la Magdalena y otra María estaban cerca de la cruz, con San Juan, por lo que Jesús, viendo a su Madre y a San Juan, les dijo las palabras antes citadas: Mujer, he ahí a tu hijo, etc. El abad Guerric escribe: «¡Verdadera Madre, que ni en los horrores de la agonía abandonó al Hijo!» Madres hay que se retiran para no presenciar la agonía de sus hijos; su amor no les consiente asistir a tal espectáculo ni verlos morir sin poderlos socorrer. La santísima Madre, por el contrario, cuanto más próximo estaba el Hijo a la muerte, tanto más se acercaba a la cruz. 

Estaba junto a la cruz esta Madre afligida, y, mientras que Jesús ofrecía la vida por la salvación de los hombres, María unía sus dolores al sacrificio del Hijo y, perfectamente resignada, tomaba parte en todas las penas y oprobios que sufría el moribundo Jesús. Observa un autor que no enaltecen la constancia de María quienes la pintan desmayada al pie de la cruz, pues fue la mujer fuerte que no llora ni se desvanece, como atestigua San Ambrosio. 

El dolor que experimentó la Virgen en la pasión de su Hijo superó a todos los dolores que puede padecer el corazón humano; pero el dolor de María no fue estéril ni sin provecho, como el de las madres que presencian los dolores de sus hijos, sino que fue un dolor fecundo, pues así como es madre natural de Jesucristo, nuestra cabeza, así también es madre espiritual de todos nosotros, que somos sus miembros, cooperando. como dice San Agustín, con su caridad a engendrarnos a la vida de la gracia y a ser hijos de la Iglesia. 

En el monte Calvario, dice San Bernardo, callaban estos dos ilustres mártires, Jesús y María, pues que el excesivo dolor les oprimía el pecho y les quitaba el habla. La Madre miraba al Hijo agonizante sobre la cruz, y el Hijo miraba a la Madre agonizante al pie de ella, por la gran compasión que sentía al verle padecer tan crueles agonías. 

María y Juan estaban, pues, más próximos a la cruz que las otras mujeres, de suerte que en medio de aquel gran tumulto podían más fácilmente oír la voz y percibir las miradas de Jesucristo. San Juan escribe: Jesús, pues, viendo a la Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Pero si María y Juan estaban acompañados de las otras mujeres, ¿por qué dice el evangelista que Jesús miró a la Madre y al discípulo, sin hacer cuenta de ellas? Es que el amor, responde San Juan Crisóstomo, hace que siempre se mire con mayor distinción los objetos más amados. Lo que San Ambrosio confirma diciendo que es cosa natural que entre los demás veamos mejor a las personas que amamos. Reveló la Santísima Virgen a Santa Brígida que Jesús, para mirar a la Madre, que estaba junto a la cruz, tuvo que sacudir los párpados con fuerza, para limpiar la sangre,que le impedía ver. 

Jesús, señalando con la vista a San Juan, que estaba al lado de ella, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Y ¿por qué la llamó mujer y no madre? Porque, estando próximo a la muerte, quería despedirse de ella, como si dijera: Mujer, voy a morir dentro de poco y no te quedará otro hijo sobre la tierra, por lo que te dejo a Juan, que te servirá de hijo y como hijo te amará. Por lo que se deduce que San José había muerto, porque, de vivir, no lo hubiera separado de su esposa. 

Toda la antigüedad sostiene que San Juan guardó perpetua virginidad, y por ello precisamente mereció ocupar el lugar de Jesucristo; de ahí que canta la Iglesia: «Jesús confió su Madre virgen al discípulo virgen». Y desde aquel punto de la muerte del Señor, San Juan recibió a María en su casa y la asistió y sirvió en toda su vida como a su misma madre: Y desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía. Quiso Jesucristo que este su amado discípulo fuese testigo ocular de su muerte, para que con mayor autoridad pudiera decir y afirmar en su Evangelio: Y el que lo ha visto lo ha testificado, y en su primera carta: Lo que hemos visto con nuestros ojos... damos testimonio y os anunciamos. Y por eso el Señor, mientras que los demás discípulos le abandonaron, dio a San Juan la fortaleza de asistir a su muerte entre tantos enemigos. 

