domingo, 27 de septiembre de 2020

Mons. Viganò: ¿Se puede interpretar el Vaticano II a la luz de la Tradición?

El comentario de Peter Kwasniewski tituladoPor qué hay que tomarse en serio las críticas de Viganò al Concilio me ha causado una excelente impresión. Se publicó el pasado 29 de junio en OnePeterFive ([en español]aquí), y quedó rezagado entre otros artículos que me habría gustado comentar. Me dispongo a hacerlo ahora, dando gracias al autor y a la redacción por el espacio que tengan a bien concederme.  

Para empezar, creo que estoy de acuerdo con prácticamente todo el contenido de lo escrito por Kwasniewski: su análisis de la situación es sumamente claro y lúcido y refleja en su totalidad lo que pienso. En concreto, lo que más me agrada es constatar que «desde la carta que escribió monseñor Viganò el pasado 9 de junio y lo que ha escrito después, se debate lo que supondría anular el Concilio Vaticano II ».

Encuentro interesante que se empiece a poner en tela de juicio un tabú que desde hace casi sesenta años impide toda crítica teológica, sociológica e histórica del Concilio, y más cuando esa intangibilidad reservada al Concilio Vaticano II no se aplica -según sus partidarios- a ningún otro documento magisterial ni a las Sagradas Escrituras. Hemos leído infinidad de intervenciones de los defensores del Concilio en las que califican de superados los cánones del de Trento, el Syllabus del beato Pío IX, la encíclica Pascendi de San Pío X, y la Humanae vitae y la Ordinatio sacerdotalis de Pablo VI. La propia enmienda al Catecismo de la Iglesia Católica que corrige la legitimidad de la pena de muerte se cambia en nombre de una supuesta nueva manera de entender el Evangelio demuestra que para los novadores no hay dogmas ni principios inmutables que no se puedan corregir o derogar: la única excepción es el Concilio Vaticano II, que por su naturaleza –ex se, como dirían los teólogos- goza del carisma de infalibilidad e inerrancia que a su vez se niega a la totalidad del Depósito de la Fe.

Ya expresé mi opinión de la hermenéutica de la continuidad teorizada por Benedicto XVI y retomada constantemente por los defensores del Concilio que -indudablemente de buena fe- tratan de hacer una interpretación del mismo en armonía con la Tradición. A mí me parece que los argumentos en favor del criterio hermenéutico propuesto por primera vez en 20051 se limitan a realizar un análisis teórico del problema y prescinden obstinadamente de la realidad de cuanto sucede ante nuestros ojos desde hace décadas. Este análisis parte de un postulado válido y aceptable, aunque en este caso concreto presupone una premisa que no es necesariamente cierta.

El postulado consiste en que hay que interpretar todos los actos del Magisterio a la luz de los textos magisteriales en razón de la analogia fidei2la cual de algún modo se expresa también en la hermenéutica de la continuidad. Con todo, dicho postulado parte de la premisa de que el texto que nos disponemos a analizar es un acto concreto de magisterio, con un grado de autoridad bien explícito en las formas canónicas previstas. Y precisamente ahí está el engaño, ahí salta la trampa. Porque los novadores consiguieron dolosamente colocar la etiqueta de Sacrosanto Concilio Ecuménico a su manifiesto ideológico, del mismo modo que a nivel local los jansenistas que manipularon el Sínodo de Pistoya se las arreglaron para poner un falso manto de autoridad sobre sus heréticas tesis, más tarde condenadas por Pío VI3.

Por un lado, el católico se fija en la forma del Concilio y entiende sus actos como una expresión del Magisterio, e intenta por tanto interpretar su sustancia, patentemente equívoca por no decir errónea, en coherencia con la analogía de la fe, por el amor y veneración que tienen todos los católicos a la Santa Madre Iglesia. No pueden entender que los pastores hayan sido lo bastante ingenuos para imponerles una adulteración de la Fe, pero tampoco entienden la ruptura con la Tradición y procuran explicar esta contradicción.

