lunes, 25 de diciembre de 2023

Feliz y Santa Navidad



Apostolado Eucarístico les desea a todos sus lectores 
y amigos una Feliz y Santa Navidad.


martes, 28 de noviembre de 2023

MILAGROS EUCARISTICOS - 60




EL PEQUEÑO CUSTODIO DE JESUS SACRAMENTADO 
 Año 1939, Almolda (Zaragoza) 

Cuando entraron los rojos en uno de los pueblos de Aragón, obligaron a un cristiano hornero a que echase en su horno todas las imágenes de los Santos de la parroquia. 

Se resistió, con valentía, el hornero. 

No le valió; uno de los oficiales hizo astillas las imágenes, y le obligó a quemarlas en el horno. 

Entre estas imágenes llevaron también un hermoso Sagrario que el oficial hizo pedazos, y se marchó. 

Un hijo del hornero, de cinco años, notó entre el montón de leña un objeto que relucía, un cristal redondo. Lo tomo en sus manos y se dio cuenta de que era el viril. Todavía conservaba la sagrada Forma. 

Va corriendo a su padre, y le dice: "Padre, ahí está Nuestro Señor". No acababa de comprender el hornero las palabras del niño. Va al montón de leña y se puso a temblar. 

"Toma, hijo mío, tómalo tú que eres un ángel." Lo cogió el niño con todo respeto y reverencia, y se lo llevó a su cuarto. 

Durante el día le acompañaba todo el tiempo que podía. Durante la noche descansaba junto a Jesús. 

El mismo día de la liberación del pueblo, fue el señor Cura a tomar el viril de casa del hornero. Se formó una procesión devotísima hasta la iglesia. Vio, con sorpresa, que no se habían corrompido las sagradas Especies durante los dos años que había estado el viril en el aposento del niño, y las sumió. 

El niño se llama Antonio Peña, su padre José Peña Pallas, hornero del pueblo de Almolda, provincia de Zaragoza.


 (Del "Boletín Parroquial suplemento del 'Boletín Oficial del Arzobispado—.—Valencia. 29 de octubre de 1940)


P. Manuel Traval y Roset S.J. (1856-1919)

   

sábado, 25 de noviembre de 2023

domingo, 29 de octubre de 2023

FIESTA DE CRISTO REY - ULTIMO DOMINGO DE OCTUBRE


Oración a Cristo Rey

Oh Cristo Jesús, os reconozco por Rey universal.
Todo cuanto ha sido hecho ha sido creado para Vos.
Ejerced sobre mí todos vuestros derechos.

Renuevo mis promesas del Santo Bautismo renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo vivir como buen cristiano.
Y particularmente me propongo a hacer triunfar, según mis medios, los derechos de Dios y de vuestra Iglesia.

Corazón Divino de Jesús, os ofrezco mis pobres acciones para obtener que todos los corazones reconozcan vuestra Sagrada Realeza y que así se establezca el reinado de vuestra paz en el mundo entero.

Amén.

miércoles, 25 de octubre de 2023

Oración de San Agustín a Jesús Sacramentado

 

Oh Jesús, redención, amor y deseo nuestro, yo os invoco y clamo a Vos con un clamor grande y de todo corazón, os suplico que vengáis a mi alma, entréis en ella y la ajustéis y unáis tan bien con Vos que la poseáis sin arruga ni mancha alguna; pues la morada en que ha de habitar un Señor tan santo como Vos, muy justo es que esté limpia.

Vos habéis fabricado este vaso de mi corazón; santificadlo, pues; vaciadlo de la maldad que hay en él, llenadlo de vuestra gracia, y conservadlo lleno para que sea templo perpetuo y digno de Vos.

Dulcísimo, benignísimo, amantísimo, carísimo, potentísimo, deseadísimo, preciosísimo, amabilísimo y hermosísimo Señor, Vos sois más dulce que la miel, más blanco que la nieve, más suave que el maná, más precioso que las perlas y el oro, y más amado de mi alma que todos los tesoros y honras de la tierra.

Pero cuando digo esto, Dios mío, esperanza mía, misericordia mía, dulzura mía, ¿qué es lo que digo? Digo, Señor, lo que puedo y no digo lo que debo. ¡Oh si yo pudiese decir lo que dicen y cantan aquellos celestiales coros de ángeles! ¡Oh cuán de buena gana me emplearía todo en vuestras alabanzas, y con cuánta devoción, en medio de vuestros predestinados, cantaría mi alma vuestras grandezas, y glorificaría incesantemente vuestro santo nombre!

Como no hallo palabras para glorificaros dignamente os suplico no miréis tanto a lo que ahora digo, cuanto a lo que deseo decir.

Bien sabéis Vos, Dios mío, a quien todos los corazones están manifiestos, que yo os amo y quiero más que al cielo y a la tierra y a todas las cosas que hay en ella. Yo os amo con grande amor y deseo amaros más.

Dadme gracia para que siempre os ame cuanto deseo y debo, para que en Vos solo me desvele y medite, en Vos piense continuamente de día; en Vos sueñe de noche; con Vos hable mi espíritu, y mi alma siempre platique con Vos. Ilustrad mi corazón con la lumbre de vuestra santa visitación, para que, con vuestra gracia y vuestra dirección camine yo de virtud en virtud. Os suplico, Señor, por vuestras misericordias, con las cuales me librasteis de la muerte eterna, que ablandéis mi corazón, y que me abracéis con el fuego de la compunción, de manera que merezca yo ser cada hora vuestra hostia viva.       

San Agustín

martes, 19 de septiembre de 2023

NTRA. SRA. DE LA SALETTE - 19 DE SEPTIEMBRE

 


Nuestra Señora de la Salette, ruega por nosotros.


sábado, 9 de septiembre de 2023

Palabras del Creador, en presencia de la Corte Celestial y de su esposa, en las que se queja de los cinco hombres que representan al Papa y a sus clérigos, los laicos corruptos, los judíos y los paganos - Santa Brígida



Palabras del Creador, en presencia de la Corte Celestial y de su esposa, en las que se queja de los cinco hombres que representan al papa y a sus clérigos, los laicos corruptos, los judíos y los paganos. También sobre la ayuda enviada a sus amigos, que representan a toda la humanidad y sobre la dura condena de sus enemigos. 


Yo soy el Creador de todas las cosas. Nací del Padre antes de que existiera Lucifer. Existo inseparablemente en el Padre y el Padre en mí y hay un Espíritu en ambos. Por consiguiente, hay un Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo—y no tres dioses. Yo soy el que le hizo la promesa de la herencia eterna a Abraham y conduje a mi pueblo fuera de Egipto a través de Moisés. Yo soy el que habló a través de los profetas. El padre me puso en el vientre de la Virgen, sin separarse de mí, permaneciendo conmigo inseparablemente para que la humanidad, que ha abandonado a Dios, pueda retornar a Dios a través de mi amor. 

Ahora, sin embargo, en vuestra presencia, Corte Celestial, pese a que veis y sabéis todo de mi, por el bien del conocimiento y la instrucción de esta desposada mía, que no puede percibir lo espiritual sino es por medio de lo físico, yo declaro mi pesar ante vosotros en relación de los cinco hombres aquí presentes, por ser ellos ofensivos para mí de muchas maneras. 

De la misma forma que yo, en una ocasión, incluí a todo el pueblo israelita en el nombre de Israel en la Ley, ahora mediante estos cinco hombres me refiero a todos en el mundo. El primer hombre representa al líder de la Iglesia y sus sacerdotes; el segundo, a los laicos corruptos, el tercero a los judíos, el cuarto a los paganos y el quinto a mis amigos. En lo que a ti respecta, judío, he hecho una excepción con todos los judíos que son cristianos en secreto y que me sirven en caridad sincera, conforme a la fe y en sus trabajos perfectos en secreto. En relación a ti, pagano, he hecho una excepción con todos aquellos que con gusto caminarían por la senda de mis mandamientos si tan solo supieran cómo y si fueran instruidos, los que tratan de poner en práctica todo lo que pueden y de lo que son capaces. Éstos, no serán de ninguna manera sentenciados con vosotros. 

Ahora declaro mi disgusto contigo, cabeza de mi Iglesia, tú que te sientas en mi asiento. Le concedí este asiento a Pedro y a sus sucesores para que se sentaran con una triple dignidad y autoridad: primero, para que pudieran tener el poder de atar y desatar a las almas del pecado; segundo, para que pudieran abrirle el Cielo a los penitentes; tercero, para que cerraran el Cielo a los condenados y a aquellos que me desprecian. Pero tú, que deberías estar absolviendo almas y presentándomelas, eres realmente un asesino de almas. Designé a Pedro como el pastor y el sirviente de mis ovejas, pero tú las disipas y las hieres, eres peor que Lucifer. 

Él tenía envidia de mí y no persiguió matar a nadie más que a mí, de forma que pudiera él gobernar en mi lugar. Pero tú eres lo peor en que, no sólo me matas al apartarme de ti por tu mal trabajo sino que, también, matas a las almas debido a tu mal ejemplo. Yo redimí almas con mi sangre y te las encomendé como a un amigo fiable. Pero tú se las devuelvas al enemigo del que yo las redimí. Eres más injusto que Pilatos. Él tan sólo me condenó a muerte. Pero tú no sólo me condenas como si yo fuese un pobre hombre indigno, sino que también condenas a las almas de mis elegidos y dejas libres a los culpables. Mereces menos misericordia que Judas. Él tan solo me vendió. Pero tú, no solo me vendes a mí, sino que también vendes a las almas de mis elegidos en base a tu propio provecho y vana reputación. Tú eres más abominable que los judíos. Ellos tan sólo crucificaron mi cuerpo, pero tú crucificaste y castigaste a las almas de mis elegidos para quienes tu maldad y trasgresión son más afiladas que una espada. 

