miércoles, 17 de agosto de 2011

MALICIA DEL PECADO MORTAL - SAN ALFONSO MARÍA LIGORIO


Hijos crié y engrandecí;
mas ellos me despreciaron.
Is. 1, 4

PUNTO 1

¿Qué hace quien comete un pecado mortal?... Injuria a Dios, le deshonra y, en cuanto está de su parte, le colma de amargura.

Primeramente, el pecado mortal es una ofensa grave que se hace a Dios. La malicia de una ofensa, como dice Santo Tomás, se aprecia atendiendo a la persona que la recibe y a la persona que la hace. Una ofensa hecha a un simple particular es, sin duda, un mal; pero es mayor delito si se le hace a una persona de alta dignidad, y mucho más grave si se dirige al rey... ¿Y quién es Dios? Es el Rey de los reyes (Ap. 17, 14).

Dios es la Majestad infinita, respecto de la cual todos los príncipes de la tierra y todos los Santos y ángeles del Cielo son menores que un grano de arena (Is. 40, 15). Ante la grandeza de Dios, todas las criaturas son como si no fuesen (Is. 40, 17). Eso es Dios...

Y el hombre, ¿qué es?... Responde San Bernardo: Saco de gusanos, manjar de gusanos, que en breve le devorarán. El hombre es un miserable, que nada puede; un ciego, que no sabe ver nada; pobre y desnudo, que nada tiene (Ap. 3, 17). ¿Y este mísero gusanillo se atreve a injuriar a Dios? –dice el mismo San Bernardo–. Con razón, pues, afirma el Angélico Doctor (p. 3, q. 2, a. 2) que el pecado del hombre contiene una malicia casi infinita.

Por eso, San Agustín llama, absolutamente, al pecado un mal infinito; de suerte que, aunque todos los hombres y los ángeles se ofrecieran a morir, y aun a aniquilarse, no podrían satisfacer por un solo pecado. Dios castiga el pecado mortal con las terribles penas del infierno; pero, con todo, ese castigo es, como dicen todos los teólogos, citra condignum, o sea, menor que la pena con que tal pecado debiera castigarse.

Y, en verdad, ¿qué pena bastará para castigar como merece a un gusano que se rebela contra su Señor? Sólo Dios es Señor de todo, porque es Creador de todas las cosas (Es. 13, 9). Por eso, todas las criaturas le obedecen. “Obedécenle los vientos y los mares” (Mt. 8, 27). El fuego, el granizo, la nieve y el hielo... ejecutan sus órdenes (Sal. 148, 8). Mas el hombre, al pecar, ¿qué hace sino decir a Dios: Señor, no quiero servirte?

El Señor le dice: “No te vengues”, y el hombre responde: “Quiero vengarme”. “No tomes los bienes del prójimo”, y desea apoderarse de ellos. “Abstente del placer impuro”, y no se resuelve a privarse de él. El pecador dice a Dios lo que decía el impío Faraón cuando Moisés le intimó la orden divina de que diese libertad al pueblo de Israel... Aquel temerario respondió: ¿Quién es el Señor para que yo obedezca su voz?... “No conozco al Señor” (Ex. 5, 2). Pues lo mismo dice el pecador: Señor, no te conozco; hacer quiero lo que me plazca.

En suma: ante Dios mismo le pierde el respeto y se aparta de Él, que esto es propiamente el pecado mortal: la acción con que el hombre se aleja de Dios. De esto se lamenta el Señor, diciendo: Ingrato fuiste, “tú me has abandonado”; Yo jamás me hubiera apartado de ti; “tú te has vuelto a atrás”.

Dios declaró que aborrecía el pecado; de suerte que no puede menos de aborrecer al que lo comete (Sb. 14, 9). Y el hombre, al pecar, se atreve a declararse enemigo de Dios y a combatir frente a frente contra Él. Pues ¿qué dirías si vieses a una hormiga que quisiera pelear con un soldado?...

Dios es aquel omnipotente Señor que con sólo querer sacó de la nada el Cielo y la tierra (2Mac. 7, 28). Y si quisiera, a una señal suya, podría aniquilarlo todo. Y el pecador, cuando consiente en el pecado, levanta la mano contra Dios, y “con erguido cuello”, es decir, con soberbia, corre a ofender a Dios; ármase de gruesa cerviz (Jb. 15, 25) (símbolo de ignorancia), y exclama: “¿Qué gran mal es el pecado que hice?... Dios es bueno y perdona a los pecadores...”. ¡Qué injuria!, ¡qué temeridad!, ¡qué ceguedad tan grande!


PUNTO 2

El pecador no sólo ofende a Dios, sino que le deshonra (Ro. 2, 23). Porque, renunciando a la divina gracia por un miserable placer, menosprecia y huella la amistad de Dios. Si el hombre perdiese esta soberana amistad por ganar un reino, y aun todo el mundo, haría, sin embargo, un inmenso mal, pues la amistad de Dios vale más que el mundo y que mil mundos.

Mas ¿por qué se ofende a Dios? (Sal. 10, 13). Por un puñado de tierra, por un rapto de ira, por un brutal placer, por humo, por capricho (Ez. 13, 19). Apenas el pecador comienza a deliberar consigo mismo si dará o no consentimiento al pecado, entonces, por decirlo así, toma en sus manos la balanza y se pone a considerar qué cosa pesa más, si la gracia de Dios o la ira, el humo, el placer... Y cuando luego da el consentimiento, declara que para él vale más aquel humo o aquel placer que la divina amistad. Ved, pues, a Dios menospreciado por el pecador.