Pero volvamos a la Santísima Virgen e indaguemos la principal razón por la que Jesús llamó a María mujer y no madre. Con esto nos quiso dar a entender que María era aquella mujer excelsa que había de quebrantar la cabeza de la serpiente: Y enemistad pondré entre ti y la mujer y entre tu prole y su prole, la cual te apuntará a la cabeza mientras tú apuntarás a su calcañar. Nadie pone en duda que esta mujer fue la bienaventurada Virgen María, quien mediante su Hijo, o si se quiere, el Hijo, que se sirvió de la que le dio a luz para aplastar la cabeza de Lucifer. María debía ser la enemiga de la serpiente, porque Lucifer fue soberbio, ingrato y desobediente, en tanto que ella fue humilde, agradecida y obediente. Dícese la cual te apuntará a la cabeza, porque María, por medio de su Hijo, humilló la soberbia de Lucifer, quien se atrevió a poner asechanzas a su calcañar, por el cual hay que entender la sacratísima humanidad de Jesucristo, que era la parte que le ponía más en contacto con la tierra; pero el Salvador con su muerte tuvo la gloria de vencerlo y derrocarlo del imperio que le había dado el pecado sobre el género humano. 

Dijo Dios a la serpiente: Enemistad pondré entre tu prole y su prole, para denotar que después de la ruina de los hombres, ocasionada por el pecado, Jesucristo había de redimir a la humanidad, y que entonces habría en el mundo dos familias y dos posteridades: la de Satanás, que había de tener por hijos a los pecadores, corrompidos con mil suertes de pecados, y la de María, que tendría por descendencia a la almas santas y como jefe de ella a Jesucristo. Por eso María fue predestinada para ser la madre de la cabeza y de los miembros, que son los fieles, según aquello del Apóstol: Todos vosotros sois unos en Cristo Jesús, y si vosotros sois de Cristo, descendencia sois, por tanto, de Abrahán. Por manera que Jesucristo con los fieles forma un solo cuerpo, pues la cabeza no se puede dividir de sus miembros, y estos miembros son hijos espirituales de María y tienen el mismo espíritu que su hijo natural, que es Jesucristo. Por eso San Juan no es llamado por su nombre propio, sino por el genérico de discípulo amado del Señor, a fin de que entendamos por Jesucristo y en quienes vive por su espíritu, que es lo que quiso dar a entender Orígenes al escribir: «Cuando Dios dijo a su Madre: He ahí a tu hijo, es como si hubiera dicho: Este es Jesús, a quien diste al mundo, porque el cristiano perfecto no vive ya de su propia vida, sino que Cristo vive en él.» 

Dice Dionisio Cartujano que en la pasión del Salvador los pechos de María se llenaron de la sangre que corría de sus llagas, para que con ella pudiese ali-mentar a sus hijos. Y añade que esta divina Madre, con sus plegarias y con los merecimientos que atesoró asistiendo a la muerte de su Hijo adorable, nos alcanzó la gracia de participar de los méritos de la pasión del Redentor. 

¡Oh Madre de los dolores!, ya sabéis que merecí el infierno y que no tengo más esperanza de salvarme que en la participación de los méritos de la muerte de Jesucristo. Vos me habéis de alcanzar esta gracia que os pido por amor de aquel Hijo que en el Calvario visteis con vuestros propios ojos inclinar la cabeza y expirar. ¡Oh Reina de los mártires y Abogada de pecadores!, ayudadme siempre, y especialmente en la hora de la muerte. Ya me parece estar viendo a los demonios, que en los postreros momentos de mi agonía se esforzarán por desesperarme a vista de mis pecados; por favor, no me abandonéis cuando veáis por todas partes combatida mi alma; ayudadme con vuestras oraciones y alcanzadme la esperanza y la santa perseverancia. Y si entonces, por haber perdido la palabra y hasta el uso de los sentido, no puedo pronunciar vuestro nombre ni el de vuestro Hijo, ahora los invoco, diciendo: Jesús y María, en vuestras manos encomiendo el alma mía. 

