viernes, 15 de julio de 2011

CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS (XIX)


LAS SANCIONES DE ROMA CONTRA ECONE

Tal vez los lectores perplejos sean de aquellos que ven con tristeza y angustia el camino que van siguiendo las cosas, pero que sin embargo temen asistir a una misa verdadera a pesar de las ganas que tienen de hacerlo, porque les han hecho creer que esa misa estaba prohibida. Tal vez los perplejos lectores sean de aquellos que ya no frecuentan a los sacerdotes que no llevan sotana, pero que consideran con cierta desconfianza a los sacerdotes que la llevan, como si estuvieran sometidos a alguna censura, pues ¿acaso quien los ordenó no es un obispo suspendido a divinis? El lector tiene miedo de colocarse fuera de la Iglesia; en principio ese temor es laudable, pero no tiene fundamento. Voy a decir en qué consisten las sanciones que se pusieron de relieve y que constituyen el ruidoso regocijo de los francmasones y de los marxistas. Aquí es necesario hacer un poco de historia para que se comprenda bien este punto.

Cuando fui enviado a Gabon como misionero, mi obispo me nombró inmediatamente profesor en el seminario de Libreville, donde formé durante seis años a seminaristas, algunos de los cuales posteriormente recibieron la gracia del episcopado. Convertido a mi vez en obispo en Dakar me pareció que mi principal preocupación debía ser la de buscar vocaciones, formar a los jóvenes que respondieran al llamado de Dios y conducirlos al sacerdocio. Tuve la alegría de hacer sacerdote al que debía ser mi sucesor en Dakar, Monseñor Thiandoum, y a Monseñor Dionne, actual arzobispo de Thiés, en la república de Senegal.

Vuelto a Europa para ocupar el cargo de superior general de los padres del Espíritu Santo, procuré mantener los valores esenciales de la formación sacerdotal. He de confesar que ya en aquel momento, a comienzos de la década de 1960, la presión era tal, las dificultades tan considerables que no pude alcanzar el resultado que deseaba; no podía mantener el seminario francés de Roma, colocado bajo la autoridad de nuestra congregación, en la buena línea que tenía cuando nosotros mismos asistíamos a ese seminario entre 1920 y 1930. Dimití en 1968 para no prestar mi aval a la reforma emprendida por el Capítulo General en un sentido contrario al de la tradición católica. Ya antes de esa fecha recibía numerosas consultas de familias y de sacerdotes, que me preguntaban sobre los lugares de formación apropiados para los jóvenes que deseaban hacerse sacerdotes. Confieso que me sentía muy vacilante. Libre de mis responsabilidades y cuando me disponía a retirarme, pensé en la universidad de Friburgo de Suiza, que todavía estaba orientada y dirigida por la doctrina tomista. El obispo, Monseñor Charriére, me acogió con los brazos abiertos, yo alquilé una casa y recibimos allí a nueve seminaristas que seguían los cursos de la universidad y el resto del tiempo llevaban una verdadera vida de seminario. Muy pronto los jóvenes manifestaron el deseo de continuar trabajando juntos en el futuro y después de reflexionarlo, fui a preguntar a monseñor Charriére si estaba de acuerdo en firmar un decreto de fundación de una Hermandad. El obispo aprobó sus estatutos y así nació el 1º de noviembre de 1970 la Hermandad Sacerdotal de San Pío X .Canónicamente nos encontrábamos en la diócesis de Friburgo.

Estos detalles son importantes, como habrá de comprobarlo el lector. Un obispo tiene el derecho, canónicamente, de fundar en su diócesis asociaciones que Roma reconoce de hecho. Si un obispo sucesor del primero desea suprimir una asociación erigida por éste o una hermandad, no puede hacerlo sin recurrir a Roma. La autoridad romana protege lo hecho por el primer obispo a fin de que las asociaciones no estén sujetas a una precariedad que sería perjudicial para su desarrollo. Así lo quiere el derecho de la Iglesia.

La Hermandad Sacerdotal de San Pío X está pues reconocida por Roma de una manera enteramente legal, por más que se trate de una cuestión de derecho diocesano y no de derecho pontificio, lo cual no es indispensable. Existen centenares de congregaciones religiosas de derecho diocesano que poseen casas en el mundo entero.