Así, puesto que eres como Lucifer, más injusto que Pilatos, menos digno de misericordia que Judas y más abominable que los judíos, mi enfado contigo está justificado. El Señor dijo al segundo hombre, es decir, al que representa a los laicos: “Yo creé todas las cosas para tu uso. Tú me diste tu consentimiento a mí y Yo a ti. Tú me prometiste tu fe y me juraste que me servirías. Ahora, sin embargo, te has apartado de mí como alguien que no conoce a Dios. Te refieres a mis palabras como mentiras y a mis trabajos como carentes de sentido. Tú dices que mi voluntad y mis mandamientos son muy duros. Has violado la fe que prometiste. Has roto tu juramento y has abandonado mi Nombre. 

Te has disociado a ti mismo de la compañía de mis santos y te has integrado en la compañía de los demonios, haciéndote socio suyo. Tú no crees que ninguno merezca alabanza y honor salvo tú mismo. Consideras difícil todo lo que tiene que ver conmigo y lo que estás obligado a hacer por mí, mientras que las cosas que te gusta hacer son fáciles para ti. Es por esto que mi enfado contigo está justificado, porque tú has quebrado la fe que me prometiste en el bautismo y en adelante. Encima, me acusas de mentir sobre el amor que te he mostrado de palabra y de hecho. Dices que yo era un loco por sufrir”. 

Al tercer hombre, es decir al representante de los judíos, le dijo: “Yo comencé mi amoroso idilio contigo. Te elegí como mi pueblo, te libré de la esclavitud, te di Mi Ley, te conduje hasta la Tierra que les había prometido a tus padres y te envié profetas que te consolaran. Después, elegí una Virgen de entre vosotros y tomé de ella naturaleza humana. Mi disgusto contigo es que aún rehúsas creer en mí, diciendo: “Cristo no ha venido todavía sino que tiene que venir”. 

El Señor dijo al cuarto hombre, es decir a los paganos: “Yo te creé y te redimí para que fueras cristiano. Hice contigo todo el bien. Pero tú eres como alguien que está fuera de sus sentidos, porque no sabes lo que haces. Eres como un ciego, porque no sabes hacia dónde te diriges. Adoras a las criaturas en lugar de al Creador, a la falsedad en lugar de a la verdad. Te arrodillas ante las cosas que son inferiores a ti. Esta es la causa de mi disgusto en relación a ti”. Al quinto hombre le dijo: “¡Acércate más, amigo!” Y se dirigió directamente a la Corte Celestial: “Queridos amigos, este amigo mío representa a mis muchos amigos. Él es como un hombre cercado entre los corruptos y mantenido en un duro cautiverio. Cuando dice la verdad le arrojan piedras en la boca. Cuando hace algo bueno, le clavan una lanza en el pecho. ¡Ay, mis amigos y santos! ¿Cómo puedo soportar a esas personas y cuánto tiempo me mantendré con semejante desprecio?”. 

San Juan Bautista respondió: “Eres como un espejo inmaculado. Vemos y sabemos todas las cosas en ti como en un espejo, sin necesidad de palabras. Eres la dulzura incomparable en la que saboreamos todo lo bueno. Eres como la más afilada de las espadas y un Juez justo”. El Señor le respondió: “Amigo mío, lo que has dicho es cierto. Mis elegidos ven toda la bondad y justicia en mí. Aún los espíritus diabólicos lo hacen, aunque no en la luz sino en su propia conciencia. Como un hombre en prisión, que se aprendió las letras y aún las conoce cuando se encuentra en la oscuridad y no las ve, los demonios, pese a que no ven mi justicia a la luz de mi claridad, aún así, conocen y ven en su conciencia. Yo soy como una espada que corta en dos. Le doy a cada persona lo que él o ella merecen. Entonces, el Señor agregó, hablando al Bienaventurado Pedro: “Tú eres el fundador de la fe y de mi Iglesia. Mientras lo escucha mi Ejército, ¡declara la sentencia de estos cinco hombres!”. 

Pedro contestó: “¡Gloria y honor para Ti, Señor, por el amor que has demostrado a la tierra! ¡Que toda tu Corte te bendiga, porque Tú nos haces ver y saber en Ti todo lo que es y lo que será! Vemos y sabemos todo en Ti. Es verdaderamente justo que el primer hombre, el que se sienta en tu asiento mientras que realiza los hechos de Lucifer, vergonzosamente deba renunciar a ese asiento en el que presumió sentarse y compartir el castigo de Lucifer. La sentencia del segundo hombre es que aquél que haya abandonado la fe debe descender al infierno con la cabeza abajo y los pies arriba, por haberte despreciado a Ti, que deberías ser su cabeza y por haberse amado a sí mismo. 

La sentencia del tercero es que no verá Tu rostro y será condenado por su perversidad y avaricia, puesto que los que no creen no merecen contemplar la visión de Ti. La sentencia del cuarto es que debería ser encerrado y confinado en la oscuridad, como un hombre fuera de sus sentidos. La sentencia del quinto es que deberá serle enviada ayuda” Cuando el Señor oyó esto, respondió: “Prometo por Dios, el Padre, cuya voz oyó Juan el Bautista en el Jordán, que haré justicia a éstos cinco”. 

Después, el Señor continuó, diciendo al primero de los cinco hombres: “La espada de mi severidad atravesará tu cuerpo, entrando desde lo alto de tu cabeza y penetrando tan profunda y firmemente que nunca podrá ser sacada. Tu asiento se hundirá como una piedra pesada y no cesará hasta que alcance la parte más baja de las profundidades. Tus dedos, es decir, tus consejeros, arderán en un fuego sulfuroso e inextinguible. 

Tus brazos, es decir, tus vicarios, que debieran de haber conseguido el beneficio de las almas, pero que en su lugar consiguieron provechos mundanos y honores, serán sentenciados al castigo del que habla David: ‘Que sus hijos queden huérfanos y su mujer viuda, que los extraños le arrebaten su propiedad’. ¿Qué significa ‘su mujer’ sino el alma que ha sido separada de la gloria del Cielo y que quedará viuda de Dios? ‘Sus hijos’, es decir, las virtudes que aparentaron poseer y mi gente sencilla, aquellos que se les sometieron, serán apartados de ellos. Su rango y propiedad caerá en manos de otros, y ellos heredarán la eterna vergüenza en lugar de su rango privilegiado. 

Sus mitras se hundirán en el barro del infierno y ellos mismos nunca se levantarán de él. Por ello, lo mismo que el honor y el orgullo que alcanzaron sobre otros aquí en la tierra, se hundirán en el infierno tan profundamente, más que los demás, que les será imposible levantarse. Sus extremidades, o sea, todos los sacerdotes aduladores que les secunden, serán separados de ellos y aislados, igual que una pared que se derrumba, en la que no quedará piedra sobre piedra y el cemento ya no se adherirá a las piedras. La misericordia nunca les llegará, porque mi amor nunca les calentará ni les repondrá en la eterna Mansión Celestial. En su lugar, despojados de todo bien, serán eternamente atormentados junto a sus líderes. 

Al segundo hombre, Yo le digo: Dado que tú no quieres mantenerte en la fe que me prometiste ni manifestar amor hacia mí, te enviaré un animal que procederá del torrente impetuoso para devorarte. Y, lo mismo que un torrente siempre corre hacia abajo, así el animal te llevará a las partes más bajas del infierno. Tan imposible como es para ti viajar corriente arriba contra un torrente impetuoso, igual de difícil será para ti ascender desde el infierno. 

Al tercer hombre, le digo: ‘Ya que tú, judío, no quieres creer que Yo ya he venido, por ello, cuando vuelva para el segundo juicio, no me verás en mi gloria sino en tu conciencia, y comprobarás que todo lo que te dije era verdad. Entonces ahí quedará que seas castigado como mereces’. Al cuarto hombre, le digo: ‘Como no te has ocupado de creer ni has querido saber, tu propia oscuridad será tu luz y tu corazón será iluminado para que comprendas que mis juicios son verdaderos pero, sin embargo, tú no alcanzarás la luz’. 

Al quinto hombre, le digo: ‘Haré tres cosas por ti. Primero, te llenaré internamente de mi calor. Segundo, haré que tu boca sea más fuerte y más firme que cualquier piedra, de modo que las piedras que te arrojen serán rebotadas. Tercero, te armaré con mis armas, de forma que ninguna lanza te dañará sino que todo cederá ante ti como la cera frente al fuego. 

Por tanto, ¡hazte fuerte y resiste como un hombre! Como un soldado que, en la guerra, espera la ayuda de su Señor y lucha mientras le quedan fluidos de vida, así también tú, ¡mantente firme y lucha! El Señor, tu Dios, aquél a quien nadie puede resistir, te ayudará. Y, como vosotros sois pocos en número, os daré honor y os convertiré en muchos. Mirad, amigos míos, veis estas cosas y las reconocéis en Mí y, por ello, se mantienen ante mí’. Las palabras que ahora he pronunciado se cumplirán. Aquellos hombres nunca entrarán en mi Reino mientras yo sea el Rey, a menos que enmienden sus caminos. Porque el Cielo no será sino para aquellos que se humillan a sí mismos y hacen penitencia”. Entonces, toda la corte respondió: “¡Gloria a Ti, Señor Dios, que no tienes principio ni fin!”.