Por otro lado, los modernistas se fijan en la sustancia del mensaje revolucionario que quieren transmitir, y para dotarlo de una autoridad que no tiene ni debe tener la magisterializan mediante la forma del Concilio, publicándola en actas oficiales. Sabe bien que está forzando las cosas, pero se vale de la autoridad de la Iglesia –la cual en circunstancias normales rechaza y refuta- para que sea prácticamente imposible condenar esos errores, que fueron ratificados nada menos que por la mayoría de los padres sinodales. La instrumentalización de la autoridad con fines contrarios a los que la legitiman es una estratagema de lo más astuta: por una parte se garantiza una especie de inmunidad, de escudo canónico, a doctrinas heterodoxas o próximas a la herejía; por otra, se permite aplicar sanciones a quien denuncia tales desviaciones, todo en virtud de un respeto formal a las formas canónicas. En el ámbito civil, este comportamiento es típico de las dictaduras. Si esto ha sucedido también en el seno de la Iglesia,es porque los cómplices de dicho golpe de estado carecen del menor sentido de los sobrenatural, no temen a Dios ni a la condenación eterna y se consideran partidarios del progreso investidos de una misión profética que legitima todos sus nefandos actos, al igual que las masacres comunistas son realizadas por funcionarios de partido convencidos de que promueven la causa del proletariado.

En el primer caso, el análisis de los documentos conciliares a la luz de la Tradición se topa con la constatación de que se formularon de tal modo que evidencian el propósito subversivo de quienes los redactaron, y lleva inevitablemente a la imposibilidad de interpretarlos en sentido católico sin debilitar todo el cuerpo doctrinal. En el segundo, el dar a conocer lo novedoso de las doctrinas insinuadas en las actas conciliares ha hecho necesaria una formulación deliberadamente equívoca, precisamente porque para que la autorizadísima asamblea diera el visto bueno y los publicara era imprescindible hacer creer que eran coherentes con el Magisterio perenne de la Iglesia.

Habría que señalar que el mero hecho de tener que buscar un criterio hemenéutico para interpretar las actas del Concilio pone de manifiesto la diferencia entre el Vaticano II y cualquier otro concilio ecuménico, cuyos cánones no dan lugar a malentendidos. Objeto de hermenéutica puede ser un pasaje poco claro de las Sagradas Escrituras o de los Santos Padres, pero desde luego nunca un acto de magisterio, que tiene precisamente por objeto disipar la falta de claridad. Y sin embargo, tanto los conservadores como los progresistas concuerdan sin proponérselo en reconocer una especie de dicotomía entre lo que es un concilio y lo que fue aquel concilio, el Vaticano II; entre la doctrina de todos los concilios y la expuesta o implícita en el concilio de marras.

En un texto reciente en el que cita a Benedicto XVI, monseñor Pozzo afirma precisamente que «un concilio sólo lo es en tanto que no se aparta del surco de la Tradición y es preciso entenderlo a la luz de toda la Tradición»4. Pero esta afirmación, irreprochable desde el punto de vista teológico, no lleva necesariamente a considerar católico el Concilio Vaticano II, sino a preguntarse si al no mantenerse dentro del surco de la Tradición y no pudiendo interpretarse a la luz de toda la Tradición sin trastornar la intención que lo ha motivado, puede calificarse efectivamente de católico. Desde luego esta pregunta no puede ser respondida con imparciabilidad por quien se profesa orgulloso defensor, partidario y formulador del Concilio. Evidentemente no me refiero a la ineludible defensa del Magisterio católico, sino al puro Concilio en cuanto primer concilio de una nueva Iglesia que pretende sustituir a la Iglesia Católica, que se apresuran a rechazar como postconciliar.

Hay además otro aspecto que a mi juicio no conviene descuidar: que el criterio hermenéutico -entendido en el contexto de una crítica seria y científica del texto- no puede prescindir del concepto que desea expresar: en realidad no se puede imponer una interpretación católica de una tesis que es en sí patentemente herética o próxima a la herejía por el mero hecho de que esté inserta en un texto declarado como magisterial. La tesis de Lumen gentium que dice «El designio de la salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando profesar la fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día» (LG 16) no puede tener una interpretación católica: en primer lugar porque el dios de Mahoma no es uno y trino, y en segundo porque el islam condena como blasfema la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Afirmar que «el designio de la salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes» contradice a las claras la doctrina católica, que profesa en exclusiva la Iglesia Católica, única arca de salvación.La salvación que pudieran llegar a alcanzar los herejes, y más aún en el caso de los paganos, proviene siempre únicamente del inagotable tesoro de la Redención de Nuestro Señor, tesoro custodiado por la Iglesia, mientras que pertenencia a cualquier otra religión es un impedimento para alcanzar la eterna bienaventuranza. Quien se salva, se salva por el deseo al menos implícito de pertenecer a la Iglesia, a pesar de su adhesión a una religión falsa; nunca por medio de ésta. Porque lo que tenga de bueno esa religión no le pertenece, lo ha usurpado; y lo que tiene de erróneo es lo que la hace intrínsecamente falsa dado que la mezcla de error y verdad engaña con más facilidad a sus adeptos.