Cuando la Iglesia acepta una fundación, una asociación diocesana admite que ésta forme a sus miembros; si se trata de una congregación religiosa, la Iglesia admite que haya un noviciado, una casa de formación. En nuestro caso, se trata de nuestro seminario. El 18 de febrero de 1971, el cardenal Wright, prefecto de la Congregación del clero, me enviaba una carta de aliento en la que manifestaba su seguridad de que la Hermandad "podría muy bien estar de conformidad con el fin perseguido por el concilio en este santo departamento en vista de la distribución del clero en el mundo". Y sin embargo en noviembre 1972, se hablaba en la asamblea plenaria del episcopado francés, en Lourdes, de un "seminario salvaje" sin que protestara ninguno de los obispos presentes, que necesariamente estaban al corriente de la situación jurídica del seminario de Econe.

¿Por qué se nos consideraba salvajes? Porque no dábamos la llave de la casa a los seminaristas para que pudieran salir todas las noches a su gusto, porque no les hacíamos ver televisión de ocho a once, porque no llevaban jerseys con cuello de cisne, y porque asistían a Misa todas las mañanas, en lugar de permanecer en la cama hasta la primera clase.

Y sin embargo el cardenal Garrone con quien me entrevisté en aquella época, me decía: "Usted no depende directamente de mí y sólo tengo que decirle una cosa: siga la Ratio fundamentalis que yo di para la fundación de los seminarios y que todos los seminarios deben seguir". La Ratio fundamentalis prevé que todavía se enseñe latín en el seminario y que los estudios se realicen según la doctrina de santo Tomás. Yo me permití responderle al cardenal: "Eminencia, pues creo que nosotros somos los únicos que la seguimos". Y esto es más cierto aun hoy y la Ratio fundamentalis continúa siempre en vigor. Entonces, ¿qué se nos reprocha?

Cuando fue necesario abrir un verdadero seminario y cuando alquilé la casa de Econe, antigua residencia de reposo de los señores del Grand-Saint-Bernard, fui a ver a Monseñor Adam, obispo de Sion, que me dio su acuerdo. Esta creación no era el resultado de un remoto proyecto que yo hubiera imaginado; fue una creación que se me impuso providencialmente. Me había dicho: "Si la obra se difunde por el mundo, será señal de que Dios está en ella".

Año tras año el número de los seminaristas crecía; en 1970 habían ingresado once, en 1974, cuarenta. La inquietud se difundía entre los innovadores: era evidente que si nosotros formábamos seminaristas lo hacíamos para ordenarlos y que esos futuros sacerdotes serían fieles a la Misa de la Iglesia, a la Misa de la tradición, a la Misa de siempre. No hay que buscar en otra parte la razón de los ataques de que éramos blanco, ésa es la verdadera razón. Ecóne se revelaba como un peligro para la iglesia neo modernista, había que pararlo antes de que fuera demasiado tarde.

Y ocurrió que el 11 de noviembre de 1974 llegaban al seminario con las primeras nieves dos visitantes apostólicos enviados por una comisión nombrada por el Papa Paulo VI y compuesta de tres cardenales, Garrone, Wright y Tabera, este último prefecto de la Congregación de los religiosos. Los visitantes interrogaron a diez profesores y a veinte de los ciento cuatro alumnos presentes; también me interrogaron ciertamente a mí; se marcharon dos días después, no sin haber dejado una desagradable impresión en la casa: habían dicho a los seminaristas cosas escandalosas; por ejemplo, les parecía normal la ordenación de personas casadas y declararon que no admitían una verdad inmutable; además manifestaron dudas sobre la manera tradicional de concebir la Resurrección de Nuestro Señor. Nada dijeron del seminario mismo y ni siquiera dejaron un protocolo.

Después de aquella visita e indignado por lo que habían dicho publiqué una declaración que comenzaba con estas palabras: "Nos adherimos de todo corazón, con toda nuestra alma a la Roma católica, guardiana de la fe católica y de las tradiciones necesarias al mantenimiento de esa fe, a la Roma eterna, maestra de Sabiduría y de Verdad.