IV. «Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?» 
(Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?) 

Antes de estas palabras escribe San Mateo: Y hacia la hora nona clamó Jesús con gran voz, diciendo: Eli, Eli lemá sabakhthani. ¿Por qué pronunció Jesucristo estas palabras con tan grande voz? Dice Eutimio que las pronunció tan fuerte para darnos a entender su divino poderío, ya que, estando para expirar, pudo hablar tan alto, cosa que no les es dado a los agonizantes, por la suma debilidad que padecen. Y, además, gritó tan firme para darnos a entender la extraordinaria pena en que moría, pues no faltaría quien creyese que, siendo Jesús hombre y Dios, el poder de la divinidad habría impedido el golpe que le asestaban los tormentos. Para evitar, pues, tales sospechas, quiso manifestar con estas palabras que su muerte fue la más amarga de las muertes, pues mientras los mártires eran regalados en sus tormentos con divinos consuelos, El, como Rey de los mártires, quiso morir privado de todo alivio y sostén, satisfaciendo rigurosamente a la divina justicia por todos los pecados de los hombres. Por eso hace notar Sylveira que Jesús llamó al Padre Dios y no Padre, porque entonces tenía, como juez, que tratarlo cual reo y no como padre trata al hijo. 

Según San León, el clamor del Señor no fue lamento, sino enseñanza. Enseñanza, porque con aquella voz quiso enseñarnos cuán grande era la malicia del pecado, que pone a Dios como en la obligación de entregar a los tormentos, sin ningún género de consuelo, a su amadísimo Hijo, tan sólo por haber cargado con el peso de satisfacer por nuestros delitos. Sin embargo, Jesús en aquel angustioso trance no fue abandonado de la divinidad ni privado de la visión beatífica, que gozaba su alma benditísima desde el primer instante de su creación; sólo se sintió privado del consuelo sensible con que suele el Señor sostener en la prueba a sus más leales servidores, y por eso cayó en un abismo de tinieblas, temores y amarguras y otras penas que nuestros pecados habían merecido. Esta ausencia sensible de la presencia divina la había experimentado también en el huerto de Getsemaní, pero la que padeció estando en la cruz fue mayor y más amarga. 

Pero, ¡oh Eterno Padre!, ¿qué disgusto os ha dado este inocente y obedientísimo Hijo, para que así lo castiguéis con muerte tan amarga? Miradlo cómo está en aquel leño, con la cabeza atormentada por las espinas; cómo pende de tres garfios de hierro, y si quiere reposar, sólo puede hacerlo sobre sus llagas; todos lo han abandonado, hasta sus discípulos; todos, al pasar delante de la cruz, blasfeman y se mofan de El. Y ¿por qué vos, que tanto lo amáis, lo habéis abandonado? No hay que olvidar que Jesucristo estaba cargado con los pecados de todo el mundo; y aunque personalmente era el más santo de todos los hombres, ya que era la propia santidad, sin embargo, como se había obligado a satisfacer por nuestros pecados, aparecía a los ojos del Padre como el mayor pecador del mundo, y, como tal y fiador de todos, era menester que pagase por todos. Pues bien, nosotros merecíamos ser condenados a vivir eternamente en el infierno, con eterna desesperación, y para librarnos de esta muerte eterna quiso Jesús verse en la muerte privado de todo consuelo. 

Blasfemó Calvino en el comentario que hizo acerca de San Juan, al decir que Jesucristo, para reconciliar a los hombres con su Padre, debía sentir toda la cólera de Dios contra el pecado y experimentar todos los padecimientos de los condenados, y especialmente el de la desesperación. ¡Necedad y blasfemia! ¿Cómo pudiera haber satisfecho por nuestros pecados cayendo en otro mayor, cual es el de la desesperación? Y ¿cómo puede compadecerse esta desesperación soñada por Calvino, con las palabras que entonces pronunció Jesucristo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu? Lo cierto es, como explican San Jerónimo, San Crisóstomo y otros, que nuestro Salvador exhaló este gran lamento no para demostrar su desesperación, sino la amargura que experimentaba al morir privado de todo consuelo. Además, la supuesta desesperación de Jesús sólo podía tener fundamento en el odio que el Padre le tuviese; mas ¿cómo podía Dios aborrecer a Jesucristo, cuando por obedecerle se había ofrecido a pagar por los crímenes de la humanidad? Esta obediencia fue la que movió al Padre a otorgar perdón al género humano, como escribe el Apóstol: El cual en los días de su carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que le podía salvar de la muerte, y habiendo sido escuchado por razón de su reverencia... 