No es posible alterar la realidad para ajustarla a un esquema ideal: si la evidencia demuestra que la heterodoxia de alguna tesis de un documento conciliar (y lo mismo se puede decir de los actos de magisterio bergoglianos) y la doctrina nos enseña que los actos de Magisterio no contienen errores, la conclusión no es que esas tesis no sean erróneas, sino que no pueden formar parte del Magisterio. Y punto.

La hermenéutica sirve para aclarar el sentido de una frase oscura o aparentemente contradictoria con la doctrina, no para corregirlo en sustancia después. Un método similar no daría la clave de interpretación de los textos magisteriales, sino que sería una intervención correctora, y por tanto el reconocimiento de que en tal tesis específica de tal documento concreto se afirma un error que es preciso corregir. Y habría que explicar además no sólo el motivo por el que no se evitó ese error desde el principio, sino también si los padres sinodales que aprobaron el error y el Papa que lo promulgó tenían intención de empeñar su autoridad apostólica para ratificar una herejía, o si en realidad quisieron servirse de la autoridad implícita derivada de su condición de Pastores para avarlala sin que se pusiera en duda la acción del Paráclito.

Monseñor Pozzo admite que «la dificultad para aceptar el Concilio se puede atribuir a que se han enfrentado dos hermenéuticas o interpretaciones del mismo, y conviven por tanto opuestas entre sí». Pero al decir eso confirma que la opción católica de aceptar la hermenéutica de la continuidad se adhiere a la acción innovadora de recurrir a la hermenéutica de la ruptura, con un arbitrio que pone de relieve la confusión imperante y, lo que es más grave, el desequilibrio entre las fuerzas que combaten a favor de una u otra tesis. «La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de terminar en una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la postconciliar, y presupone que los textos del Concilio no serían la verdadera expresión del mismo sino el resultado de una conciliación», según monseñor Pozzo. Pero la realidad es precisamente ésa,y negarla no resuelve en lo más mínimo el problema, sino que lo agrava al negarse a reconocer la existencia del cáncer cuando éste ha llegado a un punto en que es innegable la metástasis.

Las declaraciones de monseñor Pozzo, según el cual el concepto de libertad religiosa expresado en Dignitatis humanae no contradice el Syllabus de Pío IX5 demuestran que el citado documento conciliar es en sí equívoco. De haber querido sus redactores evitar tal equívoco, habría bastado con indicar en una nota a pie de página la referencia a las tesis del Syllabus; pero los progresistas jamás habrían aceptado tal cosa, que precisamente por no remitir al Magisterio precedente pudieron introducir subrepticiamente un cambio de doctrina. No parece que intervenciones de los pontífices postconciliares –y la misma participación de ellos, incluso in sacris en ritos no católicos o hasta paganos– hayan corregido en modo alguno los errores propagados por la interpretación heterodoxa de Dignitatis humanae. Si se examina bien, en la redacción de Amoris laetitiae se siguió el mismo método, con lo que la disciplina de la Iglesia en materia de adulterio y concubinato público se formuló de manera que en teoría se pudiera interpretar en un sentido católico mientras en la práctica se entendió justamente en el obvio y único sentido herético que se quería difundir. Hasta tal punto que esa clave de interpretación querida por Bergoglio y sus exégetas en lo que respecta a la administración de la Comunión a los divorciados ha alcanzado el grado de interpretatio authentica en las actas oficiales de la Santa Sede (Apostólico).

La tentativa por parte de los defensores del Concilio ha resultado ser como el inútil esfuerzo de Sísifo. En cuanto consiguen con innumerables esfuerzos y matizaciones formular una solución en apariencia razonable que no afecte directamente a su idolito, al momento resultan contradichos por declaraciones de opuesto signo por un teólogo progresista, un prelado alemán o el propio Francisco. Y así, el peñasco conciliar rueda una vez más montaña abajo atraído por la gravedad al lugar que naturalmente le corresponde.

Está claro que para un católico un concilio reviste de por sí tal autoridad e importancia que acepta espontáneamente sus enseñanzas con filial devoción. Pero es igual de evidente que la autoridad de un concilio, de los padres que aprueban sus decretos y los papas que los promulgan no hace menos problemática loa aceptación de documentos que están en abierta contradicción con el Magisterio, o que como mínimo lo debilitan. Y si esa problemática se mantiene después de sesenta años, demostrando su perfecta coherencia con la engañosa voluntad de los novadores que prepararon sus documentos e influyeron en sus protagonistas, debemos preguntarnos cuál es el óbice, el obstáculo insuperable que nos obliga contra toda razón a considerar forzadamente católico lo que no lo es, en nombre de un criterio que tan sólo se aplica a lo que es claramente católico.