"Pero en cambio nos negamos, como siempre hubimos de negarnos, a seguir a la Roma de tendencia neo modernista y neo protestante que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y después del Concilio en todas las reformas que de él surgieron."

Los términos eran sin duda un poco duros, pero traducen y continúan traduciendo mi pensamiento. A causa de ese texto la comisión cardenalicia decidió destruirnos, pues nada podía alegar en contra de la marcha del seminario; unos meses después los cardenales me dijeron que los visitantes apostólicos habían recibido una buena impresión de su indagación.

La comisión cardenalicia me invitó para el 13 de febrero siguiente a una "conversación" en Roma para aclarar algunos puntos y yo acudí sin presentir siquiera que se trataba de una trampa. La entrevista se convirtió desde el comienzo en un severo interrogatorio de tipo judicial. El 3 de marzo hubo otra entrevista y dos meses después la comisión me informaba "con entera aprobación de su Santidad", sobre las decisiones que había tomado: Monseñor Mamie, nuevo Obispo de Friburgo, tenía el derecho de retirar la aprobación dada a la Hermandad por su predecesor. De hecho, la Hermandad, así como sus fundaciones y especialmente el seminario de Écóne, perdían "el derecho a la existencia".

Sin esperar la notificación de esas decisiones, Monseñor Mamie me escribía. "Le informo pues que retiro las actas y las concesiones efectuadas por mi predecesor en lo que se refiere a la Hermandad Sacerdotal San Pío X, especialmente el decreto de fundación del 10 de noviembre de 1970. Esta decisión es inmediatamente efectiva". Si el lector siguió bien lo que he expuesto, verá que esa supresión fue hecha por el obispo de Friburgo y no por la Santa Sede. Teniendo en cuenta el Canon 493, se trata pues de una medida jurídicamente nula por defecto de competencia.

Y todavía se agrega un defecto de causa suficiente. La decisión sólo puede basarse en mi declaración del 21 de noviembre de 1974 que la comisión juzgó "inaceptable en todos sus puntos", puesto que según lo manifestado por dicha comisión los resultados de la visita apostólica eran favorables. Ahora bien, mi declaración en ningún momento fue condenada por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (el ex Santo Oficio), la única habilitada para juzgar si mi declaración estaba en oposición a la fe católica. Fue considerada "inaceptable en todos sus puntos" sólo por tres cardenales en el desarrollo de lo que oficialmente continúa siendo una conversación.

Por lo demás, nunca se demostró la existencia jurídica de dicha comisión cardenalicia. ¿En virtud de qué acto pontificio fue constituida? ¿En qué fecha? ¿Qué forma asumió? ¿A quién se notificó su existencia? El hecho de que las autoridades romanas no hayan cumplido con estos requisitos permite dudar de la existencia de dicha comisión. "En la duda de derecho, la ley no obliga", dice el Código de derecho canónico. Y menos aún obliga cuando se trata de la competencia y hasta de la existencia de la autoridad que resulta dudosa. Los términos "con la entera aprobación de Su Santidad" son jurídicamente insuficientes, no pueden reemplazar el decreto que debería haber constituido a la comisión cardenalicia y definido sus poderes.

Tantas irregularidades de procedimiento hacen nula la supresión de la Hermandad. Tampoco hay que olvidar que la Iglesia no es una sociedad totalitaria de tipo nazi o marxista y que el derecho aun cuando se lo respete —que no es el caso en este asunto— no constituye algo absoluto. El derecho es relativo a la verdad, a la fe, a la vida. El derecho canónico se hizo para hacernos vivir espiritualmente y conducirnos así a la vida eterna. Si se emplea esta ley para impedirnos llegar a la vida eterna, para hacer abortar de alguna manera nuestra vida espiritual, estamos obligados a desobedecer, exactamente como están obligados los ciudadanos de una nación a desobedecer a la ley de aborto.

Para permanecer en el plano jurídico, presenté dos recursos sucesivos ante la Signatura Apostólica, que es más o menos el equivalente de la Cámara de Apelaciones en el derecho civil. El cardenal secretario de Estado, monseñor Villot, prohibió a este tribunal supremo de la Iglesia que recibiera mis presentaciones, lo cual supone una intervención de la esfera ejecutiva en la esfera judicial.

Mons. Marcel Lefebvre

(Continuará)