Lo cierto es que este desamparo de Jesús fue el mayor tormento de su pasión, pues nadie ignora que había hasta entonces padecido sin lamentarse horribles dolores, y sólo de éstos se quejó dando una gran voz, envuelta, al decir de San Pablo, con muchas lágrimas y oraciones. Estas lágrimas y aquella voz recia nos dan a entender cuánto le costó a Jesús inclinar a nuestro favor la misericordia divina y cuán espantoso es el castigo dado a un alma que se ve lanzada lejos de Dios y privada para siempre de su santo amor, según la amenaza divina: De mi casa los arrojaré, no volveré a amarlos. 

Dice, además, San Agustín que Jesucristo se turbó en presencia de la muerte para consuelo de sus siervos, a fin de que, al mostrarse cara a cara con ella, no se conturben, ni por eso se tengan por réprobos, ni se abandonen a la desesperación, porque también Cristo se amedrentó con su muerte. 

Entre tanto, agradezcamos a la bondad de nuestro Salvador por haber cargado con los castigos que teníamos merecidos, librándonos así de la muerte eterna, y procuremos, de hoy más, vivir agradecidos a este nuestro Libertador, desterrando del corazón todo amor contrario al suyo. Y cuando nos veamos desolados de espíritu y privados de la presencia sensible de la divinidad, unamos nuestra desolación a la que Jesucristo padeció en la hora de su muerte. A las veces se oculta el Señor a la vista de sus almas más predilectas, pero no se aparta de su corazón y las asiste con gracias interiores. Ni se ofende porque en semejante abandono le digamos, como El mismo dijo a su Padre en Getsemaní: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero añadamos inmediatamente: Mas no como yo quiero, sino como quieres tú. Y si continúa la desolación, prosigamos haciendo actos de conformidad, como los prosiguió haciendo Jesús en las tres horas de la agonía de Getsemaní: Oró por tercera vez, repitiendo de nuevo las mismas palabras. Dice San Francisco de Sales que Jesucristo es tan amable cuando se declara como cuando se esconde. Sobre todo, el alma que ha merecido el infierno y se ha visto libre de él, no debe cansarse de repetir: Bendeciré al Señor en todo tiempo. Señor, no merezco consuelos; con tal de que me concedáis la gracia de amaros, me resigno a vivir desolado todo el tiempo que os pluguiere. Si los condenados pudieran en sus tormentos conformarse de esta manera con la divina voluntad, su infierno dejaría de ser infierno. 

Mas tú, Señor, no permanezcas lejos; mi amparo a socorrerme te apresura. Jesús mío, por los méritos de vuestra desolada muerte, no me privéis de vuestra ayuda en el gran combate que habré de sostener en la hora de la muerte con el infierno. Entonces, cuando todos me hayan abandonado y nadie pueda valerme, no me abandonéis vos, que habéis muerto por mí y sois el único que entonces me podrá socorrer. Hacedlo por los méritos de aquella pena que sufristeis en vuestro abandono, por el que nos merecisteis no vernos privados de la gracia, como habíamos merecido por nuestras culpas. 

V. «Sitio» 
(Tengo sed) 

Después de esto —dice San Juan—, sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la escritura dice: «Tengo sed». La escritura aludida era la de David: Pusiéronme además hiel por comida e hiciéronme en mi sed beber vinagre. Grande era la sed corporal que experimentó Jesucristo en la cruz a causa de tanto derramamiento de sangre, primero en Getsemaní, luego en la flagelación del pretorio, después en la coronación de espinas y, finalmente, en la cruz, donde manaban cuatro ríos de sangre de las llagas de sus manos y pies, traspasados por los clavos. Pero mucho mayor fue la sed espiritual, es decir, el deseo ardiente, que le consumía, de salvar a todos los hombres y padecer luego por nosotros, como dice L. de Blois, para patentizarnos su amor; que es lo que decía San Lorenzo Justiniano: «Esta sed nace de la fuente del amor». 