Es necesario tener bien claro que la analogía fidei se aplica a la verdad de la fe, ni más ni menos, y no sólo al error, porque la armoniosa unidad de la Verdad en todas sus expresiones no puede hallar coherencia con aquello a lo que se opone. Si un texto conciliar expresa un concepto herético o próximo a la herejía, no hay criterio hermenéutico que lo pueda volver ortodoxo simplemente porque ese texto forme parte de las actas de un concilio. Conocemos de sobra los engaños y hábiles maniobras efectuadas por los consultores y teólogos ultraprogresistas con la complicidad del ala modernista de los padres. E igualmente conocemos bien la complicidad con que Juan XXIII y Pablo VI aprobaron esos golpes de mano vulnerando las normas que ellos mismos habían aprobado.

El vicio sustancial está por tanto en que se llevó a los padres conciliares a aprobar textos equívocos, que ellos consideraban lo bastante católicos como para ameritar el plácet, sirviéndose luego del mismo carácter equívoco para hacerles decir ni más ni menos lo que querían los novadores. Hoy en día no es posible alterar aquellos textos en su sustancia para hacerlos más ortodoxos o más claros. Hay que rechazarlos sin más según las formas que la autoridad de la Iglesia juzgue en su momento oportunas, porque están viciados de una intención dolosa. Habría también que determinar si una asamblea anómala y desastrosa como el Concilio Vaticano II puede seguir mereciendo el título de Concilio Ecuménico cuando se reconoce universalmente su heterogeneidad con respecto a los que lo precedieron. Heterogeneidad que es tan patente que exige nada menos que el recurso a una hermenéutica, cosa que jamás fue necesaria con ningún otro concilio.

Sería necesario destacar que este mecanismo inaugurado por el Concilio Vaticano II ha conocido un recrudecimiento, una aceleración, un resurgimiento inaudito con Bergoglio, que recurre deliberadamente a expresiones imprecisas astutamente formuladas prescindiendo del lenguaje teológico, precisamente con el objeto de desmantelar poco a poco lo que queda de la doctrina en nombre de la aplicación del Concilio. Es cierto que con Bergoglio las herejías y la heterogeneidad con respecto al Magisterio son patentes y casi descaradas; pero no es menos cierto que la declaración de Abu Dabi habría sido inimaginable sin el antecedente de Lumen Gentium.

Con toda razón Peter Kwasniewski afirma: «Lo que hace que el Concilio Vaticano II sea singularmente merecedor de repudio es la mezcla, el revoltijo de cosas grandes, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas y erróneas, todo ello en textos de gran extensión». La voz de la Iglesia, que es la voz de Cristo, es por el contrario cristalina e inequívoca y no puede inducir a error a quien confía en su autoridad. «Por eso el último concilio es totalmente irrecuperable. Si el proyecto de aggionarmento dio lugar a una pérdida masiva de la identidad católica, incluido lo relativo a la doctrina y la moral fundamentales, la única salida hacia adelante es enterrar honrosamente el gran símbolo y sepultarlo.

Finalizo recalcando algo a mi juicio muy significativo: si el mismo empeño que prodigan desde hace años los pastores en la defensa del Concilio y de la Iglesia conciliar se hubiera dedicado a corroborar y defender la doctrina católica en su totalidad, o siquiera para promover en los fieles el conocimiento del Catecismo de San Pío X, la situación del cuerpo eclesial sería radicalmente distinta. Pero no es menos cierto que los fieles instruidos en la fidelidad a la doctrina habrían empuñado las armas ante las adulteraciones llevadas a cabo por los novadores y los defensores de éstos. Es posible que la ignorancia por parte del pueblo de Dios haya sido provocada intencionalmente para que los católicos no se den cuenta del fraude y la traición de que han sido objeto, del mismo modo que el prejuicio ideológico que pesa sobre el rito tridentino sólo sirve para impedir que haya algo con que comparar las aberraciones de los ritos reformados.

¿Acaso borrar el pasado y la Tradición, renegar de las propias raíces, deslegitimar a los disidentes, los abusos de autoridad y el respeto aparente de las normas no son elementos recurrentes en las dictaduras?

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo

21 de septiembre de 2020

Festividad de San Mateo, apóstol y evangelista

1 http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html

CCC 114: Por «analogía de la fe» entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación.