Profecías y Revelaciones de Santa Brígida
Libro 1 - Capitulo 41

miércoles, 23 de agosto de 2023

Me acerco a tu altar - Oración de San Ambrosio




Señor mío Jesucristo, me acerco a tu altar lleno de temor por mis pecados, pero también lleno de confianza porque estoy seguro de tu misericordia.

Tengo conciencia de que mis pecados son muchos y de que no he sabido dominar mi corazón y mi lengua.

Por eso, Señor de bondad y de poder, con mis miserias y temores me acerco a Ti, fuente de misericordia y de perdón; vengo a refugiarme en Ti, que has dado la vida por salvarme, antes de que llegues como juez a pedirme cuentas.

Señor no me da vergüenza descubrirte a Ti mis llagas. Me dan miedo mis pecados, cuyo número y magnitud sólo Tú conoces; pero confío en tu infinita misericordia.

Señor mío Jesucristo, Rey eterno, Dios y hombre verdadero, mírame con amor, pues quisiste hacerte hombre para morir por nosotros. Escúchame, pues espero en Ti.

Ten compasión de mis pecados y miserias, Tú que eres fuente inagotable de amor.

Te adoro, Señor, porque diste tu vida en la Cruz y te ofreciste en ella como Redentor por todos los hombres y especialmente por mi. Adoro Señor, la sangre preciosa que brotó de tus heridas y ha purificado al mundo de sus pecados.

Mira, Señor, a este pobre pecador, creado y redimido por Ti. Me arrepiento de mis pecados y propongo corregir sus consecuencias. Purifícame de todos mis maldades para que pueda recibir menos indignamente tu sagrada comunión.

Que tu Cuerpo y tu Sangre me ayuden, Señor, a obtener de Ti el perdón de mis pecados y la satisfacción de mis culpas; me libren de mis malos pensamientos, renueven en mi los sentimientos santos, me impulsen a cumplir tu voluntad y me protejan en todo peligro de alma y cuerpo. Amén.

San Ambrosio

martes, 22 de agosto de 2023

Fiesta del Inmaculado Corazón de María - 22 de Agosto


ORACIÓN AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA
PARA PEDIR UN FAVOR

¡Corazón inmaculado de María!, desbordante de amor a Dios y a la humanidad, y de compasión por los pecadores, me consagro enteramente a ti. Te confío la salvación de mi alma.

Que mi corazón esté siempre unido al tuyo, para que me separe del pecado, ame mas a Dios y al prójimo y alcance la vida eterna juntamente con aquellos que amo.

Medianera de todas las gracias, y Madre de misericordia, recuerda el tesoro infinito que tu divino Hijo ha merecido con sus sufrimientos y que nos confió a nosotros sus hijos.

Llenos de confianza en tu maternal corazón, que venero y amo, acudo a ti en mis apremiantes necesidades. Por los méritos de tu amable e inmaculado Corazón y por amor al Sagrado Corazón de Jesús, obtenme la gracia que pido (mencionar aquí el favor que se desea)

Madre amadísima, si lo que pido no fuere conforme a la voluntad de Dios, intercede para que se conceda lo que sea para la mayor gloria de Dios y el bien de mi alma. Que yo experimente la bondad maternal de tu corazón y el poder de su pureza intercediendo ante Jesús ahora en mi vida y en la hora de mi muerte. Amén.

sábado, 1 de julio de 2023

LA PRECIOSISIMA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO - 1 de Julio



LA SANGRE DE JESUCRISTO EN LA EUCARISTÍA

Hic est sanguis meus.
Esta es mi sangre. 
(Marc. XIV, 23)

¡Qué hermosos elogios tributan los Santos Padres a la sangre divina de Nuestro Señor! ¡Con qué entusiasmo la aclaman y ensalzan! ¡Cómo ponen de relieve, en conmovedoras frases, sus inefables caracteres! Oídlos: «La sangre de Jesucristo es un rescate divino que nos redimió del triple cautiverio del pecado, de la muerte y del infierno (1). Es remedio soberano que cura no sólo los males pasados, sino que preserva de todos los que pudieran amenazarnos por parte del mundo, del demonio o de nosotros mismos (2). Es un baño saludable y delicioso que lava todas nuestras manchas, devolviéndonos la pureza inmaculada (3). Es un alimento celestial que nos sustenta; fortifica en nosotros la vida de la gracia y nos hace crecer para el cielo. Es una divina y deliciosa bebida que nos sacia, y satisface nuestra sed peligrosa de placeres, sensuales, dejando sólo en nuestra alma la sed de la justicia (4). Es una leche de indecible suavidad que forma las delicias de los hijos de Dios (5). Es un tesoro abundante, de precio infinito, que nos enriquece y proporciona todo cuanto podemos legítimamente desear (6). Es un fuego celestial que derrite el hielo de nuestros corazones y nos inflama en un amor completamente divino (7). Es un adorno admirable que nos embellece y hace agradables a Dios (8). Es el sello del gran Rey que imprime en nuestras almas el carácter de predestinados (9). Es la llave irresistible que nos abre las puertas del cielo y nos pone en posesión de sus magnificencias» (10). ¡Y una sangre de tanto precio, nosotros la poseemos en la Eucaristía! ¡Oh, qué consuelo no infunde esta idea! ¡En la adorable Eucaristía poseemos la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo, la sangre redentora de Jesucristo, la sangre inefablemente santificadora de Jesucristo! Hic est sanguis meus.

Oh sublimes afirmaciones! ¡Oh maravillosa declaración, repleta de los más dulces consuelos y de las más fortalecedoras esperanzas!

Meditémoslas con gozo, respeto y amor.

I

En la Eucaristía poseemos, no ya en figura o en símbolo,, sino VERDADERA, REAL Y SUSTANCIALMENTE la sangre divina de Jesús. ¿Quién lo afirma? El que es verdad infalible; el mismo Jesús. Oigamos su testimonio, pues sus palabras son más claras que la luz del mediodía. En la última, cena, y en medio de sus apóstoles que han de ser los heraldos del Evangelio, los ecos de su palabra, los institutores de su culto y, sobre todo, los glorificadores del dogma de la Eucaristía que a todos Ios compendia y encierra, toma el cáliz en sus santas y venerables manos, y después de levantar los ojos al cielo hacia su Padre santo y omnipotente, da gracias, lo bendice y entrega a sus apóstoles, diciendo: «Tomad y bebed todos de él. Esta es mi sangre, la sangre del nuevo Testamento, la sangre que será derramada, en bien de muchos, para remisión de los pecados. Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre que será derramada en bien de muchos para remisión de los pecados. Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre, que será derramada por vosotros». Hic est sanguis meus!

Así pues, dice un piadoso autor (11), todos los días adoramos la preciosa sangre cuando asistimos a la santa Misa. A la elevación del cáliz, hemos de considerar, por tanto, que allí está la sangre de Cristo en toda su plenitud, glorificada sí, pero latiendo con las pulsaciones propias de la vida humana. La sangre que se derramó gota a gota en el huerto de los Olivos, la que se coaguló en los látigos y varas de la flagelación, la que se secó sobre los cabellos del Salvador, la que empapó sus vestidos y dejó huellas rojizas en la corona de espinas, la que roció el madero de la cruz; la sangre que, al comulgarse a sí propio, bebió el mismo Jesús la noche del Jueves Santo, la que se derramó con tanta prodigalidad y como al descuido sobre el suelo de la pérfida ciudad: es la misma que vive en el cáliz unida a la persona del Verbo eternal, para recibir adoraciones de los hombres en medio del más profundo anonadamiento de nuestras almas y cuerpos.

Los rayos del sol levante penetran en la iglesia a través de los policromados ventanales; se posan un instante sobre el cáliz descubierto, y sus reflejos tímidos y sin cesar agitados, se quiebran y fulguran deliciosamente, cual si cayesen sobre una piedra preciosa; los ojos del sacerdote se paran a contemplar aquel espectáculo, y parécele como que esta luz rebotara del Sanguis hasta el fondo de su corazón, fortificando su fe y encendiendo más y más su amor. Pues bien; en esta copa y bajo estos rayos misteriosos, está la sangre de un Dios, verdadera sangre viviente, brotada, como de fuente original, del corazón inmaculado de María. Cuando el Santísimo Sacramento se posa sobre nuestra lengua, en el mismo instante — instante que los ángeles de Dios, a pesar de su grandeza, no pueden contemplar sin estremecerse — la sangre de Jesús circula en la Hostia con toda la abundancia de su gloriosa vida. Y para no anonadarnos, se sirve del misterio de este Sacramento para velar el chorro inextinguible de luz que ilumina las regiones todas del cielo, con un resplandor tal, que millares de soles reunidos no llegarían a igualarlo. No sentimos la fuerza de las pulsaciones de su vida inmortal, porque, de lo contrario, nos fuera imposible vivir nuestra propia vida, que se sentiría presa de un santo terror. Sin embargo, es cierto que en esta Hostia adorable palpita toda la plenitud de la preciosa sangre: la sangre de Getsemaní, de Jerusalén y del Calvario; la sangre de la pasión, resurrección y ascensión; la sangre que ha sido derramada y vuelta a incorporar al Salvador. Dentro de nosotros la llevamos ahora, por semejante manera de como la trajo en su seno la Virgen María. Dicha sangre está en el corazón de Jesús, en sus venas y en el templo de su cuerpo. Esto creemos por la fe; aunque mejor diríamos, tal vez, no que lo creemos, mas ¡que no lo ignorarnos!