¡Oh Jesús mío, tanto deseáis vos padecer por mí y tan insoportable se me hace a mí el padecer, que a la menor contrariedad me impaciento contra mí y con los demás. Jesús mío, por los méritos de vuestra paciencia, hacedme paciente y resignado en las enfermedades y contratiempos que me sobrevengan; antes de morir hacedme semejante a vos. 

VI. «Consummatum est» 
(Consumado está) 

Cuando, pues, hubo tomado el vino—dice San Juan—exclamó Jesús: «Consumado está». Antes de exhalar el postrer suspiro, el Redentor se puso a considerar todos los sacrificios de la antigua ley, figuras del sacrificio que se hallaba consumando en la cruz; todas las oraciones de los antiguos patriarcas, todas las profecías relacionadas con su vida y su muerte, todos los ultrajes y afrentas que debía sufrir, y, viendo que todo estaba realizado, exclamó: Consumado está. 

San Pablo nos anima a luchar con paciencia y generosidad contra los enemigos de la salvación, que nos presentan batalla, y dice: Corramos por medio de la paciencia la carrera que tenemos delante, fijos los ojos en el jefe iniciador de la fe, el cual en vista del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz. Aquí nos exhorta el Apóstol a resistir con paciencia las tentaciones hasta el fin, a ejemplo de Jesucristo, que no quiso bajar de la cruz sin dejar en ella la vida. Por eso San Agustín comenta el Salmo 70 diciendo: «Qué te enseña Cristo desde lo alto de la cruz, de la cual no quiso bajar, sino que te armes de valor, apoyado en tu Dios?» Jesús quiso consumar su sacrificio hasta la muerte, para que entendamos que el premio de la gloria no se da sino a quienes perseveran en el bien hasta el fin, como atestigua San Mateo: El que permanezca hasta el fin, éste será salvo. 

Por tanto, cuando en las luchas contra las pasiones o contra las tentaciones del demonio nos sintamos molestados y expuestos a perder la paciencia y a ofender a Dios, dirijamos una mirada a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre por nuestra salvación, y pensemos que aun no hemos derramado ni una gota por su amor, como dice el Apóstol: Todavía no habéis resistido hasta derramar sangre, luchando contra el pecado. 

Y cuando tengamos que renunciar a nuestra propia honra, u olvidar algún resentimiento, o privarnos de alguna satisfacción o curiosidad o de otra cualquier cosa que no sea de ningún provecho para nuestra alma, avergoncémonos de rehusar a Jesucristo estos sacrificios, pues su generosidad llegó hasta el extremo de dárnoslo todo, hasta su sangre y su vida. 

Resistamos con tesón y energía a todos nuestros enemigos, pero la victoria esperémosla únicamente de los méritos de Jesucristo, mediante los cuales tan sólo los santos, y particularmente los santos mártires, superaron los tormentos y la muerte: Mas en todas estas cosas soberanamente vencemos por obra de aquel que nos amó. Cuando el demonio nos traiga a la mente dificultades que se nos hagan harto difíciles por nuestra flaqueza, dirijamos una mirada a Jesús crucificado, y confiados en su ayuda y merecimientos, digamos con el Apóstol: Para todo siento fuerzas en aquel que me conforta. Por mí no puedo nada, pero con la ayuda de Dios lo podré todo. 

Entre tanto, animémonos a sufrir las tribulaciones de la presente vida, con la mirada fija en las penalidades de Jesús crucificado. Mira, dice el Señor desde la cruz, mira la muchedumbre de los dolores y villanías que padezco por ti en este patíbulo: mi cuerpo está pendiente de tres clavos y sólo descansa en llagas; las gentes que me rodean no hacen más que afligirme con sus blasfemias, y mi alma interiormente se halla más afligida que mi cuerpo. Todo esto lo padezco por tu amor; mira cómo te amo y ámame y no repares en padecer algo por mí, ya que por tu amor he llevado vida tan trabajada y ahora estoy muriendo por ti con muerte tan afrentosa. 