3Es interesante señalar que, también en aquel caso, de las 85 tesis sinodales condenadas por la bula Auctorem fidei, sólo eran totalmente heréticas 7, mientras que las otras fueron calificada de «cismática, errónea, capciosa, subversiva del orden jerárquico, falsa, temeraria,  conducente al desprecio de los sacramentos y costumbres de la Santa Madre Iglesia, injuriosa para la piedad de los fieles, injuriosa contra la Iglesia y derogadora de su autoridad, perturbadora de la tranquilidad de las almas, contraria e injuriosa al Concilio Tridentino, alteradora del orden en las iglesias, injuriosa a la veneración debida especialmente a la bienaventurada Virgen, lesiva del derecho de los concilios universales, etc.»

 https://www.aldomariavalli.it/2020/09/10/concilio-vaticano-ii-rinnovamento-e-continuita-un-

contribución-de-monseñor-pozzo /

5 «Al mismo tiempo, el Concilio ratifica en Dignitatis humanae que la única religión verdadera se verificó en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres (DH 1), y niega con ello el relativismo e indiferentismo religioso condenado en el Syllabus de Pío X».

6 https://lanuovabq.it/it/lettera-del-papa-ai-vescovi-argentini-pubblicata-sugli-acta

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Fuente: Adelante la Fe

jueves, 10 de septiembre de 2020

domingo, 6 de septiembre de 2020

Mons. Viganò: Monseñor Lefebvre fue un Confesor ejemplar de la Fe


Estimado Dr. Kokx:

He leído con vivo interés su artículo titulado  Preguntas para Viganò: Su Excelencia tiene razón en cuanto al Concilio pero, ¿qué piensa que debemos hacer los católicos ahora?,  Publicado en Catholic Family News el pasado 22 de agosto ( aquí ). Por tratarse de cuestiones de grave importancia para los fieles, respondo gustoso a sus preguntas.

Me pregunta: «¿Qué significa para el arzobispo Viganò separarse de la Iglesia conciliar?» Le respondo igualmente con una pregunta: ¿Qué significa separarse de la Iglesia para los partidarios del Concilio? Aun siendo evidente que no es posible la menor comunión con quienes proponen las doctrinas adulteradas del  manifiesto ideológico conciliar,  es necesario precisar que el mero hecho de estar bautizado y pertenecer a la Iglesia de Cristo no supone adhesión a la camarilla del Concilio. Y esto también se aplica a los simples fieles ya los clérigos seculares y regulares que por diversas razones se consideran sinceramente católicos y reconocen a la Jerarquía.

Por el contrario, habría que aclarar la postura de cuantos, declarando católicos, abrazan doctrinas heterodoxas que se han difundido en los últimos decenios, conscientes de que suponen una ruptura con el Magisterio anterior. En este caso, es lícito poner en duda la verdadera pertenencia de ellos a la Iglesia Católica, en la que todavía ejercen cargos que les confieren autoridad. Una autoridad ejercida ilícitamente cuando a lo que se aspira es a obligar a los fieles a aceptar la revolución que se ha después del impuesto del Concilio.

Aclarado este punto, es evidente que no son los fieles tradicionalistas -o sea, los verdaderos católicos, según San Pío X- los que deben abandonar la Iglesia en la que tienen pleno derecho a seguir y de la cual sería una insensatez apartarse, sino los modernistas, que han usurpado el nombre de católicos precisamente porque es el único término  burocrático  que impide que se los equipare a cualquier secta herética. Pero así como no es posible reivindicar la ciudadanía de una patria con la que no se comparte lengua, derecho, fe y tradición, también es imposible que quien no comparte la fe, la moral, la liturgia y la disciplina de la Iglesia Católico pueda arrogarse el derecho a permanecer en ella y ascender grados en la Jerarquía.Esta pretensión suya les sirve para no terminar como los centenares de movimientos heréticos que a lo largo de los siglos se han creído capaces de reformar la Iglesia a su antojo, anteponiendo el orgullo a la humilde custodia de las enseñanzas recibidas de Nuestro Señor.

No cedamos, pues, a la tentación de abandonar –aunque con una indignación justificada– la Iglesia católica con el pretexto de que ha sido invadida por herejes y fornicarios; es a ellos a quienes hay que expulsar del recinto sagrado en una labor de purificación y penitencia que debe partir de cada uno de nosotros.