Y esta sangre multiplicase con una profusión increíble. Está en los cálices, después de la consagración; está en todas las hostias consagradas, en todas las iglesias, en todos los tabernáculos donde se guardan las sagradas especies; y en todas partes está tan real y verdaderamente como en el cielo. Esta sangre es el don supremo que Jesús nos legara al morir. Los hombres, al bajar al sepulcro, dejan a sus parientes bienes terrenos; lo sumo a que pueden llegar es a hacer entrega de su corazón frío e inanimado, como reliquia. Pero Jesús nos lega su sangre viva; su sangre subsistente en la persona del Verbo: sangre de un valor indecible, e incomparablemente más preciosa que todos los tesoros, ¡su sangre divina! (12).

Esta sangre, en fin, es un gaje infalible de la vida eterna que nos ha sido prometida por Aquel que es único que puede prometérnosla y darla; es la rúbrica augusta del contrato por el cual se compromete Dios a ponernos en posesión de sí mismo, en el paraíso, con todos los medios para alcanzarlo (13) .

¿Qué corazón habrá tan duro, exclama Bossuet (14), que no se sienta conmovido, oyendo todos los días estas palabras del Salvador: «Esta es mi sangre del Nuevo Testamento»; o, como dice San Lucas: «Este cáliz es el Nuevo Testamento, por mi sangre» que contiene? Pues tal es la naturaleza de este Testamento que debe ser escrito todo entero con la sangre del testador. Oh cristianos, venid, venid a leer este testamento admirable; venid a oír su lectura solemne durante la celebración de los santos misterios. Venid a gozar de las bondades de vuestro Salvador, de vuestro Padre, de vuestro divino Testador, el cual compra con su propia sangre la herencia que para vosotros destina, y con esta misma sangre escribe, además, el testamento con que os la trasmite. Venid a leer este testamento; venida poseerlo; venid a gozarlo: la herencia del reino de los cielos es para vosotros!

¡Oh sangre verdadera de Jesús, realmente presente en el Santísimo Sacramento por una sublime invención del más inflamado amor; yo te adoro con todo el ardor de mi alma, completamente anonadada en tu presencia! Te reconozco y proclamo más grande que todas las grandezas, más excelente que todas las excelencias; pues, como sangre de Dios que eres, encierras una grandeza y excelencia infinitas. Con respeto me prosterno ante los ángeles y santos; humillándome en el polvo, venero y honro a María Inmaculada, la reina del paraíso; pero a ti debo tributarle honores inmensamente más excelsos todavía. Te adoro como debe ser adorada la divinidad; te adoro por lo que tantas veces he dicho, porque eres la sangre de Dios. Repito esta palabra para que se grabe más profundamente en mi ser y me penetre de los sentimientos que deben animarme al pie de los altares: sentimientos de adoración y sobre todo de amor.

 

II

Porque, en efecto, en la Eucaristía poseemos no sólo la verdadera sangre de Jesucristo, sino la sangre que nos rescató del pecado, que nos arrancó de la esclavitud del demonio, que nos ha, abierto las puertas del cielo y merecido a todos las gracias de la salud: en una palabra, la SANGRE DEL REDENTOR.

Es una ley fundada sobre la naturaleza de las cosas y sobre la voluntad de Dios, una ley confirmada por la tradición de todos los pueblos, aun los más antiguos; que la expiación del pecado no puede hacerse sino con derramamiento de sangre; y la razón está en que, así como la sangre es el principio de la vida, y el pecado un abuso de esta misma vida que se levanta contra el soberano Legislador; la reparación exige que se derrame sangre, sea la del culpable o la de una víctima que le sustituya, a fin de aplacar la cólera divina. Por otra parte, las leyes establecen también que los testamentos son valederos sólo a la muerte del testador: es decir, cuando la sangre, privada del influjo del alma que la abandona, cesa de vivificar el cuerpo que antes animara.

Ahora bien, como Jesús se constituyó en víctima del género humano, en reparación de todas las iniquidades, y quiso dar en testamento a todos los hombres los dones infinitos de la gracia y de la gloria, menester fue, bajo este doble título, que muriera y derramara su sangre.

Por tanto, no sin causa la sagrada Escritura atribuye la redención y los beneficios múltiples que de ella dimanan, a la efusión de la sangre de Jesucristo. Oíd, sobre materia de tanta importancia, algunos textos admirables de los escritores sagrados, entre los cuales ocupa el primer lugar San Pablo, que de verdad puede apellidarse el cantor inspirado de la preciosa sangre. «Plúgole al Padre celestial, dice, que en El residiera toda plenitud, y que todas las cosas se reconciliaran por El, pacificando, por medio de su sangre derramada en la cruz, todo cuanto hay sobre la tierra y en el cielo.

Mas, sobreviniendo Cristo, pontífice que nos había de alcanzar los bienes venideros, por medio de un tabernáculo más excelente y más perfecto, no hecho a mano, esto es, no de fábrica o formación semejante a la nuestra; presentándose no con sangre de machos de cabrío, ni de becerros, sino con la sangre propia, entró una sola vez para siempre en el santuario del cielo, habiendo obtenido la eterna redención del género humano. Porque si la sangre de los machos de cabrío y de los toros, y la ceniza de la ternera sacrificada, esparcida sobre los inmundos, los santifica en orden a la purificación legal de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por impulso del Espíritu Santo se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios, limpiará nuestras conciencias de las obras muertas de los pecados, para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo? El primer testamento no fue confirmado sino con sangre ; según la ley todo se purifica con sangre, y en fin, los pecados sólo con efusión de sangre se perdonan. Era, pues, necesario que lo que sólo es figura de las cosas celestiales fuese purificado por la sangre de los animales; pero las cosas del cielo, lo deben ser con víctimas mejores que éstas». Oigamos ahora el testimonio de San Pedro: «Sabemos, dice, que hemos sido rescatados por la preciosa sangre de Jesucristo, cordero sin mácula y sin tacha, predestinado antes de la creación del mundo; pero que fue manifestado en los últimos tiempos. Nosotros hemos sido elegidos, según la promesa de Dios Padre, para recibir la santificación del Espíritu Santo, obedecer a la fe y ser rociados con la sangre de Jesucristo». Y San Juan añade: «Jesucristo es el testimonio fiel, el primer nacido de entre los muertos y el príncipe entre todos los reyes de la tierra; Él nos amó y con su propia sangre nos lavó de todos nuestros pecados». El mismo apóstol nos representa a los ancianos del Apocalipsis entonando un cantar nuevo y diciendo: «Digno sois, Señor, de tomar el libro y de romper sus sellos, porque habéis sido condenado a muerte, y con vuestra sangre nos habéis rescatado para Dios, de toda tribu, de todo pueblo, de toda lengua y de toda nación; Vos nos habéis hecho reyes y sacerdotes para nuestro Dios, y reinaremos sobre la tierra». Y oyó una gran voz en el cielo que decía: «Ahora ha sido de verdad establecida la salud, la fuerza, el reino de nuestro Dios y el poder de su Cristo, porque el acusador de nuestros hermanos, que día y noche les acusaba ante nuestro Dios, ha sido arrojado del cielo y vencido por la sangre del Cordero».

Ciertamente podía Jesús, con la más insignificante de sus acciones (a causa del valor infinito que la unión hipostática prestaba a todas sus obras), operar nuestra salvación ; pero conforme a los eternos decretos de la Trinidad, manifestados en la sagrada Escritura, sólo debía servir de precio para nuestra redención la sangre divina que en su muerte derramó.

¡Oh Dios mío! ¡Con qué sobreabundancia tan llena de amor fue derramada! ¡Cayó sobre el polvo y las rocas del huerto de los Olivos; inundó la sala del pretorio; salpicó manos y vestidos de los verdugos; corrió por las sendas de Jerusalén, a lo largo de la calle de la amargura; enrojeció la cumbre del Gólgota y el madero de la Cruz! ¡Chorreó de todo el cuerpo del Salvador en la agonía de Getsemaní; de su frente en la coronación de espinas; de sus espaldas en la flagelación; de sus manos y pies en la crucifixión; de su pecho, hasta la última gota, cuando el soldado lo atravesó con la lanza!

Pero ¡cuán grande no fue la eficacia de aquella sangre derramada! Se Apaciguó la cólera divina; su justicia se dio por satisfecha; se perdonaron por su virtud todos los pecados, y los hombres pudieron hacerse dignos de merecer todas las gracias ya generales ya particulares; se redujeron a realidad todas las gracias inherentes a la institución de la Iglesia, con su jerarquía y sus divinos poderes de enseñar, gobernar y santificar; las gracias de los sacramentos y, sobre todo, la del adorable sacramento de nuestros altares; y, en fin, como consecuencia de todas ellas, el infierno fue cerrado, el cielo abierto, el demonio vencido y la innumerable muchedumbre de predestinados conquistada.