¡Ah, Jesús mío!,vos me pusisteis en el mundo para serviros y amaros; me iluminasteis con tantas luces y gracias para seros fiel, y yo, ingrato, por no privarme de mis gustos y placeres, preferí muchas veces perder vuestra amistad, volviéndoos las espaldas. Os suplico, por la angustiosísima muerte que por mí sufristeis, me ayudéis a seros fiel en lo que me restare de vida, pues estoy dispuesto a arrancar de mi corazón todo afecto que no sea para vos, Dios mío, mi amor y mi todo. 

Madre mía, María, ayudadme a ser fiel a vuestro Hijo, que tanto me ha amado.

VII. «Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» 
(Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu) 

Escribe Eutiquio que Jesús pronunció estas palabras con gran energía de voz para dar a entender que era verdadero Hijo de Dios, que llamaba a su Padre. Y San Juan Crisóstomo dice que habló tan alto para dar a entender que no moría por necesidad, sino por propia voluntad, clamando tan recio precisamente en el momento de morir. Todo lo cual concuerda con lo que Jesús había dicho durante su vida, que El se sacrificaba voluntariamente por nosotros, sus ovejas, y no ya por voluntad y malicia de sus enemigos. 

Añade San Atanasio que en aquel trance Jesucristo, encomendándose al Padre, nos encomendó también a todos los fieles, que por su medio habíamos de alcanzar la salvación, porque los miembros y la cabeza no forman más que un solo cuerpo. De donde deduce el Santo que Jesús entonces quiso renovar la oración que en otras ocasiones dirigiera al Padre, diciendo: Padre santo, guárdalos en tu nombre... para que sean uno como nosotros; y un poco más adelante: Padre, los que me has dado quiero que, donde estoy yo, también ellos estén conmigo. 

Esto le impulsaba a decir a San Pablo: Sé a quien he creído y estoy ,firmemente persuadido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día. Así escribía el Apóstol desde el fondo de una prisión donde padecía por Jesucristo, en cuyas manos confiaba el depósito de sus padecimientos y de todas sus esperanzas, pues no ignoraba que es fiel y agradecido con quienes padecen por amor. David depositaba toda su esperanza en el futuro Redentor, diciendo: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad. ¡Con cuánta más razón debemos nosotros confiar en Jesucristo ahora que ha ultimado la obra de la redención! Digámosle, pues, con entera confianza: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad. 

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Gran alivio experimentan los moribundos al pronunciar estas palabras en el trance de la muerte, al verse agobiados por las tentaciones del infierno y el temor de los pecados cometidos. Pero yo no quiero, Jesús mío, aguardar a la hora de la muerte para encomendaros mi alma, sino que desde ahora lo hago; no permitáis que de nuevo os vuelva las espaldas. Veo que mi pasada vida sólo me ha servido para ofenderos; no permitáis que en los días que me restaren continúen mis ofensas. 

¡Oh Cordero de Dios!, sacrificado en la cruz, muerto por mí cual víctima de amor y acabado de dolores, haced que, por los méritos de vuestra muerte, os ame con todo mi corazón y sea todo vuestro en lo que viviere. Y, cuando llegue el término de mi carrera, haced que muera abrasado en vuestro amor. Vos habéis muerto por mi amor, y yo quiero morir por el vuestro. Vos os disteis del todo a mí, y yo me doy todo a vos. En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad. Vos derramasteis toda vuestra sangre y estregasteis la vida para salvarme; no permitáis que por mi culpa queden estériles vuestras fatigas y trabajos. Jesús mío, os amo, y apoyado en vuestros méritos, espero amaros eternamente. A ti, Señor, me acojo; no quede para siempre confundido. 

¡Oh María, Madre de Dios!, en vuestras oraciones confío; pedid que viva y muera fiel a vuestro Hijo. También con San Buenaventura os repetiré: «En ti, Señora, esperé y no quedaré para siempre confundido».

San Alfonso María de Ligorio