También es patente que hay numerosos casos en que los fieles se topan con graves problemas al frecuentar su parroquia, como también son muy escasos los templos en que se celebra la Santa Misa según el rito católico. Los horrores Que se propagan desde Hace Décadas en los muchas de Nuestras parroquias y Santuarios Hacen también imposible Asistir a Una  eucaristía  pecado Sentirse Incómodos y Poner en peligro la Propia Fe. Así como también es muy difícil obtener uno mismo y para sus hijos una formación católica, sacramentos celebrados dignamente y una formación espiritual sólida. En estos casos, los fieles laicos tienen el derecho y el deber de buscar sacerdotes, congregaciones e instituciones que sean fieles al Magisterio de siempre.Y que a la loable celebración del Rito Tradicional se añada una fiel adhesión a la doctrina y la moral sin hacer la menor concesión al Concilio.

La situación es, desde luego, demasiado compleja para los sacerdotes, que depende jerárquicamente de su obispo o su superior, pero al mismo tiempo tienen el sacrosanto derecho de seguir siendo católicos y poder celebrar según el rito católico. Si por un lado los seglares tienen más libertad de acción para elegir a qué comunidad dirigirse para oír Misa, recibir los sacramentos y formarse, aunque con menos autonomía por tener que depender de todos modos de un sacerdote, por otro lado los sacerdotes tienen menos libertad de acción al estar incardinados en una diócesis o una orden y sometidos a la autoridad eclesiástica, pero tienen más autonomía por estar en situación de decidir legítimamente celebrar la Misa y administrar los sacramentos por el Rito Tridentino. El motu proprio  Summorum pontificum recalcó que fieles y sacerdotes tienen el derecho inalienable -derecho que no se les puede negar- de servirse de la liturgia que expresa con más perfección nuestra Fe. Pero hoy en día ese derecho se debe aprovechar no sólo y no tanto para conservar el Rito extraordinario, sino para dar testimonio de adhesión al Depósito de la Fe que sólo encuentra plena correspondencia en al Rito Antiguo.

Todos los días me llegan sentidas cartas de sacerdotes que son marginados, transferidos a otra parroquia o condenados al ostracismo por su fidelidad a la Iglesia: la tentación de encontrar un punto de apoyo lejos del estrépito de los novadores es grande, pero debemos tomar ejemplo de las persecuciones que sufrieron muchos santos. Entre ellos San Atanasio, en el que tenemos un modelo de cómo hay que desempeñarse cuando se propaga la herejía y se desata la furia perseguidora. Como ha recordado muchas veces mi venerado hermano en el episcopado monseñor Athanasius Schneider, el arrianismo que afligió a la Iglesia en tiempos del santo doctor de Alejandría de Egipto estaban tan difundido entre los obispos que cualquiera hubiera creído que la Iglesia Católica iba a desaparecer del todo . Pero gracias a la fidelidad y al testimonio heroico de los pocos prelados que se mantuvieron fieles, la Iglesia supo remontarse. Sin aquel testimonio, el arrianismo no habría sido derrotado. Y sin nuestro testimonio actual, no será derrotado el modernismo y la apostasía globalista del presente pontificado.

Por tanto, no es cuestión de trabajar dentro o fuera; los viñadores son llamados a trabajar en la viña del Señor, y deben permanecer en ella aunque les cueste la vida. Los pastores son llamados a apacentar la gray del Señor, mantener alejados a los lobos rapaces y ahuyentar a los mercenarios que no se preocupan de salvar a las ovejas y los corderos.

Esta labor en muchos casos silenciosa y oculta la viene realizando la Fraternidad San Pío X, a la que hay que reconocer el mérito de no haber permitido que se apague la llama de la Tradición en un momento en el que celebrar la Misa antigua se consideraba subversivo y motivo de excomunión. Sus sacerdotes han constituido una saludable espina en el costado del Cuerpo de la Iglesia, consideró un inaceptable ejemplo para los fieles, un constante reproche para la traición cometida contra el pueblo de Dios, una opción inadmisible al nuevo rumbo trazado por el Concilio. Y si su fidelidad hizo inevitable la desobediencia al Papa al realizar las consagraciones episcopales, gracias a ellas la Fraternidad se libró de los furiosos ataques de los novadores y ha hecho posible con su existencia que se manifiestan las contradicciones y errores de la secta conciliar,  siempre amistosa hacia los herejes e idólatras e implacablemente rígida e intolerante con la Verdad católica.

Considero a monseñor Lefevbre un confesor ejemplar de la Fe, y creo que ya es palmario hasta qué punto su denuncia del Concilio y de la apostasía modernista está fundada y tiene mucha vigencia. No olvidemos que la persecución que sufrió monseñor Lefebvre por parte de la Santa Sede y los obispos de todo el mundo ha servido ante todo de elemento disuasorio para los católicos refractarios a la revolución conciliar.