¡Esta sangre divina, esta sangre tan poderosa y tan eficaz, esta sangre redentora, nosotros la poseemos en la Eucaristía! Hic est sanguis meus.

¡Ah! Si un bienhechor insigne, para librarnos del deshonor o la esclavitud, hubiese sacrificado una fortuna considerable, ¡qué gratitud tan profunda y rendida no le profesaríamos! Y si, llevando hasta el límite su nobleza y heroísmo, hubiese dado la vida para rescatarnos de la muerte; so pena de ser unos monstruos de ingratitud, repetiríamos a diario y mil veces su nombre; y la vista de su retrato no podría menos de excitar en nuestros corazones una emoción profunda, hija de la más tierna y sincera gratitud. ¡Oh alma mía! Acuérdate, pues, que Jesús se ha entregado por ti, y que para arrancarte de la muerte eterna y abrirte las puertas del paraíso ha derramado hasta la última gota de su sangre. Y esta sangre no se la ha bebido, no, la tierra; sino que fue recogida con celoso cuidado por los ángeles. Vive todavía; está bajo las especies sacramentales; está en el cáliz, después de consagrado. ¡Oh sangre divina, precio de mi salvación, rescate de mis pecados, tesoro de los tesoros; yo me postro ante ti penetrado de la más profunda adoración! ¡Oh sangre de Jesús, te amo con todo el ardor de mi alma; te amo en mi nombre y en el de mis hermanos y en nombre, sobre todo, de los que te olvidan, desdeñan y profanan!

¡Oh sangre de Jesús, yo quiero recoger ávidamente tus preciosas bendiciones, porque no sólo eres verdadera sangre divina y sangre redentora, sino también, para todos y cada uno de nosotros, la SANGRE POR ESENCIA SANTIFICADORA!

 

III

Lengua de ángel, o tal vez mejor, la misma ciencia divina sería menester para expresar dignamente los maravillosos efectos de esta sangre preciosa. Nosotros sólo podemos rastrear imperfectamente su influencia en el mundo, haciendo notar las transformaciones que realiza y las victorias que sin cesar obtiene. La obra de la santificación del mundo es, en un todo, fruto de su fecunda omnipotencia.

En el cielo, constituye la felicidad de los elegidos y llena su corazón de inefables alegrías. En el purgatorio, refresca, ilumina, consuela y purifica. En la tierra, provoca el arrepentimiento, obtiene el perdón, suscita toda clase de sacrificios, ánima, presta ayuda a toda buena voluntad, da vida a una incomparable florescencia de buenos deseos, santas resoluciones y actos de salvación.

Obra por el intermedio de los ángeles, de los sacerdotes, de celestiales inspiraciones, de santas palabras, de buenos ejemplos; por medio de la oración y de los sacramentos. Pero además, y sobre todo, obra inmediatamente por sí misma.

Porque — y bueno es que lo repitamos una y mil veces con todo el reconocimiento de que somos capaces — la tierra tiene siempre y dondequiera esta preciosa sangre en la Eucaristía. ¡Hic est sanguis meus!

En la Eucaristía, la sangre de Cristo es nuestra protección. ¿Queréis, exclama San Juan Crisóstomo con acento de triunfo, queréis conocer la virtud de la sangre de Cristo? Consideremos el símbolo, recorramos a la figura tal cual nos la proporciona el Antiguo Testamento. A media noche, iba Dios a descargar sobre Egipto aquella décima plaga, que debía acabar con los primogénitos de dicha nación, en castigo de haber retenido prisionero a su pueblo escogido. Más para librar a los israelitas de semejante pena, ya que se hallaban mezclados con los egipcios, les dio un medio a fin de que pudieran distinguirse: ¡medio admirable, prenuncio de lo que después tenía que suceder! El látigo de la cólera divina se cernía ya sobre aquella región, y el ángel exterminador emprendía el vuelo para recorrer las casas y sembrar por doquiera el exterminio y la muerte... Pero he aquí que Dios da orden a Moisés de matar un cordero de un año y rociar con su sangre las puertas de los israelitas. ¿Cómo es posible, oh Moisés, que la sangre de un cordero pueda proteger a hombres dotados de razón? No lo fuera, contesta el hombre que fue brazo del Omnipotente, si no fuese a la vez figura y símbolo de la sangre del Salvador. ¿No veis, con frecuencia, cómo las estatuas de los reyes, inanimadas y sin voz, protegen a los que solicitan su amparo, no porque son de bronce, sino por causa del príncipe que representan? Pues del mismo modo la sangre del cordero, que es un animal sin inteligencia, protegía a los israelitas, no en cuanto era sangre, sino en cuanto representaba la sangre del Cordero divino. En efecto, el ángel encargado de dar cumplimiento a las venganzas del Altísimo, viendo las puertas rociadas con esta sangre libertadora, pasaba de largo sin descargar el golpe. En nuestros tiempos, cuando el demonio ve, no ya la sangre figurativa, sino la sangre profetizada, es decir, la sangre de Cristo; y no sobre las puertas de nuestras casas, sino reverberando en los vasos sagrados de nuestros templos, o enrojeciendo los labios de los fieles, se aterroriza, siéntese cautivo e imposibilitado de hacer daño a los amigos del Salvador.

En la Eucaristía, y durante la celebración de los santos misterios, gracias a la efusión mística de su sangre redentora y de su inmolación sacramental, consumada en la consagración de las dos especies de pan y de vino por separado, el Salvador nos aplica con infinita sobreabundancia los frutos de su muerte real en el Calvario, y de su inmolación sangrienta en la cruz. ¡Qué adoración tan humilde y abnegada no le debemos por ello! ¡Qué acción de gracias no hemos de tributarle por todos los beneficios que sin cesar recibimos de la liberal mano de Dios! ¡Qué expiación tan eficaz la suya! Como la sangre de Abel, grita también la de Jesús desde el altar; pero es para implorar perdón; es para atraer sobre el mundo toda suerte de gracias y bendiciones.

En la Eucaristía, la sangre de Jesucristo nos santifica, sobre todo cuando por medio de la sagrada comunión viene hacia nosotros, se une con nosotros, se hace nuestra divina bebida, y cuando, por decirlo así, llegamos a tener una misma sangre con el Hijo de Dios hecho hombre, concorporei... consanguinei! (15). Durante la pasión, la sangre adorable del Redentor sólo se derramó por tierra y entre sus enemigos y verdugos; pero en la comunión se derrama sobre nuestros pechos. En la cruz obraba de lejos, sea por la distancia de lugar, sea por la de tiempo; pero aquí mana a nuestra vista, cae inmediatamente sobre nuestras almas para enriquecernos con el tesoro incalculable de sus dones celestiales.

Hónranos de un modo tal, que jamás lengua humana lo podrá encarecer bastante, y nos infunde una vida de inclinaciones y sentimientos totalmente divinos. Revístenos de indomable energía para pelear las batallas de la virtud: ille sanguis valde nos facit audaces (16). Mitiga nuestras penas, nos consuela en las tribulaciones y alienta, en nuestros desmayos: Dedil et tristibus sanguinis poculum (17). Es una fuente de júbilo universal. Cubre de verdores los áridos desiertos de la vida. Hace florecer el yermo, corona de flores las rocas áridas, y embellece y hace grata la soledad más sombría. El gozo humano es una cosa magnífica, un verdadero homenaje de adoración al Criador. Fuera de Dios, no hay belleza que pueda comparársele, si no es el eterno júbilo de los ángeles. Y la sangre divina tiene el don de alegrar: laetificat (18). Es luz que ilumina, voz que alienta, vino que conforta y da brío, leche rebosante de inefables dulzuras, tesoro de méritos incalculables, rocío que admirablemente fecunda la tierra de nuestra alma, remedio eficaz para todas nuestras enfermedades, fuente de gracias con que alcanzar la vida eterna: ¡Sanguis Domini nostri Jesu Christi custodiat animan meam in vitam aeternam! (19).

¡Oh sangre adorable del Salvador, produce en mí tan saludables efectos! Lávame, purifícame, aliméntame, apaga mi sed, ennobléceme, fortifícame, santifícame! ¡Oh sangre verdadera del Hijo de Dios humanado, inspírame una viva y profunda devoción hacia ti! Concédeme que saque de este culto divino un odio mortal al pecado, una grande estima de los sacramentos y, sobre todo, del sacrificio del altar; dame inteligencia del espíritu de abnegación y sacrificio, ardiente reconocimiento por los augustos misterios de la Redención y de la Eucaristía, una devoción cada vez más tierna hacia la Santísima Virgen, un amor siempre más ardiente y abnegado por todo lo que mira a Dios y a su santa causa. Oh sangre de infinita dignidad! Oh sangre redentora, sangre vivificadora y santificadora: ante ti me postro con el más humilde respeto y el más profundo anonadamiento! A ti mis homenajes de adoración; a ti el reconocimiento de mi alma; en ti mi más absoluta confianza. Sé mi protección durante mi vida, mi consuelo y sostén en la hora de mi muerte. Sé, en fin, mi santificación en la tierra y mi gloria en el paraíso!

 

 

Por dichoso me hubiera tenido de poder recoger y guardar una sola gota de la sangre que brotó de vuestro Corazón; y he aquí que, mediante este Sacramento de amor, recibo en mi baca, en mi Corazón y en mi alma vuestra preciosa sangre, que adoran los ángeles del cielo. ¡Oh Sacramento de amor! ¡Oh cáliz de inefable ternura!