David, considerando la grandeza y majestad de Dios, exclamaba (Sal. 34, 10): “Señor, ¿quién es semejante a Ti?” Mas Dios, al contrario, viéndose comparado por los pecadores a una satisfacción vilísima y pospuesto a ella, les dice (Is. 40, 25): “¿A quién me habéis asemejado e igualado?” “¿De suerte –exclama el Señor– que aquel placer vale más que mi gracia?”

No habrías pecado si, al pecar, debieras haber perdido una mano, o diez ducados, o quizá menos. De modo, dice Salviano, que sólo Dios es tan vil a tus ojos, que merece ser propuesto a un rapto de cólera, a un mísero deleite.

Además, cuando el pecador, por cualquier placer suyo, ofende a Dios, hace que tal placer se convierta en su dios, porque en aquél pone su fin. Así, dice San Jerónimo: “Lo que alguien desea, si lo venera es para él un dios”. Vicio en el corazón, es ídolo en altar. Por lo mismo, dice Santo Tomás: “Si amas los deleites, éstos son tu dios”. Y San Cipriano: “Todo cuanto el hombre antepone a Dios lo convierte en su dios”.

Cuando Jeroboán se rebeló contra el Señor, procuró llevar consigo el pueblo a la idolatría, y le presentó sus ídolos, diciendo (1R. 12, 28): “Aquí tienes, Israel, a tus dioses”. Así procede el demonio: ofrece al pecador los placeres, y le dice: “¿Qué quieres hacer de Dios?... Ve aquí al tuyo; esta pasión, este deleite.

Acéptalo y abandona a Dios”. Y si el pecador consiente, eso mismo hace: adora en su corazón el placer como a dios. “Vicio en el corazón, es ídolo en altar”.

¡Y si a lo menos los pecadores no deshonrasen a Dios en presencia de Él mismo!... Mas no; le injurian y deshonran cara a cara, porque Dios está presente en todo lugar (Ser. 23, 24). El pecador lo sabe. ¡Y con todo, se atreve a provocar al Señor en la misma presencia divina! (Is. 65, 3).


PUNTO 3

El pecador injuria, deshonra a Dios y, además, en cuanto es de su parte, le colma de amargura, pues no hay amargura más sensible que la de verse pagado con ingratitud por una persona amada y en extremo favorecida. ¿Y a qué se atreve el pecador?... Ofende a un Dios que le creó y le amó tanto, que dio por su amor la Sangre y la vida. Y el hombre le arroja de su corazón al cometer un pecado mortal. Dios habita en el alma que le ama. “Si alguno me ama..., mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn. 14, 23).

Notad la expresión haremos morada. Dios viene a esa alma y en ella fija su mansión: de suerte que no la deja, a no ser que el alma le arroje de sí. “No abandona si no es abandonado”, como dice el Concilio de Trento. Y puesto que Vos sabéis, Señor, que aquel ingrato ha de arrojaros de sí, ¿por qué no le dejáis desde luego? Abandonadle, partid antes que se os haga esa gran ofensa... No, dice el Señor; no quiero dejarle, sino esperar a que él mismo me despida.

De suerte que, apenas el alma consiente en el pecado, dice a su Dios (Jb. 21, 14): Señor, apartaos de mí. No lo dice con palabras, sino con hechos, como advierte San Gregorio. Harto sabe el pecador que Dios no puede vivir con el pecado. Bien ve que si peca tiene Dios que apartarse de él. De modo que, en rigor, le dice: Ya que no podéis estar con mi pecado y habéis de alejaros de mí, idos cuando os plazca.

Y al despedir a Dios del alma hace que en seguida entre el enemigo a tomar posesión de ella. Por la misma puerta por donde sale Dios entra el demonio. “Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran dentro y moran allí” (Mt. 12, 45).

Cuando se bautiza a un niño, el sacerdote exorciza al enemigo diciéndole: “Sal de aquí, espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo”; porque aquella alma del bautizado, al recibir la gracia, se convierte en templo de Dios (1Co. 3, 16). Pero cuando el hombre consiente en pecar, efectúa precisamente lo contrario, diciendo a Dios, que estaba en su alma: “Sal de aquí, Señor, y da lugar al demonio”.

De esto se lamentaba el Señor con Santa Brígida cuando le dijo que, al despedirle el pecador, procedía como si quitase al rey su propio trono: “Soy como un Rey arrojado de su propio reino; y en mi lugar se elige a un pésimo ladrón”.

¿Qué pena no sentiríais si recibieseis grave ofensa de alguien a quien hubieseis favorecido mucho? Pues esa misma pena causáis a Dios, que llegó hasta dar su vida por salvaros. Clama el Señor a la tierra y al Cielo para que le compadezcan por la ingratitud con que le tratan los pecadores: “Oíd, ¡oh Cielos!, y tú, ¡oh tierra!, escucha... Hijos creé y engrandecí..., pero ellos me despreciaron” (Is. 1, 2). En suma, los pecadores afligen con sus pecados al Corazón del Señor... (Is. 63, 10).

Dios no puede sentir dolor; pero –como dice el Padre Medina– si fuese posible que le sintiera, sólo un pecado mortal bastaría para hacerle morir, por la infinita pesadumbre que le causaría. Así, pues, afirma San Bernardo, “el pecado, por cuanto en sí es, da muerte a Dios”.

De manera que los pecadores, al cometer un pecado mortal, hieren, por decirlo así, a su Señor, y nada omiten para quitarle la vida, si pudieran. Y según dice San Pablo (He. 10, 29), pisotean al Hijo de Dios, y desprecian todo lo que Jesucristo hizo y padeció para quitar el pecado del mundo.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso María de Ligorio