Concuerdo también con todo lo que dijo SE Bernard Tissier de Mallerais sobre la presencia simultánea de dos entidades en Roma: la Iglesia de Cristo está ocupada y eclipsada por la camarilla modernista conciliar que se ha impuesto en la propia jerarquía y se vale de la autoridad de sus ministros para prevalecer en la Esposa de Cristo y madre nuestra.

La Iglesia de Cristo -que no sólo subsiste en la Iglesia Católica, sino que es exclusivamente la Iglesia Católica- está simplemente ensombrecida, eclipsada por una iglesia extraña y extravagante que se ha instalado en Roma, conforme a la visión que tuvo la beata Ana Catalina Emmerick. Convive, como la cizaña, en la Curia Romana, en las diócesis y en las parroquias. No podemos juzgar las intenciones de nuestros pastores ni dar por sentado que todos se han corrompido en la fe y la moral; por el contrario, podemos esperar que muchos de ellos, hasta ahora intimidados y silenciados, se den cuenta conforme avanzan la confusión y la apostasía del engaño de que han sido objeto y terminen por despertar de su letargo. Innumerables laicos están alzando la voz; otros habrán de seguirles necesariamente, junto a buenos sacerdotes, sin duda presentes en cada diócesis. Este despertar de la Iglesia militante -me atrevería a llamarlo resurrección- es necesario, improrrogable e inevitable; ningún hijo tolera que su madre sea objeto de ofensa por parte de los sirvientes, ni que el padre sufra la tiranía de los administradores de sus bienes. En esta situación de dolorosa, el Señor nos ofrece la oportunidad de ser sus aliados y combatir bajo su bandera en esta santa batalla. El Rey vencedor de los errores y de la muerte nos brinda la oportunidad de compartir el honor de la victoria y el premio eterno que esta comporta, tras haber padecido con él. ni que el padre sufra la tiranía de los administradores de sus bienes. En esta situación de dolorosa, el Señor nos ofrece la oportunidad de ser sus aliados y combatir bajo su bandera en esta santa batalla. El Rey vencedor de los errores y de la muerte nos brinda la oportunidad de compartir el honor de la victoria y el premio eterno que esta comporta, tras haber padecido con él. ni que el padre sufra la tiranía de los administradores de sus bienes. En esta situación de dolorosa, el Señor nos ofrece la oportunidad de ser sus aliados y combatir bajo su bandera en esta santa batalla. El Rey vencedor de los errores y de la muerte nos brinda la oportunidad de compartir el honor de la victoria y el premio eterno que esta comporta, tras haber padecido con él.

Pero para hacernos acreedores a la gloria del Cielo estamos llamados a redescubrir –en una época afeminada y desprovista de valores como el honor, la fidelidad a la palabra empeñada y el heroísmo un fundamental para todo bautizado– que la vida cristiana es una milicia, y que por el Sacramento de la Confirmación estamos llamados a ser soldados de Cristo, bajo cuya debemos combatir. Cierto es que en la mayor parte de los casos se trata de un combate esencial espiritual. Pero a lo largo de la historia hemos hecho con cuánta frecuencia, ante las violaciones de los derechos fundamentales de Dios y de la libertad de la Iglesia se ha hecho necesario empuñar las armas. Nos lo enseña la denodada resistencia a la invasión islámica en Lepanto ya las puertas de Viena, la persecución de los cristeros en México y de los católicos en España, y todavía en nuestros días la cruel guerra que se libra contra los cristianos por todo el mundo. Hoy estamos más que nunca en situación de comprender el odio teológico de los enemigos de Dios inspirados por Satanás, los ataques a todo lo que recuerde a la Cruz de Cristo: la Virtud, el Bien, la belleza, la pureza… Todo ello debe espolearnos para levantarnos en un arranque de sano orgullo para reivindicar nuestro derecho no sólo a no ser perseguidos por enemigos externos, sino también y sobre todo a tener pastores firmes y valerosos, santos y temerosos de Dios, que hagan ni menos lo que hicieron durante siglos sus predecesores: predicar el Evangelio de Cristo, convertir a los hombres y las naciones y propagar por todo el mundo el Reino del Dios vivo y verdadero.

Todos estamos llamados a realizar un gesto de fortaleza –virtud cardinal olvidada, que no por casualidad exige fuerza viril, ἀνδρεία: saber hacer frente a los modernistas; resistencia que hunde sus raíces en la caridad y la verdad, atributos de Dios.