B. ENRIQUE SUSO.

 

 _______________________

(1) San Bernardo.

(2) San Anselmo.

(3) Paseado.

(4) Santo Tomás

(5) San Isidoro

(6) San Agustín

(7) San Jerónimo

(8) Actas de Santa Inés

(9) San Gregorio

(10) Tertuliano

(11) Faber, La preciosa sangre.

(12) Hic est calix novum testamentum in sanguine meo (Luc., XXII, 20).

(13)   Hio est enim sanguis meus novi Testamenti (Matth., XXVI, 28).

(14)   Meditaciones sobre el Evangelio, meditación LXI

(15)   San Círilo de Jerusalén, Catech. Myst. 4.

(16)  San Juan Crisóstomo.

(17)  Himno de la Misa del Santísimo Sacramento.

(18)  Faber, La preciosa sangre.

(19)  Orat. Missae ante Commun.



El PARAISO EN LA TIERRA

O EL MISTERIO EUCARISTICO

por Ch. Rolland 

Canónigo titular de Langres, Misionero Apostólico.

Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII

y con la aprobación de numerosos Prelados

Editado en 1921


jueves, 8 de junio de 2023

FIESTA DEL CORPUS CHRISTI


 


EL CUERPO DE JESUCRISTO EN LA EUCARISTÍA 

Ave, verum corpus natura de Maria Vircrine.

Salve, verdadero cuerpo nacido de la Virgen María.

(Ex sacra Lit.)

 

PRESENCIA REAL: ¡qué abismo de misterios en esta sola palabra! ¡Qué conjunto de resplandores, capaz cada uno de ellos de arrebatar nuestras almas y hacernos prorrumpir en himnos de gratitud en el tiempo y en la eternidad!

La PRESENCIA REAL: es el cuerpo de Jesucristo con nosotros en la Eucaristía;

Es la sangre de Jesucristo con nosotros;

Es el corazón de Jesucristo con nosotros;

Es la divinidad de Jesucristo con nosotros.

Meditemos cada una de estas maravillas.

Y por de pronto, contemplemos, admiremos y amemos esta perla incomparable, este tesoro pre­cioso que se llama el cuerpo de nuestro Señor Je­sucristo en el Santísimo Sacramento. Veamos la devoción que este sagrado cuerpo ha provocado; estudiemos los fundamentos sobre que descansa esta devoción; meditemos de qué manera, si que­remos agradar a Nuestro Señor, debemos nosotros mismos practicarla.

Tras estas consideraciones, no podremos menos de exclamar, conmovidos e inflamados de la más ardiente caridad: «¡Oh verdadero cuerpo, nacido de María Virgen! ¡oh cuerpo divino, honor y ri­queza de la Iglesia! me prosterno ante Vos para consagraros mi alma, mi corazón, mis facultades, mi vida entera y ofrecéroslas en homenaje: Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!

I

En uno de los sublimes discursos que pronun­ció el Señor al fin de su vida mortal, durante la Semana Santa, dijo estas palabras: «Donde estuvie­re el cuerpo, allí se congregarán las águilas». Frase misteriosa es ésta a la que han dado los comenta­ristas las más diversas explicaciones; pero, entre todas, una de las más hermosas y que mejor hace a nuestro propósito, es la que enseña que el cuerpo por excelencia, es decir, el cuerpo sagrado de Jesús, con sus poderosos atractivos reúne en torno suyo todo cuanto hay de más ilustre en el mundo, y que los espíritus más distinguidos y los corazones más nobles han sido seducidos por los encantos de la santa Humanidad del Salvador, consagrándole un culto ardentísimo y entusiasta. Ubicumque fuerit corpus, illic congregabuntur et aquilae (1).

En torno del cuerpo sagrado de Jesús veo, por de pronto, un magnífico e inmenso ejército: el de los espíritus angélicos, que, desde el instante de su creación, recibieron la orden de adorar al Verbo encarnado. Cuando en la cuna de Belén aparece el Mesías bajo la forma de un tierno niño, cantan sus gracias y excelencias con inefables transportes de júbilo. Durante su vida mortal, le hacen de es­colta, velan por El, le remueven los obstáculos, y uno de ellos merece la gloriosa misión de sostenerle en el huerto de los olivos, en aquellos momen­tos en que el Señor, sumido en mortal agonía, de­jaba caer en tierra su cuerpo rendido y anegado en sudores de sangre. Una vez resucitado, ellos le acompañaron con himnos de triunfo, el día de la Ascensión, hacia los resplandores de la gloria; y en todos los santuarios rinden incesantes homena­jes a su cuerpo eucarístico. Si el rey Salomón, día y noche, tenía a su lado numerosos guerreros, la flor de su ejército, ¿con cuánta mayor asiduidad y pompa el verdadero Salomón, el Rey de la paz, no estará rodeado de legiones angélicas que con gozo indecible desempeñan el noble oficio de guardias de corps de nuestro buen Jesús? Illic congregabun­tur et aquilae!

Durante los treinta y tres años que duró la vida mortal de Jesucristo en la tierra, los hombres emu­laron con los ángeles en el afecto y veneración para honrar su sagrado cuerpo. ¡Oh, con qué éxtasis de amor su augusta madre María le procuraba ali­mentos y vestidos, lo tomaba en sus brazos, lo cu­bría de besos, contemplaba su radiante rostro y escuchaba sus inefables palabras! ¡Qué muestras de afecto no le prodigaba San José, y cómo lo col­maba de caricias! ¡Con qué reverencia se postraron­ a sus pies los pastores y los Magos! Quién podrá expresar lo que sintió el alma del anciano Simeón cuando, por un privilegio excepcional y tras ardientes y prolongados deseos, le cupo la dicha no sólo de ver al Mesías, sino de tenerlo en sus brazos! Enajenado por su celestial amor, esti­ma que nada agradable puede ya encerrar para él la tierra, ni espectáculos magníficos que proponer­le, y por esto exclama: «i Ahora, Señor, podéis dejar morir en paz a vuestro siervo, porque mis ojos han visto vuestra salud, la luz de las naciones, la gloria de Israel!» Y los doctores del templo que pasmados admiraban la actitud y las respuestas del Niño Dios; los pequeñuelos de Israel que, atraídos como por un imán irresistible, corrían hacia el Salvador para recibir sus bendiciones ; las muchedumbres que se le juntaban y seguían al desierto, olvidándose aun de la comida por el afán de oírle, fascinadas por la majestad y dulzu­ra de sus miradas y por las palabras de gracia que brotaban de sus labios; las piadosas mujeres que con tanta generosidad atendían a que nada le fal­tara; Santa María Magdalena, que llenaba de per­fumes sus pies y su cabeza; Zaqueo, que se sentía dichosísimo de poder sentarlo a su mesa; San Juan, cuyas más finas delicias eran descansar so­bre su pecho; Lázaro y sus hermanas, que con tanto gozo lo acogían en su casa; José de Arimatea y Nicodemo, que con tanta piedad le prestaron los últimos auxilios, embalsamándolo con mirra y aromas preciosos antes de depositarlo en el sepul­cro: ¡qué modelos tan hermosos todos ellos de devoción al cuerpo sagrado de Nuestro Señor! ¡Qué grandeza de espíritu la de estos santos personajes, que con tanto afecto sirven y adoran la sagrada humanidad de Jesucristo! Illic congre­gabuntur et aquilae!

Después de mil tormentos sufridos por nuestra salud, Jesús subió a los cielos para tomar pose­sión de la gloria que tenía merecida; de modo que aquel cuerpo, ayer humillado, desgarrado e inmo­lado, hoy vive y reina glorioso a la diestra de Dios. Pero ¡oh prodigio de su inmensa bondad! de tal modo se va al cielo, que también se queda con nos­otros: su cuerpo está a la vez a la derecha de Dios, su Padre, y en la Eucaristía. Y siendo así, ¿será justo que carezca de honores el cuerpo eucarístico de Jesús? ¡No lo permita Dios! La Iglesia, deposi­taria de todo lo verdaderamente grande y noble de la humanidad, ha proveído por modo excelente a los honores que deben tributarse, a su sagrada humanidad. Ella sola explica el que haya templos tan magníficos, altares y tabernáculos tan suntuo­sos, fiestas religiosas tan solemnes, sacerdotes tan puros y santos, y finalmente tantas y tan fervoro­sas conversiones. Para ella sola se ha instituido la ceremonia más pomposa y la procesión más es­pléndida. Porque en la Eucaristía ve la Iglesia al Verbo de Dios, al Emmanuel, al Dios con nosotros; pero también, y de un modo particular, al cuerpo sagrado de Jesús, para el que tiene instituidos ho­nores especialísimos. La fiesta de que acabo de hablar, se llama en la liturgia CORPUS CHRISTI. II& congregabuntur et aquilae!

Pero hay algo más y mejor todavía! El mismo Jesucristo es quien, con su ejemplo, nos enseña el modo de honrar su sagrado cuerpo. Vedlo si no. En la antigua ley, hablando por boca de uno de sus profetas, deplora la ineficacia de las víctimas del sacerdocio aarónico para satisfacer plenamen­te a la divina justicia y santificar a los elegidos. Pero de repente se alza alborozado y lleno de santo orgullo, y ofrece a su Padre un remedio a la penu­ria que asola la tierra: señálale una hostia viva y vivificadora, santa y santificadora. ¿Cuál? Su propio cuerpo! «Oh Dios, dice, los holocaustos y las víctimas por el pecado no os han sido gratos; pero me habéis dado un cuerpo que lo reparará, santificará y rescatará todo, corpus autem aptasti mihi» (2). Ha llegado ya la plenitud de los tiempos; presente está el momento, con tantas ansias apete­cido, de la restauración universal; el Verbo va a dar una muestra magnífica de su poder, prudencia y bondad para salud del mundo. Y ¿qué hará?

Tomará un cuerpo, a fin de atesti­guamos su amor mediante el parecido que va a tener con nosotros: el amor se basa en la igualdad o la establece; se abaja hasta nuestra mortalidad para elevarnos a los resplandores de su divinidad: Et Verbum caro factum est! (3) Tomará un cuerpo, a fin de poder expiar, en su carne, las faltas que nuestra carne ha hecho cometer al espíritu, vinien­do de este modo la reparación por aquello mismo que fue origen de nuestra ruina: Et Verbum caro factum est! Cuando, próximo ya a la muerte, quiso dejarnos un recuerdo, como Dios sólo sabe darlo a los que ama, no encontró cosa mejor que su propio cuerpo. No hay duda que, al entregárnoslo vivo e inmortal, nos hacen también donación de sus méri­tos, de su divinidad, de su persona sagrada; pero lo que ante todo y especialmente nos da es su cuer­po: ¡tanto estima y aprecia los servicios que éste le prestó cuando quiso manifestarnos las invencio­nes de su bondad! Lo que inmediatamente pro­ducen las palabras del gran sacramento es su sagrado cuerpo: - «Este es mi cuerpo»; las rique­zas, los resplandores que encierra, fluyen por vía de consecuencia, y por concomitancia los posee­mos: Hoc est corpus meum! (4). Finalmente, que­riendo dar a su cuerpo una gloria completa, no se contenta con la sublime exaltación, tan maravillosa por cierto, del paraíso, sino que a ella añade las glorificaciones de la Eucaristía. Una de las causas por que quiso que su cuerpo estuviera presente en la Hostia es para tributarle más perfecto honor: Hoc est corpus meum!. En efecto, como nota muy bien Santo Tomás, por la Eucaristía, la sagrada humanidad del Salvador se hace presente a la vez en millares de sitios: privilegio especialísimo que no conviene a ninguna criatura, y con esto se allega en algo a la inmensidad de Dios; favor que equi­vale a recibir diversas veces el ser y la vida. Ahora bien, como la vida de esta sagrada humanidad es una vida bienaventurada, rebosante de placeres in­finitos por la visión beatífica y la felicidad de que disfruta, a medida que dicha humanidad se va ha­ciendo presente en un nuevo sitio se reproduce con ella su vida bienaventurada y sus inenarrables de­licias. De suerte que, si vale la expresión, es tantas veces bienaventurada cuantas son las que se ha multiplicado su presencia mediante la consagra­ción de los sacerdotes que tienen el poder de tro­car en su substancia el pan y el vino. Hoc est cor­pus meum!

¡Oh, culto magnífico el tributado al sagrado cuerpo de Jesús! ¿No es verdad que la ley antigua y la nueva, que el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres, el Criador y la criatura, se han dado cita para honrarlo: Ubicumque fuerit corpus iltic con­gregabuntur et aquilae? Además los fundamentos de este culto son admirablemente hermosos. Repa­sémoslos, y juntamente, con todo el ardor de nues­tra alma, exclamemos con respeto y admiración: «Honor y gloria al cuerpo santísimo de nuestro Salvador. Ave verum corpus natum de Maria Virgine!»

II

El sagrado cuerpo de Jesucristo en la Eucaris­tía, es acreedor a todos nuestros homenajes a causa de su amabilidad y atractivo, de su soberana gran­deza y de su omnipotente eficacia.

I «De tal manera hemos sido formados, dice muy justamente un célebre orador (el P. Lacor­daire), que no nos seduce lo que es puro espíritu, precisamente porque nosotros tampoco lo somos; y por otra parte, lo que sólo es visible y tangible, o sea únicamente cuerpo, nos cautiva poco, porque, aunque imperfecto, tenemos un espíritu y éste nos encumbra demasiado para que pueda verdadera­mente interesarnos y seducirnos lo que no es sino un poco de polvo más o menos colorado. Es me­nester que haya un alma transparentada en el cuerpo, y un cuerpo unido a un alma. Cuando con­curren estas dos circunstancias, al punto se susci­ta en nosotros ese sentimiento que apellidamos amor. En el rostro del hombre, en esta parte del cuerpo que permanece siempre alta y visible a todos, es donde brilla dicha amalgama misteriosa de espíritu y materia, haciéndonos vislumbrar en la frente, en los labios y en los ojos, además de la configuración exterior, algo de saliente, algo que suavemente resalta y que, además de conmo­ver la parte exterior de nosotros mismos, hace arder en nuestro interior lo que hay de más recón­dito y profundo.»

Pues bien, en la Eucaristía está contenido el cuerpo de Jesucristo, verdadero cuerpo como el nuestro y obra maestra de la creación; cuerpo ani­mado por el alma más santa y más excelsa que existió jamás; cuerpo lleno de los más amables encantos, radiante de gracia; bondad y benignidad. Sí, Jesús está en la Eucaristía con aquella mis­ma frente majestuosa y augusta que a las muche­dumbres de Jerusalén imponía un respeto lleno de amor; con aquel rostro tan bueno que encantaba y seducía aun a los niños; con aquellos ojos tan misericordiosos y profundos que penetraban hasta el fondo de los corazones y los cautivaban con un santo e irresistible atractivo; con aquellos labios que fluían gracia y dulzura; con aquellas manos que distribuían beneficios con tan caritativa pro­digalidad; con aquellos pies que lo llevaban don­dequiera que hubiese miserias que consolar. Ver­dad es que este cuerpo tan perfecto ha sido des­figurado con golpes, azotes y clavos; pero esto no ha hecho sino añadirle una nueva belleza: ¡la belleza del sacrificio, del combate y de la victoria! Hoy estas llagas brillan con una luz más resplan­deciente que la de los astros, in carne Christi vulnera micare sicut sidera (5). Y este cuerpo de Jesús, con todas sus amabilidades, atractivos y esplendores, es el que se nos ha dado en la Euca­ristía y tenemos presente en el Tabernáculo. El mismo Salvador es quien lo afirma: He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos; Ecce ego vobiscum sum! (6)

II. Pero a los atractivos de la más exquisita hermosura, se unen las magnificencias de la gran­deza más sublime.

En la Eucaristía, el cuerpo de Jesús es un cuer­po glorificado y, como tal, posee cuatro cualidades inefables. Es más brillante que mil soles; y si en el sacramento vela sus fulgores, es por amor nuestro, para no amedrentarnos ni alejarnos de sí. Está todo espiritualizado, y puede atravesar, sin rom­perlos, los cuerpos más duros, a semejanza de la luz que atraviesa un cristal dejándolo intacto. Más raudo que el relámpago, puede trasladarse de un lugar a otro con celeridad increíble. No está ya sujeto al sufrimiento ni a la muerte, y es modelo de los cuerpos que han de resucitar a la vida de la gloria.

En la Eucaristía tiene, además, el cuerpo del Salvador todas las excelencias del milagro. Verda­deramente todo él es milagroso y un supremo pro­digio. «En cada pequeña hostia que nosotros con­templamos, se amontonan prodigios mucho mayo­res en número que los astros que llenan el espacio, y más portentosos que el mismo acto de la creación que les dio vida) (7) ¡Qué milagros no encierra el que la substancia del pan y del vino se truequen en el cuerpo y sangre de Jesucristo! ¡que las, apa­riencias de pan y de vino permanezcan sin apoyo, después de desaparecida su substancia! ¡que el cuerpo de Cristo esté tan realmente en nuestras iglesias como en el cielo! ¡que se multiplique en una infinidad de lugares! ¡que conserve, bajo las especies, todas sus cualidades corporales de una manera espiritual, y que se retire de dichas espe­cies cuando éstas se corrompen!

Finalmente, y atendiendo todavía a la grandeza del portento, en la Eucaristía el cuerpo de Jesu­cristo es el CUERPO DE Dios. ¡Oh alma mía, qué palabra!: ¡el cuerpo de Dios! ¡Qué sima de grandezas no encierra esta frase! Pero ¿será verdad que puedan hermanarse estas dos ideas? Oh, sí: misterio de misterios, no puede dudarse; pero al mismo tiempo preciso es confesarlo también sin hesitaciones, como una realidad indubitable: Ver­bum caro factum est! ¿Será, pues, verdad que po­seemos el cuerpo de Dios? Sí, es cierto, y demos por ello al Señor infinitas gracias. Dios y hombre es el que dijo, tomando el pan en sus manos «¡Este es mi cuerpo; haced esto en memoria de Mí» Dios y hombre es el que exclamó: «He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la con­sumación de los siglos, Ecce ego vobiscum sum!),

III. Otro motivo que nos toca de cerca, y que poderosamente debe incitarnos a venerar el sa­grado cuerpo de Jesús en el Santísimo Sacra­mento, son los bienes preciosos e innumerables que Dios nos comunica por su medio. ¡Cuán des­agradecidos seríamos si no le tributáramos un culto particular!