Si sólo celebráis la Misa Tridentina y predicáis la sana doctrina sin mencionar el Concilio, ¿qué os podrán hacer? ¿Echaros tal vez de vuestras iglesias? Y después, ¿qué? Nadie os podrá impedir celebrar la renovación del Santo Sacrificio sobre un altar improvisado o en una buhardilla, como hacían los sacerdotes refractarios during la Revolución Francesa y hacen todavía en China. Y si intentan apartaros, resistid; el Derecho Canónico garantiza el gobierno de la Iglesia en la prosecución de sus fines principales, no para demolerla. Dejemos de temer que la culpa del cisma es de quien lo denuncia y no de quien lo lleva un efecto; ¡Cismáticos y herejes son los que hieren y crucifican el Cuerpo Místico de Cristo, no quienes lo defienden denunciando a los verdugos!

Los laicos pueden exigir a sus pastores que se comporten como tales, prefiriendo a los que demuestren no estar contaminados con los errores actuales. Si una Misa se vuelve un tormento para los fieles y vienen obligados a asistir a sacrilegios, soportar herejías o desvaríos impropios de la Casa del Señor, es mil veces preferible ir a una iglesia en la que el sacerdote celebre dignamente el Santo Sacrificio, según el rito que nos ha transmitido la Tradición, y predique conforme a la sana doctrina. Cuando obispos y párrocos se den cuenta de que el pueblo cristiano quiere el pan de la Fe en vez de las piedras y escorpiones de la neoiglesia, dejarán de lado sus temores y atenderán a las legítimas peticiones de los fieles. Los otros, auténticos mercenarios, demostrarán lo que son y sólo serán capaces de congregar en torno suyo a quienes comparten sus errores y perversiones. Se extinguirán por sí solos; el Señor seca el pantano y volverá árida la tierra sobre la que crecen los espinos, y acaba con las vocaciones en los seminarios corruptos y los conventos rebeldes a la regla.

Los fieles laicos tienen un deber sagrado hoy en día: consolar a los sacerdotes y obispos buenos apiñándose en torno a ellos como las ovejas a su pastor. Alojarlos, ayudarlos y consolarlos en sus tribulaciones. Que creen comunidades en las que no predominen las murmuraciones y divisiones, sino la Caridad fraterna en el vínculo de la Fe. Y como en el orden establecido por Dios –κόσμος– los súbditos deben obediencia a la autoridad y no pueden hacer otra cosa que resistirla cuando ésta abusa de su poder, no incurrirán en culpa alguna por la infidelidad de sus jefes, sobre los cuales pesa en cambio una gravísima responsabilidad por la manera en que ejercen el poder vicario que se les ha conferido. No debemos complacernos de los errores de nuestros pastores, sino rezar por ellos y amonestarlos respetuosamente.

Tengo la certeza -y es una certeza que me nace de la Fe- de que el Señor no dejará de premiar nuestra fidelidad después de habernos castigado por las culpas de los eclesiásticos, dándonos sacerdotes, obispos y cardenales santos, y sobre todo un papa santo . Esos santos saldrán de nuestras familias, comunidades e iglesias, en las que se debe cultivar la Gracia de Dios con la oración constante, con la frecuencia de los Sacramentos, y ofreciendo sacrificios y penitencias que la Comunión de los Santos nos permite ofrecer a la Divina Majestad en expiación por nuestros pecados y los de nuestros hermanos, incluidos los que ejercen autoridad. En esto los seglares tienen una misión importante que cumplir: custodiar la fe en el seno de su familia, para que los jóvenes que sean educados en el amor y el temor del Señor puedan un día ser padres responsables,

El remedio contra la rebeldía es la obediencia. El remedio contra la herejía es la fidelidad a las enseñanzas de la Tradición. El remedio contra el cisma es la devoción filial a los sagrados pastores. El remedio contra la apostasía es el amor a Dios ya su santísima Madre. El remedio contra el vicio es la práctica humilde de la virtud. El remedio contra la corrupción de las costumbres es vivir constantemente en presencia de Dios. Pero la obediencia no puede pervertirse convirtiéndose en un estúpido servilismo, ni el respeto a la autoridad puede pervertirse volviéndose lisonja. Y no olvidemos que si los laicos tienen la obligación de obedecer a sus pastores, más grave aún es el deber que tienen que obedecer a Dios,  usque ad efussionem sanguinis,  hasta derramar la sangre.

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo

1º de septiembre de 2020

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Fuente: Adelante la Fe

SERMON DEL P. ERNESTO CARDOZO - 13º DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES


El Latín.

SERMON DEL P. ERNESTO CARDOZO - 10º DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES


Las falsas religiones.
La Humildad.
La esclavitud de los móviles.