Este sagrado cuerpo del Salvador, que está pre­sente en nuestros altares, recluido en un copón de oro y prisionero de amor en el tabernáculo, nos protege y alimenta con su vida divina, nos con­suela, nos enseña las virtudes más preciosas y necesarias y nos llena de la más fortalecedora es­peranza.

«Mi carne verdaderamente es comida, dijo el Señor, y mi sangre verdaderamente es bebida; si no comiereis mi carne y no bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él, vive por Mí para la vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día». Ahora bien, ¡la carne y la sangre de Jesús están en su cuerpo sagrado presente en la Eucaristía! Caro mea vere est cibus et sanguis meas vere est potus! (8).

Dándonos en el altar su sagrado cuerpo, se hace el buen Jesús el remedio de nuestras enfermedades espirituales y corporales, y nos asiste para que ha­gamos con toda felicidad el tránsito de esta vida a la eterna. Perceptio corporis prosit mihi ad tutamentum mentis et corporis el ad medelam percipiendam (9).

Con la inmolación de su sacratísimo cuerpo, he­cha mediante la consagración separada del pan y del vino, ofrece Jesús el augusto sacrificio que adora, da gracias, expía y suplica con incomparable eficacia. Hoc est corpus meum... hic est sanguis meus!

Con la representación de su cuerpo sagrado, tan puro, tan santo, tan mortificado, predícanos el Señor, muy elocuentemente, la pureza, la santidad, la mortificación, la penitencia, la generosidad en el servicio de Dios y del prójimo. Corpus quod pro vobis tradetur! (10).

Finalmente, con la presencia real de su cuerpo adorable, nos excita a estar en la iglesia con el más profundo recogimiento; nos da ánimo en las luchas que hemos de sostener contra el demonio; nos infunde la firmísima esperanza de que obtendremos la bienaventuranza del cielo. ¿Por qué desesperar de poder vivir un día con los ángeles y como ellos contemplar la esencia divina, si acá abajo tenemos ya la dicha de vivir con Jesucristo? ¿Cómo es posible que el que se da en alimento, rehusé mostrarse al descubierto, o se niegue a dejarse contemplar en el divino éxtasis del paraíso? Iesu, quem velatum nune aspicia... viso sim beatos tuae gloriae! (11).

¡Oh vosotros, los que os sentís conmovidos ante, la belleza, bondad, grandeza y generosidad, prestad oído atento a mi voz ¡ Oh vosotros los que, por la luz de vuestro espíritu y los sentimientos de vuestro corazón, habéis sido elevados, mediante la gracia de Dios, sobre las bajezas del error, del mundo de la materia y de las abyecciones del egoísmo, rodead el sagrado cuerpo del Salvador: ubicumque fuerit corpus illic congregabuntur et aquilae! Venid a darle gloria y a ofrecerle los homenajes de la más ardiente devoción, mezclando vuestras voces para ensalzar lo que el cielo y la tierra tienen de más noble y sublime: Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!

III

Pero ¿qué actos prescribe esta santa y saludable devoción hacia el sagrado cuerpo de Jesús en la Eucaristía?

I. El primero es un profundo respeto que llegue hasta la adoración. Se Veneran las reliquias de los Santos por pertenecer a cuerpos que han sido templos del Espíritu Santo; porque Dios obra milagros por su mediación, y porque un día deben tornar a la vida y florecer en el cielo. ¡Qué diferencia entre las reliquias de los Santos y el cuerpo de Jesús-Hostia, resucitado, vivo y glorioso, custodia del alma más sublime y santa, tabernáculo de la divinidad y unido hipostáticamente con el Verbo! Se veneran las últimas disposiciones de un amigo, de un padre o de una madre moribundos; pues bien, el cuerpo de Jesús es el legado divino que el Salvador nos dio la víspera de su muerte. Se veneran en Palestina los privilegiados lugares, testigos de las acciones de Jesús y que El holló con sus divinas plantas; pero ¿qué abismo no media entre las lejanas y fugitivas huellas del cuerpo de Jesús y su mismo cuerpo sagrado? Adoremos este divino cuerpo; penetrémonos de aquellos sentimientos de profundo respeto que animaban a los pastores, a los Magos y a los ángeles de Belén. Adorémosle sobre el altar, en el tabernáculo, y dentro de nuestro corazón, cuando nos cupiere la dicha de poder comulgar. Adorémosle con los que le adoran; adorémosle para reparar los ultrajes que le infligen los herejes con sus negaciones, los impíos con sus blasfemias; y al mismo tiempo por las irreverencias de miles y miles de cristianos tibios e irreflexivos. Adorémosle con la íntima persuasión de que Jesús nos ve, de que su corazón siente muy vivamente así los homenajes de los que le son fieles, como los insultos de los impíos.

II. Pero procuremos que nuestro respeto vaya siempre acompañado de amor. ¡Oh, sí; devolvamos a Jesús, en su sagrado cuerpo, amor por amor! Por amor nos dio su cuerpo en su último testamento; por amor multiplica hasta lo infinito su presencia en la tierra, a trueque de las mayores humillaciones, y por amor ha querido ser el instrumento más activo de nuestra santificación. ¡Amémosle, pues, con todo el afecto de nuestra alma! Reiterémosle las pruebas de nuestro afecto; empleemos para con El todas las formas del amor: el amor de los labios, alabando y bendiciendo el sagrado cuerpo de Jesús con entusiastas cánticos; el amor de la inteligencia, considerando con afecto su amabilidad, bondad y grandeza; el amor del corazón, adhiriéndonos a El sobre todo para imitar las virtudes que de un modo especial nos predica; el amor del cuerpo, prosternándonos delante de Él; el amor de los bienes exteriores, esforzándonos, según nuestros recursos, en fomentar el decoro, el ornato de los sagrarios, templos, vasos sagrados y demás objetos del culto. Amémosle un poco, también, como la Santísima Virgen, como San José, la Magdalena o San Juan.

III Al respeto y al amor unamos todavía una confianza ilimitada. El sagrado cuerpo de Jesús es para nosotros, y mejor todavía, lo que para el pueblo de Israel fue el arca de la alianza, la columna de nube y el propiciatorio. Es el arco iris de la reconciliación, es el pararrayos que nos protege contra los rayos de la justicia divina, la fuente de los bienes celestiales, el remedio de todas nuestras enfermedades físicas y morales y el trono de la misericordia. Corramos, pues, con presteza, hacia esta fuente de vida; acerquémonos con confianza a este trono de gracia. En todas nuestras necesidades, recorramos a Jesús-Hostia, nuestro hermano por su santa humanidad, nuestro soberano y omnipotente bienhechor por su divinidad. Ayudados por el influjo poderoso de su sagrado cuerpo, elevémonos hacia las sublimes regiones de la verdad y de la caridad, ubicumque fuerit corpus illic congregabuntur et aquilae!

¡Oh sagrado cuerpo de mi Salvador! Yo te adoro en el Santísimo Sacramento, te amo y acudo a ti. I Oh carne divina de mi Jesús, más pura que los ángeles, principio de gracia, de vida, de fortaleza y de pureza, yo me entrego a ti! ¡Oh carne pura y santa, toca la mía, frágil y pecadora; cúrala de todas sus debilidades y achaques; purifícala de todas sus manchas y fabrícate en ella un santuario digno de ti! ¡Carne adorable, formada de la más pura sangre de María para llevar al cabo mi salud con la cooperación del Espíritu Santo, reforma la mía e imprime en ella tu imagen! ¡Carne de mi Jesús, ensangrentada y cruelmente desgarrada por amor mío, fortifica la mía y alcánzame que pueda soportar todos cuantos contratiempos y penas exigieren mis pecados y tu amor! Por fin, puesto que no puedo hartarme, por la emoción y la gratitud que embargan mi alma, de repetir este grito, yo te saludo en la Eucaristía, oh verdadero cuerpo de Jesús, nacido de María Virgen. Verdaderamente has sufrido y verdaderamente has sido inmolado sobre la cruz por mi salvación. De tu costado abierto por la lanza brotó agua y sangre. ¡Oh Al llegar la hora de mi muerte, te suplico que me permitas recibirte en la sagrada Eucaristía. ¡Oh Jesús dulce, oh Jesús bueno, oh Jesús hijo de la Virgen María, tened piedad de nosotros!

 

¡Grande es la dignidad del sacerdote en cuyas manos se encarna de nuevo Jesucristo; grande es la dignidad de los fieles, para cuya salud el Verbo hácese místicamente carne todos los días! ,

SAN AGUSTÍN.

 

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(1) Luc., XVII, 37.

(2) Hebr., X, 5. Tomará un cuerpo, se hará hombre, se revestirá de la librea de nuestra mortalidad. Et Verbum caro factum est!• (1).

(3) Joan., I, 14.

(4) Marth., XXVI, 26.

(5) IIymn. Aseensionig.

(6) Matth., XXVIII, 93.

(7) R. P. Da1eirus : De la Sainte Communion.

(8) Joan., VI, 56.

(9) Orat. Misma post Commun 

(10) I Cor., XI, 24.

(11) Himno de Santo Tomás de Aquino.

 

El PARAISO EN LA TIERRA

O EL MISTERIO EUCARISTICO

por Ch. Rolland 

Canónigo titular de Langres, Misionero Apostólico.

Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII

y con la aprobación de numerosos Prelados

Editado en 1921